Pasé dos días sentado en la butaca junto a la ventana en saliente donde la había esperado la noche que se fue sola al parque. He visto morir a muchos. Me obligué a reconocer la muerte de Dora. Pero el corazón no admite órdenes. Estaba deseando que me venciera el sueño, pero si cerraba los ojos mi mente se desbocaba e imaginaba que ella volvería en cualquier momento, que entraría pisando fuerte, fría y enojada, por aquella puerta.
—Debió de ser duro para Christiane —comenta Clara—. Verlo destrozado por la muerte de otra persona. —Cierra la primera de mis maletas con un fuerte chasquido. Hace bien en pensar en Christiane.
Le cuento a Clara que aquellos días Christiane cuidó de mí en silencio. Me llevaba tostadas y café. Sin embargo, yo apenas reparaba en su presencia, hasta la tarde del segundo día, cuando vi que me observaba, deshecha en llanto, desde el umbral. No lloraba por Dora. Lloraba por mí.
El dolor puede transmutarse en ira, y esa ira puede mantenernos vivos. La semana siguiente empezó la investigación judicial, y la ira que sentí me ha mantenido en marcha estos últimos cuatro años. Mientras hubiera una injusticia por resolver, yo resistiría para luchar.
—Todavía está por resolver. —Clara se ha sentado cerca de mí. Tiene los ojos muy grandes, y el surco ha vuelto a aparecer entre sus cejas.
—Es verdad. —Asiento con la cabeza en señal de aceptación. Pero la otra cosa que me quedaba por hacer era escribir sobre Dora para devolverla a la existencia. Y esa parte ya está hecha.
Frente al juzgado había gente con taburetes plegables, como si fueran a las carreras. Yo contenía la furia en mi interior. Seguramente también llevaban sándwiches y termos en las carteras. Era un día despejado y luminoso; una atrocidad. Eran las once menos diez de la mañana.
Sin embargo, al acercarme vi que la actitud de quienes entraban para ocupar los asientos no tenía nada de festivo. Eran refugiados, con un nudo en la garganta, miraban de soslayo y esperaban obtener protección. Hacía seis días que habíamos encontrado a Dora y a Mathilde, y durante ese tiempo los periódicos no habían dejado de hablar de «las muertes de Bloomsbury». Dos mujeres solteras, extranjeras, envenenadas en una cama, juntas, en el centro de Londres; aquello vendía mucho. Los titulares de la prensa sensacionalista proclamaban: «¡Los secuaces de Hitler se hallan entre nosotros!». Otros periódicos más serios se limitaron a declarar, los primeros días, que las muertes se habían producido «en circunstancias misteriosas». Citando a «ciertos amigos que preferían permanecer en el anonimato», comentaban las veces que les habían entrado en el piso sin que les robaran nada, las amenazas de muerte que habían recibido por correo. Los mejores artículos relacionaban las actividades de Dora para ayudar a descubrir los contactos nazis de Wesemann en Londres y los peligros a que se enfrentaban, incluso fuera del Reich, los refugiados sin pelos en la lengua como Berthold Jacob o la propia Dora.
Circulaban muchas teorías. Como casi todas las teorías, no solo permitían hacerse una idea sobre la situación que describían, sino también sobre los prejuicios de quienes las sostenían. Había insinuaciones ridículas acerca de que Dora y Mathilde habían sido «amigas íntimas» (como si las lesbianas, por naturaleza, se expusieran al asesinato simultáneo). Según otros, Dora, burlada por un inglés que había prometido casarse con ella, había decidido suicidarse y se había llevado consigo a su amiga. (¿Por qué en el caso de las mujeres siempre se da por hecho que en el fondo de cualquier asunto hay un problema, una vulnerabilidad exclusiva de su sexo, como si no hubiera en su vida nada tan relevante como la relación con los hombres? Cómo habría detestado ella esa teoría).
Al cuarto día corrió el rumor de que había una nota de suicidio. Ni Ruth ni yo habíamos visto ninguna en el piso. No me tomé muy en serio aquellas habladurías, pero a partir de entonces los periódicos sensacionalistas empezaron a desarrollar abiertamente la nueva teoría del suicidio romántico. Los «amigos “anónimos” comenzaron a flaquear, pero insistieron en que, aunque no pudiera demostrarse la intriga política, había que seguir atribuyendo las muertes a los nazis. Sin su maldito régimen, aquellas mujeres no habrían tenido que exiliarse, decían; no habrían vivido con apuros económicos, temiendo que les cancelaran los visados y las enviaran de vuelta a Alemania; no habrían caído en «aquello». Observé con alivio que casi todos los periódicos serios se mantenían en sus trece e insinuaban que se trataba de una acción criminal de «la banda de Wesemann-Göring».
En el metro, de camino al juzgado, había oído a dos mujeres hablar del «pacto de asesinato y suicidio de Bloomsbury» y del carácter excitable de nuestra raza. Se creían con derecho a hacer comentarios salaces, como si la tragedia ajena confirmara la profunda satisfacción de vivir libre de amenazas. La verdad se había desconectado de Dora y se había convertido en un tema de debate público sobre el que cualquier idiota podía expresar su opinión. Y ese día un jurado calcularía el sentido de la vida de Dora basándose en la «probabilidad razonable». Un rasero que, en mi opinión, había dejado de aplicarse a nosotros hacía mucho tiempo.
En el juzgado, mezclados entre el público, había sin duda miembros de la «banda de Wesemann-Göring» disfrazados de funcionarios de la embajada, de reporteros, de refugiados. Habían ido a regodearse, a comprobar el efecto atemorizante de sus asesinatos en la comunidad de exiliados. Vi a los amigos ilustres de Dora: lord Marley con su esposa; Fenner Brockway, blanco como la cera; Sylvia Pankhurst, Churchill y otros parlamentarios a los que reconocí pero cuyo nombre ignoraba. Había mucha prensa, hombres con sombrero de fieltro que hacían malabarismos con sus cámaras con flash de platillo.
Vi a Ruth sentada en un banco, en primera fila. Tenía el bolso sobre las rodillas, sujeto con ambas manos, y miraba con rigidez al frente, flanqueada por desconocidos. De pronto sentí la necesidad de sentarme con ella. Pero no había sitio, así que tomé asiento cuatro filas más atrás. Me fijé en su espalda recta, en los rizos que escapaban de su sombrero verde. En los últimos días había empezado a pensar en ella de una forma que hacía que me avergonzara de no haberle prestado la atención que se merecía.
Después de que la ambulancia viniera para llevárselas al depósito de cadáveres, el agente Hall nos había acompañado a los dos a la comisaría para que nos interrogaran sus superiores. El dolor es tan egoísta como el amor. Se apodera del cuerpo y de la mente y los suplanta: te conviertes en el elemento encarnado, y ya no queda «yo» que pueda pensar en nadie más. Pero cuando miré a Ruth, que caminaba a mi lado, mi sufrimiento quedó desplazado. Ruth, pálida y destrozada, era la viva imagen de la ruina. Creo que ni se enteró de cómo fuimos del piso hasta la comisaría de policía; dudo que se creyera capaz de realizar ninguna acción, de imaginar futuro alguno.
Nos llevaron a cada uno a una habitación. Mi sala de interrogatorios era pequeña, sin apenas muebles, y tenía colgado en la puerta un plano de evacuación en caso de incendio. Eran dos; empezaron preguntándome qué motivos podían tener las mujeres para sentirse desgraciadas. Les dije categóricamente que no eran desgraciadas. Les dije que sabía que Dora estaba muy contenta el viernes, pese a que era consciente, por supuesto, de que ellos podían matarla. Me preguntaron quiénes eran «ellos» y contesté que los mismos individuos —agentes de Hitler— que habían matado a Lessing y a Formis y secuestrado a Bertie.
Se quedaron callados un momento, concentrados en tomar notas. Me di cuenta de que a aquellos policías sensatos y normales la historia que estaba contando —tan corriente para nosotros, pues constituía la base de nuestra vida— les resultaba extravagante como una historia de capa y espada. Tendría que haber ido más despacio, haber empezado por el principio. Tendría que haberme remontado a la guerra, a la revolución, al delicado espíritu de pacifismo y libertad que había surgido en Alemania y que las fuerzas nacionalistas se habían propuesto aniquilar. Cuando miré el rostro joven e inexpresivo de aquellos dos hombres me sentí impotente.
Me preguntaron educadamente si mi teoría también era aplicable a la señora Wurm.
No me gustó la palabra «teoría»: les estaba ofreciendo en bandeja la solución del crimen. Aun así, mantuve la calma. Les dije que Mathilde había sido diputada socialdemócrata, y que, si bien consideraba que Dora había sido el objetivo principal, Mathilde apoyaba el trabajo que realizaba su compañera de piso, y habían tenido que asesinarla también a ella, como a tantas esposas o secretarias de otros objetivos que se habían puesto en la trayectoria de la bala. Les dije que hasta el viernes Mathilde había estado muy tranquila.
Pero al parecer daba igual lo que yo dijera; sus preguntas giraban cada vez más alrededor de la solución fácil, la solución femenina, del suicidio.
—¿Cómo explica —me preguntaron— que la habitación estuviera cerrada por dentro, que la llave estuviera en el estante?
Llegados a ese punto, no se me ocurrió ninguna otra forma de contestar: admití ante ellos mi vergonzosa experiencia.
—Señores —dije—, conozco la oscura atracción de la muerte. —Estaba empezando a alzar la voz, pero me controlé—. Y puedo asegurarles que la doctora Dora Fabian no la sentía.
Se quedaron mirándome. Mis logros personales, todo cuanto había conseguido en esta vida, se evaporaron. Era lo que ellos veían: un extranjero enigmático, un judío, un histérico de una nación que poco tiempo atrás había sido enemiga. Tomaron más notas y me dieron las gracias educadamente.
Esperé a Ruth más de una hora en la entrada de la comisaría, sentado en un banco. La puerta giratoria escupía continuamente a gente que iba a ocuparse de sus asuntos como si fuera un día cualquiera. Cuando Ruth apareció al final del pasillo, sus ojos parecían más pequeños y tenía los labios grises. Se sentó a mi lado.
Ruth era más alta que Dora, larguirucha, con piernas desgarbadas de potrillo. Tenía los dedos delgados y afilados y no llevaba alianza. Ruth no era la primera persona en la que te fijabas al entrar en una habitación llena de gente; seguramente tampoco la segunda, ni la tercera. Pero mientras estaba sentada a mi lado tratando de serenarse sentí su humildad. Era una mujer sin pretensiones de ningún tipo —ni de belleza ni de talento—, sin ningún interés por llamar la atención. Creo que eso le permitía comprender profundamente a sus semejantes, lo que constituye una cualidad poco frecuente.
Se abrazó el torso y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás.
—Les he dicho que Dora jamás habría permitido que yo la encontrara así —dijo—. Jamás lo habría hecho sin dejarme una nota.
—No —dije. Ni a mí, pensé. Ruth buscó un pañuelo en el bolso.
—No paraban de repetir que la habitación estaba cerrada por dentro, que el caso parecía muy claro. Les he dicho que Dora estaba investigando las actividades que Hans realizaba en Londres para la Gestapo…
Ruth se interrumpió y se llevó el pañuelo a la cara.
—Hay tantas cosas que no vi… —Se inclinó hacia delante. Cuando volvió a hablar, su voz era un tenso aullido—. Yo habría podido prevenirla.
Le puse un brazo sobre los hombros.
—Dora no vio que Hans se había pasado al otro bando. Ni Bertie. No seas tan dura contigo misma.
Cuando por fin salió, su voz sonó terrible.
—Yo estaba más cerca —afirmó.
—A veces —dije sujetando sus inquietas manos— eso hace que sea aún más difícil.
Rompió a llorar, y entonces las palabras le salieron a borbotones. Dijo que había visto a su marido en la embajada, que Hans había ensayado el secuestro de Bert en la frontera francesa. Comentó que después del contrajuicio parecía de pronto más contento, como si se sintiera salvado.
—Tendrás ocasión de explicarlo todo en la investigación judicial. —Me levanté y le ofrecí una mano—. Ahora tenemos que irnos.
Fue como si no me oyera. Entonces dijo algo que no entendí. Me agaché y le puse una mano bajo el codo. Ruth me miró con los ojos empañados por el dolor y repitió:
—Era yo. La que tenía que haber estado con ella.
Dudaba que Ruth pudiera levantarse.
—Esta noche deberías quedarte conmigo y con Christiane.
Negó con la cabeza. Quería volver al piso. Las autoridades ni siquiera lo consideraban el escenario de un crimen.
—Pero la puerta está destrozada —protesté—. Tendrás miedo.
Su respuesta llegó de algún lugar lejano.
—No volverán —aseguró—. Tengo que vaciar la despensa.
Debieron de fotografiarlo todo y dejarlo allí para que Scotland Yard lo encuentre y lo utilice contra nosotros. —Cuando me miró, vi que algo cristalizaba en sus ojos, una decisión tomada en silencio—. Además, ya lo hemos hecho otras veces. Solo hay que poner una silla contra la puerta.
En el juzgado de instrucción, los miembros del jurado estaban sentados formando varias filas en el lado derecho de la sala. Cuando entró el juez todos nos pusimos en pie. S. Ingleby Oddie era un hombre de unos sesenta años, con pelo entrecano, cara estrecha y surcada de arrugas y cejas oscuras y circunflejas: un rostro que expresaba sorpresa permanente para no revelar sorpresa alguna. Sacó sus documentos de un maletín y los puso encima de la mesa. Ante él había una mesa para el abogado que había contratado la familia de Mathilde. A Dora no la representaba nadie. Más tarde me enteré de que a Else, su madre, la habían llevado a un campo de concentración, como solían hacer los nazis con los familiares de sus víctimas.
Fijé la mirada en la nuca de Ruth. Entonces se me ocurrió que quizá hubieran reservado los bancos de las primeras filas para los testigos. Pero seguro que me llamarían a mí, porque era una de las personas que habían descubierto los cadáveres, porque conocía muy bien a Dora, porque… bueno, porque tenía muchas cosas que decir.
El agente Hall fue el primer testigo que subió al estrado. No llevaba casco; desde el jueves se había cortado el pelo, castaño claro, por lo que destacaban las orejas, rosadas. Sentí que, pese a no conocerlo de nada, había tenido una experiencia muy íntima con aquel hombre, como ocurre en las guerras. El agente Hall declaró que había forzado la puerta del piso y, a continuación, la del dormitorio, que estaba cerrada con llave. Dijo que encontró a las mujeres tumbadas en la cama, cara a cara y con las manos entrelazadas. Estaban tapadas con la colcha y la sábana y «sin vida». Había cogido de la mesilla de noche una taza que contenía un líquido oscuro al considerar que podía ser una prueba y había llamado a una ambulancia. El agente añadió que la habitación estaba ordenada, aunque junto al armario había dos maletas a medio hacer. Explicó que la llave de la habitación estaba «cuidadosamente» colocada en un estante junto a la puerta. Me fastidió que se permitiera el lujo de añadir un adverbio.
—Gracias, agente —dijo el juez.
Noté cierta tirantez en el pecho, algo que burbujeaba y se me enroscaba en el esternón. Todo por lo que Dora había luchado podía suceder en aquella sala. En aquella sala —así como en los periódicos o en el Parlamento— se podía prevenir a la opinión pública del peligro y del feroz alcance de los métodos hitlerianos. Ella lo habría demostrado con su vida. Cuando cerré los ojos la vi en el banco del parque, con el cuello estirado hacia atrás, pestañeando para ahuyentar el miedo. Ahora aquel bello cuerpo que yo conocía tan bien yacía en una caja en el depósito de cadáveres del cementerio de East Ham, a la espera de que lo enterraran aquella tarde. Miré al juez, un representante de la famosa justicia británica. Carraspeó.
—Dice usted, agente, que todas las puertas del piso estaban provistas de cerradura.
—Así es, señoría.
—Y que la habitación donde murieron las dos mujeres estaba cerrada por dentro.
—Sí.
—¿Se ha formado usted una opinión de por qué había cerradura en todas las puertas?
—Eran refugiadas, señoría. —Hall trasladó el peso del cuerpo de una pierna a la otra y la luz se reflejó en la doble hilera de botones de su uniforme—. Compartían el piso. Quizá alquilaran las habitaciones…
—¡Eso no es cierto! —gritó alguien. Se oyeron murmullos en la sala. En la primera fila, Ruth se levantó abrazando su bolso. El juez, impasible como un cirujano, la miró desde su asiento.
—¿Su nombre, señora?
—Ruth —contestó ella. Y con voz más débil añadió—: Wesemann, señoría.
El juez recorrió la hoja que tenía delante con la punta del lápiz.
—Figura usted como testigo, doctora Wesemann. Le agradecería que esperara su turno para hacer su aportación.
Ruth tanteó el aire a su espalda en busca del borde del banco, y por la torpeza de sus movimientos comprendí cuánto le había costado hablar. Confíe en figurar yo también en aquella lista.
El siguiente testigo era el doctor Taylor, un forense de voz suave con una rociada de cicatrices de acné en la cara. Había realizado las autopsias y determinado que la causa de la muerte había sido una insuficiencia respiratoria provocada por una sobredosis de Veronal. Especificó que el medicamento se había mezclado con café. La diferencia entre una dosis letal y una dosis no letal se reducía a unos veinte granos, es decir, una cantidad ínfima.
—¿Y en este caso, doctor? —preguntó el juez.
—La concentración hallada en la taza era muy alta. Me atrevería a opinar, señoría, que era una dosis intencionadamente mortal.
El juez dejó el lápiz e inclinó ligeramente la cabeza hacia el testigo.
—Y en su opinión, doctor, ¿el sabor del café habría delatado la presencia de Veronal?
—Desde luego, señoría. Una solución con una concentración tan alta tendría un sabor muy amargo y una consistencia granulosa. Es imposible que el medicamento pasara inadvertido.
—¿Ha traído usted la taza, como prueba?
—No, señoría. —El juez aguardó—. Me temo que fue destruida por descuido. —El forense agachó la cabeza y se miró las manos—. Las limpiadoras, señoría.
—Entiendo. —El juez anotó algo.
A continuación el médico explicó al tribunal que, en su opinión, las mujeres habían fallecido el domingo por la noche o el lunes anteriores al descubrimiento de los cuerpos.
A veces sentimos cosas antes de poder pensarlas. Allí se estaba trazando un relato a partir de hechos seleccionados: la historia fácil. Y yo soñaba despierto que me ahogaba, un cachorro en un cubo de estaño, burbujas silenciosas salen de mi boca mientras floto inútilmente hacia la superficie. Cada vez que intento protestar, trago agua.
Subió al estrado la señora Allworth, la mujer de la limpieza. Llevaba un traje de chaqueta gris claro que yo le había visto puesto a Ruth. Le quedaban los hombros anchos. Sus nudillos se movían como tabas bajo la piel de las manos, que agarraban con fuerza la madera. Sus palabras sonaban a palabras de segunda mano, como si hubiera estado practicándolas.
—El martes —contó ante la sala— fui al piso como de costumbre, a limpiar. Al entrar me sorprendió no encontrar a las señoras. Siempre que se iban me dejaban una nota para decirme cuántos días estarían fuera y para pedirme que pasara a dar de comer a Nepo aunque no tuviera que ir a limpiar. También me pagaban por eso, por supuesto —añadió sobre la marcha—. Eran muy consideradas. —Detrás de una oreja empezó a aparecerle una mancha roja que avanzó lentamente por la cara—. Nepo es el gato…, lo siento. —Respiró hondo. Había perdido los papeles.
—Tómese todo el tiempo que necesite, señora —la tranquilizó el juez.
Era sumamente extraño, prosiguió la señora Allworth, que no le hubieran dejado ninguna nota. De todos modos, dedujo que se habían marchado.
—No encontraba otra explicación, señoría. —Y se había puesto a limpiar. Limpió la cocina y el cuarto de baño, la habitación de la señora Wurm y la de invitados—. En la de la doctora Fabian no entré porque estaba cerrada con llave —añadió—. Eso también era muy raro, porque la doctora nunca cerraba con llave el dormitorio. Cuando terminé mi trabajo salí del piso, hacia las doce y media.
El juez asintió con la cabeza.
—Ah —añadió la señora Allworth—, y di de comer a Nepo, claro. —Su rostro se arrugó como un papel arrojado al fuego—. Y todo ese tiempo las señoras, las señoras…
—Gracias, gracias… —El juez miró la hoja—. Señora Allworth. Solo quiero hacerle una pregunta. —Esperó mientras ella se sonaba la nariz discretamente—. Aparte del hecho de que la puerta del dormitorio de la doctora Fabian estuviera cerrada con llave, ¿dice usted que no apreció nada extraño, ningún desorden, en el piso?
La mujer tenía la cara y el cuello colorados.
—No, señoría. Ningún desorden, señoría.
—Gracias, señora Allworth. —El juez miró al abogado de Mathilde—. Puede interrogar a la testigo.
El abogado formuló una serie de preguntas que no recuerdo y luego la señora Allworth se sentó.
Se levantó el secretario.
—El tribunal llama al profesor Wolfram Wolf —anunció.
Wolf se levantó en la primera fila. ¿Por qué demonios lo llamaban a él? ¿Qué podía saber el papanatas que no supiera yo? Llevaba un traje con chaleco y tenía el cuello inclinado hacia delante como para esquivar lo que pudiera avecinarse. Pensar que un hombre tan implacablemente superficial, tan gangoso y puntilloso, pudiera levantarse y hablar de Dora mientras yo permanecía sentado y callado hizo que me hirviera la sangre. Estaba furioso con Dora por haberse muerto, pero seguramente más por haber estado con aquel hombre.
El juez pidió a Wolf que describiera su relación con Dora. El profesor habló con voz nasal, apenas audible.
—Éramos buenos amigos.
—Entiendo. Profesor Wolf, ¿podría decirnos si la semana pasada pasó algún día o alguna noche en el piso de Great Ormond Street?
Wolf masculló su respuesta sin levantar la vista del suelo. El juez se quedó mirándolo un momento y pareció comprender algo.
—¿Está usted casado, profesor?
—Sí.
Hubo un ligero movimiento, una brisa humana que recorrió la sala.
—Está bien, no insistiré —dijo el juez—, pero me gustaría saber si en los últimos quince días pasó alguna noche en el número doce de Great Ormond Street.
Wolf empezó a responder con frases largas y deshilvanadas. Si hubiera tenido que darle un papel en una obra, habría sido el de un personaje cómico, un Polonio ridículamente verboso, un charlatán puntilloso e impertinente. Pero allí estaba, hablando, mientras yo estaba callado. Comentó que a veces Dora y él se pasaban horas conversando, que ella siempre estaba muy atareada, que trabajaba por la noche además de durante el día, y que en ocasiones, cuando se les hacía muy tarde, él se había quedado a dormir en el piso. No podía precisar cuándo había sido la última vez que eso había ocurrido.
El juez esperó hasta que Wolf hubo agotado todos los circunloquios posibles.
—No deseo hacer que se sienta incómodo, profesor Wolf —le aseguró—. Lo único que quiero es que el jurado sepa la razón por la que fue usted, según tengo entendido, quien recibió la nota de suicidio de la difunta.
Se me erizó el vello de los brazos. De pronto fue como si el ambiente de la sala se solidificara.
—¿Podría decirnos cuándo la recibió? —preguntó el juez.
Wolf se miró las manos.
—El lunes por la mañana. Con el correo del lunes por la mañana.
—¿Sería tan amable de leérsela a este tribunal?
Todos los miembros del jurado tenían la cabeza vuelta hacia él. Wolf se sacó del bolsillo de la chaqueta un pedazo de papel doblado. Tosió acercándose un puño a la boca y empezó a leer:
Te he fallado demasiado, te he hecho demasiado daño. No encuentro la forma de volver a ti, ni a mí misma ni a la vida. No pienses que mi muerte es la consecuencia de estos últimos días, aunque hubieras vuelto no habría seguido viviendo. Te he querido demasiado. Lo siento. Adiós. Me llevo conmigo a la única persona para la que mi vida significaba algo.
El silencio se tornó más profundo. Hicimos una pausa, colectivamente, para asimilar aquello, las palabras de la difunta, las últimas palabras que uno elegiría. Entonces se oyeron unos sollozos solitarios, incontrolables, en la primera fila.
Mi corazón se había detenido, pero mi mente conservaba la lucidez. La falsedad de la nota era evidente.
—¡No puede ser! —De pronto me encontré de pie, gritando—. ¡Eso es mentira!
Dos guardias se separaron de la pared. El juez alzó una mano para detenerlos.
—Señor —dijo con calma dirigiéndose a mí—, comprendo que algunas de las pruebas presentadas aquí resulten dolorosas, pero le pido que se abstenga de interrumpir el proceso, o tendré que expulsarlo de la sala.
—¡Quiero prestar declaración!
—¿Su nombre?
—Ernst Toller.
El juez asintió y examinó su lista.
—Me temo, herr Toller, que su nombre no aparece en mi lista. Estoy seguro de que comprenderá que hemos tenido que restringir los testimonios a los de las personas directamente relacionadas con las difuntas.
—Pero si yo soy… Éramos… —Christiane se hallaba en Hull, trabajando en una compañía de repertorio, pero la sala estaba llena de periodistas y yo no podía hacerle aquello—. Éramos viejos amigos.
—Lo siento, herr Toller, pero solo vamos a oír el testimonio de personas estrechamente relacionadas con las difuntas. —Volvió a echar un vistazo a su lista—. El de la doctora Wesemann, creo. —Mientras él examinaba las hojas, miré a Ruth. Ella había vuelto la cabeza para mirarme, como muchos otros.
»Usted prestó declaración a la policía —continuó el juez levantando un documento que había encontrado—, y sobre esa base se decidió qué testimonios se presentarían ante el jurado. Puede estar seguro, herr Toller, de que su declaración ha recibido la consideración debida. Ahora tengo que pedirle que se siente.
Los guardias se retiraron hacia la pared. Me senté. El juez se bajó las gafas de media luna hasta la mitad de la nariz y de nuevo dirigió su atención hacia Wolf, cuyo rostro reflejaba un profundo alivio. Habría estrangulado a aquel desgraciado.
—Cuando la doctora Fabian habla de «la consecuencia de estos últimos días» —dijo el juez—, ¿a qué cree usted que se refiere?
Wolf volvió a toser.
—Habíamos discutido, señoría. Dor… La doctora Fabian quería… —Tiró de la chaqueta hacia abajo—. Yo había decidido poner fin a mi relación con la doctora Fabian, señoría. Ella estaba muy consternada por ese motivo. Estaba asustada. Temía que las autoridades británicas se enteraran de sus actividades políticas. Pretendía que yo me instalara en la habitación de invitados de su piso. Debo decir que reaccionó muy mal cuando rechacé esa propuesta.
—¡Mentira! —exclamé, y fue como un grito de dolor.
El juez de instrucción habló con tono pausado, ensayado.
—Se lo advierto, herr Toller. Por última vez. —Se volvió de nuevo hacia Wolf—. ¿Le sorprendió recibir esa nota?
—He de decir que Dora había amenazado con suicidarse otras veces, señoría. Si la abandonaba. A veces pienso que trabajar tanto y dormir tan poco, y la morfina, le pasaron factura…
Un murmullo de comprensión recorrió la sala, como si Dora hubiera sido una drogadicta, como si las palabras de Wolf ofrecieran alguna explicación. Yo me ahogaba en el aire, trataba de llamar la atención de Ruth, quería que se volviera de nuevo hacia mí.
—¿Y qué hizo usted cuando recibió esa nota el lunes por la mañana?
—Llamé por teléfono al piso. Como no contestó nadie, decidí ir. Tampoco contestaron al timbre. Di un paseo de una media hora y volví, pero seguía sin responder nadie.
—¿Cómo es que, habiendo recibido esa nota, que usted interpretó como una nota de suicidio, no llamó inmediatamente a la policía?
Wolf palideció un poco y se tocó la corbata. Pero estaba preparado para la pregunta.
—Estaba casi convencido de que ella se había marchado de Londres, a Sussex o a algún otro sitio, y no quería entrometerme y enseñar a la policía su residencia y todo lo que había dentro, porque habría podido perjudicarla.
—Desde luego —dijo el juez—. Volvamos a la nota de suicidio. ¿Me permite verla?
Wolf le entregó la nota al secretario, quien se la pasó al juez.
Y entonces todo empezó a moverse a cámara lenta.
—Está en inglés.
—Sí, señoría.
—¿Dónde está el original?
Wolf miró al suelo.
—Creo que se ha perdido, señoría. Scotland Yard la llevó a la embajada alemana para que la tradujeran. Tengo entendido que el personal de la embajada la destruyó por descuido después de traducirla.
Se oyeron murmullos.
—Entiendo. Bien, entonces, por lo que usted recuerda, profesor Wolf, ¿reconoció la letra de la doctora Fabian en la nota que le envió?
—Estaba escrita en taquigrafía, señoría.
Otro murmullo de sorpresa, más sonoro, recorrió la sala. Wolf habló motu proprio para sofocarlo:
—Solíamos utilizar la taquigrafía en nuestra correspondencia.
Aquello fue demasiado para el juez.
—Tratándose de algo tan breve y tan importante como una nota de suicidio, ¿no cree que habría sido más normal que hubiera utilizado palabras?
—No, señoría. Teníamos esa costumbre.
—¿Y reconoció usted la letra de la doctora Fabian en el sobre?
—Estaba mecanografiado. Según recuerdo.
—De modo —dijo el juez lentamente— que no tuvo tiempo para redactar una nota de suicidio de tres líneas con escritura común, pero sí para poner un sobre en la máquina de escribir y mecanografiar la dirección.
Wolf estaba muy quieto, con las manos entrelazadas con fuerza.
—No estoy seguro, señoría. Quizá fuera la fuerza de la costumbre…, siempre estaba muy ocupada.
Aquello era intolerable. Volví a levantarme. Noté que esa vez el público estaba conmigo.
—¿Qué clase de amor es ese? —grité. No tenía nada que perder: tanto si me echaban como si permanecía sentado en la sala, me obligarían a callar. Alcé las manos; ya no controlaba del todo la voz—. ¡Dora estaba contenta! ¡Estaba realizando la obra de su vida! ¡Estaba desenmascarando las actividades de los nazis en suelo británico!
El juez volvió a hacer una seña a los guardias. Solo disponía de unos segundos. Señalé a Wolf.
—¿Por qué no pidió ayuda? ¿Por qué no las buscó, como hice yo? Porque… —sabía que esa vez sería capaz de decirlo, así que hablé más despacio para recalcar las palabras—… ¡sabía que ya estaban muertas!
Seguí mirando fijamente a Wolf mientras los dos guardias me cogían cada uno por debajo de un brazo y me arrastraban hasta el pasillo. Volví la cabeza y busqué a Ruth. Ahora todo depende de ti, quería decirle, tú decides.