Aquella última semana vi a Dora dos veces. La primera, cuando supuestamente salí para acudir a una sesión matutina con el psiquiatra. Dimos un paseo por Hampstead Heath. Dora ardía de rabia y esperanza, las dos cosas a la vez; tenía el resplandor concentrado de un cazador que se acerca a su presa. No había nada más que le interesara.
La primavera tardaba en llegar, solo se adivinaba en la atenuación de la escala de grises. Caminábamos a buen paso para entrar en calor y nuestras botas crujían al unísono sobre la grava. Dora hablaba sin parar, solo se interrumpía para ahuecar una mano y encender otro cigarrillo. Tenía las uñas mordidas y restos de tinta —nombres y números— en la piel; formaban varias capas, unas recientes, otras difuminadas por los lavados.
El secuestro de Berthold Jacob la consumía. Me contó que lo habían emborrachado, metido en un coche «para ir a cerrar el trato a la casa del “falsificador”» y llevado a toda velocidad al otro lado de la frontera alemana. La sencillez del plan era insultante, dadas las precauciones que Bert y Dora habían tomado a lo largo de aquellos dos años en que ambos habían tratado de anticiparse a los movimientos de la Gestapo. Sin embargo, según dijo Dora, aquel caso era muy distinto de los de Lessing y Formis, ya que los checos, intimidados por las amenazas de los alemanes, no habían protestado. En cambio los suizos estaban furiosos, indignados de que la Gestapo hubiera actuado en su territorio. Habían amenazado con romper las relaciones diplomáticas con Berlín y habían protestado ante la Sociedad de Naciones. Y habían enviado a un fiscal a Londres para que investigara el caso formalmente.
—¿Aquí? —Me paré—. ¿Por qué a Londres?
Me miró con frialdad, entrecerrando los ojos.
—Fue Hans. —Quizá fuera el sol, o el humo de su cigarrillo, pero en su cara vi repugnancia: hacia él, por supuesto, pero también hacia sí misma por no haberlo adivinado—. Nuestro Hansi le tendió una trampa a su mejor amigo.
—¿Ha cambiado de bando? —Era una pregunta estúpida, formulada en uno de esos momentos de conmoción en que nos volvemos iterativos y tratamos de expresar con una palabra tonta lo que deseamos que no sea verdad. Dora no se molestó en contestar.
»Ahora no estás a salvo aquí —dije.
—Los suizos lo han detenido. —Me puso una mano en el brazo—. En un restaurante junto al lago, en Ascona, nada menos.
El investigador suizo, Roy Ganz, ya había llegado a Londres. Dora me contó que Scotland Yard se mostraba poco dispuesto a colaborar, pues no le había proporcionado ningún sitio donde realizar las entrevistas ni ninguna información que pudiera tener sobre las actividades de los nazis en Gran Bretaña.
—Es indignante. —Apagó el cigarrillo pisándolo con la bota, como si tuviera parte de culpa—. Lo he arreglado para que Roy pueda realizar las entrevistas en mi casa. He convocado a todos, a todos, para que le cuenten lo que sepan sobre Hans y todas nuestras sospechas acerca de lo que esa gente ha estado haciendo aquí, en Londres. Ganz volverá a su país bien documentado. —Extendió las manos como si sujetara algo muy voluminoso—. Podemos relacionar directamente a Hans con la embajada alemana en Londres; Ruth y yo lo vimos allí con nuestros propios ojos, imagínate. Eso bastará para situar a los nazis en suelo británico, planeando el secuestro. Y quién sabe qué más. Este gobierno no podrá seguir haciendo la vista gorda. —Se paró y volvió a tocarme el brazo—. Y sacaremos a Bertie de allí.
Había un júbilo sereno bajo su furia, sus gesticulaciones y sus cigarrillos encadenados. Dora y ellos llevaban mucho tiempo librando una batalla táctica, cada uno camuflado y escondido, donde la única prueba de la existencia del otro eran misteriosos epifenómenos: muertes violentas, artículos de periódico, preguntas en el Parlamento. La espera había terminado y los dos bandos iban a enfrentarse abiertamente.
Entrelazó su brazo con el mío.
—Al final venceremos, estoy segura —concluyó.
No era una esperanza en la que se esforzara por creer. Su seguridad era genuina. Bertie se había convertido en un señuelo al final de un largo hilo rojo, y cuando Dora y ese tal Ganz tiraran de él y lo sacaran a la luz del escrutinio internacional, la bestia aparecería en la orilla. Pero yo no quería pensar en Ganz.
—¿Cómo está Mathilde?
—Bien. Por lo visto no se altera por nada. Hace un pastel muy bueno. Reina con serenidad, sin parar de hacer calceta. Pero no se le escapa nada.
Se apartó un mechón de pelo que el viento le había metido en la boca.
—Ruth llegará la semana que viene, y entonces seremos tres. Es curioso, pero Ruth nunca me había dejado sola. —Se rio un poco.
—A mí no me parece que por eso vayas a estar más segura.
—De hecho, de momento no podría estar más segura —repuso—. Ganz se queda en el piso conmigo. Es mi propio investigador privado.
Se me escapó, no pude evitarlo:
—Ah, pero ¿estáis…, estás…?
¿Qué demonios le estaba preguntando? ¿Si estaba enamorada? No tenía ningún derecho a preguntárselo.
Dora se metió las manos en los bolsillos.
—Es muy… simpático —dijo, en un tono por el que ambos comprendimos perfectamente las limitaciones del asunto—. Mira, mientras él esté en el piso dudo mucho que se atrevan a hacernos nada. Los británicos no tendrían más remedio que protestar a voz en grito, como los suizos. No pueden actuar en sus propias narices.
—¿Y cuando él se vaya?
Ladeó la cabeza y me miró.
—He pensado que podría plantarme ante tu puerta. Con una maleta. —Sonrió con los labios cerrados—. Otra vez.
Agaché la cabeza. A veces nuestra vida parece una montaña de decisiones erróneas.
—¡Lo digo en broma! —Se echó a reír. Volvió a entrelazar su brazo con el mío, por encima del codo. Echamos a andar—. Mathilde y yo estamos pensando en irnos a la casa de campo de Dudley. Nos llevaremos a Ruth. Siempre hay opciones.
No supe si lo decía para animarme o para animarse a sí misma.
Caminamos en silencio hasta que llegamos a la laguna a la que Dora había ido la noche que le dije que iba a venir Christiane, cuando se sentó a mirar a unos hombres que saltaban en la oscuridad hacia las negras aguas. Ambos sabíamos que refugiarse en la casa de campo de un barón no era más que una forma de ganar tiempo. No había ningún sitio en todo el planeta adonde Dora pudiera ir y estar fuera de su alcance.
Nos sentamos en un banco. Pensé en la carpa que a veces entreveía en el estanque de la casa de mi madre, manchas doradas bajo el hielo, como algo vagamente recordado o todavía por llegar, un déjà vu o una promesa. Miré aquellas aguas; alrededor la tierra estaba sucia y desnuda. Unos narcisos oscilaban sorprendidos; cabezas desproporcionadas que brotaban de la tierra, anhelosas de color en un mundo pardusco. Me costaba respirar. Sentía cernerse sobre nosotros algo inevitable. Contemplé el espacio entre mis piernas.
—Para. —Me cogió la barbilla y me obligó a volver la cabeza hacia ella. Dejé que me besara. Cuando nos separamos, Dora apoyó su frente en la mía—. Ernst. Esta decisión ya la tomamos hace mucho tiempo.
—¿Ah, sí? —Me aparté conteniendo los sollozos—. ¿En serio? No me acuerdo.
De pronto apareció un pato y se lanzó al agua. Lo siguieron dos polluelos, que solo tenían ojos para su madre. Dora me puso una mano en el pecho.
—Tú la tomaste por tu cuenta. —Aspiró entre los dientes—. Y yo por la mía. —Apartó la mano—. No soy imbécil. Sé que hay muchas posibilidades de que me cojan. —Desvió la mirada hacia el agua—. Pero no… —A ella también empezaba a quebrársele la voz. Se palpó los bolsillos con enojo buscando los cigarrillos, hasta que los encontró. Encendió uno. Vi que trataba de contener aquello en lo que no podía pensar, aquello que la vencería si lo soltaba. Echó la cabeza hacia atrás para ahuyentarlo—. No voy a ponérselo fácil.
Nos quedamos sentados sin tocarnos. Al cabo de unos minutos saqué el pañuelo y me enjugué las lágrimas.
—¿Y si te marcharas a India? ¿A África? —dije sin esperanza.
Dora negó lentamente con la cabeza.
—No sería yo.
Y entonces creció en mi interior una furia que me nubló la vista. Quería agarrar a Dora por los hombros, delgados y obstinados, y zarandearla; quería llevármela a rastras, encerrarla en una torre. No soportaba saberlo de antemano, no soportaba que ella también lo supiera. Quería gritarle que si la cogían tampoco sería ella misma. Pero eso habría sido un golpe bajo. Y además, por supuesto, todavía había esperanzas. No dije nada.
La última vez que la vi fue en el piso de Great Ormond Street, un viernes. Fui para entrevistarme con el investigador suizo. Wolf, el académico, se marchaba cuando llegué. Dora mantenía la puerta abierta con el cuerpo mientras tapaba el auricular del teléfono.
—Entonces te devolveré las llaves —oí que le decía Wolf, que se despidió con un gesto de la mano. Al volverse, le sorprendió verme allí. Tenía mala cara, el bigote bien recortado como siempre. Se tocó el sombrero y salió disparado.
Me quité el abrigo mientras Dora terminaba de hablar por teléfono.
—Tenía mucha prisa —comenté señalando la puerta.
—No te lo vas a creer. —Dora sonreía mientras sacudía la cabeza. Me contó que, cuando Wolf había llegado aquella mañana y se había dado cuenta de que Ganz ya estaba en el piso, se había metido corriendo en el dormitorio de Mathilde y había cerrado la puerta—. Se ha pasado todo el tiempo escondido allí. —El investigador suizo había salido a dar un paseo, y Wolf había aprovechado la ocasión para huir. Dora puso los ojos en blanco.
»La verdad es que lo suyo es una huida permanente —añadió. Wolf le había dicho que había llegado demasiado lejos llamando tanto la atención con aquellas entrevistas y con la “agitación pública” contra el Reich. Que Ganz se quedara a pasar la noche con ella había sido la gota que había colmado el vaso—. Dice que nuestra relación ya no tiene arreglo. —Dora se encogió de hombros ante los misterios del orgullo masculino, aunque dudo que para ella fueran misterios—. ¿Cómo puede alguien romper con otra persona —dijo— si en realidad nunca han estado juntos?
Dora no estaba enamorada de Wolf. Era plenamente consciente del escaso atractivo de aquel hombre, de la fragilidad con que estaban construidas sus teorías para cambiar el mundo sin haberlo pisado. Wolf era de la peor clase de revolucionario de salón: altanero y prudente hasta la cobardía; internacional y teórico hasta la irrelevancia. Durante nuestra revolución, tan real, no se le había visto el pelo. Lo que tenían que entender todos los amantes que Dora escogía —es más, lo que hacía que se sintieran tan atraídos por ella— era su necesidad de independencia. Ella no les pedía nada más. Y, desde luego, no le pedía nada más a Wolf.
Todavía nos estábamos tomando el café cuando regresó Ganz.
Era un hombre alto y rubio, de rostro agradable y equilibrado, perfecto como un maniquí, y fácil de olvidar. Cuando empezó a hablar, quedó de manifiesto que era imparcial, honrado e inteligente, e inmediatamente me cayó antipático. Le conté que en Londres me perseguían, que había recibido amenazas de muerte por correo, que Hans me había propuesto que viajara con él a Estrasburgo y que quería ver lo que yo estaba escribiendo.
Cuando me marché, Dora ya estaba recibiendo al siguiente entrevistado en la puerta. Le puse una mano en la espalda, mitad caricia y mitad despedida, y ella me dijo adiós con una cabezada. Lo nuestro era continuar, siempre.