Ruth

Cuando llegué a Great Ormond Street procedente de París dejé la maleta en el portal y subí corriendo por la escalera. El edificio olía como siempre, a una agradable mezcla de tostadas y limpiador de pino. No sabía nada de Dora desde su último telegrama, pero tampoco esperaba tener noticias suyas. Sabía que había estado muy ocupada con la investigación.

Llegué a los escalones de madera y contuve la respiración. Quizá todavía estuvieran haciendo entrevistas. Llevaba siete días preparando mi confesión por si alguien quería oír el relato de todo lo que no había sabido ver. El partido de fútbol, la embajada, Hans en la despensa donde guardábamos los documentos, la Gestapo haciéndose pasar por Scotland Yard y el detalle de que Hans creía que a los lores se los presentaba nombrando solo su apellido. El plan para conseguir un pasaporte. Estaba dispuesta a contarlo todo. Me alisé la falda y llamé a la puerta.

No hubo respuesta.

Saqué el manojo de llaves. Suponía que la vieja no abriría, pero de todos modos lo intenté. Ni siquiera entraba en la cerradura. Volví a llamar. Pegué una oreja a la puerta. Nada.

Entonces oí maullar a Nepo.

Bajé y me senté en la maleta. Debí de pasar una hora allí sentada. No pensaba. Confiaba en que la situación se resolvería por sí sola, que Dora o Mathilde aparecerían antes de que hubiera tenido que tomar una decisión. No podían andar muy lejos si Nepo estaba en el piso. Luego se me ocurrió mirar en el buzón. Había correo de tres días.

Una llave giró en la puerta de la escalera y abrió mi corazón. Pero era el vendedor de seguros jubilado, el señor Donovan, que llegaba a casa. Le conté que había vuelto de Francia pero que no tenía llave. Él dijo que creía que las mujeres se habían marchado. Dijo que la semana anterior habían tenido muchas visitas, pero que no las veía desde el fin de semana. Era jueves.

El señor Donovan me dejó utilizar su teléfono. Solo se me ocurrió llamar a una persona. Contestó Christiane y me presenté. «Ya sé quién eres», dijo ella con amabilidad, y me pasó a Toller. Él conjeturó que quizá Dora y Mathilde hubieran ido a la casa de lord Marley en Sussex. Dijo que él no tenía la llave nueva, que nunca había tenido llave.

Cuando el señor Donovan volvió a la habitación, llevaba una bata encima de la ropa. Me ofreció té y fue a la cocina. Me quedé sentada, inmóvil, en el sofá.

Dora sabía que iba a llegar ese día, esa mañana. Era normal que no hubiera ido a recibirme a la estación, pero me extrañaba mucho que no estuviera esperándome en el piso.

Volví a llamar a Toller.

—Dora sabía que yo llegaba hoy —dije.

Se presentó en Great Ormond Street al cabo de una hora. Sus movimientos eran rápidos y nerviosos, y tenía unas marcadas ojeras. Fuimos a pie hasta la comisaría de Gray’s Inn Road y Toller no paró de hablar. Dijo que teníamos que entrar en el piso, que ya repararíamos la puerta antes de que ellas volvieran a casa. Creía que seguramente la policía local no tendría ninguna relación con Scotland Yard y que no sería difícil evitar que miraran en la despensa. Teníamos que entrar. Yo no decía nada. Tenía un pozo de ansiedad en el estómago.

El agente Hall nos acompañó a Great Ormond Street. Nos detuvimos los tres en el umbral, bajo la cabeza de ángel y el montante cegado. El policía llamó al timbre del piso. Esperamos pacientemente en el silencio que siguió al timbrazo. Luego abrí con mi llave.

El agente Hall llamó a la puerta del piso con los nudillos y abrió su maletín. El miedo me helaba el cerebro: miedo a lo que pudiéramos encontrar, a la violencia de encontrarlo. Sin apenas esperar respuesta, el agente forzó la puerta con una palanqueta.

La madera crujió y se abrió. Las dos cerraduras quedaron intactas en la jamba mientras la puerta se astillaba y se separaba de ella.

Nepo salió corriendo de la cocina, tan vivo, tan agradecido, y dio vueltas alrededor de mis pies. Lo cogí en brazos. El piso estaba en silencio, limpio y ordenado. En los cuencos de Nepo, en la cocina, había leche y comida recientes; no podían estar muy lejos. Toller y el policía entraron en las otras habitaciones. Nepo ronroneaba como un motor en mis brazos.

El agente Hall volvió a la cocina.

—Esa está cerrada con llave. —Señaló hacia fuera.

Toller no dijo nada. Supongo que esperaba que hablara yo. Al fin y al cabo, era mi casa.

—Es la habitación de Dora. —Dejé a Nepo en el suelo.

Los momentos de mayor intensidad de mi vida siempre han tenido un carácter mecánico, una sonoridad opaca, como si se desarrollaran bajo el agua. Una cosa lleva a la otra y fuerzas una puerta, te sientas en una silla, bebes té, te quemas la lengua, se te hiela el corazón. Recurres a unos polvos somníferos —ansias la inconsciencia, pero también estás triste, porque cada noche la aleja un poco más de ti— y vas entrando en un futuro no compartido. El alma que se ha ido deja la tuya más sola y pequeña, encogida dentro de un cuerpo convertido en una cáscara para el dolor. El agente Hall volvió a coger su palanqueta.

Estaban tendidas en la cama, cara a cara, tapadas con la colcha hasta la barbilla. Toller se abalanzó sobre Dora, le puso los dedos en el cuello y luego hizo otro tanto con Mathilde. Se apartó como si se hubiera quemado, se apoyó contra la pared y resbaló por ella hasta el suelo. El agente Hall se quedó a un lado.

Posé los labios sobre la frente de Dora y la noté fría. Tenía los labios de un azul grisáceo, entreabiertos; los ojos cerrados, hundidos en las cuencas.

Mathilde parecía cansada. Se había formado una costra que iba desde su nariz y su boca hasta la almohada.

Retiré la colcha y la sábana. Dora llevaba el viejo pijama de color crudo que yo le había regalado, y tenía manchas de café en la camisa. Mathilde estaba vestida —un vestido de seda negro, medias—, pero descalza. Tenían las manos entrelazadas y las cabezas juntas.

¿Murió primero una, mientras la otra la observaba, esperando, sola, a que llegara su momento?

No había nada que hacer. Dora estaba muerta. Pero estaba allí. Un pajarillo frío. El agente Hall no me lo impidió: deslicé un brazo por debajo del cuerpo de Dora y la rodeé con el otro. Apoyé la mejilla sobre su frente y mecí y abracé a mi niña valiente, mi amor rebelde, exánime. El policía desvió la mirada. Su perplejidad era la perplejidad del mundo entero.

¿En qué creía que me convertiría cuando creciera? Ya había crecido. ¿Por qué creía que quizá todavía pudiera convertirme en algo más? Todo había terminado.