Toller

EN la fotografía del periódico aparece el Saint Louis en el puerto de La Habana por la noche, iluminado como un árbol de Navidad por los focos de los barcos de la policía y las lámparas que cuelgan de las cubiertas para impedir que los pasajeros salten. Leo mi carta, en la que exijo que «esta nación fundada por quienes huían de la persecución acepte ahora a estos refugiados que huyen de una barbarie que se ha propuesto declararnos la guerra a todos».

La historia de siempre. ¿Qué dijo Auden? Que ya no creía en lo mejor del ser humano. El rabino de ojos azules de Samotschin siempre me hablaba como si yo fuera un adulto, incluso cuando no era más que un niño. «Debemos creer en Dios —me decía—, porque, si no, tendremos que creer en los hombres y entonces nos llevaremos una decepción».

Cuando entra, viste la misma ropa, pero sé que es otro día. Lleva la cara un poco empolvada; el rasguño rojo de la frente ya casi no se aprecia. Está muy pálida. Deja mi billete encima de la mesa.

—En la compañía naviera dicen que ha habido suicidios en el barco —explica conteniéndose a duras penas—. No puedo enviarle un telegrama a Paul, no les dejan tener ningún contacto con sus familiares, así que no podemos saber…

Me levanto. La cojo por el codo y la llevo hasta la otra butaca.

—¿Ha visto el New York Times de hoy?

—No.

—Hay un nuevo plan: dejarlos desembarcar en la isla de Pinos. Establecer, tal vez, una colonia judía allí. —Veo el alivio y la esperanza brincando en su interior, y luego una oleada de desesperación—. Ya sé que es duro saber que está tan cerca. —Asiente—. Pero —le toco un hombro— quizá se resuelva todo.

—Quizá —dice. Se vuelve automáticamente hacia su bolso y coge la libreta y el lápiz.

—¿Había correo?

—¡Ay! Se me olvidó. Iré ahora.

Cuando vuelve —sigo sin tener noticias de mi hermana—, reanudamos el trabajo.

Después de que los británicos mandaran a aquel cajista al campo de concentración, el pánico se extendió entre los refugiados de Londres. Circulaba el rumor de que había informantes entre nosotros. Dora decía que algunos insensatos creían que pasar información a los británicos podría ayudarles a conseguir un visado, y que pasar información a los alemanes podría protegerlos de «ellos». En su opinión, no podíamos hacer gran cosa al respecto, aparte de ser muy cuidadosos con la información de que disponíamos.

Hans Wesemann vino a verme poco después del contrajuicio. Se mostró muy halagador y servil. Hablamos de la visita que me había hecho a la cárcel; ya habían transcurrido más de diez años. Bromeó diciendo que yo había sido un «público cautivo» y luego se disculpó, creo que sinceramente, por haberme pedido que traicionara a mis compañeros revolucionarios. Dijo que, lamentablemente, él era de esos que piensan en salvarse —Sauve qui peut, dijo con una sonrisa irónica— y olvidan que hay personas que tienen prioridades más elevadas.

Mientras él hablaba, yo observaba su elegante rostro, tan ridículamente atractivo que podías perderte en él. Como si Wesemann poseyera el físico que los defensores de la eugenesia quisieran que tuviera nuestra especie y el resto de nosotros fuéramos meros ensayos.

Wesemann se ofreció a colocar mis manuscritos en las editoriales británicas a cambio de un pequeño porcentaje. Cuando le comenté que trataba directamente con mis editores, insinuó que quizá necesitara «material nuevo» y me invitó a viajar con él a Estrasburgo para visitar a Berthold Jacob. Dijo que con la información de Jacob y mi notoriedad podría escribir algo «absolutamente devastador» sobre Alemania y hacerlo llegar a un público lo más amplio posible. «Usted podría tener más influencia que nadie», me cameló. Dije que me lo pensaría.

Cuando se lo conté a Dora, puso los ojos en blanco.

—Pobre hombre, está desesperado —afirmó—. Busca otro éxito por asociación contigo. En cierto modo, no es culpa suya —añadió—. Este no es lugar para un satírico. Nuestras circunstancias no permiten la burla.

Cuando Wesemann me escribió una semana más tarde, rechacé su ofrecimiento.

Después de que mi discurso en el contrajuicio se divulgara por todo el mundo, mi editor decidió acelerar la publicación de algunos de mis ensayos.

Dora me ayudó a corregir las galeradas inglesas. Trabajamos en habitaciones separadas porque yo no soportaba el ruido de su lápiz sobre el papel. Normalmente sus correcciones consistían en cortes certeros; Dora conseguía que mis pensamientos resultaran más claros y disimulaba mi egocentrismo. Pero, como un paciente aprensivo, yo no quería oír las incisiones. Una vez vino a verme para mostrarme una doble página. Llevaba restos de goma de borrar en el pecho y los pies enfundados en unos calcetines.

—No sé muy bien si esto es lo que querías decir. —Me lanzó un vistazo antes de empezar a leer en voz alta—. «En ocasiones, a un hombre le sobreviene una enfermedad, física o espiritual, que le arrebata toda su voluntad y determinación y lo deja perdido y a la deriva y anhelando la muerte, un anhelo que lo atrae irresistiblemente hacia la destrucción, hacia una caída en picado en el caos». —Levantó la cabeza y me miró con expresión neutra.

—¿Y? —pregunté. Es mucho más fácil escribir algo que hablar sobre ello.

—Pues que lo que viene a continuación es esto… —Dirigió de nuevo la mirada hacia la hoja.

—Ya sé qué viene a continuación.

Leyó en voz alta de todas formas.

—«La vieja Europa sufrió esa espantosa enfermedad, y con la guerra se lanzó al abismo del suicidio».

No dije nada. Dejé que lo dijera ella.

—No estoy segura… —Desvió la vista hacia la ventana y luego volvió a mirarme. Respiró hondo—. No estoy segura de que tenga sentido aplicar tu psicología a un continente.

Yo estaba preparado.

—No es mi psicología.

—Bueno. —Dora siempre me hablaba como si los dos hubiéramos acordado que cada palabra que yo había escrito merecía estar allí; solo que quizá necesitara que la desenredaran. Ese es el don de un gran corrector. Me hablaba con amabilidad, como si solo tratara de entenderlo todo, mostrándome que no iba por delante, que de hecho quizá yo la hubiera llevado hasta allí—. La guerra —dijo con serenidad— no la provocó Alemania yendo perdida a la deriva y anhelando la muerte, sino actuando con determinación y anhelando poder y colonias.

—Tienes razón —admití—. Como siempre. —Me pasé los dedos por las comisuras de los labios—. Pero creo que deberíamos dejarlo.

Ella asintió lentamente con la cabeza. Había entendido que yo quería decir aquello. Y que jamás lo habría dicho públicamente de mí mismo.

Yo sabía que Dora había sido desgraciada; a veces yo la había hecho desgraciada. Pero dudo que sufriera nunca esa enfermedad en concreto, la que te arrebata toda voluntad y determinación. Lo dudo.