Son las ocho de la mañana. Últimamente da dos toques en la puerta y entra sin más.
Clara me tiende el New York Times con mano temblorosa. Su voz refleja zozobra.
—El barco de Paul ha llegado al puerto de La Habana, pero Cuba no lo deja atracar. El gobierno exige muchísimo dinero. ¿De dónde van a sacarlo? No sé…
Cojo el periódico. El titular reza «Barco de refugiados a la vista». Clara no puede esperar a que lea la noticia.
—Iban a quedarse en Cuba como turistas hasta que recibieran el visado para viajar a Estados Unidos. —Percibo su esfuerzo por controlar la voz, por convertir todo esto en un asunto racional de permisos de entrada comprados y pagados, por convencerse de que el mundo es razonable y de que sus temores tienen que ser infundados—. Paul tiene un documento de desembarque, mis padres lo compraron junto con el pasaje. Pero ahora el presidente cubano los ha anulado todos. No entiendo…
—Les darán el visado —afirmo—. O algún tipo de permiso.
Clara se aprieta la nariz con dos dedos, cierra los ojos y traga saliva.
—No pueden rechazar a todo el pasaje de un barco —digo—, ¿no le parece?
Sonríe un poco, como si, en efecto, fuera una idea absurda y catastrofista. Luego su rostro vuelve a ensombrecerse.
—Hay cartas al director —dice señalando el periódico— en contra de dejarlos desembarcar aquí si Cuba no los acepta. Dicen que no hay suficientes empleos para los de nuestra clase…
—¿Hay también cartas a favor?
—Creo que sí. —Se sienta y estira un hilo suelto que encuentra en la manga—. Los de nuestra clase —repite.
—No haga caso de esas cosas —digo—. Yo también escribiré una carta. Podemos hacerlo ahora mismo.
Leo el artículo por encima. Hay una fotografía del Saint Louis en el puerto de La Habana. Tiene un aire inesperadamente festivo, con una tira de banderines tendida de proa a popa. Pero está rodeado de un cordón de barcos de la policía. Detrás hay pequeñas embarcaciones desde las que los parientes y amigos que ya se han salvado saludan con la mano a sus seres queridos. Según el artículo, el Comité Conjunto de Distribución Judío Americano va a desplazarse hasta allí para tratar de negociar con el gobierno cubano una solución al problema de los refugiados. El gobierno de Estados Unidos guarda silencio. Los canadienses se han negado de plano a aceptar a los refugiados. Y en Europa Hitler saca el máximo partido a la situación y dice que si el mundo entero se niega a aceptar a los judíos, ¿cómo pueden culpar a Alemania de su destino?
Escribimos una carta abierta al presidente apelando a la fraternidad internacional y a nuestra propia humanidad. Escribo: «Tener la oportunidad de salvar a alguien y negarse a hacerlo debe de ser, en cualquier religión, un pecado capital…».
Después de mecanografiarla Clara llama a un botones para que la lleve al periódico. Cuando vuelve a sentarse, respira hondo y se alisa la falda sobre las rodillas.
—¿Cree que las cartas sirven de algo? —me pregunta. En sus ojos se reflejan el dolor y la esperanza.
Extraigo tanta fuerza como puedo de algún lugar dentro de mí: del actor, del orador, del vendedor de esperanzas y del charlatán.
—Sí —respondo—. Sí, creo que sirven.