Ruth

Yo me desperté primero. Al ver la luz que bañaba la habitación supe que sería un buen día para ir a los muelles. Entonces el recuerdo de la noche anterior —de Helmut— cayó sobre mí como un golpe. No me moví, esperando a que Hans se despertara. Confié en que el sueño hubiera solucionado algo, en que la oscuridad hubiera alejado sus terrores. Pero cuando se incorporó en la cama, apartado de mí, vi que todavía llevaba aquel peso sobre los hombros.

Estábamos comiendo tostadas con mermelada cuando Dora salió de su habitación. Guardó unos documentos en la despensa del recibidor y vino a preparar café. No parecía haber descansado.

—Vaya noche —comentó—. ¿Estáis bien?

Asentí con la cabeza. Hans dejó el tenedor en el plato.

—Helmut se lo ha buscado, esa es la verdad —añadió Dora mientras echaba granos de café en el molinillo—. Aunque eso no es ningún consuelo para nadie. No debería haber hablado así en público. —Se expresaba como una persona realista, incluso insensible, pero me di cuenta de que estaba afligida.

—Como si eso importara —masculló Hans—. Seguramente ya iban detrás de él.

—Lo dudo —dijo Dora sin alterarse. Su serenidad era lo que más enfurecía a Hans.

—¡Ahora vendrán por nosotros! —Hans se levantó de golpe, volcando la silla, y empezó a agitar las manos.

—Cálmate —le dijo Dora—. No pasará nada. —Se dio la vuelta y puso la cafetera en el fogón—. A ti no te pasará nada.

Me estremecí. Dora siempre iba demasiado lejos.

Hans mordió el anzuelo. Bajó la voz.

—¿Cómo? ¿Crees que no soy un objetivo? —Estaba a la defensiva, preparado para ser insultado por no hacer lo suficiente contra «ellos» y a continuación culpar a Dora de que no pudiera hacer más, de que ella no compartiera la información más importante que recibía de Alemania.

—No —contestó Dora volviéndose hacia él. Hablaba en un tono comedido, como si se dirigiera a un niño que tuviera un berrinche—. Lo que quiero decir es que tú naciste con buena estrella, Hansi, y que a ti no te pasará nada.

Hans entrecerró los ojos.

—¿Y tú qué eres? ¿Una heroína?

—Relájate. No va a pasarle nada a nadie —dijo Dora. Extendió las manos—. Mira, de todas formas no podemos hacer gran cosa. Si pensamos en nosotros mismos, ganará el miedo. Tenemos que pensar en el trabajo.

—¿En qué trabajo? —gritó Hans, y se dirigió hacia el recibidor.

Dora me miró encogiéndose de hombros, como si preguntara: «¿Qué he dicho?».

Clavé la vista en el linóleo del suelo, en sus cuadraditos verdes sobre blanco.

El piso estaba en silencio. De pronto se oyeron ruidos en el recibidor. Hans se había metido en la despensa y estaba tirando los documentos de los estantes. Dora debía de haber olvidado cerrarla con llave. Hans daba vueltas y vueltas como un hombrecillo en una esfera de nieve. Las pilas de papeles se volcaban y caían, los sobres marrones arrojaban su contenido. Hojas de papel carbón azul descendían flotando lentamente.

Dora corrió hacia él.

—¡No! ¿Cómo te atreves? —Se detuvo antes de llegar a tocarlo. Algo se había desatado dentro de Hans. Giraba y daba vueltas, hasta que los estantes quedaron vacíos y el suelo desapareció.

Dora se volvió hacia mí.

—Vigílalo —me ordenó—. Esta mañana tengo que ir al juzgado a recogerlo todo. Ya me ocuparé de esto —señaló el desorden— más tarde. —Cogió las tazas de café que había dejado en la cocina y regresó a su habitación.

Hans pasó a mi lado sin decir nada y cerró tras de sí la puerta de nuestro dormitorio. Entré de todas formas.

Estaba sentado en la cama, con la cabeza entre las manos, desorientado.

—Siempre me hace lo mismo. —Hablaba en voz más baja, pero lloraba de rabia.

—Dora solo intentaba tranquilizarte —dije, aunque sabía que eso no era todo.

Hans no me hizo caso.

—Le encanta ensañarse —afirmó.

Hans pasó mucho rato en el cuarto de baño. Dora y Toller se marcharon sin comer nada.

Me aseé después de Hans. Cuando salí del cuarto de baño, lo encontré sentado en el suelo de la despensa, en bata, clasificando las pilas de papeles, aunque era imposible que supiera cómo los había organizado Dora. Se levantó.

—Lo s… siento —dijo agitando las manos junto a los costados en un gesto de impotencia. Del bolsillo de su bata asomaban unas hojas dobladas.

—Déjalo —dije—. Ya lo haré yo. —Pasó a mi lado. Señalé su bolsillo—. Esos también.

Miró hacia abajo como si estuviera sorprendido.

—Buscaba un sitio para dejarlos —dijo. Los sacó con cuidado y los puso en el suelo. Vi que todavía quedaba uno en el bolsillo.

—Ese también. —Lo señalé.

Hans se llevó la mano al bolsillo.

—Es mío.

Nos miramos. Lágrimas abrasadoras me anegaron los ojos.

—Enséñamelo.

—No.

¿Cómo había llegado a ese punto, a convertirme en policía de mi marido?

—Si no me lo enseñas, tendré que decírselo. —Me odié a mí misma.

—Es mío. —Se le crispó el rostro. De pronto tuve la inquietante sensación de que Hans decía la verdad. Me tapé la cara con las manos. Le oí sacarse el papel del bolsillo. Me lo ofreció; estaba llorando.

Era una hoja arrancada de su libreta, arrugada y gastada como si la hubiera llevado en la cartera, manoseada como un talismán. Estaba escrita, pero, cuando me fijé, vi que solo había tres palabras, repetidas línea tras línea. «Todo saldrá bien. Todo saldrá bien. Todo saldrá bien. Todo saldrá bien…».

—Lo siento —dije. Hans se metió en nuestra habitación. No tenía otro sitio adonde ir.

Cuando salió del dormitorio, vi que se había acicalado más de lo habitual, quizá para sentirse mejor. Llevaba un pañuelo en el bolsillo de su mejor traje; iba muy bien peinado, con una raya perfecta. Como si quisiera arreglar las cosas desde fuera hacia dentro. Se marchó diciendo que iba a dar un paseo para calmarse y que por la tarde iría a la biblioteca. No quedamos para comer juntos.

Estaba acostumbrada a verlo vestir bien. Habíamos hablado muchas veces del tufillo a desesperación que desprendían nuestros amigos que estaban al borde de la pobreza: las gracias exageradamente calurosas que daba un refugiado al estrechar la mano de un editor o benefactor en potencia, los ojos llorosos ante la posibilidad de que le encargaran una sola traducción, un solo artículo. A los hombres los delataban los puños rozados y las rodillas de los pantalones brillantes, la suela de los zapatos despegada y las solapas del abrigo levantadas para ocultar que estaban gastadas; eran señales reveladoras de que vivían en la indigencia. Nosotros no éramos pobres, pero Hans creía que, a fin de que los demás confiaran en él, tenía que impedir a toda costa que se notara su necesidad. «Debo ofrecer el aspecto que exige el papel», solía decirse a sí mismo.

En alguna que otra ocasión —de noche en la cama, o cuando quedábamos para comer en el salón de té—, Hans me había confiado sus sueños para el futuro. Por su complejidad, yo me daba cuenta de que llevaba mucho tiempo esculpiendo y atesorando esas posibilidades; eran como rollos de película que podía pasar en su cabeza siempre que quisiera para animarse. Cuando todo aquello hubiera terminado, publicaría su propia revista a color, una Time para una nueva Alemania. Hans se convertiría en una figura activa, ejercería su influencia en el nuevo amanecer de Berlín; los políticos y las celebridades buscarían sus acertadas opiniones. Tendríamos un chalet en el barrio de Grünewald, cinco criados con uniforme y un coche. Pasaríamos las vacaciones en un yate. Visitaríamos las pirámides. Yo no deseaba tener un chalet, sirvientes y un yate, pero no decía nada. Comprendía que él necesitaba una imagen del futuro y no quería privarlo de ella.

Sin embargo, con el tiempo sus fantasías quedaron gastadas y perdieron eficacia. Cuantas más atrocidades perpetraban los nazis, y cuanto más tiempo pasaba sin que ningún país extranjero protestara, más le parecía a Hans que la historia iba a robarle la vida que se merecía. Entre sus sueños y la vida en Great Ormond Street se abrió una brecha mayor que las que hasta entonces había tenido que salvar. Una brecha mayor que la existente entre la casa del párroco de Nienburg y nuestra vida en Berlín, entre el soldado que había regresado del frente y el periodista famoso, entre el tartamudo y el hombre persuasivo, entre el ario y el judío. Era una brecha que, si una tarde Hans se deslizaba en un sueño, por la noche amenazaba con hacer que su vida le pareciera mísera, que se le convirtiera en polvo en la boca. Yo sabía, por el portazo que daba, por cómo tiraba la cartera, que regresar a aquel piso suponía regresar a una existencia que Hans consideraba indigna de él.

Pero aquel día, después del contrajuicio, algo cambió. Hans volvió pronto a casa, poco antes de la hora de comer. Yo todavía estaba allí, intentando ordenar la despensa. Hans entró en tromba.

—¡Ya lo tengo! —dijo. Venía con la camisa mojada, la cara radiante y el pelo alborotado—. Puedo ir a ver a Bertie. Es lo único que puedo hacer.

Mientras yo seguía sentada en el suelo de la despensa, dio vueltas y vueltas por el diminuto recibidor, sin mirarme. Su discurso era fuego graneado, los planes ya estaban trazados. Cuando lo miré a los ojos, vi que mostraban una vivacidad que había estado ausente desde hacía mucho tiempo: habían vuelto a prender en ellos diminutas llamas de esperanza. Dejaría de trabajar en la novela inmediatamente, afirmó. Bertie estaba aún menos protegido de lo que lo había estado Lessing, y Hans creía que debía ir a Estrasburgo para hacerle compañía y animarlo.

—Y después quizá pueda colocar aquí algunos artículos de su Servicio de Prensa Independiente y enviarle el dinero. —Si eso salía bien, conjeturó, quizá consiguiera ayudar a otros refugiados políticos vendiendo sus trabajos en publicaciones británicas—. ¿Qué te parece? —me preguntó por fin—. Ya que yo no puedo escribir artículos, al menos puedo hacer de intermediario.

No le encontré mucho sentido, pero entendía que Hans quisiera salir del piso. Sospeché que tal vez quisiera obtener información de Bertie, para no tener que seguir confiando en que Dora le proporcionara material. Y comprendí que con mi falta de fe lo había decepcionado. Eso fue lo único que pensé. Gezwungene Liebe tut Gott weh. Nadie puede obligar a nadie a amar.

Se marchó al cabo de una semana.

El día que cumplí veintiocho años Hans todavía no había regresado de Francia. La señora Allworth llegó con un cesto tapado con una servilleta de cuadros. Algo se movía debajo.

—Es para usted —dijo.

Retiré la servilleta y encontré una bolita de pelo blanco y negro. El gatito todavía tenía los ojos azules; era una vida diminuta y perfecta. Rompí a llorar.

—¡Ay, querida! —dijo la señora Allworth—. Creí que…

—No, no. Me encanta —dije. Yo no estaba acostumbrada a la amabilidad gratuita, a la belleza en un cesto.

Lo llamé Nepo, por Juan de Nepomuceno, que se negó a revelar los secretos de una reina. Nepo se convirtió en un gato faldero cariñoso e imprevisible, y yo se lo contaba todo.

—Voy a contárselo todo —le digo a la enfermera.

—Así me gusta —responde ella. A esta no la había visto nunca; debe de hacer solo el turno de noche. Tiene la tez oscura; es un ángel nocturno con una piedra preciosa en la nariz—. Así me gusta, Ruth.