Toller

Sonó el timbre de mi casa de Hampstead. Miré por la ventana. Allí estaba ella otra vez, ante la puerta, con un vestido de verano de color claro, el sol reflejándose en su negro cabello. Hacía un mes que no la veía. Tenía al lado una maleta, un rectángulo de color pardo con un asa de asta que me sonaba de algo.

Christiane había salido a comprar alimentos. Seguramente volvería antes de ir a comer con sus nuevas amigas del grupo teatral.

Abrí la puerta y hubo un momento de adaptación; el rostro de Dora no encajaba con la imagen que yo había mimado en silencio. ¿Era más alta? ¿Estaba más pálida? Tenía las cuencas de los ojos más oscuras. Una mancha de nicotina nueva en un colmillo. La mente hace unos retratos de muy mala calidad. ¿Por qué no podemos retenerlos mejor? Pero en menos de un segundo el retrato erróneo de la memoria quedó borrado por la realidad que respiraba y sonreía: ella está aquí.

—Tengo una cosa para ti. —Su voz era la misma, revelaba seguridad y soltura.

Miré la maleta: sí, era mía.

—Pasa, pasa. —Dora hizo ademán de trasponer el umbral, pero yo no me aparté; me incliné hacia ella y le di un beso de bienvenida. Su boca sabía a menta y a humo, y algo dentro de mí se fortaleció. Le puse la mano en la parte baja de la espalda y la apreté contra mí.

—Me alegro de verte. —Dora sonrió y se separó de mí—. ¿Puedes subirla?

La maleta pesaba mucho. En mi habitación desabroché las correas y la abrí, y vi mis propias palabras, mecanografiadas y sujetas con gomas elásticas. Una juventud en Alemania arriba, y debajo, Cartas de la prisión. Había poemas y unas cuantas notas de mi mesilla de noche metidas en los lados, pensamientos que no recordaba haber tenido y que jamás volvería a tener. Aunque aquello era mi pasado, parecía mi futuro: sentí que me devolvían a mí mismo. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Cómo…? —Me asustó pensar que a ella o a alguien cercano a ella le hubiera costado algo terrible.

Dora pasó el peso del cuerpo de un pie al otro y me fijé en que llevaba unos zapatos de noche de terciopelo azul marino, que no le pegaban nada. Sonreía. Su alegría siempre era la alegría de otro.

—¡El tío Erwin Thomas! —dijo—. La otra maleta llegará pronto.

Estaba radiante. Se descalzó y se sentó en la cama con las piernas cruzadas.

Me contó que dos semanas atrás la habían llamado a la embajada alemana de Carlton House Terrace. Como allí regía la ley alemana, le aterró pensar que ya no saldría del edificio. Pero fue con Ruth, y eso la ayudó.

—Ella estaba más asustada que yo —me contó mientras se colocaba la almohada detrás de la espalda—, así que tuve que conservar la sangre fría. Era todo muy ostentoso, pero olía a patatas hervidas. —Sonrió. Era como decir que olía a Alemania.

»Me concentré en eso hasta que me llevaron ante el primer secretario Jaeger. Alto, rubio, cuarentón, con cicatrices en el rostro. Me entregó una carta sellada. Lo primero que vi fue la firma. Cuando levanté la cabeza y miré a Jaeger a la cara, no supe si se trataba de una especie de prueba o de una trampa. Así que dije: “Un viejo amigo de la familia”, creyendo que quizá necesitara una razón para recibir una carta del asesor jurídico del sanctasanctórum de la oficina de Göring. Entonces Jaeger me dijo que se la había dado Thomas para que me la entregara en mano y que compartía las preocupaciones de este. “Aquí no todos somos nazis todavía”, declaró.

Dora me contó que tuvo que hacer un esfuerzo para imaginarse la angustia moral bien alimentada que se ocultaba bajo aquel traje elegante y aquel fular de seda. Debió de notarse que le costaba, porque Jaeger añadió: «Díganos qué podemos hacer para demostrarle nuestras intenciones».

Me cogió la cara entre las manos.

—Así que, señor enemigo público número uno —prosiguió—, le dije que quería que me trajeran esta maleta, intacta y cerrada, del cobertizo de los huertos de Bornholmer Strasse. La otra llegará más tarde.

Bajé la vista. Era una maleta normal y corriente. Dora se había jugado la vida dos veces por ella.

—Y otra cosa. —Hurgó entre los sobres marrones, las fichas sujetas con gomas elásticas y los periódicos doblados que llevaba en el bolso—. Esto. —Sacó un sobre y me lo dio. Contenía una hoja de papel carbón de un memorando dirigido al ministro Göring. Era una lista del número de aviones de combate que estaban poniendo secretamente a disposición del Reich.

—¿Cómo demonios…?

—Ni siquiera lo pedí —aclaró—. El tío Erwin quiere ser mi fuente a partir de ahora. Para salvar su alma.

Quería que me quedara el papel carbón y las tres cartas que Thomas le había escrito, por si volvían a registrar su piso.

Hicimos el amor en mi cama y Christiane no vino a casa. Podría haber venido —me la jugué otra vez y dejé que el destino decidiera por mí—, pero no apareció.

—Qué zapatos tan bonitos —comenté cuando Dora se agachó a recogerlos.

—Me los ha dado Ruth. A ella le van pequeños. —De pronto mostró una timidez desacostumbrada. Se le pusieron las orejas coloradas. Se quedó agachada—. Pensé que te gustarían.

—Son zapatos de noche, Dee.

Dora levanto la cabeza y se incorporó.

—¿Y eso importa? —No era un reproche, sino una pregunta sincera.

Deslizó los pies, estrechos y huesudos, en los zapatos de terciopelo y se abrochó unos cuantos botones del vestido. Desde la ventana la vi marcharse. No llevaba enagua, y al caminar el vestido flotaba alrededor de sus rodillas y se le adhería a la curva de las nalgas.