Ruth

La semana antes de que Hans se marchara, la señora Franklin nos invitó a los dos, a Dora y al profesor Wolf a un baile de disfraces en su casa de Paddington.

—Me temo —anunció Wolf cuando hablamos de la fiesta durante el desayuno— que esa noche estoy ocupado. —Como si hacer malabarismos para compaginar diferentes invitaciones a bailes fuera la cruz de su vida en Londres.

A Dora no le importó; en casa de la señora Franklin encontraría a muchos amigos y tendría asuntos de los que hablar. Pero yo me daba cuenta de que todos la consideraban tan independiente que creían que no tenía necesidades, o al menos ninguna que pudieran satisfacer individualmente. Esa es la maldición de los competentes; los hace propensos a las bolsas de soledad, a caer en inesperadas trampas para elefantes.

Hans y yo nos vestimos juntos. Él llevaría el frac que tanto le gustaba y una batuta que se había hecho con una percha. Yo me puse mi mejor vestido —uno largo de seda color crema— y cogí una partitura: éramos un director de orquesta y su cantante. Dora se pintó tres rayas en las mejillas con mi lápiz de labios, cogió de la repisa de la chimenea una pluma que yo había estado fotografiando y se la puso en la cinta que llevaba en la cabeza.

Llegamos puntuales, es decir, demasiado pronto, y nos recibió el mayordomo. Entramos los tres arrastrando los pies y nos quedamos a un lado del vestíbulo de mármol, con las manos a la espalda, expectantes como si fuéramos miembros del servicio. Sin embargo aquella noche la casa había perdido la formalidad acartonada de las meriendas y de los relojes. Habían retirado los muebles para que pudiéramos bailar. Sobre las mesas había enormes jarrones panzudos con ramos de flores —hortensias, gladiolos, peonías y rosas— tan espléndidos y grandes que parecía que los hubiera hecho un gigante generoso y despreocupado. En una habitación adyacente alguien daba instrucciones de última hora, como antes de una actuación en directo. Al otro lado del vestíbulo, el cuarteto de cuerda afinaba los instrumentos.

La música debió de alertar a nuestra anfitriona. La señora Franklin apareció en lo alto de la inmensa escalera cubierta con una alfombra roja; parecía algo a medio camino entre un acorazado y un huevo de Fabergé.

—Hoooola, queridos —nos saludó agitando una mano, lo que hizo que se le moviera la papada. Llevaba una bolsa con el perrito bajo el brazo izquierdo.

Sonrió, asintió con la cabeza y comenzó el descenso. La falda verde esmeralda —una prenda enorme, rígida— se movía como una sola pieza. Asomó un pie para buscar el escalón y me sorprendió ver que calzaba una vieja zapatilla marrón con suela de goma. Cuando la señora Franklin llegó a nuestro lado, yo ya había comprendido que iba disfrazada de cortesana, pero de una cortesana que no estaba dispuesta a sacrificar la comodidad en su casa.

—Es maravilloso, absolutamente maravilloso. —Nos besó a Dora y a mí en ambas mejillas y tomó la mano de Hans entre sus dos blandas manitas—. Que hayáis podido venir. He pensado mucho en todos vosotros desde ese terrible asunto de herr Goldschmidt. Creo que debería haber hecho algo más. Sí, mucho más. —Su cuerpo se desbordaba del corsé y se abría desde el oscuro canalillo arrugado del escote hasta la cara abundantemente empolvada. Encima del labio se había pintado un gran lunar negro.

—De ninguna manera, Eleanora —dijo Dora, zalamera—. Tus recepciones de los domingos son magníficas. Todos las agradecemos enormemente. Y Helmut también las agradecía.

Miré a Hans, que en ese momento cogía una copa de champán de la bandeja de un camarero. Entonces se volvió, miró a la señora Franklin a los ojos y sonrió. Le cogió una mano y se la llevó a los labios.

—Y usted debe de ser la señora… —De cerca, la belleza de Hans podía resultar abrumadora. La señora Franklin se rio como una niña.

—Madame de Staël —contestó, y sus dientes, ligeramente amarillentos, asomaron bajo el lápiz de labios carmesí—. Aunque supongo que nadie me reconocerá. —Se volvió a reír.

En aquel instante vi esa combinación de excentricidad, generosidad y discreta cautela que tanto me gustaba de los ingleses; el lujo de la señora Franklin y los de su clase consistía en una total despreocupación por cómo los percibieran los demás. En mi Silesia natal, en un baile como aquel, habríamos dispuesto las flores con un orden clásico y simétrico; nunca habríamos permitido que las alfombras se deshilacharan con tanta elegancia, y a ninguna anfitriona se le habría ocurrido recibir a sus invitados con tierna inseguridad, los labios mal pintados y en zapatillas. Me di cuenta de cuánto habíamos avanzado desde nuestra primera visita a aquella casa, cuando nuestro desamparo nos llevaba a ofendernos por cualquier nimiedad. Si Hans recordaba haberse sentido desairado allí, lo disimulaba muy bien. Parecía encontrarse en su elemento.

La señora Franklin fue a saludar a un invitado que acababa de llegar, un hombre disfrazado de negro, con la cara tiznada, los labios pintados de blanco y un banjo bajo el brazo. Detrás de él, una Mata Hari con velo y el ombligo al aire se quitaba el abrigo. Las camareras, con uniforme negro y sin maquillar, llevaban bandejas con copas de champán y ginebra; ostras sacadas de su concha se mecían en cucharas de porcelana.

Hans había echado un vistazo a las habitaciones que había a ambos lados del vestíbulo en busca de caras conocidas. Tenía las mejillas coloradas y los labios entreabiertos. Cuando alguien empezó a tocar al piano el último éxito de Noel Coward, caminamos en dirección a la música hasta la habitación de la izquierda. Toller estaba cerca de la chimenea, de espaldas a nosotros, pero su cabeza era inconfundible. Movía las manos como un director de orquesta, con un puro a modo de batuta. La gente había formado un semicírculo alrededor de él, embelesada. Christiane, más alta y esbelta, iba disfrazada de Charlot.

Dora se marchó en la dirección opuesta. Cogí una copa de champán de una bandeja.

En un rincón de la gran sala había un anciano alemán con un traje verde loden y un jersey de cuello alto. Estaba solo al lado de una palmera en un tiesto, con las manos sobre el bastón. Era Otto Lehmann-Russbüldt, el pacifista y activista proderechos humanos. En el exilio se había convertido en algo así como el tío de los refugiados más jóvenes. Melancólico, siempre con una tierna sonrisa en los labios, conseguía transmitirnos la sensación de que la situación, pese a no tener precedente en nuestras vidas y ser, al fin y al cabo, tan insólita, tenía sin embargo un final previsible. Si bien nunca llegaba a decirlo, nos daba a entender que algún día regresaríamos a nuestro país. Yo siempre me alegraba de verlo.

Hans y él enseguida se pusieron a hablar de las cuestiones que Cocks y Churchill habían planteado en el Parlamento. Hans presionaba a Otto para ver si él sabía quién era la fuente.

—Tiene que ser uno de nosotros —dijo sonriendo—. Hay alguien que no quiere dar la cara para que no le reconozcamos el mérito.

Tomé un sorbo de champán. Otto se encogió de hombros.

—Ya se sabrá la verdad —replicó el anciano—, de una forma u otra.

—¡Ajá! —exclamó Hans—. Aquí hay alguien que quizá pueda iluminarnos. —Lord Marley venía hacia nosotros, sin duda buscando a Dora. Era el de siempre: alto, sereno y magnífico. No supe de qué iba disfrazado; llevaba una chaqueta roja corta y botas negras de caña alta. Se quedó plantado ante nosotros, expectante, con los pies juntos, la mirada risueña.

Hans se dispuso a presentarlos. Mirando a lord Marley, abrió un brazo para acercar al anciano alemán, que, inclinándose hacia delante, ofreció su oído bueno. Sobre su cabeza, las hojas de palmera se alzaban hasta el techo y descendían, inadvertidas.

—Permítame presentarle —le dijo Hans al inglés— a Otto Lehmann-Russbüldt. Quizá lo conozca ya, o al menos su reputación. —Otto hizo una leve reverencia.

Hans se volvió y, mirando al anciano, añadió:

—Y este es Marley.

El inglés dio un respingo, tan pequeño que yo no lo habría percibido antes de vivir en Londres. Era la sutil reacción, mezcla de consternación y desconcierto, ante una metedura de pata, y durante una milésima de segundo heló el ambiente.

Luego lord Marley sonrió y tendió la mano al anciano alemán.

—Puede llamarme Dudley —dijo.

Otto no se percató de nada.

—Encantado de conocerlo, Dudley.

Noté que la sangre se me agolpaba en el cerebro. Me disculpé y dejé la copa en un pequeño chifonier. El suelo se escoró. Mientras andaba, me llegaban fragmentos de conversaciones, una risa cantarina. La gente convertía mi avance en una carrera de obstáculos.

En la habitación de enfrente encontré un sillón orejero cerca de una chimenea. Se me había quedado la mente en blanco. Era como si me encontrara en medio de un vendaval, o en una campana de vacío. Solo se me ocurría un sitio donde Hans, con su interés por dominar las costumbres de aquel país, pudiera haber aprendido que había que referirse a los lores con una sola palabra: el mismo sitio donde ignoraban que esa norma únicamente se aplicaba en los escritos.

El horror se apoderó de mí. Las llamas danzaban en la chimenea. Confiaba en que Hans no viniera a buscarme. Tenía que encontrar a Dora. Me temblaban las piernas. A mi derecha, una bailaora de flamenco con un vestido sin espalda y zapatos rojos bailaba con una momia o una víctima de alguna catástrofe.

Mientras contemplaba el fuego me vino a la memoria la brasa que había caído en la alfombra de mi madre. Sin duda Hans podía haber aprendido aquello de los títulos en cualquier lugar, y podía haberlo aprendido mal. Tal vez tuviera razón cuando decía que me había vuelto paranoica; tal vez mi cerebro hubiera quedado reducido a un cerebro de rata regido por el instinto de supervivencia, y por eso solo veía traiciones y amenazas por todas partes.

Un par de zapatos brillantes de elegante punta redondeada se hundieron en la mullida alfombra plateada. Hans puso una mano en el respaldo del sillón y me sonrió; era la sonrisa solícita y discreta que un marido atento pero no excesivamente preocupado dedica a su mujer en un salón de baile lleno de gente.

—¿Ruthie?

«No puede pasar nada», decía su voz. «Todo esto es inocente y tus ideas son indignas», decía.

—¿Bailamos? —me preguntó—. ¿O estás…? —Me di cuenta de que creía que tenía dolor menstrual o aquel dolor en la cadera que me daba a veces cuando llovía.

—No. Sí, sí.

Lo bueno de bailar es que permite una proximidad física extrema, de tacto y aliento, y al mismo tiempo se puede mantener toda una conversación sin establecer contacto visual. Por eso es un buen recurso para las intimidades iniciales, las más arriesgadas. Para hacer preguntas.

Fingí una despreocupación que me sorprendió.

—Se nota que has frecuentado las altas esferas —dije con la vista clavada en su solapa—. ¿Cómo demonios sabías que tenías que presentar a Dudley como Marley y no como lord Marley?

Saludó con la cabeza a alguien a quien no reconocí, un hombre rubio con un bigotito que llevaba traje y gorra de jockey.

—Ni idea —me contestó—. Supongo que lo sabe todo el mundo. —Se dio la vuelta con destreza. Vi a Dora enfrascada en una conversación con Fenner Brockway, que tenía la amplia frente parcialmente tapada por un sombrero de pirata hecho con papel de periódico. Fenner se inclinó hacia atrás, se rio con ganas de algo que decía Dora y se enjugó las lágrimas—. Son cosas que se aprenden en los colegios privados, ¿no? —caviló Hans—. O quizá en el ejército. El caso es que sé que solo utilizan el apellido.

Asentí con la cabeza. Hans parecía tranquilo y seguro, y yo quería creer que se trataba de un error inocente.

No le dije nada a Dora, pero aquella noche, por primera vez en la vida, me emborraché tanto que después no recordaba cómo había vuelto a casa. Bebí para borrar aquella velada, para exigirle a Hans que fuera amable, para obligarlo a que regresara a casa conmigo y me metiera en la cama, aunque no le viera hacerlo.

Dora pasó las dos noches siguientes en casa del profesor Wolf. El jueves, cuando vino la señora Allworth, le pregunté, con la mayor naturalidad posible, por el uso de los apellidos y títulos en los colegios y en el ejército, y me dijo que ella sabía cómo funcionaban las formas de tratamiento por el tiempo que había trabajado en casa de una familia de alcurnia. Cuando le conté que lord Marley se había sorprendido de que lo llamaran Marley a secas, la señora Allworth sonrió. Me comentó que normalmente a los lores los presentaban como lord tal o lord cual, si bien los amigos del colegio, los compañeros del ejército y en ocasiones la esposa podían utilizar solo su apellido o su título.

Cuando volví a ver a Dora, ya había decidido que el incidente era exactamente lo que había parecido: una pequeña metedura de pata de Hans, comprensible dadas las complejidades del sistema de clases británico y las diferentes fórmulas de tratamiento verbales y escritas. A la semana siguiente Hans se marchó a Suiza para reunirse con Bertie y yo hice las maletas para ir a París.

Dora me acompañó a la estación, y más tarde me pregunté por qué lo habría hecho. Las escenas sentimentales de las bienvenidas y las despedidas no eran su fuerte. Se preocupó por las cuestiones prácticas hasta el último minuto: comprobó que tenía mi dirección de París, se aseguró de que yo había cogido el dinero que ella había conseguido reunir para Walter y me entregó una carta cerrada dirigida a Bertie que quería que echara al correo en París. Recorrimos el andén hasta que encontramos mi vagón y nos detuvimos ante los escalones. El tren humeaba impaciencia; una diada de luces rojas destellaba alternadamente al final del andén. Dora me puso una mano enguantada en la mejilla.

—Te echaré de menos —dijo, como si acabara de pensarlo Y añadió—: Cuando vuelva a verte ya será casi verano.

Asentí con la cabeza. Habíamos hecho planes para ir al Lake District en junio. Saqué del bolsillo del abrigo las llaves del piso de Great Ormond Street. Había hecho una copia de todas para Mathilde (¡un montón de llaves!, una para cada habitación, como si detrás de cada puerta hubiera un secreto o una celda) a fin de poder llevarme las mías a París. Las levanté y las hice tintinear.

—No te abandono —dije.

Dora se llevó el dorso de la mano a la frente en un gesto melodramático para evitar una escena.

—Quel drame.

Le di un largo abrazo, hasta que se separó de mí.

—Será mejor que subas al tren —dijo—. Tómate un kir a mi salud en La Coupole. —Se puso a saltar y a dar palmadas para entrar en calor: el sonido apagado de lana contra lana—. ¡Bueno!

Subí la maleta al vagón. Cuando me volví, Dora ya se había ido. Caminaba a buen paso por el andén, con los hombros encorvados. Luego giró y desapareció, un abrigo rojo tragado por una multitud gris.

En París alquilé un piso para mí sola en Neuilly. En Francia había muchos más refugiados que en Londres y tenía la impresión de que llamaba menos la atención. Quizá porque soy morena, o quizá porque los alemanes podemos hablar francés prácticamente sin acento, mientras que cuando hablamos en inglés el rastro de nuestra lengua materna nunca desaparece del todo. Trabajaba en la oficina del partido, ayudando en todo cuanto podía. Walter dirigía mis días.

En su primera carta, Dora me contó que Mathilde había convertido el piso en un hogar, con «grandes dosis de buen ánimo y una organización doméstica pasable». Mathilde y su difunto marido habían tenido servicio en su gran casa de Berlín, pero, gracias a cierta alquimia personal, ella sabía poner un poco de orden. Colocó ramilletes de junquillos en los vasos y colgó los utensilios de cocina de un estante que hizo atornillar al conserje en los ladrillos de detrás de los fogones, de modo que podían llenar de papeles hasta los cajones de la cómoda. Dora me contaba que la señora Allworth estaba encantada y que Nepo, después de pasar dos días acurrucado en mi cama en señal de duelo, se animaba poco a poco. A mí no me importaban aquellos cambios en el piso; no tenía excesivo afecto a aquellas paredes y aquellos suelos. Lo más importante era que Dora no estaba sola. No la había abandonado.

Hay un hombre en la puerta. La luz está apagada y solo veo una silueta sin rostro que se ha asomado a mirar. Oscila un poco, se toca algo que lleva en el pecho. Cierro el ojo y, con astucia, aprieto el botón para hacer desaparecer a ese hombre y para meter más hielo dentro de mí.

Sigue ahí. Es Walter. El conserje debe de haberlo dejado entrar en mi edificio de París y está plantado en el umbral. «Pasa», le digo, pero él habla antes de moverse. Siempre ha sido cariñoso conmigo; cariñoso y diplomático. Tiene los ojos pequeños, de color azul grisáceo, con los párpados gruesos, y lleva el pelo, escaso, peinado hacia atrás. En otra época habría sido un leal guerrero franco que protegía a su tribu y expulsaba a los traidores. Lleva un abrigo oscuro y la correa de la cartera le divide en diagonal el torso. Se quita los guantes. No sonríe. No entra.

—Tienen a Bertie —dice.

El hielo se colará en tus venas y detendrá tu corazón.

Coge los guantes con una mano y me mira a los ojos.

—Me ha parecido que tenías que saberlo.

No. No…

—¿Señora Becker? ¿Señora Becker?

Abro el ojo. El médico tiene unos veinte años. Debo de parecerle prehistórica. Como mínimo ciento cincuenta; una tortuga de párpados gruesos, una reliquia de la evolución superada hace mucho tiempo, arrastrada por la corriente tras algún espantoso desastre, escupida de la tierra y aparecida en esta moderna cama de hospital.

Levanto el cuello de la almohada y sé que se bambolea; es un cuello de reptil, cubierto de una trama de grietas profundas y secas. El joven doctor lleva alrededor de su terso cuello un estetoscopio con un tubo de plástico amarillo. Un juguete. Unas patillas inverosímiles se extienden por sus mejillas de bebé.

—Creo que tenía pesadillas —dice—. Estaba gritando. He venido antes, pero también estaba dormida. —Descuelga mi historia clínica y la examina sin esperar a que le responda—. Ya estoy terminando, pero antes de irme quería ver cómo estaba. ¿Duerme bien?

Me pregunto si se escucha a sí mismo, si escucha a alguien.

—¿Tiene dolor? —Me mira con el bolígrafo preparado, como un médico de serie de televisión, un actor menor de edad escogido para combatir la falta de fe. A continuación me exigirán que crea en mi propia recuperación, que salga de aquí por mi propio pie mientras aparecen los títulos de crédito del siglo que acaba de pasar, dispuesta a luchar de nuevo contra el terror en un mundo que no aprenderá nunca.

—Que yo sepa, no.

—¿Cómo dice? —Vuelve a colgar la historia clínica.

—Estoy bien. Tengo sueños muy vividos, nada más.

—Déjeme ver. —El niño peludo coge de nuevo la historia clínica—. A veces, a los pacientes… mayores les recomendamos un antipsicótico suave junto con el analgésico.

—No tengo alucinaciones.

—No. No, bien. Usted decide.

Pero de eso se trata, muchacho: no decido yo. Esta extensa vida —la vida real, la interior, en la que permanecemos vinculados a los muertos (porque el sueño que habita dentro de nosotros ignora trivialidades como la respiración o la ausencia)—, esta extensa vida no la controlamos nosotros. Todo cuanto hemos visto y todas las personas a las que hemos conocido se quedan dentro de nosotros y nos constituyen, nos guste o no. Estamos unidos en un dibujo que no podemos ver y cuyos efectos desconocemos. Un nudo aquí, un punto suelto allí, un bulto allá, y toda la tela será diferente una vez tejida.

Miro sus ojos claros, de color caramelo. ¿Quién sabe qué rastro podría dejar yo dentro de ti, joven?

—Para mí son muy reales —me limito a decir. Todavía conservo una pizca de control.

Él me mira con extrañeza. Tiene una hendidura en la oreja izquierda, de donde se ha quitado un pendiente. Cuando se inclina sobre mí me permito preguntarme si tendrá tatuajes en la suave cara interna del brazo, quizá una cabeza de toro con cuernos en la dulce hondonada de la espalda, donde la camisa se pierde bajo la cintura del pantalón. La mente es muy interesante, se enrolla y se desenrolla.

—¿Me permite? —dice, y sin esperar a que le conteste me baja el párpado inferior—. ¿Y un poco de vitamina B doce? Voy a pautársela para mañana.

La verdad es que no me importa. Él todavía no sabe —ay, ¿por qué nos enseñan tan poco?, y eso que es algo muy básico— que nadie recuerda su propio dolor. Lo que nos desmonta es el sufrimiento ajeno.

Me incorporo apoyándome en un codo; es el máximo gesto de énfasis que permite mi ruinoso cuerpo.

—Me gustaría irme a casa.

Me mira como si fuera una idea que no le ha pasado por la cabeza como posible desenlace clínico, como si fuera una ambición que está muy por encima de mi situación. Aprieta los labios.

—Lo consultaré con el equipo médico —afirma—. Ya hablaremos de eso, señora Becker. —Se guarda el bolígrafo en el bolsillo de la bata y me sostiene la mirada, y entonces sonríe sin despegar los labios. Es una mirada compasiva: está preguntándose si yo sé lo que él sabe. Luego da dos palmaditas en la cama (una briosa señal de despedida) y se encamina hacia la puerta.

—Doctora Becker —murmuro mirando su firme y blanca espalda.

Al final se supo todo. Las piezas encajaron, se divulgaron, se documentaron en un juicio y en cartas que volaron por toda Europa. La memoria junta lo que supe entonces con lo que vino después. Plantado en el umbral de mi piso de París, Walter Fabian, el exmarido mujeriego, carismático, medio calvo, trabajador, exclandestino, trataba de leer en mi rostro lo que yo sabía.

—¡Bertie! —Mi mente trabajaba a toda velocidad y mis labios, temblorosos, trataban de seguirla—. ¿Está…?

—Por lo que sabemos, está vivo. Lo han llevado a Prinz-Albrecht-Strasse.

Me acordé del partido de fútbol con Hans en la frontera y del coche aparcado.

—¿Le tendieron una trampa para que cruzara la frontera? ¿Lo engañaron para…? —Debía de estar chillando; mis manos aleteaban como pájaros aterrorizados. Walter me cogió una.

—Espera un momento, Ruth. Siéntate.

Me acompañó por el pasillo y me ayudó a sentarme en el sofá. Me abracé la cintura. Walter entró en la cocina. Fuera, sobre los tejados de pizarra, flotaban unas nubes amoratadas e inertes. Walter volvió con dos vasos de whisky. El color del licor era el único color de la habitación.

—Empecemos por el principio —dijo. Se remangó los pantalones para sentarse y dejó a la vista una franja de blanca pantorrilla entre el calcetín y el dobladillo.

Comprendí —no fue un proceso neuronal, sino algo físico, un frío que se extendía por mi cuerpo— que aquello era un interrogatorio.

—Hans y tú le enviabais dinero a Bert —dijo despacio, escudriñando mi rostro en busca de algo, quizá sorpresa, fingida o real. O conformidad. Yo no sentí ninguna de esas cosas. Caminaba por el borde negro y carbonizado de un cráter: si Bertie no sobrevive, caeré en el cráter y arderé hasta quedar reducida a polvo.

—Sí.

—¿Para que comprara un pasaporte?

—Sí. Y para que pudiera vivir. —El whisky me abrasaba la garganta—. Hans y Dora intentaron conseguirle un pasaporte, pero ni siquiera los funcionarios de la embajada de Londres que no eran nazis podían hacer nada. Los pasaportes se expiden en Berlín, por eso…

Walter se inclinó hacia delante con los codos apoyados en las rodillas. Me fijé en que llevaba una camisa verde menta y su nueva alianza. Vestía con elegancia, aunque con un estilo extravagante y despreocupado.

—Pero eso ya lo sabes —añadí.

—Sí. —Se removió un poco en el asiento—. Ya volveremos sobre eso. Déjame contarte lo que sabemos.

Me mordí el labio. Walter seguía escrutándome.

—Un amigo alemán de Bert —dijo—, un hombre en quien él confiaba, le tendió una trampa.

En ese agujero negro hay cosas. Cosas que me esperan.

—Bertie subió a su coche al salir de un restaurante de Basilea donde se había reunido con un presunto falsificador de pasaportes, y ese hombre lo llevó hasta el otro lado de la frontera. La Gestapo se había desplazado hasta allí desde Berlín.

Se recostó en el respaldo.

—Es lo único que sabemos de momento. Lo único que han podido decirnos nuestras fuentes. —Echó la cabeza hacia atrás para terminarse la bebida y dejó el vaso con cuidado en la mesita que tenía delante.

—¿Lo sabe Dora? —Intento pensar en más preguntas, hay más preguntas para dirigir este…

—Sí. —Se volvió hacia mí—. Ella me pidió que viniera a verte. Ruthie…

—Pero si él…, ellos… Siempre tenía mucho cuidado. —Avanzo con cautela alrededor de ese hoyo negro y humeante, y el miedo se enrosca en mis tripas.

—Ruthie. —Wolf me quitó el vaso de la mano y lo puso en la mesa—. El amigo era Hans.

Y entonces me caigo. Está oscuro, caliente y silencioso. Oigo una respiración, un ritmo caliente del que debo alejarme. Corro tambaleándome por el pasillo hasta el cuarto de baño y vomito. El whisky me abrasa otra vez. Busco en el armario, lo cierro, me agarro al lavamanos.

Cuando salí, vi a Walter, con su camisa verde menta, sentado en el sofá, más inocente de lo que yo jamás llegaría a ser.

Me miró mientras yo me sentaba.

—Lo siento —dijo—, pero tengo que preguntártelo. —Tenía esa mezcla de dolor y rabia del activista y había venido a enseñármela, a acercarse lo máximo posible al culpable. Yo no podía reprochárselo—. Dices que Hans fue a la embajada alemana en Londres…

—Sí, a por un pasa…

—Tú lo viste allí.

Asentí con la cabeza. Se me revolvió otra vez el estómago.

—Fue a recibir instrucciones —dijo Walter despacio, expresando lo que ambos ya sabíamos—. Y a entregarles a Bertie como prueba de que se había pasado a su bando. —Walter se frotó los ojos con el pulpejo de las manos—. Y también a Rudi Formis, si no estamos equivocados.

Yo gritaba, pero no emitía ningún sonido. Al cabo de un minuto Walter me puso una mano en el hombro.

—¿Hay algo más —dijo con mayor dulzura— que creas que deberíamos saber?

Negué con la cabeza. La pregunta me dolió.

—¿Estás segura?

No quedaba nada. Permanecimos unos minutos en silencio.

—Querrán saber quiénes son las fuentes de Bertie —dije tratando de recomponerme, de demostrar una pizca del pensamiento estratégico que evidentemente no poseía—. Pero él apenas tiene fuentes. Saca toda su información de…

—Lo que quieren saber es cómo la canaliza —me interrumpió Walter—. Quieren descubrir el vínculo entre Bert y los periódicos británicos.

Era como si estuvieran apuntándola con un fusil.

—Bert jamás les entregará a Dora —afirmé.

Walter respiró hondo, cerró los ojos y se pasó las manos por la cabeza.

—No hará falta que él se la entregue. —Logró controlar su voz—. Para eso ya tienen a Hans.

Al cabo de un rato me puso un brazo sobre los hombros y me dio un apretón. Debió de decidir que mi sentimiento de culpa, todo lo que había visto pero me había negado a ver, me castigaría sin necesidad de que él interviniera.

Se levantó y cogió su abrigo del respaldo de una silla.

—Dora tendrá que cambiar las cerraduras —comenté.

Walter asintió con la cabeza, pero ambos sabíamos que nuestro mundo —el de Dora, el mío y quién sabe el de quién más— había quedado abierto y que las cerraduras eran ahora tan inútiles como los tablones con que habíamos cegado el montante.

—¿No quieres preguntarme nada? —Estaba pasándose la correa de la cartera por la cabeza.

Lo miré. No podía pronunciar su nombre.

—Bueno, te diré lo que sabemos —prosiguió—. Hans salió corriendo del coche de la Gestapo en Weil am Rhein. Hicieron ver que le disparaban, pero no ha aparecido ningún cadáver. Mi hipótesis es que ha vuelto con sus amos a Berlín o se ha escondido. —Me puso una mano en el hombro—. Quiero que me prometas una cosa, Ruth —añadió—. Que si se pone en contacto contigo, me avisarás.

Asentí con la cabeza, humillada porque hubiera considerado necesario decirme lo que debía hacer.

En el recibidor, Walter me dijo con tono más afectuoso:

—Siento tener que dejarte sola. —Pero de todas formas se marchó.

La botella de whisky estaba en el banco de la cocina, bajo los armarios de un verde claro artificial con tiradores de hueso. Me serví otro vaso. Sonaron las cañerías del váter compartido que había en la escalera.

En el armario del cuarto de baño había una caja con dos sobres de somnífero. Yo nunca lo había tomado. No sabía si dos serían suficientes. Me planteé la cuestión con cierta distancia, como una hipótesis, incluso mientras estaba ante el lavabo con la caja en las manos. La verdad es que resulta increíble que en todos los armarios de los refugiados insomnes hubiera un medio para escapar: una cajita con las palabras «Veronal: Buenas noches» escritas en letra cursiva. Muchos de los nuestros, en esa época y más tarde, optaron por esa salida y tuvieron sus buenas noches: Zweig, Hasenclever, Tucholsky, Benjamín. Tenía que ir a buscar un vaso a la cocina. Sin embargo, al examinar mi rostro ceniciento en el espejo ni siquiera conseguí verle a mi vida un sentido lo bastante trágico para realizar aquel gesto.

Y no quería abandonar a Dora.

Ella tampoco me habría abandonado. No obstante, eso es lo más difícil: calcular mi peso neto, reducir todo lo que soy y darle un valor.

Me lavé la cara y fui a la oficina de correos para mandar un telegrama a Dora diciéndole que iba a Londres, y a continuación fui a comprar un billete de tren. Caminaba por la mediana de la calzada, entre los plátanos que separaban los carriles de dirección opuesta. Mujeres con traje de chaqueta y medias con costura paseaban a sus perros y llevaban a sus hijos a correr por el bois. Un niño con patines chocó conmigo para frenar y la madre se disculpó con tanto sentimiento que, no sé, era como si todos estuviéramos juntos en esto, ¿y cómo podía ella controlarlo? Pardon, madame, je suis desolée. Desolée. Aquí todos estamos desolados.

En el ferry no había plaza de butaca hasta dos días más tarde. Cuando volví al piso de Neuilly, bajé las persianas y me acosté.

Por la tarde recibí la respuesta de Dora; el conserje la deslizó por debajo de la puerta. «Aquí todo bien LX —rezaba el telegrama—. Viene investigador suizo. Utilizo tu habitación 1 semana para entrevistas. Por favor ven después. Te espero jueves am».

El hecho de que me llamara Loquax podía ser un gesto de perdón o una señal de que en realidad nunca había esperado mucho de mí. Me levanté de la cama y me preparé un cuenco de sopa instantánea. Haría lo que me indicaba Dora y me marcharía al cabo de una semana.

A la mañana siguiente recibí una postal de Suiza, fechada antes del secuestro. «Gruss aus Ascona», impreso en rojo sobre una fotografía del lago. «BJ más animado», había escrito Hans con su perfecta caligrafía. Sentí que su traición me destrozaba la vida. Llamé a Walter y confié en que los suizos detuvieran pronto a Hans.