Esta mañana caen chuzos de punta, la lluvia de principios de verano. Clara entra con el pelo mojado, la ropa mojada, y tardo un momento en darme cuenta de que está llorando.
—El Saint Louis vuelve a Europa. —Tiene los brazos caídos, mechones oscuros adheridos a la frente—. Los guardacostas les han disparado… —Se le quiebra la voz—. En la costa de Florida.
El presidente Roosevelt no ha dicho nada.
—Paul ha estado tan cerca y ahora, ahora… —Se sienta y llora, la cabeza caída sobre el regazo. Me inclino hacia delante y pongo las manos sobre las suyas hasta que también se mojan y Clara saca un pañuelo del bolso.
—El capitán parece buena persona —digo—. Intentará atracar en Amberes, en Lisboa o en otro sitio. Seguro que no vuelven a Alemania.
Vendedor de esperanzas, mercachifle de aceite de serpiente, ¿qué voy a saber yo? Ya no me acuerdo de cómo se consuela a otra persona. Clara me mira, sorbe por la nariz. Me cree porque la alternativa es impensable. Se enjuga las lágrimas mientras yo asiento con la cabeza, mentiroso, mentiroso, cara de oso.