Ruth

El vagón del S-Bahn va vacío. Las ventanas están abiertas y el viento queda atrapado con nosotras, salvaje, e intenta salir. ¡Dora está aquí!

¿Por qué hace tanto tiempo que no la veo? ¿Décadas? Y solo somos unas crías; yo tengo trece años, así que ella debe de tener dieciocho. Dora se agarra a la barra y gira.

Todo está destilado, más claro que en la realidad. Hace calor. Mientras Dora gira, el pelo se le suelta de la trenza, mal hecha; tiene un mechón húmedo en la boca; sus negros ojos son enormes. En la estación de Schlachtensee bajamos corriendo por los escalones y salimos al lago. Está bordeado de árboles delgados y entusiastas que se inclinan hacia el agua. Una parte de mi mente sabe que en los múltiples recovecos y enramadas otras personas deben de estar haciendo picnics, leyendo o levantándose para ir a bañarse, pero yo no las veo. Dora y yo colgamos los vestidos y la ropa interior en las ramas. Esos fantasmas nuestros se agitan y esperan mientras nosotras, dos criaturas de carne y aliento desnudas, caminamos entre las raíces sumergidas y nos metemos en el lago.

Todavía hace calor, mucho calor, cuando salimos. Nos tumbamos en el suelo, las extremidades tersas y brillantes como peces. Dora me pone la palma de una mano, húmeda, firme, en la parte baja del abdomen.

—¿Está bien cerrado?

No puedo hablar. Me hundo en la tierra y en la mano de Dora; soy el lago derretido, un universo abierto y dolorido de riachuelos y piedras, animales y flores, y… ¡no! ¡no!

Suena un timbre de emergencia. Debe de ser del puesto de alquiler de botes, o una alarma antiaérea, o la sirena de un barco, o la alarma de un coche, o la desazón de las campanas de una iglesia…

En el hospital ha saltado una alarma; ahora llaman a mi puerta. Abro los ojos. Es la enfermera alegre.

—Buenos días, Ruth —me saluda. Lleva una bata blanca y zapatos cómodos que hacen un suave ruido de succión; se produce una síncopa con el tintineo de las llaves y las tarjetas que lleva colgadas del cuello. Succión, succión, tintineo. Succión, succión, tintineo.

—Buenos días —respondo. No sabía que ya era de día. La enfermera, cuyo distintivo reza MARGARET PEARCE, aprieta un botón y la mitad de la cama donde yace mi torso se eleva. Ruth resucitada. Espero no haberlo dicho en voz alta.

Descorre las cortinas.

—¿Ha dormido bien? —me pregunta por encima del hombro.

—Sí, gracias. —Ya casi no noto la diferencia. El sueño parece más real que la vigilia.

Revisa mi historia clínica. No puedo por menos de pensar que tal vez contenga información sobre mí que, dada la situación, podría resultarme útil. Quizá la evolución representada en un gráfico. O el tiempo transcurrido. O el tiempo restante. Pero les gusta reservarse esa información.

Las enfermeras de este país están muy bien preparadas. Tienen universidades, cursos de ampliación y una trayectoria profesional con ascensos, aumentos de sueldo y conferencias en centros turísticos de color salmón. Nada que ver con las aficionadas bien alimentadas y con buena voluntad de mi juventud. Pero estas mujeres también tienen algo que no se puede enseñar en un aula, algo que los médicos raramente consiguen. No hay nada que no hayan visto, ni cuña sucia, supuración o balbuceo que no conozcan. A diferencia de los médicos, para quienes soy un conjunto de síntomas que hay que tratar, las enfermeras están de mi lado contra los estragos de mi cuerpo —en esta ocasión, una cadera y una muñeca rotas, una herida en la cabeza, donde me han puesto una venda que me tapa un ojo— y de mi mente. Estamos juntas en esto, comoquiera que queráis llamar a lo que está pasando en esta cama. Y lo mágico es precisamente el carácter eficiente y profesional de las ternuras que me prodigan: sus atenciones, su respeto y su cariño me devuelven la dignidad, aunque ahora soy poca cosa más que huesos y piel ensamblados.

MARGARET PEARCE tiene el pelo áspero con unos rizos que antaño debieron de ser rojos y que se desparraman en espirales por su cabeza, y lleva gafas de media luna asentadas hacia la mitad de la nariz. Me sujeta la muñeca con el pulgar y dos dedos y mira su reloj mientras me toma el pulso. Anota algo con un bolígrafo en la historia clínica.

—Puede aumentar la dosis de esto, Ruth. —Señala la vía del gotero—. Pero solo si cree que lo necesita.

Digo que sí con la cabeza, y entonces se marcha y me deja soñar.

Una mañana, en la cocina, Hans y yo oímos a Dora discutir con Wolf en su habitación. Dora hablaba en voz alta y con tono imperioso. Entendí «solidaridad» y «predicar con el ejemplo». Wolf respondía con un murmullo débil y controlado, y sus palabras eran ininteligibles. Dora salió y dejó la puerta abierta. Tenía los ojos enrojecidos y se rascaba los antebrazos; fue derecha a la cafetera. El profesor se escabulló y salió del piso.

—Me importa un cuerno que no quiera que lo vean conmigo en público —dijo Dora, que plantificó la taza en la mesa con tanta fuerza que el café se derramó—. Por mí, puede hacer como si no nos conociéramos de nada. —Su voz delataba estupefacción—. ¡Pero ni siquiera piensa venir!

Dora llevaba meses trabajando para que la Comisión Investigadora del Incendio del Reichstag fuera un éxito. Iban a asistir a ella todos los refugiados alemanes de Londres, y todos los políticos, miembros de comités, clérigos y ciudadanos concienciados británicos que nos apoyaban. Excepto el profesor, por lo visto.

Solo Dora habría podido llevar a los testigos a Gran Bretaña. El Ministerio del Interior no se había mostrado dispuesto a admitir a «elementos izquierdistas extranjeros, entre ellos muchos israelitas, cuyo propósito es perturbar las relaciones con el Reich». Gracias a su amistad con lord Marley y a los contactos de su época de estudiante que tenía en el Ministerio de Asuntos Exteriores, Dora había sorteado al Ministerio del Interior y conseguido visados temporales para quienes iban a declarar contra el régimen.

En algunos casos se habían utilizado incluso nombres falsos, cuando las represalias contra el testigo y su familia podían ser demasiado severas.

Recuerdo que Dora se rio y se abrazó el torso cuando terminó de hablar por teléfono con lord Marley. «Con la mejor circunspección británica —dijo con una sonrisa radiante—, el Ministerio de Asuntos Exteriores ha dicho a los alemanes que “no tienen poder legal para impedir una reunión de carácter estrictamente privado”. Y esto va a ser el acto más público que se pueda imaginar. —Extendió los brazos—. ¡Publicidad a escala mundial! ¡Qué gran lección para Berlín por parte de un país cuyo gobierno sabe cuáles son sus límites! Es espectacular».

Göring y Goebbels planeaban utilizar su propio juicio para justificar ante el mundo que los nazis se hubieran hecho con el poder y para grabar en la mente de la opinión pública la versión nazi: que los comunistas habían prendido fuego al Reichstag porque era una señal dirigida a sus células de toda Alemania para que empezaran a quemar los principales edificios del gobierno antes de pasar a tomar el país. Hitler había conseguido poderes extraordinarios para encerrar a todo sospechoso y «garantizar la seguridad del pueblo». La ejecución del pobre Van der Lubbe y los otros aterrorizaría a cualquiera que estuviera tentado de oponerse al nuevo régimen.

El contrajuicio había sido organizado cuidadosamente para que se celebrara una semana antes del juicio nazi. Un jueves de mediados de septiembre, Hans y yo tomamos el metro por la mañana para ir a Chancery Lane. El contrajuicio tenía lugar en la sala de la Sociedad de Derecho de Carey Street. En la calle se había concentrado una multitud que esperaba impaciente. Las mujeres sujetaban los bolsos bajo el brazo y los hombres protegían sus pipas de la brisa con las manos ahuecadas. Un tipo con una gorra de fieltro marrón empujaba un carrito pintado de colores llamativos ofreciendo café.

Con la emoción de los días anteriores, Dora parecía haber recobrado su equilibrio respecto a Wolf, o al menos haber puesto en cuarentena sus expectativas respecto a él. No estaba dispuesta a permitir que la cobardía de Wolf estropeara aquel gran acontecimiento. Metí la mano en el bolsillo y acaricié las entradas que me había dado.

La sala no era muy grande, pero sí magnífica, con un friso de madera oscura y un estrado. Éramos tantos, salidos de nuestras guaridas en pisos diminutos y pensiones, que la gente se apretujaba en el interior, se alineaba junto a las paredes y se arracimaba en los pasillos. Mientras Hans y yo avanzábamos hacia la parte delantera, vimos caras conocidas de la Emigrandezza, nobles personajes con sombrero de fieltro y abrigos remendados que se saludaban como si estuvieran en un bar mitzvah. Vimos a Otto Lehmann-Russbüldt, Kurt Rosenfeld, Mathilde. Hans reconoció a viejos colegas de Die Welt am Montagy Die Weltbühne. También estaban Fenner Brockway y lord Marley, la sufragista Sylvia Pankhurst y la anciana señora Franklin.

Además, la sala estaba plagada de miembros de la prensa británica e internacional. Dora nos había advertido de que no habláramos con nadie sin antes examinar bien su acreditación; podía haber espías entre los periodistas y entre los refugiados, personas reclutadas por Scotland Yard o por Berlín. Pero aquel día yo no podía tener miedo. Me sentía partícipe de algo público, protector y británico.

Ocupamos nuestros asientos en la tercera fila. Saqué la cámara y un alguacil golpeó el suelo con su vara. La gente se removió y guardó silencio, como un solo animal expectante.

Los jueces entraron en fila por una puerta lateral, magníficos con sus togas negras y sus chorreras blancas bajo la barbilla. Habían venido de Estados Unidos, Francia, Suecia, Gran Bretaña, Dinamarca y Bélgica, y había también una juez holandesa. Las cámaras dispararon los flashes. Quizá solo fuera un simulacro de juicio o, como decían los nazis, un «acto de propaganda marxista», pero cuando aquellas eminencias subieron al estrado y ocuparon sus asientos comprendí que, en manos de los británicos, el acto adquiría una dignidad que difícilmente el mundo podría pasar por alto.

El famoso abogado inglés sir Stafford Cripps, consejero del rey, levantó una mano. Nos dijo que podíamos fotografiar a los miembros del tribunal, pero nos pidió que acto seguido guardáramos las cámaras. Mostró un ejemplar del Volkische Beobachter, con un gran titular que hacía referencia a los «traidores extranjeros».

—Los periódicos alemanes —prosiguió Cripps— reclaman la pena de muerte para todos los testigos llamados a declarar por la defensa. Es evidente que en semejante ambiente sería imposible llevar una defensa adecuada de los acusados en ese país.

Hans me rodeó la cintura con un brazo y me dio un apretón, como en los viejos tiempos.

Mis recuerdos de los cuatro días siguientes son como los recuerdos de un día en la feria o de una boda. O quizá de un viaje en barco, donde vemos a las mismas personas todas las mañanas a la hora de desayunar. Vislumbraba un futuro en el que aquellos meses de exilio solo serían una fase breve y extraña de nuestras vidas. El mundo pronto entraría en razón y retiraría su apoyo a Hitler y nosotros podríamos volver a nuestro país.

El segundo día citaron a Toller como testigo. La sala quedó en silencio en cuanto apareció, como si hubiera entrado una estrella de cine o un príncipe. Llevaba una elegante americana inglesa de espiga y actuó con suma parsimonia. Sin pronunciar una sola palabra, atrajo la atención de todos los presentes; sus ojos parecían fijarse en cada uno de nosotros.

—No soy miembro del Partido Comunista —empezó diciendo con su magnífica voz de barítono—. Ni de ningún otro partido. Me he esforzado por hacer lo que considero mi deber como escritor en la causa de la justicia social. —Se inclinó hacia delante, con las manos sobre el estrado—. Al día siguiente del incendio, los soldados de las tropas de asalto entraron en mi apartamento para arrestarme…

Miré a Dora, que lo observaba sin parpadear, las manos abandonadas sobre el regazo.

—También visitaron el domicilio de otros escritores famosos —continuó Toller—, como Cari von Ossietzky, Ludwig Renn y Erich Mühsam, y los arrestaron. Los nacionalsocialistas querían relacionarlos con el incendio y destrozar su reputación. —Extendió los brazos hacia el público—. Creo —prosiguió en voz muy baja— que el incendio fue un plan organizado. —Hizo una pausa.

No se oía ni un susurro, ni una tos. Toller tomó aliento.

—Ignoro de qué pensaban acusarme. Ahora mismo hay miles de personas recluidas en campos de concentración que no saben de qué se las acusa. Me niego —su voz adquirió un tono autoritario— a reconocer el derecho de los actuales gobernantes de Alemania a gobernar, pues no representan los nobles sentimientos y aspiraciones del pueblo alemán.

El público prorrumpió en una ovación. Algunos se levantaron aplaudiendo eufóricos. Al final estábamos todos en pie. Entonces comprendí por qué tantos lo habían seguido hacia la muerte en la guerra y hacia la revolución en Dachau. Y al ver cómo lo miraba Dora, comprendí por qué para ella nadie podía compararse a Toller.

El golpe maestro de Dora llegó el último día. Como siempre, se trataba de algo que nunca podrían atribuirle. Un anciano corpulento y muy erguido, medio calvo y con ojos saltones bajo las pobladas cejas, avanzó pesadamente hacia el estrado. Era Albert Grzesinski, el exdirector de la policía de Berlín. Grzesinski habló con la voz grave de un político veterano. Le contó al tribunal que, después de registrar las oficinas del Partido Comunista en Karl-Liebknecht-Strasse, los nazis utilizaron la lista de militantes que habían robado para conseguir las órdenes de arresto de las cuatro mil personas que figuraban en ella. Las órdenes, que incluían direcciones y, en muchos casos, fotografías, estaban listas y firmadas la víspera del incendio; solo faltaba añadir la fecha en que debía producirse la detención.

A continuación Grzesinski dijo que podía confirmar, pues lo sabía de primera mano, que había «un túnel que conectaba directamente el Reichstag con la residencia del ministro Göring».

Tras un momento de conmoción, se extendió un murmullo acalorado. A nadie le quedaba ninguna duda.

Al final, la comisión no encontró ninguna prueba contra los cuatro acusados. El presidente declaró que, como seguramente los que habían provocado el incendio habían accedido por el túnel de la residencia de Göring, y como el incendio beneficiaba claramente a los nazis, «había razones concluyentes para sospechar que el Reichstag había sido incendiado por, o por orden de, personalidades destacadas del Partido Nacionalsocialista».

El público prorrumpió en vítores y gritos de entusiasmo y lanzó los sombreros al aire. Abracé a Hans, con los ojos anegados en lágrimas. Entonces me di cuenta del miedo que había pasado.

En Alemania, Hitler estaba que echaba humo. Más tarde escuchamos por la radio el discurso que pronunció ante el Reichstag, porque queríamos ver qué efecto había tenido el contrajuicio en él. «Un ejército de emigrantes lucha contra Alemania —bramó el líder—. En el extranjero se crean tribunales a la vista del público con el propósito de influir en el sistema judicial alemán… Se imprimen sin cesar periódicos revolucionarios que se introducen ilegalmente en Alemania, con llamamientos a realizar actos violentos. —Tras una pausa, añadió—: Los programas de la denominada “radio negra”, producidos en el exterior y emitidos en Alemania, incitan a cometer asesinatos».

No sabíamos que la resistencia hubiera montado emisoras de radio, pero la alusión al contrajuicio y a los periódicos nos hizo pensar que habíamos dado en el blanco, que nuestro trabajo servía para algo. No teníamos miedo.

Los nazis siguieron adelante y ejecutaron al pobre desgraciado de Van der Lubbe, el chivo expiatorio del incendio. Sin embargo, el parlamentario Torgler y los tres comunistas búlgaros que presuntamente lo habían ayudado se salvaron; con toda la publicidad mundial que había generado el juicio de Londres, era sencillamente imposible ejecutarlos a todos.

Más tarde tuvimos la impresión de que nuestra situación había cambiado, pese a que no se había modificado ninguna ley referente a nuestro estatus. Los artículos de la prensa de Londres, París y Nueva York reconocían que nuestro país natal estaba tomado por un régimen terrorista. Nuestra huida se consideraba legítima. Confiábamos en que pronto se relajarían las restricciones a que estábamos sometidos fuera de nuestro país y se nos permitiría hablar con toda libertad de lo que sucedía en Alemania, e incluso trabajar abiertamente contra el régimen.

Mientras nos arracimábamos junto a los escalones de la entrada del juzgado, alguien quiso tomarnos una fotografía. Nos apretujamos: un grupo variopinto de exiliados. Dora y Toller estaban un escalón por debajo del mío, a mi izquierda.

—Buen discurso —oí que decía Dora mirando al frente.

—Gracias a ti —repuso Toller con toda sinceridad. Ella lo miró.

—Sabes que no. El mérito es tuyo. —Dora sonrió. Entonces él volvió la cabeza y la besó en los labios. Fue la única vez que los vi expresar sus sentimientos en público. En algún sitio debe de haber una foto de aquel instante.

Dora, Toller y el resto de los organizadores se marcharon a cenar con los jueces. Hans y yo fuimos con Mathilde y Eugen Brehm a un pub que había cerca de los juzgados. De pronto teníamos la impresión de que podíamos ocupar más espacio en la acera, hablar en voz más alta. El local estaba en penumbra y cargado de humo, y casi todas las mesas, ocupadas. Werner, el amigo de Hans, nos esperaba allí. Pedimos pintas de cerveza, vasitos de vodka y cuencos de frutos secos.

Hans nos obsequió con chistes sobre los juegos de disfraces, estimulados por la cocaína, que practicaba Göring: las pieles de oso con medallas colgadas, sus efebos; el gigante presumido jugando al tenis con una redecilla en el pelo. Bueno, en realidad no eran chistes, porque todo era cierto, pero nosotros reíamos y dábamos palmadas en la mesa. Werner se desternillaba y sacudía la cabeza. Como de costumbre, lo ridículo hacía que nos sintiéramos más a salvo. Hans se deleitaba con la lascivia de sus historias y con la atención que recibía. Tras contar un chiste, deslizó una mano por mi muslo y al llegar arriba me dio un apretón, contundente como un signo de puntuación.

Vi acercarse a Helmut entre la gente, avanzando de costado en la penumbra hacia nuestra mesa. Cuando llegó, se quedó plantado con la gorra entre las manos. Volvía a estar demacrado y pálido. Paramos de reír.

—Setenta y dos horas —dijo con un hilo de voz—. Tengo que presentarme en la embajada alemana dentro de setenta y dos horas. Scotland Yard me ha denunciado.

La victoria había terminado. Rompí a llorar. Los otros se apretujaron para dejar sitio a Helmut. Mathilde me ofreció un pañuelo. Helmut se sentó en el borde del banco, como si en cualquier momento fueran a agarrarlo de los codos para llevárselo, o como si no pudiera decidir, en sus últimos días de libertad, dónde quería pasar cada uno de los minutos. Tenía el blanco de los ojos amarillento y hablaba tan deprisa que la saliva se le acumulaba en las comisuras de los labios.

Nos contó que en el congreso de sindicatos, indignado por el asesinato de Lessing y convencido de que se encontraba entre amigos, no había podido callarse. Se había levantado en el pleno y había afirmado que la Alemania nazi no solo entrañaba una amenaza para quienes se hallaban dentro de sus fronteras, sino también para los de fuera.

—Tan solo dije que el movimiento sindicalista internacional —añadió alzando un puño— debía apoyar a todos sus miembros, sin importar dónde se encontraran. Nada más. —Clavó la vista en el centro de la mesa.

En el vestíbulo del edificio donde se celebraba el congreso, un agente de Scotland Yard vestido de paisano se presentó educadamente y le pidió a Helmut que le mostrara sus documentos de identidad y su permiso de residencia. El agente copió la dirección y le deseó buenas tardes. Tres días después, anularon el permiso de residencia de Helmut. Y ahora se lo entregaban a Hitler.

Sabíamos que sin pasaporte no había forma de sacar a Helmut del país. Seguramente lo seguían. Cualquiera que lo ayudara se arriesgaba a que lo echaran también. Miré a Hans. Lo más probable era que estuvieran allí, en el pub. Sin duda debían de haber vigilado nuestro piso.

Helmut se bebió dos vasos de vodka. Se pasaba las manos por el pelo una y otra vez. No sabía a qué campo lo enviarían, nos dijo con ironía, «pero seguro que en cualquiera de ellos encontraré a muchos camaradas».

Tuve la impresión de que, debajo de la mesa con cercos de cerveza, se abría de repente un negro abismo entre los que quizá sobrevivieran y aquel hombre que, seguramente, ya estaba condenado.

Cuando Helmut llegó a Oranienburg, le rompieron la nariz y la mandíbula. Obligaron a un buen amigo suyo del sindicato de cajistas a hacer el resto. El amigo lloraba con amargura, pero lo golpeó hasta hacerlo sangrar. Lo último que supimos de Helmut fue que tenía cólera y limpiaba las letrinas del campo.

Cuando Hans y yo llegamos a casa aquella noche, la chaqueta de Toller estaba colgada en el respaldo de una silla de la cocina. Hans empezó a pasearse por la habitación, incapaz de sentarse.

—Ven a la cama —dije.

Pero él no podía parar de moverse.

—¡No podemos quedarnos aquí! —gritó. Tenía las manos abiertas, los dedos rígidos—. Aquí somos un blanco fácil. —Sus ojos estaban inyectados en sangre. Parecía a punto de romper algo—. ¡La guerra puedo soportarla! —vociferó sujetándose al brazo del diván verde—. Puedo soportar el barro, la oscuridad, la sangre, la batalla y la muerte. Pero esto, esta cosa invisible, esta espera… —continuó a voz en grito, y se dejó caer en el diván—. Somos inútiles. Los refugiados somos débiles. E inútiles.

Me acerqué a él, pero me lo pensé mejor y me senté en una silla. Cuando se emborrachaba, por lo general Hans era inofensivo, aunque en ocasiones pudiera ponerse sarcástico, y se reía fácilmente de sus propios chistes. Otras veces se debatía entre la autocompasión y el autodesprecio. Pero esa noche era diferente. El miedo hace que las personas se sientan más solas que nunca. Cuando las señala el dedo acerado de la muerte, se las separa de sus semejantes y se les muestra su particular final de los tiempos acercándoles a la cara una tarjeta que lleva su número anotado.

Se levantó de golpe.

—Nuestros esfuerzos son patéticos —estalló. Se precipitó hacia el recibidor e intentó abrir la puerta de la despensa donde Dora guardaba los documentos. Estaba cerrada con llave, como siempre—. ¿Lo ves? ¡Ni siquiera se fía de nosotros!

—No… —Fui a abrazarlo, pero me apartó.

—¿O debería decir de mí? —Sus ojos eran dos finas rendijas—. No se fía de mí. Lo que sea que guarda aquí dentro —golpeó la puerta de la despensa con el canto del puño— nos convierte a todos en objetivos. —Formó una pistola con dos dedos, la acercó a mi cabeza y luego a la suya—. Tú, Dora, yo, ¡paf!, todos somos objetivos.

—Vamos fuera. —Le tiré de la manga—. Por favor, vas a despertarlos.

En el balcón se quedó mirando la calle, de espaldas a mí. Cogí una silla. Al cabo de un rato, el ambiente cambió a su alrededor. Se volvió y me levantó la barbilla con dulzura.

—¿Tú no tienes miedo? —Escudriñó mi rostro, como si yo ocultara mi temor para no alterarlo más.

—Sí tengo miedo. —Aparté la cara de sus manos. Debí consolarlo; en cambio, dije—: No podemos no hacerlo. No podemos hacer otra cosa.

Se acuclilló delante de mí, con los antebrazos sobre las rodillas, mirando el suelo.

—Eres tan… —Apretó los dientes y sacudió la cabeza. Me estremecí—. Tan buena. —Entonces sus rodillas golpearon el suelo y profirió un terrible sonido animal, entre espasmos irregulares. Le brillaba la cara por los mocos y las lágrimas, y sus ojos eran dos agujeritos ardientes. Me dejó abrazarlo. Al cabo de unos minutos, tomó aire para decir algo.

—¿Qué? —pregunté. Hans tenía la cabeza apoyada en mi pecho.

—No… soy… nadie.

Entró, se sirvió un whisky, luego otro, y se puso a fumar en la cocina. Cuando nos acostamos, controló el ritmo de su respiración y fingió que dormía. No quería que lo tocara. Al final me dormí antes que él, el sueño precario y solitario de media cama.