No estaba seguro de hasta qué punto el chico de Scotland Yard estaba allí para protegerme y hasta qué punto para informar de mis actividades «políticas». Un día me di la vuelta de improviso en la calle y lo agarré por el codo. El chico tenía los ojos azules y las pestañas negras y me miró aterrorizado; supongo que no tenía miedo de mí, sino de que lo sorprendieran no haciendo debidamente su trabajo.
—Deberías buscar al equipo alemán —dije—. Llevan semanas siguiéndome.
Se limitó a pestañear.
—Mira —añadí—, si unierais vuestras fuerzas, seguramente podrías trabajar un día sí y un día no. —Ni siquiera sonrió.
La mañana que fui a testificar en el contrajuicio lo saludé llevándome la mano al sombrero. Luego lo dejé delante del edificio del juzgado, pululando entre refugiados y periodistas. Y sin duda con otros, uniformados o no, alemanes e ingleses, que nos vigilaban a todos.
El contrajuicio fue un éxito. Yo no me encontraba en Berlín cuando ardió el Reichstag, pero Dora me había contado todo lo que sabía y, como es lógico, yo me prestaba a ayudarla en sus esfuerzos siempre que podía. Ahora mi intervención me parece ridícula, porque a ella la habían arrestado en mi lugar. Si Dora trabajaba en la sombra, ¿qué era yo?, ¿algo así como su testaferro?
Más tarde, el maître de Claridge’s me reconoció y nos dio mi mesa favorita. Comimos como reyes: foie-gras, ternera, vino francés y puros. Al final de la cena, un refugiado al que yo no conocía se acercó a nuestra mesa y susurró algo al oído de Dora, cuyo rostro se ensombreció de golpe, como una luz que se apaga. Scotland Yard iba a expulsar a un miembro del Partido de los Trabajadores Socialistas refugiado en Londres, debido a sus actividades políticas. Dora quiso marcharse inmediatamente a casa.
Su cama doble ocupaba casi toda la habitación, no había ningún otro sitio donde sentarse ni espacio para estar de pie. Había pilas de papeles a lo largo de la pared, bajo la ventana y al lado de la puerta, en lo que ella llamaba con ironía su «archivador». Normalmente trabajaba en la cama.
Dora se sentó en el borde del colchón mirando hacia la ventana y retorciéndose los dedos con rabia. Dijo que le había advertido a Helmut de que tuviera cuidado. Pero sobre todo parecía enfadada consigo misma, como si mediante una inteligencia y una previsión imposibles hubiera podido impedir lo que había pasado. Me acerqué a la ventana. Estaba oscuro y llovía. Un hombre de aspecto lamentable al que no había visto nunca se paseaba de un extremo a otro del edificio de enfrente, con el cuello del abrigo levantado bajo el sombrero.
—Hoy mi sombra de Scotland Yard se ha dejado el paraguas —comenté.
—¡Esto es el colmo! —gritó Dora alzando una mano hacia la ventana—. Ni siquiera tienen que enviar a la Gestapo. Whitehall le hace todo el trabajo Hitler.
La suya era una rabia que bordeaba el llanto. Yo no sabía qué hacer. A veces me sentía intimidado por Dora, como un niño que camina de puntillas para esquivar el malhumor de sus padres. Aparté de la cama un sobre de papel marrón y me senté. ¿Tocarnos o no tocarnos? Al final escogimos tocarnos, y encontramos alivio en esos minutos, en esa carne gastada.
Me quedé tendido boca arriba con la cabeza sobre la almohada mientras ella fumaba sentada en la cama. El techo de la pequeña habitación estaba agrietado y combado como algo vivo; parecía la palma de una mano blanquecina suspendida sobre nosotros. Me tumbé de costado. Junto al lecho había pequeñas notas clavadas en la pared: recordatorios, listas, citas, una fotografía de su padre esquiando. Reconocí parte de un discurso que habíamos escrito juntos y le quité la chincheta.
—«El miedo es el fundamento psicológico de la dictadura» —leí en voz alta—. «El dictador solo sabe que el hombre que ha superado el miedo vive al margen de su poder y es su único enemigo peligroso. Porque quien ha vencido el miedo ha vencido a la muerte». —Volví a mirar el techo—. No está mal —comenté—. Si yo lo digo…
Dora lanzó un aro de humo.
—Yo no veo que aquí estemos venciendo el miedo —dijo—. Ni a la muerte. —Estaba reclinada sobre la cabecera de la cama, con un brazo sobre el vientre y el otro codo apoyado en la muñeca. Tenía un pequeño lunar justo por encima de un pezón, un punto negro perfecto. Me miró—. Si he de serte sincera, nunca entendí esa frase. —La dureza había desaparecido de su voz.
Dora creía que a veces me dejaba arrastrar por mi propia retórica, que el sonido de mis palabras generaba otras sin que detrás hubiera ningún esfuerzo mental, como en el proceso de partenogénesis de los seres que se reproducen a sí mismos; su carácter exhortativo y enardecedor impedía cualquier análisis sintáctico. La tarea de Dora consistía en frenarme. Aquella no había sido una de esas veces.
Me tumbé apoyado sobre una cadera, con la barbilla en la palma de la mano. Dora tenía los ojos negros, vigilantes.
—No quiero decir que podamos vencer a la muerte literalmente —aclaré—. Lo que quiero decir es que, si no nos da miedo morir, Hitler no puede tenernos cautivos. No puede chantajearnos con nuestra vida para obligarnos a parar.
Dora asintió con la cabeza. Apagó el cigarrillo en la tapa del bote de mermelada que utilizaba como cenicero y se metió bajo las sábanas de cara a mí. Me puso una mano en la sien.
—¿No te da miedo morir? —Me miraba fijamente, primero un ojo y luego el otro.
—No quiero morir —respondí—, pero tampoco me da miedo. —Oímos que la puerta del piso se abría y se cerraba, y a continuación, las voces de Hans y Ruth. Dora despegó sus agrietados labios para hablar, pero se los sellé con dos dedos—. Sin embargo, en ocasiones es difícil no desearlo.
Dora no se levantó ni me exhortó a moverme, a revisar correcciones, a hacer algo práctico. No llenó aquel ambiente incómodo de palabras de falso consuelo. En eso residía su valor: en ver lo que había. Entonces supe que ella entendía los momentos de negrura. Aparté los dedos de sus labios y las palabras salieron a borbotones.
—No me dejes —dijo.
Después hubo de nuevo ternura, el amor por el amor. Cuando terminamos, nos llegaron desde la cocina los sollozos de un hombre, desesperados e imprevisibles.