Ruth

Este botoncito, inofensivo como el de una manta eléctrica, me suministra la petidina siempre que quiero. A las personas de mi edad no se molestan en racionársela. Après moi, le déluge!, como dicen los franceses. La sustancia me hace entrar y salir de partes de mi vida que parecen más reales que esta habitación. Por lo que me ha contado Bev, un adicto puede perder diez años de su vida buscando exactamente esto: el presente constante. Después, los que no han muerto despiertan en un mundo que ha continuado sin ellos; es como si al drogadicto no le hubiera pasado nada durante esos años, como si no hubiera envejecido ni crecido, y ahora tiene que ponerse al día —en los estudios o con las personas que amaba—, solo que el tiempo ha llevado a los demás a otra parte.

A veces acompañaba a Dora en sus paseos. El destino y el ritmo de sus pasos me indicaban de qué clase de paseo se trataba. Por las mañanas solía caminar deprisa, sus pies avanzaban por una pista invisible: dejaba atrás Coram’s Fields y Russell Square, rodeaba el Museo Británico y atravesaba Bloomsbury Square. No hablaba. Entonces yo sabía que estaba reflexionando sobre algún problema de estrategia o algún escrito. Creo que no se fijaba en nada de lo que había en la calle: ni en los colegiales que hacían cola para visitar el museo, ni en el hombre con la frente apretada contra el cristal de la cabina telefónica, ni en la mujer de la bicicleta con el cesto lleno que se tambaleaba y viraba bruscamente para esquivar a Dora, que había bajado del bordillo sin mirar.

Por las tardes, cuando ya tenía el trabajo hecho, paseábamos cogidas del brazo como dos hermanas y hablábamos de cualquier cosa que nos pasara por la cabeza, o no hablábamos. Esos paseos eran más lentos, más verdes: íbamos a menudo a Hyde Park o Regent’s Park. Un día de verano nos tumbamos en la hierba de Primrose Hill, la espalda curvada sobre el espinazo de la tierra. El cielo era de un azul pálido y uniforme. Si apoyabas la cabeza sobre el blando suelo y cerrabas los ojos, la ciudad entera desaparecía. El aire olía a miel y estaba cargado de semillas de diente de león, mosquitos diminutos que no podían sino danzar. Los ruidos nos llegaban escindidos de quienes los producían: la risa de una mujer, el gimoteo de un bebé, el gruñido de un animal del zoo. Notábamos cómo giraba el planeta.

Algo húmedo me golpeó en la axila: una pelota, seguida del morro de un desmadejado cachorro rubio con demasiada piel para un cuerpo tan pequeño.

—¡Muy bien! —dijo Dora riendo. Se incorporó apoyándose en un codo. Una vocecilla gritó: «¡Digby! ¡Digby!», y una niña con trenzas rubias y sandalias se detuvo resollando ante nosotras. Le faltaban varios dientes y tenía trasquilones en el flequillo, con el que evidentemente había estado experimentando con las tijeras. La niña se agachó, cogió al cachorro por el collar con una mano y con la otra le tiró de una oreja.

—¡Lo siento! —se disculpó, evaluándonos con la mirada. Al ver que no estábamos enfadadas, añadió con aires de importancia—: Es que lo estoy entrenando.

—Ya lo veo —repliqué. Satisfecha, la niña se dio la vuelta, lanzó la pelota y echó a correr.

—¡Críos! —Sonreí. Entrelacé las manos sobre el estómago y volví a tumbarme. Cerré los ojos. El sol estalló en mi interior: manchas rosas, naranjas y negras se deslizaban bajo mis párpados.

Entonces noté la mano de Dora, firme, en la parte baja de mi abdomen.

—¿Estás…?

Abrí un ojo. Dora me miraba con los párpados entrecerrados debido al sol. Dejó la mano sobre mi vientre.

—¿Qué?

—¿Que si…?

Era una pregunta de otro mundo, de otra vida. La miré a la cara. Estaba seria. Hasta parecía ilusionada. Volví a contemplar aquel cielo despejado y pensé en lo mucho que se había limitado mi futuro. Tener un hijo en medio de la locura que vivíamos me parecía inconcebible. Pero de pronto, en aquella tarde apacible de pelotas y perros y niñas desdentadas, los predadores, uniformados o no, conocidos aunque todavía secretos en la ciudad que se extendía fuera del parque, desaparecieron. ¿Por qué dejar que se llevaran eso también? ¿Por qué privarnos de hacer alguna adquisición para el futuro?

Dora seguía con la mano posada en mi vientre. Cuando volví a mirarla, tenía las cejas arqueadas y las comisuras de la boca hacia abajo en una parodia de gesto interrogante, y comprendí dos cosas: que ella no abrigaba esperanzas de salir de aquello y que sentía curiosidad por saber cómo sería el futuro sin ella. Ahuyenté la idea de mi mente.

Al ver que yo no decía nada, soltó una risita.

—Normalmente la respuesta es sí o no. —Apartó la mano.

—No —dije—. La respuesta es no.

Dora respiró hondo, como cansada de un tema tan trivial.

—Todo esto habrá terminado pronto. —Señaló con un ademán a su alrededor como quitándole importancia a nuestra situación—. Nos iremos a casa. Entonces podrás planteártelo.

Sonó la campana de un vehículo de emergencia, cada vez más fuerte conforme se acercaba. Me incorporé.

—¿Una ambulancia? —me pregunté en voz alta—. ¿Los bomberos?

—Algún honorable miembro del Parlamento se habrá olvidado la pipa. —Dora miró hacia el zoo—. O se habrá escapado algún animal afortunado.

La siguiente reunión del partido estaba programada para mediados de agosto. Le pregunté a la señora Allworth, como de pasada, si le importaría prepararnos una sopa.

—Estupendo —dijo. Estaba limpiando la superficie de hierro de la cocina con un trapo gris de franela. Volvió la cabeza—. ¿Cómo quedó la carne?

Confesé. Ella se volvió y me miró boquiabierta, como si de pronto viera confirmada su opinión sobre la incompetencia de las clases altas. Pero era una mujer bondadosa y allí estábamos nosotros, venidos a menos. Controló la expresión de su rostro y dijo:

—Sí, claro, puede pasar. —Su voz solo contenía un levísimo rastro de incredulidad.

Preparó una sopa de guisantes con jamón, verde, cremosa y aromática. Helmut estrechó la mano a todos, los hombros encorvados, su mata de pelo rojizo. El cardenal del ojo había adquirido un tono amarillo verdoso. Habían acudido Eugen, el chico y Mathilde, que entró por la puerta con un vestido negro de gabardina y una gran lata de galletas bajo el brazo. No esperábamos a Dora.

Acabábamos de sentarnos a tomar la sopa cuando la puerta principal se cerró de golpe y Dora irrumpió en la cocina. Llevaba el jersey puesto del revés.

—Mirad esto. —Sacó un telegrama del maletín y lo dejó encima de la mesa—. Están desnaturalizando a la gente.

—¿Cómo? —preguntó el chico. Yo tampoco la entendí.

—Es una lista de treinta y tres personas a las que Berlín ha convertido en apátridas por decreto. Por su oposición política —miró el telegrama— o por haber «vulnerado el deber de lealtad al imperio y al pueblo, además de perjudicar los intereses de Alemania». —Alzó los brazos; tenía la voz quebrada—. Se lo quedan todo (casas, pisos, coches), les quitan los títulos académicos, se incautan de sus cuentas bancadas, anulan sus pasaportes. Hacen que dejen de existir legalmente. —Le temblaban las manos. Se agarró al respaldo de una silla—. Toller y Bertie están en la lista.

¿Qué es de ti si las autoridades declaran que ya no existes y tú te empeñas en seguir existiendo?

Hans cogió el telegrama.

—¿Todos los que aparecen en la lista están fuera del país? —preguntó.

—Sí. —Dora vio que Hans repasaba los nombres—. Tú no sales —añadió.

Hans levantó rápidamente la cabeza. Se recuperó enseguida y compuso una sonrisa irónica.

—Qué raro. No sé qué habré hecho mal.

Dora comentó a los otros que a nuestro amigo Bertie, exiliado en Estrasburgo, le confiscarían sus pequeños ingresos provenientes de Alemania. El partido tendría que enviarle dinero desde aquella cocina.

—No es fácil —aseguró Mathilde—. Tampoco puede decirse que nos sobre. —Mathilde tenía la actitud sensata y práctica de una anciana niñera—. Debería venir aquí con nosotros. Tiene más posibilidades de encontrar apoyo en Londres que viviendo solo en Francia.

Dora se quedó mirándola.

—No me parece buena idea —dijo—. Además, su pasaporte ha caducado. No puede entrar ni salir de ningún sitio.

Dora no podía decir que, si Bertie iba a Londres, estaría demasiado lejos para obtener información del otro lado de la frontera alemana. La mejor arma contra los nazis quedaría silenciada.

Siempre había momentos en que teníamos que decidir si el trabajo que determinada persona desempeñaba para la causa compensaba el peligro que corría. Nos convertíamos en responsables del riesgo que dejábamos asumir a los demás. Es un síndrome que también debería tener un nombre.

En el West End un grupo de inmigrantes alemanes había creado un club de nazis y patriotas locales. Su líder, Otto Bene, era un vendedor de tónico capilar que había llegado a Gran Bretaña en 1927. Cuando se publicó la lista de los treinta y tres, ese grupo clavó en la pared del club fotografías de las personas que aparecían en ella. Sobre las fotos de Toller, Bertie y los demás, colgaron una gran pancarta escrita con letras rojas goteantes que rezaban: «SI VES A ALGUNO DE ESTOS HOMBRES, ¡MÁTALO! SI ES JUDÍO, ¡ANTES HAZLO SUFRIR!».

No sé por qué, pero nos resulta más difícil tener miedo de lo que podemos ver con nuestros propios ojos: en aquel caso, unos chicos con uniforme liderados por un furibundo vendedor de brillantina. El miedo crece mejor con lo que no puede verse, porque no nos gusta pensar que tememos algo que, al mismo tiempo, nos parece risible.

¿En qué nos convierte eso?

En ciegos.

Una mañana estaba en los muelles mirando cómo unos hombres descargaban sacos de amianto azul que pesaban más que ellos de un barco procedente de Wittenoom, en el otro extremo del planeta. Cuando los sacos les golpeaban la nuca, gruñían e intentaban afianzar los pies en el suelo. El polvo que escupía la arpillera formaba ondas en el aire alrededor de ellos. Me agaché con la cámara para fotografiar la escena a contraluz: la piel, el sudor, los tendones, las partículas suspendidas en el aire. Todas las mañanas, el amable señor Allworth me dejaba entrar en los muelles. Con el paso de las semanas, los hombres ni siquiera se fijaban en mí.

Cuando vi venir a Hans corriendo supe que pasaba algo. Recorrió todo el muelle sin detenerse. Cuando llegó a mi lado, estaba sin aliento.

—Han… matado… a Lessing —dijo entre jadeos.

Theodor Lessing, escritor, filósofo e iconoclasta, era famoso en la Alemania de Weimar. Su esposa Ada y él eran amigos de la familia de Dora.

—Le han disparado dos agentes. —Hans se dobló por la cintura y apoyó las manos en las rodillas—. En su casa.

Me quedé helada.

—¡Pero si se había marchado! Estaba en… —Se me quedó la mente en blanco.

—En Marienbad. Checoslovaquia.

Salí con Hans del muelle. Tenía la impresión de que debíamos movernos, de que debíamos hacer lo que fuera menos quedarnos quietos.

Cuando llegamos a la calle, una mujer con una estola de zorro nos preguntó educadamente cómo se iba a la mercería Redman’s, pero no pudimos ayudarla. Le pedí disculpas mirando sus ojillos castaños, redondos y brillantes como los del animal que se mordía la cola alrededor de su cuello. Habría podido tocar su brazo enguantado, habríamos podido ir juntas a comprar cintas, tomar el té, hacernos amigas. Quizá habríamos llegado a contarnos historias de peatones desorientados, desengaños de alcoba y taxidermia, pero yo nunca estaría tan a salvo como ella.

Durante la guerra, cuando éramos niños, habíamos conocido las catástrofes de la fe: en Dios, en la nación, en nuestros líderes. Theodor Lessing, que era una generación mayor que nosotros, era quien les había arrancado el velo para mostrarnos a qué intereses servían. Decía que la religión era «la publicidad de la muerte». Últimamente examinaba el atractivo de lo irracional en la vida política, centrando su análisis en el fascismo. Los nazis lo odiaban por eso más incluso que por ridiculizar a Dios. Ada y él habían huido a Checoslovaquia cuando los nazis llegaron al poder.

Unas semanas antes del asesinato de Lessing, los periódicos alemanes habían anunciado que el gobierno ofrecía una recompensa de ochenta mil marcos imperiales a quien lo secuestrara y llevara de vuelta a Alemania. Dora se reía cuando nos enseñó la carta que Lessing le había escrito sobre aquella noticia. Con su mordacidad característica, decía que durante toda su vida había sido víctima de comentarios despectivos sobre su cabeza —cerebro, chiflado, cabezota— y que nunca había podido ganarse la vida con ella. «Quién iba a decirme —escribía— que al final tendría tanto valor».

Cuando llegamos a casa, la puerta del dormitorio de Dora estaba abierta. Vi los papeles de siempre alrededor de la cama y al pie de la mesa, y la oímos trajinar. Hans y yo nos miramos sin saber qué decir.

Dora salió con los brazos cargados de documentos. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Es horrible —dije—. Lo siento.

—Esto no es más que el principio. —Pasó a nuestro lado y abrió con su llave la despensa del recibidor. Había trasladado nuestros artículos de escritorio al armario de la cocina y empezado a usar la despensa, que se cerraba con llave, para guardar los documentos. La abrió y dejó los papeles con fuerza sobre el estante. Algunos cayeron al suelo.

—El principio —repitió Hans con voz ausente mientras se agachaba para ayudarla a recogerlos. De repente se paró—. Supongo que el gobierno checo hará algo. Elevará una protesta internacional, ¿no?

—Lo dudo —repuso Dora cogiendo los papeles que Hans tenía en la mano—. ¿Y qué le importa a Hitler que el gobierno checo proteste? Están haciendo correr la voz de que el asesinato es fruto de las luchas internas, los izquierdistas.

Hans recogió otro papel del suelo. Era la lista de las personas convertidas en apátridas.

—Lessing ni siquiera figuraba aquí —comentó como si hablara solo.

La voz de Dora sonó cortante desde el fondo de la despensa:

—Supongo que para eso tienen otra lista, ¿no crees?

Hans abrió mucho los ojos. Se había sentido herido en su orgullo al no recibir el «honor» de la expatriación, pero de pronto lo aterraba la posibilidad de estar en esa otra lista secreta. Advertí cómo apartaba la idea de su mente. Dora siempre lo sorprendía pensando en sí mismo.

—Tenemos que sacar a Bertie —dijo Hans—, o él será el siguiente.

—¿Crees que no lo he pensado ya? —chilló Dora. Hans y yo nos miramos y, sin decir nada, decidimos dejar el tema para más adelante.

Durante los días siguientes conocimos más datos sobre la muerte de Lessing a través de amigos exiliados en Praga. Había sido un asesinato profesional. Un falso vendedor de biblias se había presentado en la casa para reconocer el terreno; un supuesto antiguo conocido con acento de Hamburgo, al que Lessing no recordaba, se le había acercado en una cafetería, presuntamente para asegurarse de que reconocería a su presa cuando llegara el momento. Después de cenar Lessing subió a su estudio del primer piso, en la parte trasera de la casa. Le dispararon dos tiros con dos pistolas diferentes a través de las ventanas. A la mañana siguiente se encontró una escalera de ocho metros apoyada contra la pared de la casa. Ada estaba en la planta baja cuando sucedió.

Mientras Lessing se desangraba sobre el escritorio, los asesinos huyeron al bosque, donde al día siguiente los perros perdieron su rastro. Debían de tener un coche esperando para llevarlos al otro lado de la frontera, donde los aguardaban sus jefes.

Ni siquiera recuerdo cómo se llaman las enfermeras, y agradezco que lleven un distintivo con su nombre. Pero sí recuerdo el apellido de los asesinos de Lessing: Eckert y Zischka. Los había enviado Ernst Rohm, el jefe de la policía política de Hitler, las SA. Tras la guerra encontraron a Eckert y lo juzgaron. Afirmó que su intención era secuestrar al filósofo, pero que, «como siempre se torcía algo, se cambió el plan». La orden de asesinarlo procedía directamente de Berlín.

A la mañana siguiente de recibir la noticia, Dora se levantó mucho más pronto de lo habitual y puso huevos a hervir. Tenía los ojos enrojecidos. Un hombre al que yo no había visto nunca estaba sentado a la mesa de la cocina, leyendo.

—Buenos días —me saludó, y reanudó la lectura. Al cabo de un momento se lo pensó mejor y cerró el libro. Sin mirarme, enderezó los cubiertos que tenían delante hasta colocarlos simétricamente y situó el salero y el pimentero a la misma distancia de su plato y del mío. Cuando Dora le puso el huevo en el plato, el hombre le dio unos golpecitos con mucha cautela.

—Normalmente —anunció al ver que la yema se había solidificado— me gusta que cuezan tres minutos.

—Lo tendré en cuenta —dijo Dora con calma.

Tras enterarse de la muerte de Lessing, Dora había telefoneado a Fenner, que no había podido acudir. Luego llamó a aquel hombre, el profesor. No dudo que el profesor despertara el deseo de Dora, pero aquello no tenía nada que ver con el romance. Tenía que ver con la necesidad de aferrarse a la vida.

En Alemania yo había oído hablar de Wolfram Wolf, pero el hombre que tenía ante mí no era como había imaginado. Tenía la cara alargada, como de irlandés, y un bigote oscuro y muy bien recortado. Llevaba un cárdigan de mohair verde claro abrochado hasta arriba y unos pantalones con la cintura muy alta; su trasero cubría por completo el asiento de la silla. Wolf había sido profesor de derecho antes de obtener cierta fama como ministro de Justicia del breve gobierno de coalición entre comunistas e independientes en Turingia, en 1923, antes de que Berlín enviara al ejército para arrebatarle el poder a la izquierda. Quizá el dramático final de su única incursión en la política le hubiera hecho volver corriendo a la universidad, bajo las sábanas grises de la teoría. Su mujer, una pedagoga prominente, estaba en Dinamarca montando una escuela progresista. Wolf tenía unos cincuenta años.

—Dice Dora que eres fotógrafa. —Wolf dejó la cuchara en el plato y esbozó una brevísima sonrisa mirándome por encima de las gafas de media luna. En su afirmación detecté un desafío oculto a llamarme a mí misma fotógrafa, como si eso implicara la presunción de un conocimiento de la forma y la estética que era imposible que yo tuviera.

—No exactamente —repuse—. Estudié para maestra. La fotografía es un hábito. Bueno, ya sabes: un hobby. —Me aturrullé—. Algo que puedo hacer mientras estoy aquí. Cuando volvamos, daré clases.

—Claro —dijo Wolf. Hablaba en voz tan baja que había que inclinarse hacia él, como en señal de respeto a las delicadas perlas de sabiduría que, a su debido tiempo, pudieran desprenderse de sus labios. Miré a Dora en busca de solidaridad, o quizá de una risa, pero ella leía el periódico con detenimiento.

A medida que conocía a Wolfram Wolf —porque cada vez era más frecuente encontrarlo sentado a la mesa del desayuno—, su superioridad adquiría forma. Habríamos podido reservar una silla para su superioridad. Wolf hacía que sintiéramos que el grandioso e inexorable desarrollo de la historia apenas podía verse afectado por el reparto de panfletos, la recaudación de dinero, los artículos de prensa. De hecho, su teoría dejaba de lado nuestra realidad, hasta el punto de que parecía que la vida que llevábamos ya perteneciera al pasado.

Yo veía su superioridad como un intento de banalizar el coraje de nuestras acciones para no tener que dar cuenta de su propio apocamiento. Wolf escribía pero no había publicado nada desde que estaba en Londres; su esposa lo mantenía desde Dinamarca… ¡él no corría ningún riesgo! Creo que tenía que armarse de valor para pasar las noches en nuestro piso en compañía de unos activistas que eran ilegales no solo en el Reich, sino también en suelo británico.

La siguiente vez que lo vi a la hora del desayuno, se puso a pontificar sobre «la falta de coraje de los líderes socialistas». Me pareció una desfachatez teniendo en cuenta que, con la simple mención de la señora Wolf, aparecían en su frente pequeñas gotas de sudor.

Cuando se marchó, empecé a fregar los platos. Se había comido un huevo y tres tostadas y había dejado el plato limpio.

—Ahora lo entiendo —dije delante del fregadero—. En teoría el profesor ama a toda la humanidad. Lo que pasa es que nosotros, como ejemplares individuales, resultamos muy decepcionantes.

—No te metas con él —dijo Hans sin acritud. Estaba poniéndose el abrigo para ir a la biblioteca—. Solo intenta salir adelante, como todos nosotros.

Dora sonrió y bajó el periódico que estaba leyendo. Había llegado a la conclusión de que por alguna extraña razón me roían los celos, y por eso se mostraba exageradamente paciente conmigo. Yo no estaba celosa. Lo que pasaba era que no quería que mi prima se dejara engañar con tanta facilidad.

—Es cierto que Wolfram —dijo—, aunque tiene una visión general, es muy particular.

Cuando Hans cerró la puerta del piso tras de sí, Dora me habló con el susurro guasón que a veces utilizaba para mitigar mi mal humor.

—Muy particular, la verdad. Después de tener relaciones sexuales se limpia el pene. —Volvió a levantar el periódico—. Desde la base hasta la punta.

Ninguna mujer puede estar locamente enamorada de un hombre y decir algo así de él, ¿verdad? Tras oír ese sórdido detalle no me pareció necesario seguir mostrándome diplomática.

—Dime —sacudí un poco la cabeza sobre el fregadero—, ¿qué te atrae de él?

Dora volvió a bajar el periódico y adoptó un tono respetuoso y serio. Me explicó que en su magnum opus Wolf había reinterpretado la teoría comunista para que Alemania no tuviera que seguir ciegamente a Moscú; para que una variante nacional y autónoma de una sociedad más justa pudiera echar raíces en suelo alemán. Los rusos gobernaban una nación de campesinos, y lo hacían con el látigo. Pero Alemania era el país más avanzado de Europa; nosotros necesitábamos una versión más compleja e inclusiva del socialismo. Según Wolf, el fascismo y el bolchevismo engañaban a la clase trabajadora, y educar a las masas era la única forma de protegerlas. Su obra demostraba que era un verdadero genio, me aseguró Dora, y muy sensible con los problemas del pueblo. Pero Moscú había castigado su apostasía obligándolo a dejar el partido.

—Ahora es un lobo solitario —concluyó—, igual que yo.

El padre de Dora, hombre paciente y brillante, le había inculcado lo emocionante que resultaba que alguien te explicara el mundo de nuevo. Los enamoramientos de mi prima por lo general implicaban la exploración intelectual: nuevos mundos revelados, la transformación del existente a base de imaginarlo distinto. Yo quería gritarle: «¡Pero si tú no estás sola!».

Ahora bien, ¿quién puede competir con las luces que brillan en nuestro interior?