—¿Seguimos trabajando? —pregunto. Clara tiene los hombros caídos. Parece confusa, lo cual es raro en ella—. Quizá prefiera estar con Joseph en estos momentos; lo entiendo —añado.
Niega con la cabeza. Clara conseguirá olvidarse por un rato de la preocupación por su hermano y seguir trabajando. ¿Qué otra cosa puede hacer?
—La siguiente vez que vi a Dora fue después de que mataran a Lessing —continúo. Le cuento que Hitler, tras dejarnos sin patria y arruinados por decreto, empezó a enviar escuadrones fuera del país. Clara se sorprende; otra cosa que no sabía.
»Es lógico —digo—. Apenas se informaba de esas actividades, y solo en la prensa de los refugiados políticos.
A Lessing lo asesinaron en agosto de 1933. Al día siguiente Dora vino a nuestra casa. Le abrió la puerta Christiane. Cuando oí la voz de Dora se me aceleró el corazón; me recompuse y ordené los papeles que tenía delante.
Christiane la invitó a entrar y nos dejó solos. Estaba al tanto de que Dora trabajaba con los clandestinos y de que para quienes no participaban en esas actividades era más seguro no saber nada.
Además, pese a que mis crueldades privadas pudieran parecer ilimitadas, no incluían torturar a Christiane con el amor que sentía por Dora.
Era la primera vez que la veía desde que se había ido a vivir con su prima. Tenía la piel bronceada; llevaba el pelo más corto, despeinado por detrás, como si acabara de levantarse, y se le había vuelto un lado del cuello de la blusa hacia dentro. Se paseó por la habitación frotándose las manos y hablando muy deprisa, sin mirarme.
—Tú estás en esa lista —dijo—. Y Goebbels te nombró en su discurso. Tienen a Von Ossietzky en Oranienburg, encontraron a Lessing y…
Me levanté para acercarme a ella, para tranquilizarla, pero sabía que no vendría a mis brazos. Fui hasta la ventana en saliente.
—Mira. —Di unos golpecitos en el cristal—. Tengo mi propio séquito. No se separa de mí.
—Muy gracioso —dijo, pero vino a mi lado para verlo: un individuo de baja estatura, con sombrero, el trasero apoyado en el murete de ladrillo que había al otro lado de la calle, un periódico doblado en una mano. Cuando informé de que había recibido anónimos, Scotland Yard me asignó un policía para que me siguiera a todas partes. El hombre parecía al mismo tiempo tenaz e inútil. Yo empezaba a sentir un poco de lástima por él.
—No parece nada del otro mundo —dijo Dora. Y mirándome a los ojos añadió—: Creo que nos están lanzando amenazas, Ernst. En los discursos. Estoy tan…
—En Inglaterra no se atreverán a hacer nada. —Le puse los brazos sobre los hombros.
—No. Supongo que no. —Parpadeaba muy deprisa y le temblaba la barbilla—. Pero cada vez me cuesta más creer que lo que están haciendo tenga límites. En ocasiones —me miró fijamente y apretó los labios— creo que no los tiene. —La luz que entraba por la ventana le daba en la sien, en el pómulo, en la barbilla.
—Mira, yo soy el Gran Toller, como tú dices. Me adoran.
Me asió la cara con ambas manos, bruscamente.
—Ojalá te lo creyeras.