Era domingo. Principios de febrero de 1935. Dora irrumpió en casa, acalorada porque había subido la escalera corriendo.
—¡Esta vez, primera plana! —Tiró el periódico encima de la mesa.
El titular del Sunday Referee rezaba: «Soldados, tanques y aviones». Firmaba el artículo «un corresponsal anónimo».
Hans miró el periódico por encima de mi hombro y leyó el artículo conmigo. En él se detallaban la concentración secreta de tropas, la importación de materiales y piezas de tanque y, con una minuciosidad extraordinaria, el programa de construcción de la flota aérea militar del Reich, incluidos los tipos de aviones que estaban fabricando los alemanes y su número exacto, las armas que podían transportar, la autonomía de vuelo y hasta la ubicación de los hangares. Lo más increíble, decía el corresponsal, era que los documentos a que había tenido acceso el periódico demostraban que aquellos aviones de combate estarían listos para entrar en acción al cabo de tres meses. El artículo concluía: «Esto demuestra claramente que la intención del gobierno de herr Hitler es iniciar una guerra cuyo objetivo será la población civil de las grandes ciudades de Gran Bretaña y Francia. La acumulación de semejante poderío aéreo no tiene otra explicación».
Estábamos eufóricos. Hans le dio a Dora un abrazo espontáneo. Parecía que los riesgos que mi prima había corrido merecían la pena, que el mundo recibiría la advertencia y se salvaría, y nosotros con él.
Dora tenía motivos para estar tan contenta. Dos días más tarde, Seymour Cocks, miembro del Partido Laborista, se levantó en la Cámara de los Comunes blandiendo un documento que, según afirmó, «ofrece un informe pormenorizado de la actual organización aérea de Alemania». Cocks suplicó a la cámara que prestara atención a lo que tramaba herr Hitler. Más tarde, Winston Churchill, diputado conservador, también utilizó la información de Dora en un discurso ante el Parlamento. «Los poderosos alemanes —dijo—, esa nación tan avanzada tecnológicamente, quieren hacer una guerra y nosotros participaremos en ella». Pidió a Gran Bretaña que se tomara en serio aquella amenaza, que se armara el lugar de entregarse a «sueños pacifistas».
A la mañana siguiente de la publicación del artículo de Dora, me desperté al oír que llamaban a la puerta. El lado de la cama de Hans estaba vacío.
No habían llamado al interfono del portal, de modo que supongo que alguien les dejó entrar en el edificio. Eran dos hombres. Uno alto, uniformado, con chaqueta cruzada con botones del latón, y un detective bajito con traje marrón. No me dio tiempo a pensar. El que iba de paisano habló antes de que yo pudiera reaccionar.
—Scotland Yard —dijo abriendo una cartera de piel para mostrarme una reluciente placa de identificación—. División de Registro de Extranjeros.
Me recorrió un escalofrío de miedo.
—Tenemos una orden judicial para registrar esta vivienda en busca de pruebas de actividades incompatibles con su permiso de residencia.
Yo había retrocedido automáticamente y ellos ya estaban dentro del piso, con la gorra y el sombrero en la mano. Dora seguía en su habitación. El detective tenía la tez oscura como un minero de Cornualles; el agente de uniforme era rubio y estaba muy erguido. Todo ha terminado, pensé. Los armarios y los cajones estaban llenos de documentos que solo podían significar que realizábamos labores políticas. Por no mencionar los papeles que cubrían el suelo de la habitación de Dora.
Entonces Dora salió y cerró la puerta de su dormitorio.
—Buenos días —dijo. Estaba vestida, pero tenía la cara hinchada; acababa de despertarse. Iba descalza, en calcetines.
Tendió una mano hacia los hombres.
—¿Me permiten ver la orden de registro? Si no les importa.
—Por supuesto, señora. —El detective hizo una seña con la cabeza al agente, que entregó a Dora una hoja de papel mecanografiada. Por encima del hombro de mi prima vi el membrete: «Nuevo Scotland Yard». A Dora, le temblaba la mano cuando se la devolvió.
—Son alemanes —me dijo en alemán.
Había algo que me impedía respirar.
—¿Quiere que llamemos a un intérprete, señora? —preguntó el detective con un tono bastante amable. Hablaba un inglés impecable.
Dora siguió hablando en alemán, con voz gélida.
—No será necesario.
Mi mente iba a toda velocidad. ¿Sería una táctica dilatoria? Si iban a buscar a un intérprete, tendríamos tiempo de esconder el material más comprometedor. Al menos los documentos que delataran directamente a Bertie y al tío Erwin.
—Me gustaría hablar con su superior —continuó Dora con su alemán cortante.
La saliva se me acumulaba en la boca.
—Lo siento, señora —repuso el detective pronunciando las palabras muy despacio y con claridad—. No hablo alemán. ¿Tendría la bondad de hablarme en inglés, tal como ha empezado?
La voz de Dora tenía un deje de desdén que yo nunca había oído.
—¿Por qué no llama a su oficina ahora mismo? —Miró la orden de registro que el agente uniformado tenía en la mano—. El número debe de figurar ahí, ¿no?
El detective miró a su subordinado, que se encogió de hombros.
—En este piso no hay nada ilegal, señores —solté en inglés—. De hecho nos entraron a robar…
—¡Ya lo saben! —masculló Dora en alemán. A continuación, con una voz asombrosamente calmada y llena de odio, añadió—: Sie wollen deine Furcht. —Quieren tu miedo.
Se colocó frente al más alto.
—Bonito uniforme. Claro, a los de tu clase os gusta disfrazaros. ¿Será porque no os gustáis tal como sois? Apuesto algo a que en tu casa tienes unas botas preciosas. —Se volvió hacia el bajito, que no era mucho más alto que ella, y se dio unos toquecitos en la nariz—. ¿Y a ti qué te ha pasado? ¿Temías que te tomaran por judío?
Los hombres permanecieron inmóviles, con gesto imperturbable.
—No te entienden… —empecé a decir.
—Cállate.
—Por favor, Dee…
—Basta, Ruth. —Miraba alternativamente a aquellos dos individuos—. ¿Sabéis una cosa, chicos? Esa educación que tanto os molesta tiene su utilidad. —Le quitó la orden de registro al más alto y la alzó.
—Aficionados de mierda. Ningún inglés firmaría como «lord Trenchard». Llevaos esto a Berlín y decidles de mi parte que los lores firman con una sola palabra. Trenchard.
El bajito tenía la espalda contra la puerta, que no habíamos cerrado. Pestañeaba muy deprisa.
—Largo de aquí —les espetó Dora.
—Hure —masculló el alto antes de cerrar la puerta. Puta.
Dora echó la llave. Oímos las pisadas de aquellos dos tipos en la escalera de madera, hasta que las absorbió la alfombra. El corazón me latía tan fuerte que me parecía que la sangre me zumbaba en los oídos. Fui al cuarto de baño y vomité.
Cuando salí, Dora estaba sentada a la mesa de la cocina.
—Lo siento. —Tenía la voz estrangulada y me escocían los ojos—. No me he dado cuenta…
—¿Cómo ibas a saberlo? —Dora ya no estaba enfadada—. Es una de esas manías de las clases altas. Y solo prescinden del «lord» en los escritos. Supongo que lo sé por Dudley. —Se llevó una mano a la boca en un gesto inconsciente de despreocupación. Luego la agitó y añadió—: No importa.
Pero me fijé en que le temblaba la mano, y también los brazos, los hombros, y que le castañeteaban los dientes. Me senté frente a ella.
—De todas formas, seguramente es mejor que nos persiga Prinz-Albrecht-Strasse que el verdadero Scotland Yard —reflexionó en voz alta.
—¿En serio?
—Bueno… —Posó las manos sobre la mesa para detener el temblor y me miró a los ojos—. Ellos no pueden mandarnos a casa.
—No, supongo que no —convine—. Madre mía, ahora me siento mucho mejor.
Dora sonrió un instante. Después se inclinó hacia mí y me cogió las muñecas. Tenía las palmas de las manos húmedas.
—No quiero que se lo cuentes a Hans.
Era una orden, una súplica y una invitación a la traición, todo a la vez. Me removí en la silla y esquivé su mirada. Dora deslizó las manos y tomó las mías.
—En serio, Ruthie. —Me tenía sujeta—. Quiero que me lo jures.
—Te equivocas con él.
—Eso espero. —Su miedo se manifestó en forma de ira—. Pero júramelo.
Me irritó su tono autoritario.
—¡Te equivocas, lo sé! —grité. Yo también había desconfiado de Hans una vez; ahora lo resarciría defendiéndolo. Retiré las manos—. No me gustan todos estos secretos, yo…
—¿Dónde está Hans? —Dora me miraba a los ojos y ya no había dureza en su voz.
—Me dijo que tenía una reunión por algo de un artículo.
Por favor, Dee, no me obligues a excluirlo. Lo está pasando muy mal.
—Todos lo pasamos mal. —Lo decía en serio—. Júramelo.
Después fue al armario del cuarto de baño y cogió lo que necesitaba. Y yo me dije que protegía a Hans no contándoselo, no espoleando su terror.
Ningún periódico de Londres mencionó el asesinato de Rudi. ¿Por qué iba a merecer atención el asesinato, en febrero de 1935, de un desconocido radiotécnico alemán exiliado en Checoslovaquia? Algunos militantes de nuestro partido se desplazaron desde Praga a la posada cercana a Slapy donde Rudi había vivido con el nombre falso de Otto Fenech. Reconstruyeron lo sucedido hablando con el dueño, la camarera y la policía checa.
Rudi llevaba seis meses alojado en aquel hotel. El personal lo consideraba una persona tranquila a la que le gustaba hablar pero que pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación. A mediados del invierno era el único huésped.
Un martes, una joven pareja alemana fue a cenar a la posada. Entablaron conversación con Rudi porque no había nadie más. El sábado siguiente regresaron con un amigo. Este se quedó en su habitación mientras los otros tres cenaban juntos. Después la muchacha discutió con su novio, que se excusó y subió a su habitación diciendo que había bebido demasiado. «Adiós, y no vuelvas», dijo la joven.
El dueño de la posada describió a la joven como una mujer refinada, rubia, delgada y hermosa. Contó que parecía que también ella hubiera bebido demasiado. En cuanto su novio se hubo marchado, se acurrucó junto a Rudi.
Rudi había subido a acompañarla a su habitación cuando el tercer hombre apareció en el bar; llevaba delante, a punta de pistola, a la camarera, que tenía los rulos puestos. Condujo a la mujer y al dueño de la posada al sótano, donde ambos oyeron dos disparos, seguidos poco después de un tercero.
Al día siguiente, cuando el repartidor de carne abrió la puerta del sótano, subieron al piso de arriba y encontraron a Rudi en el pasillo. Le habían disparado en el pecho y —el tiro de gracia— en la frente. Tenía arañazos en las muñecas.
Un reguero de sangre conducía desde la escalera hasta el lugar donde los visitantes habían aparcado el coche. Más tarde Bertie supo por fuentes del gobierno que la joven había resultado herida; una bala debió de darle cuando estaba junto a Rudi. Era Edith Sander, contratada por la Gestapo para acompañar a los agentes Naujocks y Schoenemann. Los hombres la llevaron hasta el coche y se dirigieron a Alemania. Un policía que los paró por exceso de velocidad dijo que no había visto a ninguna mujer, solo un montón de mantas en el asiento trasero. Cuando llegaron al hospital de Leipzig y fueron a sacarla del automóvil, ya estaba muerta.
Curiosamente, el transmisor que Rudi había instalado en el tejado con el mayor cuidado seguía intacto. Bertie oyó decir que Göring estaba satisfecho con el éxito de la misión. A Naujocks, el supuesto novio, se le concedió un ascenso.
El asesinato de Rudi me conmocionó más que el de Lessing, y no solo porque lo conocía. Lo que más me repugnaba, después del hecho de su muerte, era el intervalo entre los últimos disparos, el tiempo que Rudi debía de haber pasado tendido en el suelo, atragantándose con su propia sangre, consciente de que había llegado su hora.
También me consternaba la lenta agonía de la muchacha en el coche que circulaba a toda velocidad, aunque fuera uno de ellos. Lo que me conmovía era que ella sabía lo que iba a suceder, sabía que iba a caer la fatídica cortina negra. ¿Pensaría «Y ya está»? ¿Pensaría «Esa fui yo»? Empecé a despertarme aterrada por la noche, y la mayoría de las veces encontraba vacía la otra mitad de la cama.
Hans, en cambio, parecía llevarlo mejor. Estaba ocupado buscando publicaciones para sus artículos sobre refugiados y consolándose con sus salidas nocturnas. Al analizar mis sentimientos respecto al asesinato de Rudi, comprendí que lo que me atormentaba era el esfuerzo teatral y minucioso que habían realizado los criminales. La primera visita, aparentemente inocente, de la pareja de enamorados a la posada, y la posterior artimaña de la borrachera y la discusión. La matrícula checa. El regreso a toda velocidad al otro lado de la frontera, donde les dieron palmadas en la espalda, cerveza e insignias. Y una joven muerta cuyo nombre tacharían de algún libro de pertrechos.
—¿Crees que lo ensayaron? —me pregunté en voz alta un día que paseaba con Hans bajo los plátanos cerca del Museo Británico—. No sé, ¿cómo crees que planean esas cosas? —Llevaba la cámara en una mochila. Movía las manos libremente dando forma a intrincadas preguntas en el aire—. ¿Crees que alguien…?
—Chist —dijo él sin levantar la vista del suelo—. No hables tan alto.
Bajé la voz.
—Me gustaría saberlo —insistí. Necesitaba quitarme de encima aquel miedo—. ¿Crees que se sientan en sus despachos de Prinz-Albrecht-Strasse y un listillo propone el plan, otro el diálogo, un tercero el vestuario…?
—En serio, Ruthie —me interrumpió Hans con tono despectivo, áspero. Sacudía la cabeza y respiraba ruidosamente, concentrado en sus pisadas sobre el pavimento. Si había algo que compartíamos, una actividad que siempre nos había unido, era la capacidad para ridiculizar las cosas. O como mínimo para ver juntos lo ridículo de nuestra situación.
¿Por qué Hans ya no quería jugar a aquel juego, nuestro juego? Era una forma de rechazar la intimidad, el chiste privado de nuestro matrimonio.
Tal vez esté demasiado asustado para hablar de ello, me dije. De todos modos, era difícil saberlo, porque él actuaba como si nada hubiera pasado. Yo no sabía si era verdadera indiferencia o una fachada. Al final dejé de mencionar el tema. Por una parte no quería aumentar su temor; por otra, si estaba equivocada, no podía molestarme que él reaccionara mejor que los demás estando en la línea de fuego.
Fue Bertie a quien más le afectó. El asesinato de Rudi lo dejó destrozado. Perdió el poco equilibrio que había logrado recuperar tras el incidente de la pelota de fútbol, básicamente dejando pasar los días. El coraje necesario para continuar en Estrasburgo se basaba en el convencimiento de que allí estaría a salvo, y ya no podía contar con eso en un sitio donde los agentes de la Gestapo podían secuestrarlo con solo realizar un viaje de unas horas en coche. Hans no había podido conseguirle un pasaporte en la embajada, donde los funcionarios arguyeron que todos los pasaportes se expedían en Berlín.
Por si fuera poco, Bertie era más pobre que las ratas. Hans y yo hacíamos lo que podíamos. Una vez le enviamos un par de botas. Intentamos vender en Gran Bretaña suscripciones a su boletín, Servicio de Prensa Independiente, pero había muy pocos interesados. Bertie mandaba a Hans capítulos del libro que estaba escribiendo sobre el incendio del Reichstag, titulado ¿Quién? El arsenal de los pirómanos —en el que responsabilizaba de lo ocurrido a una camarilla cercana a Göring—, con la esperanza de que pudiera publicarlos en algún periódico. De vez en cuando le enviábamos dinero diciéndole que provenía de la venta de su material e incluíamos una copia de algún artículo de un periódico o una revista británicos que abordaba un tema similar: un informe de un prisionero político no identificado, los métodos de entrenamiento de las SS. Pero la mayor parte de ese dinero era mío.
Una tarde, Hans volvió a casa más contento que de costumbre.
—¿Está Dora? —preguntó.
—No.
—Siéntate, Ruthie. —Se le había ocurrido una idea. Se le notaba en la cara. Me dijo que su amigo Werner conocía en Suiza a un diseñador gráfico que se dedicaba a falsificar pasaportes. Si le llevábamos a Bertie y cincuenta libras, le haría un pasaporte perfecto.
»¿Qué me dices? —Estaba radiante. Parecía tan feliz como si fuera a salvarse él mismo.
—Pero ¿cómo va a entrar Bertie en Suiza sin pasaporte? —le pregunté. No sabía cómo podía creer en semejante plan.
Hans me agarró por los hombros.
—En la frontera con Francia no son muy estrictos —dijo—. Mira, ya sé que es arriesgado, pero en Estrasburgo podrían secuestrarlo. —Me dio un apretón—. Ese hombre ha falsificado montones de pasaportes. Nunca han descubierto a nadie. Es la única oportunidad de Bertie.
Sentí una sacudida, y no supe si era de esperanza o de miedo.
—¿Se lo has dicho?
—Todavía no. —Me dio un beso en la frente—. Ah, y otra cosa —añadió—. No se lo cuentes a nadie.
—Claro que no.
—Ni siquiera a Dora —especificó. Me miró tiernamente con aquellos ojos azules—. Te lo he contado porque prometí contártelo todo.
Asentí lentamente con la cabeza. Me di cuenta de que Hans quería hacer algo útil, sacar un conejo de su chistera.
—Bertie tampoco se lo dirá a nadie —añadió.
Durante varias semanas ahorré todo lo que pude del dinero de mi padre. Teníamos que pagar al falsificador, el viaje de Hans a Suiza, sus gastos y los de Bertie allí y los billetes a Londres. Al final vendí un anillo y conseguí que mi padre me enviara más dinero. Le dijimos a Dora que Werner había invitado a Hans a hacer excursionismo en Suiza. Aquello se convirtió en otro engaño de mi vida en Great Ormond Street. Tenía siempre un nudo en el estómago.
A medida que se acercaba la partida de Hans, era cada vez más consciente de que no podría quedarme en el piso tras su marcha, desayunar y comer con Dora ocultándole los planes de mi marido.
Ella notó que me encerraba en mí misma. Un día, cuando volvíamos a casa por Theobalds Road, me dijo:
—Mira, si no fuera importante no te habría pedido que se lo ocultaras. Y no saberlo no le hace ningún daño.
Me di cuenta de que Dora creía que estaba resentida porque me había obligado a prometer que no le hablaría a Hans de la visita de los falsos agentes de Scotland Yard.
—No es eso —dije.
—Entonces, ¿qué te pasa?
Me quedé completamente en blanco. Al otro lado del muro, en el patio del colegio, oía a los niños que cantaban saltando a la cuerda.
—Creo que necesito irme un tiempo —dije—. Salir del piso.
Dora pareció aliviada y entrelazó un brazo con el mío.
—Sé cómo te sientes —afirmó.
—Pero si Hans y yo nos vamos, tú te quedarás…
—No te preocupes —me dijo—. ¿Por qué no te vas un tiempo a trabajar con Walter?
El exmarido de Dora había escapado por los pelos de la Gestapo hacía poco y dirigía en París la sede del Partido de los Trabajadores Socialistas en el Exilio.
—Lo pensaré —dije.
Quizá no hubiera ido, pero resultó que Mathilde necesitaba una habitación, de modo que se quedaría con Dora durante mi ausencia. Y cuando Hans volviera a Londres con Bertie ya no habría secretos entre nosotros y podríamos vivir de nuevo todos juntos.
—Toc, toc.
«¿Quién es?», quiero preguntar. Es lo único que puedo decir, ¿no? Pero no lo digo porque han enviado a un asistente social del hospital para que me evalúe y en las personas de mi edad resulta difícil distinguir la línea entre la mordacidad y la locura, incluso a los profesionales expertos. Es una mujer alta y delgada, con una coleta rubia y gafas de color miel.
—Pase, pase —digo.
—Me llamo Hannah. Soy la asistenta social del hospital.
—¿Es usted religiosa? —le pregunto.
—No. —Sonríe—. ¿Sería eso un inconveniente?
—Para mí no. —Sonrío yo también.
—Usted no se acordará de mí —dice Hannah, que se sienta al lado de la cama—, pero yo vi su accidente. Paseaba con mi hija cerca de la orilla y la vimos caer.
—Pues no…
—No. Es lógico. —Su voz es serena, su gesto, franco—. Vivimos en un bloque de pisos de aquí al lado porque queda cerca del hospital. Aun así, es una casualidad, ¿verdad? —Abre la carpeta y saca algo—. Sarah ha querido que le trajera esto.
Me tiende un dibujo hecho con lápices de colores vivos donde todo está en el mismo plano: el sol y la luna juntos en un cielo de color turquesa que limita con el agua azul marino en una línea perfecta, muchas velas triangulares y un pelícano de pico rosado más grande que un yate. En primer plano hay una calle. El dibujo está hecho concienzudamente; los trazos de lápiz hacen que parezca que todo se mueve, como si tuviera vida. Excepto una figura esquemática, con un triángulo rojo por vestido, tendida en la calzada. Los coches, con faros que parecen ojos, van a echársele encima. Pero a su lado hay una niña, también dibujada con trazos esquemáticos. Tiene una mano muy grande, con dedos que parecen cinco rayos de una rueda, y con ella agarra la mano a la mujer que yace en el suelo.
—Gracias —digo al cabo de un rato—. Siento mucho que viera…, que su hija viera…
—No se preocupe. —Hannah me tiende un pañuelo de papel que ha cogido de la mesilla de noche.
Entra un auxiliar a vaciar la papelera. Es un hombre mayor, vietnamita, y nos sonríe como si fuéramos una abuela y su nieta.
—El médico viene todos los días —digo cuando se marcha el auxiliar.
—Ese no era el médico. —En su voz hay ternura, pero también firmeza.
—Ya lo sé. —Debo esforzarme más si quiero volver a casa en lugar de que me lleven a una especie de cárcel asistida para los llorones y los desorientados—. Quería decir que el médico pasa a diario por todas las celdas.
Hannah me mira detenidamente. Me doy cuenta de lo que acabo de decir.
—Bueno, ya sabe, por cada compartimento.
Ella asiente con la cabeza.
—Me han dicho que era usted profesora de literatura.
—Sí. Francesa y alemana.
—¿Quiere que le traiga algo para leer? —Hannah mira mi mesilla de noche (ese objeto alto de hospital), que de pronto está comprometedoramente desprovista de cualquier material de lectura decente.
—Verá —digo en mi mejor tono de maestra—, he estado muy ocupada.
Ella abre un poco más sus ojos grises.
—Recordando —aclaro. Hannah asiente con la cabeza—. Ahora todo empieza a cobrar sentido —añado. Los movimientos de su cabeza se vuelven más lentos, su mirada, más atenta—. Y eso no puede ser una buena señal, ¿verdad? —Me río, y Hannah se ríe también. Creo que le alivia ver que estoy cuerda.
—¿Es consciente de lo que está pasando? —me pregunta. La miro y comprendo lo difícil que es su trabajo.
—¿En relación con el tiempo transcurrido y el tiempo que queda?
Asiente una vez más. Me coge la mano.
—No se preocupe por mí, querida —le digo.
Nos quedamos calladas, y esta desconocida tiene mi mano en la suya. El silencio se prolonga y quiero tranquilizarla, asegurarle que el final no me desasosiega. Hubo un tiempo en que lo deseé, y ahora puedo enfrentarme a él. Lo que me espera ahora es lo que sucedió en mi circo particular de tres pistas: los juegos de manos del títere, las bolas bajo los vasos y el poni traicionero, el hombre con traje de gorila y la nota en un bolsillo, la chica en el lago y las ciudades arrasadas. Pero no digo nada para no parecer una loca. Además, ¿quién se lo creería? No comprendemos a los demás, a veces ni siquiera nos damos los unos a los otros lo que necesitamos. Lo único que queda es la bondad.
Cuando se marcha, pasa por la enfermería de la planta. Oigo que una enfermera le dice:
—¿Sabes que estuvo en la cárcel en la época de Hitler? Era de la resistencia.
—Sí —responde Hannah, con tono un poco cortante—. A ver si no la enviamos otra vez allí.