Ruth

Una mujer con un pañuelo en la cabeza, como una virgen, reparte los periódicos por la planta con un carrito todas las mañanas. «Las noticias nuestras de cada día dánoslas hoy…». Veinte años en la escuela metodista y todas mis referencias son cristianas. Cojo los dos periódicos, aunque nunca los leo enteros.

Un día, tumbadas en la hierba en Regent’s Park, Dora sacó de su bolso un ejemplar del Times y me lo dio.

—Mira —dijo.

—«Fred Perry: “Todavía llevo algunos Wimbledons dentro”.» —leí en voz alta de la contraportada.

—Dicen que tiene una aventura con Marlene Dietrich —comentó Dora—. Pero no es eso. Página tres.

Abrí el periódico por la página tres. El titular rezaba: «Versalles, burlado». Firmaba el artículo un periodista británico junto con «fuentes alemanas de primera».

—Yo —dijo Dora sonriendo.

—Menuda fuente de primera estás tú hecha —repuse.

Dora soltó una de sus sonoras carcajadas. Volví a mirar el periódico. El artículo contaba que, pese a que el ejército regular alemán quedaba limitado por el Tratado de Versalles a cien mil soldados, las organizaciones paramilitares controladas personalmente por Hitler contaban con millones de hombres. Solo las SA tenían ya dos millones y medio de miembros que armaban camorra en las calles con total impunidad.

—Son muchos hombres —reflexioné en voz alta—. Tendrá que buscarles algo que hacer.

—Se llama guerra. —Dora estaba sentada con las piernas cruzadas. Iba arrancando briznas de hierba, se acariciaba distraídamente la palma de la mano con ellas y luego las tiraba. Me comentó que Ernst Rohm pretendía que Hitler dejara que las SA absorbieran todo el ejército regular para que se convirtiera en un mero cuerpo de entrenamiento de los camisas pardas. El ejército se defendía amenazando con declarar la ley marcial—. Lo cual significaría el fin de Hitler —añadió Dora—. Pase lo que pase —dio unos golpecitos en el periódico—, el Tratado de Versalles es un chiste.

Celebramos aquel nuevo éxito de Dora en el Marquis of Granby, donde comimos y bebimos vino por media corona. Nos quedamos hasta tarde, sin preocuparnos de mirar hacia atrás ni en el pub ni en la calle. Al anochecer volvimos a casa a pie, cogidas del brazo, nuestros pasos sincronizados. La luna parecía un agujero practicado en el cielo, con la luz todavía encendida detrás.

Dora subió los escalones del portal dando saltitos y miró en el cesto de detrás de la puerta para ver si teníamos correo. Había una carta de su madre, otra de Bertie para mí y una invitación para las rebajas de Liberty dirigida a Hans.

—No creo que esta contenga nada siniestro —comentó.

—Yo no estaría tan segura —repliqué, y Dora rio.

Subimos por la escalera corriendo, eufóricas todavía. Yo iba detrás de Dora, que tarareaba una canción de moda en Inglaterra marcando el ritmo con sus pasos:

—«When my baby / comes to me / we will sit in the…».

La puerta del piso estaba abierta de par en par; la cerradura, destrozada y arrancada de la jamba. Dentro encontramos un mundo blanco, roto y hechos añicos. Papeles desparramados. La puerta de la despensa también había sido forzada; los documentos estaban esparcidos por el suelo. En uno de ellos vi la huella gris de un zapato.

Dora me indicó que guardara silencio llevándose un dedo a los labios. Entró despacio en cada una de las habitaciones para comprobar si se habían marchado. Después, sin decir una palabra, fue a la despensa y empezó a recoger sus papeles. Miré hacia abajo sin moverme del sitio y vi un documento de la fábrica textil de Zeulenroda y otro mecanografiado que llevaba la firma «S. A. Black Bear».

Entré en el dormitorio mío y de Hans. Todos los cajones estaban abiertos. Ropa interior, alhajas, mi diafragma… tirados en el suelo. La cama estaba deshecha, y nuestra ropa, esparcida encima: pantalones, chaquetas y vestidos con los bolsillos vueltos del revés. Habían vaciado en el suelo la caja de cartón donde guardaba mis fotografías. Salí.

En la cocina, el desorden era total. Habían arrancado los cajones, abierto todos los armarios y sacado la ceniza del fogón, la habían pisado y esparcido por todo el piso. Aquello era un insulto, una mofa: sabían que no podíamos llamar a la policía. Había un huevo roto sobre la encimera y Nepo lo lamía, tranquilo y pulcro como siempre. ¿Qué has visto, gatito? Habían sacado mis carretes de la nevera y expuesto las películas, que formaban espirales insólitamente festivas sobre la mesa.

Volví a nuestro dormitorio. Había libros abiertos y con el lomo roto sobre la alfombra; los extremos de la barra de la cortina habían sido desenroscados, como si dentro pudiera haber algo escondido, y yacían en el suelo cual orejas cortadas o signos de interrogación.

Dora estaba en el umbral. Seguía sin decir nada. La miré.

—Se han tomado su tiempo.

—O sabían dónde estábamos. —Dora tenía un documento en la mano—. Si han dejado esto, dudo que falte nada. —Le temblaba la mano. Era un documento de Bertie, obtenido a través de la fuente que tenía dentro del ejército. Era lo que había utilizado Dora para escribir su artículo del Times.

Señaló los papeles esparcidos por todas partes.

—Puede que hayan fotografiado algunos documentos. Y que hayan dejado todo esto aquí para emplearlo más adelante como prueba contra nosotros.

Entendí sus palabras, pero no pude hilvanar su significado.

—¿Quiénes?

Nos volvimos hacia la puerta del piso, que ya no podríamos cerrar.

—O los unos o los otros —me contestó dándose golpecitos en los labios con los dedos.

Yo no quería dormir en casa. ¿Y si volvían? Pero Dora dijo que no podíamos irnos; no podíamos dejar todo aquel material allí con la puerta abierta. Los vecinos, o cualquiera, podían encontrarlos. Llamó al profesor Wolf, que estaba en su habitación de Boswell Street. Llegó con su cárdigan peludo y su maletín, como si necesitara convencerse de que había venido por cuestiones de trabajo, o quizá para dar una clase particular nocturna. Parecía más asustado que nosotras.

Calcé una silla bajo los restos de la cerradura para atrancar la puerta. Luego puse un baúl lleno de libros detrás. Dora y Wolf se acostaron. Yo me sentía incapaz de meterme en la cama sola, así que pasé la noche guardando todas aquellas cosas manoseadas y esparcidas por mi habitación. Cuando amaneció, cambié las sábanas e intenté dormir.

Antes de que Hans volviera de Francia ya habíamos instalado una cerradura nueva en la puerta del piso y añadido un grueso cerrojo y una cadena. Además, pusimos cerraduras en todas las puertas de las habitaciones —el salón, la cocina, los dormitorios— y sustituimos la del armario del recibidor. Llevábamos manojos de llaves y nos convertimos en nuestras propias carceleras.

Dora negoció con los otros inquilinos del edificio para tapar con tablones el montante de la puerta de la calle. Les dijo que nos habían entrado a robar y que se habían llevado dinero y joyas; mencionó una racha de robos en Bloomsbury.

El señor Donovan, el agradable vendedor de seguros jubilado que vivía en el piso de abajo, estaba acostumbrado a evaluar los riesgos detenidamente.

—Pero no entraron por el montante, ¿verdad?

—No —respondió Dora—. Alguien les abrió la puerta, o forzaron la cerradura.

—Entonces solo es para disuadirlos, ¿no? —dijo el señor Donovan, pero no se opuso.

Creo que ni siquiera nosotras sabíamos para qué queríamos cegar el montante. No tenía mucho sentido. Tal vez ya prescindíamos del razonamiento y nos fiábamos de señales y presagios mientras luchábamos contra un enemigo invisible y fiero como Dios.

Después de que entraran en nuestro piso, Dora trabajó aún con más ímpetu. Yo le hacía recados, entregaba mensajes en mano a otros refugiados; llevé un par a Westminster. Compraba artículos de papelería, cigarrillos, comida. Celebramos en el piso algunas reuniones del partido sin un orden del día definido y yo redacté las actas. Pero buscaba cualquier excusa para salir de casa. Trabajaba en el siguiente número de La otra Alemania en las oficinas del Partido Laborista Independiente. Iba a los muelles siempre que podía.

Una tarde, Dora entró en la cocina con un texto que estaba mecanografiando. Yo lavaba los platos.

—¿Te importa que te lea esto? —Lo tenía en la mano—. Es de Toller. «En ocasiones, a un hombre le sobreviene una enfermedad, física o espiritual, que le arrebata toda su voluntad y determinación y lo deja perdido y a la deriva y anhelando la muerte, un anhelo que lo atrae irresistiblemente hacia la destrucción, hacia una caída en picado en el caos».

Me miró.

—No puedes escribir esto si no lo has sentido —dijo—. ¿Verdad que no?

No supe si se trataba de una pregunta retórica.

—No —respondí—. Seguramente no se te ocurriría.

—Eso le digo yo. —Se sentó—. Le digo que su lucidez proviene de esa parte oscura que tiene. Si la niega, quedará separado de lo que nutre su escritura. —Nunca había visto una expresión tan franca en su rostro—. ¿Crees que si amas a alguien hay ciertas facetas de esa persona que deberías hacer como si no existieran?

Me volví, separando de los costados las manos mojadas. Pensé en las veces que Hans pasaba toda la noche fuera con Edgar, o examinando muestras de cachemira con Werner Hitzemeyer, alias Vernon Meyer. Me había convencido a mí misma de que cada uno de nosotros debía mantener una pequeña parcela de vida privada, incluso en el matrimonio. No creía que, pese a nuestros mejores esfuerzos, pudiera mostrarse absolutamente todo. Me quedé mirando la mesa con los ojos anegados en lágrimas.

—¿Y me lo preguntas a mí?

—Ay, Ruthie. Lo siento. —Se levantó, me abrazó y me besó dulcemente en el hombro—. Soy muy torpe para estas cosas.

Supongo que quería decir que no se le daba bien dejar nada por sobrentendido. Regresó a su habitación caminando descalza por el linóleo. Volvió a oírse la máquina de escribir.

Aquella noche no me acordé de cerrar las cortinas antes de desnudarme. Cuando levanté los brazos para pasarme el camisón por la cabeza, vi mi reflejo en el negro cristal de la ventana; mis costillas eran una jaula que encerraba a mi corazón. Recordé una de mis primeras citas con Hans.

Habíamos ido al Rummel, la feria del pueblo. Agosta, el Hombre Alado, estaba en su caravana, sentado en un falso trono. Tenía el tórax en embudo: unas alas de hueso le empujaban la piel del torso hacia fuera. Una sola división celular defectuosa en el gameto y una vida se trastorna, se convierte en algo que exhibir para que los demás nos sintamos normales. A sus pies estaba sentada Rasha, una africana nacida en Estados Unidos, con el pecho desnudo y un collar de conchas alrededor del cuello. Las conchas tenían pequeños labios ondulados que no llegaban a tocarse; parecían vulvas diminutas, blancas como la porcelana, que envolvían la oscuridad dentro de sí. Rasha no tenía ningún interés para Hans, pero Agosta lo fascinó, con sus elegantes ojos de poeta y su boca perfecta.

Fuera de la caravana se nos acercó un hombre disfrazado de mono. Por el agujero para la boca del disfraz salían nubes de vaho. Qué poco hace falta —unas pieles, un par de ojos de cristal, un hocico de goma— para convertir a alguien en otra cosa. Rascamos la cabeza del mono —uh, uh, uh—, aunque jamás habríamos tocado así a un desconocido. En esa época Freud estaba de moda, y Hans comentó que lo que se exhibía en aquella feria era nuestra verdadera bestia interior: queremos ver cómo la criatura se rasca el trasero o se hurga los oídos con los dedos en público para sentirnos más civilizados, aunque en el fondo sabemos que no lo somos.

Sin embargo, mientras le daba palmaditas a aquel pobre desdichado del disfraz, yo no pensaba que todos llevábamos dentro una bestia, que solo esperábamos la oportunidad de satisfacernos y que ocultábamos con esfuerzo y sublimación todos nuestros deseos animales. Me preguntaba si no sería al revés; si dentro de nosotros no habría una versión más limpia, más pura, más lampiña, demasiado desnuda para mostrársela al mundo.

Oigo una tos y me doy cuenta de que un enfermero ha entrado y me ha cogido la mano para tomarme las constantes vitales y anotarlas en esa tablita sabia que hay a los pies de la cama. Mantengo cerrado el ojo que llevo destapado. Cuando el enfermero termina, abro el párpado y lo veo marcharse. Con la cadera golpea el manojo de llaves que alguien ha dejado en el armario que hay junto a la puerta. Las llaves tintinean y oscilan.

Las llaves estaban colgadas en la puerta cerrada del dormitorio de Dora. Yo acababa de llegar a casa de los muelles, a media tarde, diez días después de que entraran en nuestro piso. Nepo saltó para tocar el llavero con la pata.

—¿Dora? —dije en voz baja.

No me contestó, así que fui a la cocina y preparé café. El bolso de Dora estaba encima del diván. No se oía la máquina de escribir. Quizá estuviera acompañada.

Encendí la luz y empecé a clasificar diapositivas, alzándolas hacia la pantalla de la lámpara. El piso estaba muy silencioso.

Un par de horas más tarde volví a llamar a la puerta de Dora; era raro que durmiera de día. Me asaltaron pensamientos espeluznantes: demasiado Veronal, demasiada morfina. Pero ella era la experta mundial en esas cosas.

—¿Dora? —Nada.

¿Estaba cerrada con llave?

Giré el pomo. No me parecía bien —¿y si no estaba sola?—, pero empujé la puerta. Al otro lado oí el susurro de papeles que se movían, uno de los muchos montones: toda una ciudad de papel, rascacielos torcidos ocupando el suelo, y yo entro como una obrera de demolición.

Dora estaba tumbada en la cama, vestida. Sola.

—¿Dee?

Tenía los ojos abiertos.

—¿Dora? —Me temblaba la voz.

Dora desvió la mirada hacia mí y sonrió sin ternura, sin levantar la cabeza.

—Ven aquí.

Me acerqué a la cama.

—¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien?

—Estoy bien. Túmbate. —Dio unas palmadas sobre la colcha, a su lado.

Me tumbé, miré hacia arriba y fue como estar de nuevo en Primrose Hill. En nuestra torre sentía el movimiento giratorio de la tierra. Dora me rodeó con un brazo y apoyó la frente en mi hombro.

—A veces, si estoy quieta demasiado tiempo, me quedo helada —dijo, sus palabras amortiguadas por mi cuerpo. Yo sabía que no era de frío.

Me puse a hablar para llenar la habitación de sonido, a pintar con palabras cuadros de cosas concretas, mesuradas y, sobre todo, que estaban vivas. Le dije que si miras las ramas desnudas de un plátano recortadas contra un cielo blanco ves que las vainas de semillas cuelgan rectas, festivas como adornos navideños. Le dije que Nepo se sujetaba la cola con las patas delanteras para limpiársela. Le dije que su oreja era una taza rosa para atrapar notas.

Dora respiraba acompasadamente, abrazada a mí.

—No te vayas.

Supongo que Dora creía que tal vez yo también me iría a Francia.

—No me iré —dije.

A Hans no le había contado nada del robo en mis cartas porque él no podía hacer nada, aparte de preocuparse. Me envió un telegrama para anunciarme que volvía a casa antes de lo previsto. «Aquí todo bien», decía.

Corrí escaleras abajo para recibirlo. Se había dejado un bigotito estrecho y de pronto parecía muy francés. Señaló los tablones clavados sobre el montante y me miró con gesto interrogante. Le solté allí mismo lo del robo. Hans se llevó una mano a la boca. Por un instante creí que no iba a entrar.

—Podríamos poner una marca roja en el dintel —dijo.

Me animó pensar que todavía se sentía capaz de bromear.

—¿Para avisar de que los que vivimos aquí somos rojos?

—No. —Se mordió el labio superior y sacudió la cabeza—. Para que pasen de largo.

El relato de Hans y el de Bertie coincidían.

Todas las tardes iban juntos a pasear por las afueras de Estrasburgo, junto al río Ill. Los días eran cada vez más cortos y el suelo tenía la textura y la humedad del invierno. Unos niños que acababan de salir del colegio jugaban al fútbol en un prado. Marcaban las porterías en los extremos con sus carteras, y los límites del campo con jerséis colocados en las esquinas. Había tres en cada equipo, seguramente hermanos y amigos; el más pequeño tendría unos nueve años, y los otros, entre doce y trece. El cuarto día, el mayor invitó a los dos desconocidos a jugar con ellos.

Hans y Bertie dejaron los abrigos en el borde del camino y cada uno se unió a un equipo. Hacía mucho tiempo que no corrían ni sentían el aire en los pulmones ni la alegría de chutar un balón. Hans sabía suficiente francés para charlar.

—Es de cuero auténtico —comentó haciendo girar la pelota sobre un dedo.

—Me la regalaron por mi cumpleaños —dijo el más pequeño, orgulloso como si la hubiera cosido él mismo.

—Es muy bonita —declaró Hans—. Yo aprendí a jugar con una de trapo. ¡Esta es mucho mejor!

Hans chutaba bien cuando recibía el balón, pero Bertie era asombrosamente ágil: esquivó a sus contrincantes y llegó con la pelota hasta el extremo del campo para que un chico con grandes rodillas la lanzara entre las dos carteras. «¡Bieeeeen!». Los niños dieron saltos de alegría y alzaron los puños al aire, contentos con su nuevo jugador. Bertie sonrió y se quitó el chaleco.

—No está mal —dijo Hans. Se frotó las manos y sonrió a sus compañeros de equipo—. Ahora vamos a jugar en serio.

—No le hagáis caso, mes p'tits —exclamó Bertie—. Vamos ganando y así acabaremos el partido.

Seguían chutando, corriendo y riendo, manchados de barro, cuando empezó a ponerse el sol. Olía a humo de leña; se encendía el fuego de los hogares.

—¿No tenéis que volver a casa, chicos? —gritó Hans, jadeando desde un extremo del campo.

—Hasta la hora de la cena, no —contestó el mayor de ellos.

—Muy bien. —Hans sacudió la cabeza como si se disculpara por la derrota que se disponía a infligir—. Tú te lo has buscado.

La pelota estaba en el campo de Bertie, pero un chico flacucho y decidido del equipo de Hans consiguió hacerse con ella y abrirse paso entre la maraña de piernas hasta él. Hans, mimando la bola, recorrió todo el campo tratando de adelantarse a las piernecitas que lo rodeaban. Entonces dio una poderosa patada, seguramente antes de tiempo. Estiró demasiado la pierna y cayó de espaldas; el balón salió despedido a toda velocidad, pero no pasó entre las marcas de la portería, sino muy por encima de ellas, salió del campo y aterrizó al otro lado del río. Hans gruñía tumbado en el suelo.

—Lo siento —dijo—. Sacáis vosotros. —Se quedó quieto—. Creo que me he torcido el tobillo.

Los chicos se miraron unos a otros, indecisos. El más pequeño intentaba contener las lágrimas. Su hermano le puso un brazo sobre los hombros. Empezaron a recoger sus cosas.

—¿Qué pasa? —preguntó Bertie—. Vamos a buscarla.

—No nos dejan —dijo el hermano—. El río es la frontera.

—¿Está vigilada? —preguntó Bertie.

—No, aquí no —contestó el chico—, pero más abajo sí.

—Bueno —repuso Bertie—. Ya voy yo. —Miró a Hans—. ¿Estás bien?

Hans se estaba aplicando barro en el tobillo.

—Creo que no es nada grave.

Bertie salió del campo y se deslizó por el terraplén hasta la orilla del río, donde encontró unas tablas para cruzarlo. El agua no era profunda, pero corría impetuosa. Se dirigió hacia donde había ido el balón, por debajo de las ramas de un par de sauces. Cielo, hierba, árboles y piedras se fundían unos en otros. Sin embargo, creyó que podría distinguir la pelota, una forma redonda y blanca. Al otro lado del río había un resalto por el que discurría un camino de tierra. La pelota debía de haber ido a parar allí; Bertie empezó a trepar.

Había un coche esperando. Un hombre sentado al volante y otro fuera, de pie. Con la pelota en las manos. Sonriendo.

Bertie sonrió a su vez, resollando, y empezó a acercarse. «Bonsoir», saludó. El hombre continuaba sonriendo.

Entonces comprendió, dio media vuelta y echó a correr, presa del pánico; su cuerpo hacía tanto ruido —su pecho, sus pies— que no oía si lo seguían. Se tiró por el terraplén, ofreciendo la espalda como diana. No sentía nada, ni los pies ni el agua.

Cuando llegó junto a los otros no podía hablar.

Los niños formaban un corro alrededor de Hans, que seguía en el suelo sujetándose el tobillo. Bertie se escondió detrás de ellos y se agachó, empapado y casi sin aliento.

—¿Has… oído… un coche? —fue lo primero que consiguió decir. Tenía los ojos desorbitados—. ¿Has…?

Hans levantó la cabeza.

—¿Cómo dices?

—Un coche.

Entonces Hans comprendió. Los niños miraron las manos vacías de Bertie. El pequeño se enjugó las lágrimas con la manga.

—Iré yo —dijo Hans.

—¡No! —exclamó Bertie—. Solo es una pelota.

Hans se levantó con cuidado.

—No están aquí por mí —dijo.

Lo peor, me explicó Bertie en su carta, no había sido ver a aquellos hombres. Lo peor había sido esperar a que volviera Hans.

Era casi de noche cuando Hans regresó cojeando con la pelota bajo el brazo.

—Hablaban un francés perfecto —le dijo a Bertie en alemán.

»Pardonnez-nous ce drame. —Sonrió a los niños y le devolvió la pelota al más pequeño.

Los niños se marcharon corriendo a sus casas, sin duda con historias sobre alemanes paranoicos y asustadizos que contar a sus padres.

Bertie se puso el brazo de Hans sobre los hombros para ayudarlo a caminar hacia las luces de la ciudad. Ambos eran conscientes de que el coche todavía no había encendido los faros ni puesto el motor en marcha.

—Que hablen un francés perfecto no significa nada —masculló Bertie—. Podrían ser ellos.

—Hay que llevarte lejos de la frontera —afirmó Hans.

Bertie asintió con la cabeza mientras caminaban y se alegró de que Hans no pudiera verle la cara.

Bertie tenía una radio en su buhardilla.

—Escucha esto —le dijo a Hans la última tarde que estuvieron juntos, mientras giraba el dial. Se oían fragmentos en francés, holandés y alemán de Suiza. Cuando encontró la emisora oficial de Hitler, murmuró—: Ajá.

Hans pensó que querría escuchar un poco de propaganda para tratar de averiguar qué ocultaban los nazis. Pero Bertie movió el dial una pizca más.

—Aquí está —anunció, y se sentó.

Solo se oía una voz, sin música de espacios publicitarios ni anuncios de la hora ni de la emisora.

—Este canal emite justo al lado del canal de Hitler para que la gente lo encuentre —dijo Bertie. Sacudió un poco la cabeza—. A ver si sabes quién es.

Una voz masculina decía: «¿Cómo podemos permitir que ese homosexual mofletudo y glotón, ese pedorrero que se muerde las uñas, represente a Alemania? En serio, dicen que el líder es abstemio, soltero y vegetariano y que no fuma, como si hubiera arrancado de sí nuestros deseos normales y más elementales y no le interesara satisfacerse. Solo le preocupa el bienestar de la nación alemana. Pero nosotros afirmamos que satisface su sed de sangre por otros medios. No hace falta leer al doctor Freud para saber que el deseo reprimido no desaparece sin más. Se retuerce y avanza como un río que, privado de su cauce, fluye inundando otros terrenos. Y, en el caso de Adolf Hitler, esos terrenos somos nosotros».

Hans escuchaba con atención. Diez minutos más tarde, la voz dijo: «Ahora me despido de vosotros, amigos, hasta mañana a las seis hora de Greenwich o las siete hora de Berlín».

Bertie compuso una sonrisa, mitad payaso y mitad enterrador, con su cabeza despeinada y sus dientes torcidos como lápidas.

—¿Qué, lo adivinas?

—Ni yo habría podido expresarlo mejor. —Hans sacudía la cabeza y sonreía—. ¿Emite desde Alemania? Sería un suicidio.

Bert negó con la cabeza.

—Esa voz me suena. —Hans se acarició el bigotito—. Me rindo.

—¡Rudi Formis!

A Rudi se le había ido la mano con un «problema técnico» en la emisora de radio de Berlín y los nazis habían ido a por él. Cruzó la frontera hacia Checoslovaquia e inmediatamente empezó a montar en el tejado de una posada de Slapy un radiotransmisor clandestino con la antena desmontada y el resto del material que había llevado en una maleta. Y comenzó a emitir mensajes contra Hitler.

Bertie se recostó en el respaldo con las manos detrás de la cabeza.

—Increíble, ¿verdad? —dijo.

—Ese hombre es un genio —afirmó Hans. Le brillaban los ojos—. Debe de necesitar gente. ¿No podríamos escribir para él?

—No —respondió Bertie, tajante—. Toma muchas precauciones. No quiere revelar a nadie dónde está. Yo soy de las pocas personas que conocen su paradero. —No pudo evitar que el orgullo se reflejara en su voz—. A veces le envío información, pero siempre a través de un intermediario de Praga.

—Increíble —dijo Hans.

—¡Hola!

Hay una cortina colgada de una guía en mi habitación, para procurarme intimidad y para que la gente no se asuste al abrir la puerta y encontrarse de golpe con un espectáculo como el mío. Pero es imposible protegerse de todo. Una mano y una pelusa rosada aparecen por un borde de la cortina.

—¿Está visible? —Bev emplea un tono serio y afectuoso al mismo tiempo. Vaya, ¿también ella sabe cómo hay que comportarse en estos casos?

—Pase.

—Bueno —dice.

Aparta la cortina y aquí está, un recordatorio afanoso de mi otra vida, la vida exterior de galletas, bromas y paseos al sol. Bev viste unos leggings y una camiseta blanca y larga que cubre su fofo cuerpo. La camiseta lleva lentejuelas de colores alrededor del cuello, y por un instante solo puedo pensar en un cucurucho de helado de vainilla gigante espolvoreado con fideos de chocolate.

Bev va de aquí para allá, busca una silla y la acerca a mi cama, se pone en el regazo una bolsa llena del supermercado.

—Bueno, ¿qué se cuenta?

—No mucho —contesto, y sonrío.

Me devuelve la sonrisa.

—Le he traído algunas cosas de casa. —Saca mi neceser—. Champú, un cepillo de dientes, polvos de talco y esto. —Deja mi audífono, metido en una bolsita de plástico con cierre hermético, en la mesilla de noche—. Y también he traído el periódico de hoy. —Me tiende ese abominable tabloide que no leo nunca, y se desparrama toda la publicidad que lleva dentro—. Y —mete la mano en su bolso— esto. —Bev me muestra un cestito de mimbre. Dentro hay cuatro higos entre verdes y morados, los más suculentos que he visto jamás, sobre un lecho de paja.

»No es temporada —dice Bev con suficiencia—. A cuatro dólares la pieza. —Es lo más parecido a una declaración de amor que recibo en mucho tiempo.

—Exquisitos —digo—. Muchísimas gracias. —Bev sabe que me encanta la fruta, aunque se ría de mí porque a veces me la como con cuchillo y tenedor. Los toco. Estos preciosos higos de piel suave traen su belleza preñada a este lugar estéril. Le han costado casi lo que cobra por una hora de trabajo.

»Son perfectos —añado, y veo que Bev está muy contenta. Para disimular el placer que siente, coge el periódico.

—Los asesinos de árboles han vuelto a las andadas en Woollahra —dice golpeando el periódico con el dorso de una mano. Woollahra es un barrio residencial magnífico, donde ciertos constructores se dedican a salir por la noche para envenenar higueras de Moreton Bay de ciento cincuenta años a fin de que sus pisos tengan vistas aún más espléndidas del puerto. Como ocurre a menudo aquí, solo nos fijamos en el delito cuando sus autores niegan haberlo cometido—. Repugnante —añade Bev.

Miro el periódico y reconozco el sitio donde antes estaba aquel árbol magnífico. La cara oculta de la fecundidad de esta tierra es su avidez: de sexo, de dinero. Esta ciudad solo piensa en librarse de sus consecuencias. Si cierro los ojos veo la playa de Seven Shillings, cerca de donde estaba la higuera: una franja de arena blanca desde donde se contempla la ciudad al otro lado del agua, con un cobertizo para botes de color aguamarina en un extremo. Un pequeño letrero colocado en una puerta de tela metálica anuncia que es una playa privada, propiedad de las mansiones que hay detrás, más allá de la línea de la marea alta. Pero la puerta está siempre abierta y todo el mundo, tanto los dueños de las mansiones como la población general, se salta esa norma. Aquí estamos todos embelesados por la belleza; este es un mundo edénico donde la gente mata por las vistas, pero donde siempre se perdona todo.

—¿Cómo dice? —pregunto. Bev me está hablando.

—Si quiere que le dé un masaje en las manos. —Se inclina hacia su bolso y saca un tubo de crema—. Ah, sí —dice—, y aquí está su correo. —Deja las cartas en la mesilla de noche; son sobres con ventanilla carentes de interés que sé que no voy a abrir. Ahora me doy cuenta de que solo quedamos Bev y yo. Tendrá que hacer muchas cosas por mí.

Bev se quita los anillos y empieza a masajearme la mano izquierda. Es asombrosamente agradable: el olor a fresia, el tacto.

—¿Me he convertido en uno de sus vejestorios?

—¡Qué va! —dice riendo. Me masajea los tendones detrás de cada uno de los nudillos—. Usted es demasiado fuerte.

Miro mi vieja y nudosa mano.

—Eso es verdad. —Sigue con su tarea, la cabeza agachada, de modo que no puedo verle la cara, sino solo su pelo llameante, que nace, escaso y extraño, de un cuero cabelludo blanco como la cera. Me aporrea la palma de la mano y luego me tira de los dedos uno a uno. Contiene la respiración.

—Es usted… —me da un tirón— mi… —me da otro tirón— águila.

Fue por entonces, en la primavera de 1934, cuando empezamos a recibir cartas amenazadoras en Great Ormond Street. Siempre tenían matasellos local y solían contener una sola frase mecanografiada en medio de la hoja, dirigida a uno de nosotros. No podía decirse que fueran muy originales, pero sí eficaces. Una de las que recibió Dora rezaba: «PREPÁRATE PARA MORIR, PUTA». A mí me escribieron: «LOS COÑOS JUDÍOS MORIRÁN», y a Hans: «TÚ LO HAS QUERIDO». Hubo otras. Nos las enseñábamos y luego las quemábamos en el fogón.

Al cabo de un par de meses también empezamos a recibir llamadas por la noche. Descolgábamos el teléfono y no oíamos nada, ni siquiera una respiración. Las primeras veces, yo gritaba al auricular: «¿Quién es? ¿Quién es?». Dora ponía un dedo en la horquilla para cortar la comunicación. «No les des ese gusto», me decía. Hans no se molestaba en contestar.

Un día me quedé plantada en la acera de Farringdon Road, momentáneamente paralizada; la corriente de la vida sé abría y se cerraba alrededor de mí como un arroyo en torno a una roca. Me pregunté si quince pasos más atrás alguien que me seguía se habría parado también. Allí nuestro destino estaba determinado por unas fuerzas que en ocasiones se dejaban ver: en una amenaza anónima, una sombra, una llamada silenciosa, una plaga de papel blanco en el piso. Me sentía como un oso en el Coliseo que piensa que lo que tiene ante sí —un panorama sobrecogedor— es el mundo al que hay que enfrentarse, y sin embargo, debajo de él, un millar de esclavos que manejan poleas van cambiando el escenario y el final está predeterminado por fuerzas mucho más poderosas que la mayor capacidad de resistencia que él logre acumular.

En el centro de la calzada, un agente de tráfico subido a un podio movía los antebrazos como un títere. Un autobús rojo se detuvo junto al bordillo y arrojó a sus pasajeros, todos ellos con un sitio adonde ir. Pasaron en fila junto a un barrendero con una gorra de tela y un recogedor de mango largo y, como si se hubieran puesto de acuerdo, sortearon a un grupo de niños que salían de la escuela. La vida se movía alrededor de mí, pero yo no podía aprehenderla.

Aunque entonces sabía que había fuerzas reales que pesaban sobre nosotros, esta sensación me ha acompañado toda la vida, tanto en el bullicio de Londres como en la belleza de Sidney, en el agua y en tierra: que hay una compleja maquinaria en funcionamiento, que hay caminos invisibles en el mar y que todo esto tiene un sentido que, por más que me esfuerce, no logro descubrir.

Sin embargo, estábamos mejor en Londres que en Alemania. Aquella última semana de junio de 1934 hubo una matanza en nuestro país. La mayoría de los asesinatos se hicieron públicos. Los pregonaron a los cuatro vientos, así que ni siquiera tuvimos que recurrir a las fuentes de nuestro partido en Alemania. Los nazis lo llamaron el «golpe de Rohm», como si hubieran actuado para sofocar un intento de golpe de estado. Nosotros lo consideramos una carnicería meticulosamente planeada y lo llamamos La Noche de los Cuchillos Largos.

El 30 junio, antes del amanecer, Hitler había volado de Berlín a Munich. Había convocado una reunión con Ernst Rohm en el hotel de Bad Wiessee donde este se hospedaba, a orillas del lago. Quizá Rohm creyera que el líder iba a ofrecerle por fin el control del ejército. Él y sus cabecillas de las SA dormían la mona. Hitler, su chófer y unos cuantos hombres armados de las SS recorrieron los pasillos del hotel Hanselbauer abriendo puertas y gritando a los hombres amodorrados que se levantaran, se vistieran y salieran. A algunos los encontraron juntos en la cama; Hitler fingió escandalizarse y ordenó que los ejecutaran inmediatamente en los jardines del hotel, pese a que hacía mucho tiempo que sabía que Rohm tenía debilidad por los jóvenes reclutas. A otros los metieron en coches, los llevaron a la cárcel de Stadelheim, en Munich, y los ejecutaron en el patio.

Cuando Hitler llegó ante la puerta de Rohm, mandó a los guardias que la abrieran sin llamar. Ordenó a Rohm que se vistiera. Rohm, adormilado, murmuró: «Heil, mein Führer», bajó y se sentó en una butaca del vestíbulo. Pidió café a un camarero. Luego lo hicieron subir a un coche y también se lo llevaron a Stadelheim.

Pero aquello era algo más que la aniquilación de una organización paramilitar excesivamente poderosa por parte de Hitler. Göring y él ya habían redactado una lista de «personas indeseables». Tras los asesinatos de Munich, Hitler telefoneó a Göring, que estaba en Berlín, y ordenó que las células de las SS diseminadas por poblaciones de toda Alemania abrieran sus listas selladas, la parte que les correspondía de la relación completa de personas indeseables. Y las células nazis se pusieron manos a la obra.

Al general Kurt von Schleicher, el anterior canciller, lo mataron en el estudio de su casa, junto con su esposa, que intentó protegerlo. Mataron al líder de Acción Católica, Erich Klausener, en su mesa del Ministerio de Transporte porque había criticado la violencia nazi. Mataron al padre Bernhard Stempfle, un sacerdote que había ayudado a Hitler a escribir Mi lucha en la cárcel y que sabía demasiado sobre él. Mataron a Karl Ernst, un líder de las SA de Berlín que tal vez hubiera participado en el incendio del Reichstag y al que había que silenciar. El primero de julio, antes del anochecer, ya habían ejecutado a más de doscientos asociados, acólitos y nazis comprometidos, así como a independientes, conservadores, militares y dirigentes políticos. Otros mil fueron arrestados.

Pero, según supimos, Berlín lo celebró. Hitler declaró festivo el día siguiente, 2 de julio. En un discurso a la nación afirmó estar por encima de la ley.

Para mí es un misterio por qué la gente llega a creer que la están protegiendo cuando los hechos demuestran claramente que no es más seguro ser un amigo que un enemigo y que en cualquier momento, por puro capricho, pueden pasarnos de una columna a otra.

Sin embargo algunos se daban cuenta de lo que era aquello: la consolidación de un estado asesino. Y dentro de ese estado, uno, al menos, desertó.

Han añadido algo al gotero. Hace que el tiempo se concentre. Veo cosas que he imaginado tantas veces que ya son hechos. Y otras las he sabido sin verlas.

El problema de la vida es que solo puede vivirse a ciegas, en una dirección. La memoria tiene sus propias ideas; va cogiendo elementos de la historia arbitrariamente e intenta juntarlos. Nos llega desde todos los ángulos, junto con todo lo que supimos después, y nos da la noticia.

Yo lo conocí. Tiene unas entradas muy marcadas y lleva gafas sin montura. Viste un traje elegante y en el dedo meñique lleva un anillo de sello con el emblema familiar. Su nuevo despacho es grande; unas gruesas cortinas rojas y doradas enmarcan las ventanas del Ministerio del Interior, en Berlín. La mullida alfombra amortigua sus pisadas cuando entra en la habitación. Erwin Thomas está demasiado desazonado para sentarse. Ayer mataron a Kurt von Schleicher, su querido amigo y mentor. Al pensar en Kurt y en Ada derrumbados sobre la mesa en su casa de Neubabelsberg con sendas balas en el cerebro, aprieta las mandíbulas y cierra los puños hasta que las uñas se le clavan en las palmas. En parte lo hace por rabia, y en parte para mantenerse firme en su determinación.

Suena el teléfono.

—Sí —dice—. Ya he redactado el borrador. —Escucha un momento por el auricular—. Es un solo artículo. —Mira el papel que tiene encima de la mesa—. No, señor, no preveo ninguna dificultad. Señor. Heil Hitler.

Sigue paseándose. Su secretaria llama a la puerta y entra para recordarle que tiene una cita a la hora de comer. Él le pide que la cancele.

—¿Su úlcera?

—Sí, gracias. —Es una muchacha atractiva.

Vuelve a levantar el auricular y lo cuelga. Encima de la mesa descansa el borrador de la ley que ha redactado, a petición de Göring, para justificar los asesinatos de esta semana. Aunque solo es un artículo, basta para anular toda su fe y su formación. La lee una vez más, todavía de pie.

3 de julio de 1934

Ley Relativa a las Medidas para la Autodefensa del Estado

Las medidas adoptadas para sofocar los ataques sediciosos y desleales del 30 de junio y 1 y 2 de julio de 1934 se declaran legítimas por ser medidas para la autodefensa del Estado.

Thomas sabe que eso de la autodefensa del Estado no existe. Solo existe el asesinato político. Pero ha hecho lo que le han ordenado. Una vez más.

Se sienta y saca una hoja de papel con membrete del cajón de la mesa. Es un hombre que domina el lenguaje, que sabe argumentar. Es uno de los más instruidos, el arquetipo de la cultura y la lealtad. Y mira adónde lo ha llevado eso. Coge una pluma estilográfica. La deja. Golpea un cigarrillo contra la pitillera de plata y lo enciende.

Y de pronto se le ocurre: es lo único que ella reconocerá. Empieza a escribir. Es una nota muy breve. La mete en un sobre sin dirección que se guarda en el bolsillo de la chaqueta. Coge su abrigo y su sombrero del perchero que hay junto a la puerta, tira sin pensar de los puños de la camisa, sale a Wilhelmstrasse, y bajo el calor del mes de julio se dirige hacia el Ministerio de Asuntos Exteriores.

El piso de Great Ormond Street había acabado pareciendo un lugar asediado por llamadas telefónicas, cartas y ojos que miraban por debajo del ala del sombrero en la calle. Procurábamos no pensar demasiado en eso; de lo contrario, nos habríamos vuelto locos.

Cada vez frecuentaba más los muelles. Los barcos iban y venían de todos los lugares intactos del mundo: Monrovia, Singapur, Fremantle… A través del señor Allworth trabé amistad con un encargado, el señor Brent, que me dejaba ir a donde quisiera siempre que tuviera cuidado. Estaba haciendo una serie de fotografías sobre los trabajos en el dique seco; había empezado con el Muscatine, un barco enorme con una quilla que recordaba un yunque, grandioso como un edificio. Descansaba sobre bloques de madera del tamaño de un automóvil. La cadena del ancla, de cientos de metros de longitud, colgaba de la proa y se enroscaba en el suelo como el intestino de una bestia majestuosa. Unos hombres con peto y gorra revisaban los eslabones, picoteándolos como diminutos pájaros limpiadores.

Una mañana un trabajador vino a avisarme de que una mujer me esperaba en las oficinas. Cuando llegué allí encontré a Dora, pálida como si acabaran de darle un puñetazo.

—¿Podemos ir a algún sitio? —me preguntó. La llevé a mi salón de té favorito de aquella zona.

Aquella mañana había llegado una carta después de que yo me marchara del piso. Dora la deslizó hacia mí por la mesa. No era un sobre normal y corriente como los otros: llevaba el emblema del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán.

—Ábrela —me dijo. Dentro había otro sobre con las palabras «Ministerio del Interior» grabadas en el lado izquierdo.

—El…

—Léela —me interrumpió Dora.

Era una nota muy breve, manuscrita y sin firmar. «Está terminado, y es una pudorosa hoja de parra que cubre el poder. Por favor, llama al primer secretario Jaeger, Whitehall 7230».

El miedo era como electricidad estática en mi cerebro. Conocía la expresión «hoja de parra» de mi infancia, pero no entendía el significado de la nota.

Dora estiró los brazos sobre la mesa y cogió la carta. La dobló y la guardó en su bolso, entre otros documentos. Esperé a que hablara. Cuando lo hizo, su voz tenía aquel tono cortante y formal de cuando estaba asustada.

—¿Fue esto lo que recibió Helmut? ¿Una invitación a llamar a la embajada alemana?

—No —contesté—. Sus documentos los canceló el Ministerio del Interior británico. Se hizo todo a través de los ingleses. Después tuvo que presentarse ante la embajada alemana, porque dijeron que estaba ilegalmente en territorio británico.

—Ya. Ya. —Dora tomó aliento. Se mordió la cara interna de la mejilla que tenía apoyada en una mano. Miró alrededor. La gente tomaba sopa o sándwiches cortados en triángulos perfectos y bebía té.

—Podría ser una trampa —especulé. La idea de que le pasara algo a Dora me aterraba más que la posibilidad de que me pasara algo a mí. Mi mente iba a toda velocidad. ¿Para qué querrían hablar con una periodista de la oposición exiliada si no para hacerle daño? La estaban señalando. A menos que tuviera algo que ver con su madre, que estaba en Berlín. Dios mío, ¿qué le estarían haciendo a Else? Conocíamos a otros refugiados cuyos familiares habían sido tomados como rehenes y encerrados en campos de concentración para obligar a regresar a los que se habían marchado.

—Sí —dijo. Se arrancó un padrastro del pulgar con el índice y se lo puso entre los dientes. Bajó la mano con brusquedad.

—Podrías no salir —continué a mi pesar, con la voz tensa, esforzándome para no montar una escena—. Podrían enviarte a…

Dora me cogió las manos.

—Chist. No voy a ir, descuida. En eso estamos de acuerdo. —Forzó una sonrisa. Era como si su miedo se hubiera trasladado por sí solo a mí; tener que reconfortarme le dio fuerzas. Me soné la nariz. Dora me soltó e hizo girar el azucarero entre las manos—. Lo que pasa es que… —Miró por encima de mi hombro. Se había acercado la camarera. Pedimos té y sándwiches de jamón, y la chica limpió la mesa.

—¿Qué pasa? —pregunté cuando se marchó la camarera.

—Sé de quién es la carta —dijo Dora. Dejó el azucarero.

—¿De quién?

No me contestó, pero dijo como si hablara para sí:

—Aunque eso no quiere decir que no sea una trampa. —No conseguí sonsacarle nada más.

Dora no quemó la carta, pero tampoco hizo lo que se le indicaba en ella.

Dos semanas después recibió otra, también en dos sobres. Esa vez le proponían celebrar la reunión en un lugar público que ella eligiera. Dora llamó a la embajada y dijo que acudiría.

La acompañé. La embajada estaba en Saint James’s, en un edificio majestuoso en la esquina de Carlton House Terrace. Dentro había un atrio del que arrancaban unos largos pasillos. Nos sentamos en un banco de madera tallada. La había acompañado porque Dora quería que estuviera a su lado, porque ambas creíamos —sin fundamento alguno— que, si iban a hacerla desaparecer, quizá fuera más difícil estando las dos.

La secretaria que vino a buscar a Dora llevaba una esvástica de esmalte en la solapa. Hizo caso omiso de mi presencia.

—¿Qué hago? ¿Espero aquí? —le pregunté.

—Como quiera —me contestó la mujer sin mirarme a los ojos.

—¿Cuánto tardarán?

—Es imposible saberlo.

Sentí que me ahogaba, que me costaba respirar. Al levantarse Dora se inclinó hacia mí y me susurró al oído:

—No permitas que lo noten.

La espera hace que la mente se desboque y no controle la imaginación. Intenté concentrarme en cosas pequeñas: la pata en forma de garra de león del banco que tenía enfrente, el dibujo en zigzag de las baldosas, las pesadas lámparas de cristal esmerilado colgadas del techo por unas cadenas a intervalos regulares. Vi abrirse y cerrarse las puertas del pasillo, por las que unas veces salía el berrido de un teléfono y otras veces una persona. Pasaban ante mí secretarias con traje elegante y medias, bien peinadas y con los labios pintados, idénticas. Parecían capaces de reducir cualquier cosa a una decisión administrativa, un memorándum con párrafos numerados. Me sentí despeinada, desaliñada, indigna de un lugar en aquel mundo lacado y decidido, pese a que aquella mañana me había esmerado: llevaba mi único traje de falda y chaqueta, y una muda de ropa interior en el bolso. No habría sabido decir si me había vestido pensando que iban a detenerme o para conjurar tal posibilidad.

Al cabo de un rato dejé de pensar. Me puse a contar puertas. Enfocaba y enfocaba la vista. «Dora volverá conmigo». Esta estúpida oración laica, en parte esperanza y en parte ansiedad, protegería a Dora. «Dora volverá conmigo».

Se abrió una puerta del final del pasillo. Salió un hombre. Desanimada, lo observé, un paso desgarbado tras otro, para mantener mi mente ocupada. Se cruzó con una secretaria que lo saludó con la cabeza como si lo conociera. El hombre se dirigía hacia el otro extremo del pasillo, donde había una ventana, y cuando sus rodillas se doblaban, entre ellas aparecía y desaparecía un diamante de luz. Se me encogió el estómago: conocía aquellos andares. Por la laxitud de aquellas largas piernas supe que era Hans.

Creo que lo habría dejado marchar sin decirle nada.

Entonces se abrió una puerta enfrente de él, y por ella salió Dora.

Se hallaban a veinte pasos de distancia, y se reconocieron. Me levanté y corrí hacia ellos. Hans volvió y me vio acercarme, la tercera rueda, superflua, del engranaje.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Dora cuando llegué a su lado.

—Hola, Dora —dijo él con calma. Llevaba su mejor traje—. Qué casualidad encontrarte aquí. —Se volvió hacia mí—. Hola, Ruthie. —Me besó con ceremonia en la mejilla, luego se sacó del bolsillo un bonito pañuelo con estampado de cachemira y se secó la frente—. He venido —dijo en voz baja— para intentar ayudar a Bertie. Con un pasaporte. —Sonrió, avergonzado, según me pareció—. No pensaba deciros nada hasta saber si había salido bien. —Entonces miró a Dora y añadió—: Pero yo podría preguntarte lo mismo a ti. —La sonrisa seguía en sus labios, pero sus ojos miraban con firmeza, sin parpadear.

Fue la única vez que vi a Dora vacilar antes de responder; parecería insegura de sí misma. Carraspeó.

—Yo también —dijo—. Lo mismo que tú.

Fuimos a casa y Hans salió a comprar cervezas y patatas fritas. Dora no paraba de sonreír y no podía estarse quieta. Me dijo que ahora tenía una fuente muy arriba, nada menos que un asesor jurídico de Göring. Era una grieta en la gran maquinaria; era increíble. No podía revelarme quién era, por supuesto, porque eso lo pondría en peligro. Y a mí también, si «ellos» sospechaban que yo lo sabía.

Pero con el alivio de ver a Dora salir de la embajada sana y salva mi mente se había desatascado y volvía a funcionar. Recordé que de niña había visto, a través de la rendija de una puerta, una mandíbula contraída de rabia, y me vino a la memoria el comentario de Dora sobre la hoja de parra. Sabía quién era la fuente.

Oímos las pisadas de Hans en los escalones de madera. Dora bajó la voz y me puso las manos en los antebrazos.

—No te enfades —susurró. Intuí lo que iba a decirme. En ese momento sentí desvanecerse toda la alegría por aquella pequeña victoria—. No puedes contárselo a Hans. No puedes contarle nada.

—Eso no es justo —dije—. Siempre lo dejas al margen. Y él cada vez se siente peor.

—Mira —me dijo—, no sabemos qué hacía Hans en la embajada. —Si abrigaba alguna sospecha, Dora no iba a formularla.

—Lo mismo que tú, ¿te acuerdas?

Me soltó los brazos. Entonces mudó la expresión: de pequeño Napoleón pasó a amiga comprensiva.

—No se trata de eso. Lo que ocurre es que, cuantas menos personas lo sepan, menos posibilidades hay de que descubran a nuestra fuente. Ya sé que es difícil, pero esta vez tienes que hacerme caso.

Yo nunca había podido desobedecerla.

Aquella noche celebramos una fiesta los tres comiendo patatas fritas calientes envueltas en papel de periódico. Brindamos por el futuro de Bertie y dijimos que cada vez estábamos más cerca de ayudarlo a escapar.

—Por los genios —le dijo Hans a Dora cuando entrechocaron sus vasos.

Mi memoria tiene una lente de ojo de pez y nos veo a los tres desde un rincón alto de aquella pequeña cocina. Veo a la mujer morena y delgada que habla gesticulando, hace malabarismos con cigarrillos y cerillas, se muerde las uñas cuando habla otro. Se ha quitado los zapatos y tiene una rodilla apoyada contra el canto de la mesa. Me veo a mí, más callada, más quieta, sonriendo y dividida. Y veo a Hans, que bebe y bromea como un hombre salvado, un hombre que ha encontrado a su Dios o ha sido admitido en un club al que hacía tiempo deseaba pertenecer. En esa imagen parece que estemos los tres muy unidos.

Así era nuestra vida entonces, una alternancia de celebración y desesperanza, como si el mundo entero tomara drogas.

Cuando Hans y yo fuimos a acostarnos, no pude evitarlo. Llevaba todo el día conteniéndome.

—¿Por qué no me contaste lo que ibas a hacer? —le espeté.

Estaba sentado, a medio desvestir, el torso suave bajo la luz, algo que yo conocía bien, que quería tanto. Me senté a su lado.

—Solo quería daros una sorpresa —dijo con gesto apenado. Me besó—. Ni siquiera sé si saldrá bien. —Miró al suelo—. No puedo fracasar otra vez. —Quería decir «ante Dora».

Le puse una mano en la rodilla.

—La próxima vez, cuéntamelo —dije—. No me gusta nada esta sensación.

—Lo siento —dijo él asintiendo con la cabeza—. Ya lo sé.