Pago el pastel y desde Bondi Junction bajo por el agreste barranco de Trumper Park, con sus enredaderas, el canto de las ranas y la oscuridad que lo envuelve. Otros veranos usaba un palo para ahuyentar a las serpientes que encontraba en el camino, pero ahora me sirvo de la muleta. Encuentro los gastados escalones de arenisca y desciendo por ellos de costado, como una araña de cuatro patas. Salgo a New South Head Road, cojo el autobús y después de cinco paradas me apeo en Rose Bay.
Esta es la bahía más perfecta del planeta. Las embarcaciones de recreo cabecean ligeramente amarradas a sus boyas. Detrás de ellas, el hidroavión del servicio de enlace ameriza dejando un delicado surco de espuma en la superficie del agua. Más allá, el puerto está poblado de barcos con la vela desplegada, todo es azul claro y velas blancas a las que el viento da la misma forma y dirección, como la esperanza. ¿Cómo la esperanza? Mi trastornada, trastornada mente.
Me detengo en el paseo a contemplar el lugar. Al otro lado de la bahía, un ferry de líneas elegantes se desliza silenciosamente hacia el muelle. Sin esos aparatos en mis oídos, el mundo está mudo. Un joven con el torso desnudo corre hacia mí. Por la cinturilla de sus pantalones asoma un tatuaje con forma de araña; ¿será un signo de algún tipo? ¿Celta? ¿Rúnico? ¿«Ven aquí» o «Ten cuidado»? Bien sabe Dios que nunca he sabido distinguirlos.
A mis pies, un geco se mueve a sacudidas intermitentes. Un niño pequeño sube de la playa corriendo por la rampa con algo en las manos. No oigo lo que dice hasta que llega a mi lado. «¡Es una medusa azul! —grita, tan contento como si la hubiera creado él mismo—. ¡Mira! ¡Una medusa azul!». En sus manos se bambolea un animal marino perfectamente transparente. Es tan translúcido que veo debajo los deditos ahuecados del niño. ¿Cómo es posible que eso tenga vida? Necesito sentarme.
Esta es una zona residencial, con grandes casas antiguas y apartamentos de lujo. Excepto el edificio de la esquina, un hotel de color rosa con mesas y sillas delante bajo las higueras. Pulso el botón y espero. En lo alto de una farola se ha posado un pelícano enorme y esponjoso. Observo los cuatro carriles de la calzada, por donde los ricos circulan veloces en automóviles alemanes.
Cuando cambia el semáforo, bajo de la acera, pero no llego muy lejos. Mi tacón provisto de alza roza el bordillo, el otro no encuentra dónde agarrarse y el tiempo… se hace… pedazos. Me da tiempo a respirar, e incluso, mientras me precipito hacia el suelo, a preguntarme qué voy a romperme. Hay demasiado cielo, la tierra se cierra de golpe, mis extremidades son inútiles como cerillas.
Quedo tendida sobre el asfalto. Al principio me dan miedo los coches. Luego cierro los ojos.
Cuando vuelvo a abrirlos, todavía estoy aquí. Hay una mujer de pie a mi lado. El viento agita su rubio cabello. Detrás de ella, sobre la calzada, se encuentra mi peluca, a la que está a punto de atropellar un 4 X 4. Un neumático la roza; la peluca se desliza como si tuviera vida y se detiene de nuevo sobre las líneas blancas que hay en el centro de la calzada.
Un día corrí siguiendo unas líneas blancas.
Miro a la mujer. Lleva a una niña de cuatro o cinco años cogida de la mano. Tiene la otra mano alzada para detener a los coches que circulan por este carril.
La niña me observa con curiosidad, sin miedo. No la asusta el desastre que tiene ante sí: una vieja esmirriada y medio calva con sangre en los ojos y una sola pierna hábil que, enganchada todavía a una muleta metálica, se debate sobre el asfalto sin poder levantarse. Los coches forman una cola detrás de mí. Me siento culpable del atasco. Alguien se apea de un vehículo y se pone a hablar por su teléfono móvil. Se le han salido los faldones de la camisa, que ondean movidos por la brisa que viene del mar.
La mujer se muerde el labio.
—¿Puede sentarse? —me pregunta—. ¿Quiere que la ayude?
La niña sigue mirándome, seria y distante como si este fuera tan solo uno más de los numerosos e insólitos sucesos que presencia a diario.
—Yo… yo…
Cuando despierto me encuentro en un hospital y me han dado algo que le quita importancia al mundo. Me siento increíblemente feliz. La enfermera es una mujer alegre, una fiesta en sí misma, con cintas, tarjetas con banda magnética y llaves tintineantes colgadas del cuello. Me dice que solo tengo que apretar un botón del gotero si creo que necesito más.
—¿Más qué? —Lo aprieto antes de que pueda contestarme y la sustancia se desliza, fría y agradable, hasta mi brazo.
—Petidina. —Me coge una mano—. De la familia de la morfina. No solo elimina el dolor —añade con una sonrisa—, sino incluso el recuerdo del dolor.
La miro de reojo. ¡Pero si yo todavía no he terminado con ellos! Soy un recipiente de recuerdos en un mundo de olvido.
Cuando se marcha me miro el brazo. Por encima de la muñeca llevo una cánula sujeta con esparadrapo a la piel.
Dora tomaba morfina de vez en cuando, con discreción, como quien bebe whisky para relajarse. Empezó a consumirla después del aborto, antes de casarse, pero siempre lo controló. No consideraba necesario esconderla. En Great Ormond Street siempre había unas ampollas en un estante del armario del cuarto de baño.
Estaba sentada en la cocina del piso de Bloomsbury, sin apenas respirar. Una mosca recorría el borde de una taza de té y arrojaba al interior una surrealista sombra de largas patas. Yo la enfocaba cuidadosamente con la cámara; quería capturarla antes de que el ruido del obturador la ahuyentara. La mosca levantó las dos patas traseras y se las frotó con una especie de júbilo disléxico. Hans estaba en la biblioteca.
Sonó un timbrazo. La mosca desapareció.
Nuestro número de teléfono era Holborn 7230, pero no aparecía en el listín, de modo que nadie podía llamarnos a menos que se lo hubiéramos dado. Descolgué el auricular y solo oí el tono. Entonces caí en la cuenta de que lo que había sonado era el interfono de la puerta principal, que habían instalado para avisar al conserje si había que dejar algún paquete o si algún vecino se había dejado las llaves en casa.
—¿Diga?
—Soy yo —dijo ella.
—Voy a ver si sé abrir. —Hans y yo teníamos llave, de modo que nunca había utilizado el portero automático. Empecé a apretar botones.
—¿Por qué no bajas?
Dora estaba en el umbral, entre un maletín que yo sabía que era de Hans y el pesado estuche de una máquina de escribir. Vestía pantalones, un suéter de cuello vuelto y una chaqueta que parecía de hombre, aunque bien podía ser que sencillamente le quedara grande. Llovía.
—Necesito mi propio espacio —dijo—. ¿Puedo quedarme aquí? —Tenía los ojos enrojecidos e hinchados.
—Eso ni se pregunta. —Le di un abrazo.
Dora no había dormido bien últimamente. Aquella primera noche tomó Veronal y durmió hasta la mañana. A la hora del desayuno entró en la cocina con un pijama color burdeos de Toller y se sirvió un café. Abrió otro sobre de medicamento y lo vació en la taza, golpeándolo con el índice para que cayera hasta el último grano de los polvos.
—Esta tarde ya estaré recuperada —dijo, y se volvió a la cama. Dominaba las dosis del medicamento a la perfección: si tomaba demasiado de golpe, se sumiría en un sueño permanente; por eso repartía la dosis en dos tomas.
Por la tarde despertó chispeante y con buena cara, y se marchó a una reunión de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad. Hans y yo fuimos al cine a ver King Kong, que acababa de estrenarse; vimos cómo el monstruo trepaba hasta lo alto del edificio y bramaba al mundo.
A partir de ese día vivimos los tres en el último piso del número 12 de Great Ormond Street, esquivándonos, rodeándonos y queriéndonos unos a otros, cada uno a su manera.
Cuando no estaba durmiendo o en compañía de algún hombre, Dora trabajaba. Hablaba inglés con fluidez —lo había estudiado en el colegio y había pasado temporadas en Gran Bretaña—, y por eso muchos refugiados venían a verla al piso para pedirle ayuda. Ella les traducía los documentos que certificarían su identidad ante las autoridades británicas y escribía cartas suplicantes dirigidas al Ministerio del Interior. A través de Fenner Brockway conoció a otros miembros izquierdistas de la Cámara de los Lores, con uno de los cuales, lord Marley, que presidía el Comité de Ayuda a las Víctimas del Fascismo Alemán, trabó buena amistad.
Dora no tardó en convertirse en la refugiada mejor relacionada de la ciudad. Tenía fama de poder arreglar cualquier problema con la impenetrable administración británica. Bajo seudónimo, escribía artículos sobre prisioneros políticos y el rearme alemán para el Manchester Guardian. Trabajaba por la liberación de los presos políticos del Reich y en la campaña a favor de que se concediera el premio Nobel de la Paz a Cari von Ossietzky. Ayudaba a Toller a redactar sus discursos y su extensa correspondencia. La mayor parte de estas tareas no eran remuneradas, pero conseguía reunir algún dinero de los comités, de sus artículos periodísticos o de su trabajo con los pocos refugiados famosos que, como Toller, todavía podían pagar. A veces me pedía un cheque para salir de un apuro. Casi siempre se lo entregaba a alguien a quien consideraba más necesitado. El dinero simplemente pasaba por sus manos; ella vivía de aire, migas, humo y esperanza.
Pese a todo ese trabajo y a toda esa gente que reclamaba su energía, jamás la vi ponerse nerviosa. Como suele ocurrir con las personas que trabajan sin parar, daba la impresión de que, paradójicamente, siempre tenía tiempo. En su presencia los demás se tranquilizaban, el pánico parecía infantil, o cuando menos improductivo. Yo veía cómo refugiados desesperados y alicaídos recobraban en nuestra cocina su identidad perdida de activistas, políticos, poetas o periodistas mientras ella los escuchaba en silencio, con los dedos de los pies apoyados en un travesaño de la silla y un cigarrillo entre el índice y el pulgar. Se recuperaban gracias a la fe laica de Dora: su convicción de que siempre se podía hacer algo.
La hiperactividad de Dora nos ponía en evidencia a Hans y a mí. Si bien yo era feliz explorando la ciudad con mi cámara y realizando pequeños trabajos para los comités de ayuda, él estaba malhumorado y apático. Por eso le propuse que ofreciéramos nuestro piso para celebrar las reuniones del Partido de los Trabajadores Socialistas en el Exilio. Creí que así nos sentiríamos los dos más implicados, o al menos él. Otros miembros de nuestro pequeño partido habían acabado también en Londres, y les gustaba seguir viéndose. Empezamos a reunimos los martes por la noche en nuestra cocina; yo redactaba las actas con la máquina de escribir de Hans. Descubrí que estar detrás de la máquina de escribir me gustaba casi tanto como estar detrás de la cámara; me proporcionaba un propósito y una protección.
El primero en cruzar la puerta siempre era Helmut Goldschmidt, un cajista de Mainz. Helmut era muy corpulento, e inflamable e impulsivo como un oso. Tenía el pelo rubio rojizo, pestañas incoloras y un grueso labio inferior que le colgaba si se le olvidaba cerrar la boca. Antes de la guerra había sido aprendiz de techador, pero después se aficionó a los libros y cambió de oficio. Cuando se hacía un silencio durante la reunión, cogía un libro, lo sopesaba como si fuera una granada y declaraba: «¡Una idea es un arma para cambiar el mundo!».
Hans me miraba y ponía los ojos en blanco ante aquellas exhibiciones de fervor, pero no podíamos ser exigentes con nuestros afiliados. Helmut siempre nos llamaba «camaradas» y se descalzaba nada más entrar en el piso.
También venía nuestra amiga Mathilde Wurm —la antigua jefa de Dora—, que a menudo traía un cesto con queso y pan moreno, infusiones de hierbas y su labor de punto. Mathilde había sido una política inquebrantable, pero viéndola de pie en el umbral, con sus zapatos cómodos y el cesto lleno de provisiones, daba la impresión de que lo que más necesitaba ahora nuestro movimiento era alimentarse y vestirse debidamente, tras lo cual la tarea de cambiar el mundo vendría por sí sola. También acudían a las reuniones Eugen Brehm, un callado librero con gafas de Berlín, y un chico rubio y bajito de cutis amarillento que siempre tenía hambre y cuyo nombre no recuerdo.
La directiva del partido se había instalado en París. Nosotros formábamos un destacamento con tres tareas asignadas. La primera era recaudar dinero que el partido enviaría a Alemania para los miembros en la clandestinidad que necesitaban alimentos, y para los que estaban en la cárcel o en campos de concentración y necesitaban una defensa legal. No estaba muy claro qué teníamos que hacer para recaudar ese dinero, aparte de plantarnos en una esquina con una lata (actividad por la que nos habrían detenido). De momento la mejor idea que se nos había ocurrido era crear un boletín donde contaríamos lo que sucedía en Alemania y cobrar a los suscriptores.
La segunda tarea consistía en tratar de alertar a la población británica de lo que sucedía en realidad en nuestro país. Gran Bretaña debía entender la amenaza que representaba Hitler, no solo para los alemanes, sino también para el resto de Europa. Pero esa era asimismo una «actividad de carácter político», por la que podían deportarnos y enviarnos a una muerte segura. Presionar a los parlamentarios, publicar artículos en la prensa británica, incluso nuestra relación con el partido británico hermano del nuestro, el Partido Laborista Independiente, entrañaban la amenaza de expulsión.
Nuestra tercera tarea era imprimir panfletos y conseguir introducirlos en Alemania. El chico era el que tenía mejores ideas sobre cómo hacerlo: podíamos imprimirlos, en letra minúscula, en papel de seda con el que forrar cajas de puros o en papel encerado para envolver pastillas de mantequilla inglesa, o, más osado aún, meterlos dentro de los panfletos nazis. Hitler podía haber amordazado a la prensa, pero nosotros creíamos que el pueblo, una vez debidamente informado, entraría en razón y preferiría su libertad. (Resultó que subestimábamos la liberación de la propia identidad que ofrecían los nazis, el atractivo de la pertenencia ciega y el objetivo común).
Todas esas tareas —publicar un boletín para recaudar dinero, alertar a los británicos y componer los panfletos— dependían de que tuviéramos fuentes dentro de Alemania que nos proporcionaran información actualizada. Pero no las teníamos. Contábamos tan solo con que los refugiados que llegaban nos contaran lo que habían oído y con interpretar lo que aparecía en la prensa. Al final decidimos refundir esa mezcla en nuestro boletín y en los panfletos.
En las reuniones reinaba un miedo latente que nos volvía irritables e indecisos. Estallaban fácilmente peleas sobre el pasado; el presente y el futuro eran demasiado pantanosos para navegar por ellos. Perdíamos el tiempo discutiendo sobre qué facción izquierdista —los socialdemócratas, los comunistas o nuestro pequeño partido— era más responsable de la victoria de los nazis en febrero. El chico divagaba, incansable, sobre tinta invisible, buzones y perros con un barril colgado del collar. Pero nuestro principal problema seguía siendo cómo obtener información de Alemania. Sencillamente no contábamos con los contactos necesarios. Estábamos atascados. En las dos últimas reuniones, ni siquiera habíamos logrado decidir qué nombre pondríamos al boletín.
Dora no asistía a esas reuniones. Había abandonado el partido en enero, antes de las elecciones, argumentando que su existencia dividiría aún más el voto contra «ese pequeño bruto rabioso». Como siempre, tenía razón.
Y a mediados de 1933 participaba en algo de mayor envergadura. Dora lo llamaba «el contrajuicio», pero oficialmente se denominaba Comisión Investigadora del Incendio del Reichstag. Iba a ser un acontecimiento espectacular: un simulacro de juicio en Londres ante un tribunal de jueces ilustres de diversas nacionalidades. En apariencia se trataba de examinar las pruebas contra el pobre desgraciado de Van der Lubbe y los otros acusados de incendio con el fin de desacreditar su inminente juicio en Alemania y, con suerte, salvarles la vida. Pero el verdadero propósito era sentar en el banquillo a los propios nazis: demostrar los inicios terroristas del régimen con el incendio y la dura represión posterior. Creíamos que de ese modo Gran Bretaña no podría continuar haciendo la vista gorda con Hitler ni apoyándolo tácitamente.
Dora no podía hablar de su trabajo, pero yo sabía que estaba utilizando a sus contactos en la clandestinidad para sacar de Alemania a los testigos y llevarlos a Gran Bretaña. Una vez estaba tan emocionada que se le escapó que había conseguido convencer al exdirector de la policía de Berlín —que había supervisado la investigación del incendio— de que fuera a Londres. Se pasaba las noches traduciendo al inglés el testimonio de esos testigos para los jueces.
Gracias a su amistad con lord Marley, Dora se había asegurado de que el juicio obtuviera el apoyo de las altas esferas británicas. Lord Marley era atractivo, serio y perseverante, con grandes ojos oscuros bajo una frente prominente, bigote negro como el azabache y una corpulencia considerable. Su hoja de servicios durante la guerra era impresionante, si bien nunca hablaba de ella, y después se había unido a diversas causas difíciles, pero como si no lo hiciera por motivos de conciencia, sino simplemente porque había que «arrimar el hombro y hacer lo que se podía». Era un hombre de profunda tenacidad y profundos principios: había intentado cinco veces sin éxito salir elegido diputado (al final le concedieron el título de lord e ingresó en la Cámara de los Lores, que él describía, con un destello en los ojos, como «un museo, con sus piezas disecadas»), y solo tras cuatro visitas a nuestro piso accedió a dejar de llamarme doctora Wesemann, pero a condición de que yo lo llamara a él Dudley. Debido a la ayuda que prestaba a los refugiados, últimamente los periódicos habían empezado a calificarlo de «amante de los judíos». «Como insulto no es gran cosa —me dijo un día con una sonrisa mientras desayunábamos—, ¿verdad?».
Una tarde de principios de agosto, Dora nos dijo: «Esta noche me quedaré en casa, así que podría asistir. A vuestra reunión. Si os parece bien».
Yo me alegré, pero a Hans no le hizo ninguna gracia. En Berlín él conocía a todo el mundo, estaba al corriente de las noticias y los cotilleos antes de que llegaran a los periódicos. En Londres, Dora tenía contactos excelentes, mucho mejores que los que él jamás llegaría a tener. Eso le hacía revivir la rivalidad de aquellas primeras reuniones en Munich. Y, peor aún: la inseguridad pueblerina que lo había perseguido durante la infancia, la sensación de que la vida real se hallaba siempre en otro sitio y se desarrollaba al margen de él.
—Se digna venir —masculló mientras se ataba los cordones de los zapatos en nuestra habitación—. Qué emoción.
—No seas antipático —dije—. No puede perjudicarnos.
Últimamente me había fijado en que Helmut empezaba a adquirir ese aspecto demacrado y grisáceo de quienes vivían a base de «té y dos rebanadas»: el pan y la margarina que repartían en los asilos de pobres. Incluso entre los exiliados socialistas había una especie de orgullo y todos fingíamos no reparar en que Helmut pasaba hambre. No obstante, Hans y yo decidimos que en nuestras reuniones habría comida. La última vez Mathilde había traído pastel de carne y ahora me tocaba a mí.
Yo nunca había cocinado. La señora Allworth me dio una receta que «hasta el más inútil» sabría preparar. «Se mete un pedazo de ternera en el horno —dijo—, a fuego medio, durante cuarenta y cinco minutos, se deja descansar diez minutos y se añaden las patatas. No puede fallar».
Hice lo que me había indicado, y cuando llegaron los demás percibieron en el piso un intenso olor que era nuevo para nosotros: el olor a carne de ternera inglesa.
Helmut apareció con un ojo a la funerala; tenía la cuenca de color berenjena, con los bordes amarillentos, y el párpado rojo e hinchado.
—Dios mío —dijo Matilde dejando a un lado la labor de punto.
—Un pequeño altercado —dijo Helmut, y retiró la silla de la cabecera de la mesa para sentarse. Un refugiado de su pensión lo había acusado de ser un tránsfuga y le había estampado la cara contra el picaporte de una puerta—. Pero él está peor que yo, os lo aseguro —continuó Helmut mientras sacaba sus papeles de la cartera—. Además, seguramente el tránsfuga es él. Muchas veces quienes acusan a los demás son los que se han pasado al otro bando, ¿verdad?
Miré a Dora, que tenía una rodilla apoyada contra el borde de la mesa y hacía girar un lápiz entre los dedos. No dijo nada. Nadie dijo nada. Habría sido fácil ponerse paranoico. Corrían innumerables rumores sobre refugiados que, incapaces de soportar aquella vida de miedo y privaciones, se convertían en informadores de los británicos. O en algo peor. No teníamos pruebas de que la Gestapo ya estuviera actuando allí, pero la gente hablaba.
Entonces Mathilde posó ambas manos, regordetas y oscuras, encima de la mesa, la una sobre la otra.
—Creo que es importante —dijo con una voz tan serena que bien podría haber estado hablando de la distribución de la leche en las guarderías— que no dejemos que la desconfianza mine nuestra energía. Una desconfianza infundada, a buen seguro. —Miró directamente a Helmut por encima de sus gafas y añadió—: Y sin ninguna duda, perjudicial.
Nos sentamos a la mesa. Aunque estuviéramos en una cocina pequeña de una buhardilla en un miasma de carne caliente, no permitiríamos que nada nos pusiera en jaque. Dora se toqueteaba un padrastro. Debido a su presencia, todos —excepto Mathilde, que era imperturbable— sentíamos que debíamos demostrar lo que habíamos estado haciendo. El chico empezó a comer pan. Hans fumaba y no paraba de mover la pierna arriba y abajo.
Saqué la bandeja del horno con una manopla con la Torre de Londres bordada que había comprado. La carne tenía el aspecto que debía tener. La saqué de la fuente y metí las patatas en el horno para que se tostaran. Nada más empezar a cortar la carne, vi que tenía un color rosa rojizo y una textura fibrosa que no había visto nunca.
Hans hizo una mueca.
—¿Qué le ha pasado a esa vaca?
—Es ternera en salmuera —dijo Dora levantando la cabeza.
—Ah. —Hans me lanzó una mirada de compasión. Me quedé contemplando el humeante pedazo de cecina: era un corte para hervir, no para asar.
—No importa —dijo Mathilde con firmeza, y su opinión se impuso. Corté la pieza de carne en hebras y la serví.
Helmut dio por iniciada la reunión. El primer punto del orden del día era el congreso internacional de sindicatos que iba a celebrarse en Brighton. Propuso que fuera alguno de nosotros, ya que la delegación alemana no podría asistir. Tal vez se presentara incluso la ocasión de instar a los sindicatos ingleses a ayudar a los sindicalistas alemanes, ahora en la clandestinidad. Helmut conocía a alguien de la Sociedad de Compositores de Londres que podía conseguirnos una entrada. Todos coincidimos en que debía ser él quien acudiera.
—Bien —continuó—, segundo punto del orden del día: la impresión del boletín.
—Comoquiera que se llame —farfulló Hans. Le lancé una mirada suplicante.
Me tocaba a mí informar. Comenté que el Partido Laborista Independiente había accedido, en principio, a dejarnos utilizar su imprenta, pero que de momento estaba estropeada.
—Esa es la menor de nuestras preocupaciones —intervino Hans—. Nuestro principal problema es que no vamos a llamar mucho la atención si nos limitamos a hacer un refrito de la información que ya corre por ahí. Tenemos que encontrar nuestras propias fuentes.
—Creía que eso ya había quedado claro —replicó Helmut—. No tenemos fuentes; por eso decidimos que el boletín fuera una especie de recopilación. —Miró a Hans. No quería volver a hablar de un asunto que daba por zanjado—. ¿No es así?
Pero a Hans no le hacía gracia resumir noticias en lugar de publicar primicias. Y menos aún mostrarse conforme con eso delante de Dora. Helmut siguió hablando con su franqueza y naturalidad habituales, como si en efecto Hans hubiera olvidado lo acordado en la reunión anterior.
—El segundo problema, como recordaréis —decía Helmut, que iba levantando sus gruesos dedos para llevar la cuenta—, era que nuestros artículos para la prensa tendrían que estar redactados en inglés. Por lo tanto, alguien debería traducirlos. Y en tercer lugar, no podemos firmarlos, evidentemente, pero todos coincidimos en que un artículo anónimo no tendría tanto peso. Por eso…
—Yo podría ayudaros. —Dora habló por primera vez, sin mirarnos, con la vista fija en el pedazo de carne que tenía en el tenedor. No se le daba bien el trabajo en equipo. Al igual que a Hans, le impacientaban los quorums, los órdenes del día, las actas y las mociones. Pero, a diferencia de Hans, ahora podía hacer las cosas más deprisa sola.
Hans se incorporó.
—¿Tienes una fuente dentro de Alemania?
—Más o menos —respondió ella.
—Entonces podríamos trabajar juntos. —De pronto, ante la perspectiva de un objetivo, el rostro de Hans se iluminó—. Escribir los artículos.
Dora se metió el pedazo de carne fibrosa en la boca. Creo que nunca saboreaba la comida.
—¿De qué clase de material se trata? —preguntó Helmut.
—Bueno —dijo Dora respondiendo a Hans con la boca llena—, de todas formas tengo que traducirlo. Una vez que lo haya traducido, el artículo está prácticamente escrito.
Hans se recostó de nuevo en la silla.
—Es fidedigno —añadió Dora respondiendo a Helmut—. Ahora recibo mucha información sobre la nueva flota aérea del Reich. —Se quitó un pedacito de carne que se le había quedado entre los dientes.
Lo que no reveló fue de dónde obtenía esa información. Nadie se lo preguntó. Estábamos aprendiendo que, si bien la nuestra habría podido ser una relación de uno para todos y todos para uno, había entre nosotros una jerarquía tácita en lo referente a la información y la confianza.
—Y respecto a lo de los artículos anónimos —continuó Dora—, estoy de acuerdo. No deberíamos publicar nada sin firma si podemos evitarlo.
—Pero no podemos… —empezó a decir Helmut.
—Tenemos que encontrar a algún británico —lo interrumpió Dora— que acceda a firmar por nosotros. Eso nos protegería… y protegería a nuestras fuentes. Además —apartó su plato y se palpó los bolsillos de la chaqueta y los de los pantalones en busca de cigarrillos—, a los ingleses les resulta más fácil confiar en un compatriota.
—Y que lo digas —masculló Hans.
Dora no le hizo caso.
—Sería algo así como una tapadera, un caballo de Troya británico. —Se rio por lo bajo mientras encendía una cerilla—. Necesitamos un caballo de Troya británico para todo.
Hans se sentía humillado, pese a que Dora simplemente se mostraba tan chistosa, franca y práctica como siempre. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que desde que se había marchado del piso de Toller esas cualidades ya no eran las manifestaciones externas de una ternura más profunda. Eran más bien defensas.
Al final de la reunión, Dora hizo un aparte con Helmut cerca del balcón. Yo me puse a recoger los platos en un extremo de la mesa.
—En el congreso de sindicatos —le oí decir con cierto tono de autoridad—. Ten mucho cuidado con cómo te expresas cuando hables de apoyar al movimiento clandestino.
—Por supuesto —repuso Helmut. No supe distinguir si le molestaba un poco que una mujer que parecía un gorrión y a la que sacaba quince años le dijera lo que tenía que hacer.
Cuando todos se marcharon, Hans, Dora y yo nos sentamos en la cocina, rodeados de platos y ceniceros. La puerta del balcón estaba abierta. El cielo tenía ese color amarillo grisáceo de las ciudades donde se quema mucho carbón y era solo un poco más alto que nuestro techo, también gris amarillento.
El descontento de Hans se había acentuado durante la velada.
—Es Bertie, ¿verdad? —le preguntó a Dora. La rodilla se le había descontrolado—. Es él quien te envía material.
Dora estaba arrellanada en la silla, con los tobillos cruzados. Pronto se encerraría en su habitación y trabajaría hasta bien entrada la noche en traducciones y artículos. Algunos refugiados que conocíamos habían sido denunciados por realizar actividades políticas, traicionados por el ruido de sus máquinas de escribir, así que Dora solo la utilizaba durante el día, cuando los vecinos estaban en el trabajo.
—Sí. —Dora expulsó un anillo de humo.
—¿Te lo envía aquí? —pregunté.
—No, a las oficinas del Partido Laborista Independiente. Eso es lo bueno de que esté en Estrasburgo: sus cartas llevan matasellos francés.
Hans la miró de reojo sin levantar la cabeza.
—¿Y no nos confiaste esa información sobre Bert?
—No es por vosotros. —Dora apuntó con la barbilla hacia la puerta por donde se habían marchado los demás—. Pero a esos casi no los conozco.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Hans—. Helmut es cajista, un hombre noble. Mathilde es tu antigua jefa, tu amiga, ¿no? Eugen es un miembro fundador del partido. El chico ese, como se llame, es solo un crío.
Dora permaneció callada. Parecía que Hans se hubiera quedado sin aire; sentado en el diván verde, parecía encogido.
—Bueno —dijo—, Bertie te ha escogido a ti y no a mí.
—No te preocupes, amor mío —dije—. No te lo tomes como algo personal.
—¿Hay alguna otra forma de tomárselo? —Tenía la voz quebrada. Doblaba de una en una las cerillas de una carterita, las arrancaba y las encendía.
—Yo no le daría demasiada importancia —apuntó Dora—. Era lógico que me escogiera a mí por mi dominio del inglés.
Hans se levantó del diván y fue hacia la puerta del balcón.
—Ni siquiera me lo comentó —dijo sin dirigirse a nadie en particular. Salió a fumar y pasearse.
Sonó el timbre. Dora fue al recibidor y descolgó el interfono.
—Sube —dijo, apoyada contra la pared, un pie descalzo sobre la rodilla. Cuando se dio la vuelta estaba radiante.
Al cabo de un minuto Fenner Brockway entró por la puerta sonriendo y jadeando un poco. Lo vi con los ojos de Dora: un hombre alto de aspecto inocente, desgarbado como una regla plegable, con la cara alargada y una mata de cabello oscuro. Tenía las mejillas sonrosadas y ojos perspicaces y brillantes detrás de unas gafas redondas sin montura. Parecía cóncavo de tan largo como era su cuerpo; se diría que el cinturón lo sostenía. Fenner era el líder del Partido Laborista Independiente y un viejo amigo de Dora, que decía que era «un verdadero gentleman inglés». Yo había negociado con él para que el partido nos permitiera editar nuestro boletín en su imprenta.
—¿Me he perdido algo? —preguntó contemplando los restos de comida que había en la cocina.
—Ha habido reunión del partido —dije. Hans saludó a Fenner con la mano desde el balcón y siguió paseándose—. Y también —añadí— una ternera espectacular. En salmuera y asada.
Fenner hizo una mueca de asco exagerada y aspiró entre los dientes.
—Oh, cielos —dijo—. Se me olvidaba. —Sonrió—. Las planchas ya están arregladas, Ruth. Siento muchísimo lo de la carne.
—No te preocupes. Gracias. En cuanto nos hayamos puesto de acuerdo respecto al nombre, podremos empezar a imprimir.
Lavé los platos. Dora preparó más café y se retiró con Fenner a su habitación. Entonces salí al balcón para hacer compañía a Hans, que contemplaba la calle acodado en la barandilla. La gente que caminaba bajo las farolas no podía imaginar una vida como la que nosotros llevábamos allí, perseguidos y acorralados.
—Un caballo de Troya británico —dijo señalando con la cabeza hacia el dormitorio de Dora—. Más bien diría que son ellos los que se le meten dentro.
—¡Hans! —En nuestro círculo de personas liberadas, nadie criticaba a nadie por los amantes que tenía—. Recuerda que está sola aquí —añadí—. Nosotros nos tenemos el uno al otro.
—Y ella tiene a quien quiere. —Me sorprendió su amargura.
Cuando fuimos al dormitorio siguió paseándose. Su imagen se reflejaba en los cristales de la ventana: una figura pálida que pasaba de un rectángulo a otro. Se desnudó y se metió en la cama. Apagó la lámpara de la mesilla de noche y se tumbó dándome la espalda.
En aquella ciudad de colas silenciosas bajo la lluvia —los cuerpos separados por la distancia adecuada—, de té con leche y café malo y pan lleno de aire, Hans no podía sentir que existía. Trataba de invertir sus días en una novela, con la esperanza de surgir algún día famoso y triunfante de entre sus cubiertas. Pero por las tardes volvía de la sala de lectura como alguien que se ha perdido a sí mismo.
Yo le servía de poco consuelo en un mundo que le estaba fallando. Aunque él nunca lo dijera, tenía la impresión de que a Hans le parecía ridículo que yo encontrara satisfacción y sentido en aquellas reuniones triviales, en dar de comer a la gente, en extender cheques; eran los pasitos ignominiosos de un soldado de infantería en aquella batalla. Lo abandonó el deseo. Cuando hacíamos el amor, tocaba mi cuerpo como si estuviera reparando una máquina. Yo tenía unos sueños aterradores. En uno abría las piernas y dentro de mí había una boca enorme con un paladar rugoso y una epiglotis roja en el fondo; una boca abierta en un grito silencioso de carencia.
Hans se incorporó en la oscuridad. Cogió la ropa que había dejado en una silla y su cartera de la mesilla de noche.
—Me voy a ver a Werner.
Últimamente Hans tenía un nuevo amigo, Werner Hitzemeyer, un alemán que se hacía llamar Vernon Meyer para integrarse entre los ingleses. Werner vivía con su hermano en Golders Green y era el representante en Alemania de los almacenes Liberty. Cuando Hans me contó que Werner todavía podía ir y venir libremente de Berlín, le dije: «Entonces es que es uno de ellos». Hans montó en cólera y me gritó que me había vuelto paranoica, que me había dejado vencer por ellos, que no todo en el mundo era política, que había sitios donde la vida continuaba. Yo suponía que esa otra vida incluía a un individuo pulcro y rubio con bigotito y una maleta llena de muestras de tela que por la noche salía con mi marido.
—Muy bien —dije, y Hans se marchó.
Me dolía, pero no lo suficiente para que intentara impedírselo. Pese al éxito y el encanto de Hans, en el fondo yo siempre había intuido que era la más sólida de los dos, un ancla de su ambición. Creía que Hans superaría aquello y volvería conmigo. Pero el precio de dejarlo marchar era que mi vida empezaba a parecerme mediocre, como si yo solo fuera una suplente en ella y alguien con muchísimo más carisma y talento fuera a ocupar mi lugar en cualquier momento. Quizá ya lo hubiera hecho.
Por la mañana Dora salió a preparar café. Yo estaba sentada a la mesa limpiando lentes con un trapito y alcohol, preparándome para empezar un nuevo proyecto: fotografiar a los trabajadores de los muelles. El marido de la señora Allworth era capataz y se había encargado de que me permitieran entrar. Dora llevaba una camiseta y unos pantalones de pijama. En el piso ya hacía calor.
—¿Se ha marchado Hans temprano?
—Sí —mentí. Seguí limpiando la lente.
—¿Qué pasa, Ruthie?
Dejé la lente y el trapo en la mesa. Tendría que mirarla.
—¿Por qué te empeñas en excluirlo? —dije—. ¿Por qué no le asignas alguna tarea?
—Está escribiendo la gran novela del exilio, ¿no? Ya tiene mucho trabajo.
—No seas cruel.
—No soy cruel —repuso ella, pero su tono se suavizó; sabía que burlarse de él significaba ser cruel también conmigo. Apartó una silla y se sentó en ella al revés—. Soy prudente. Por el bien de todos nosotros. Por el de Bertie, el mío y el de vosotros dos.
—Él solo pretende ser útil —afirmé.
—De acuerdo, pensaré algo. —Sin decir más, se llevó las dos tazas al dormitorio.
Cuando ya me iba, Dora asomó la cabeza por la puerta. Un solo hombro atezado desnudo.
—Acabo de acordarme. ¿Qué te parece «La otra Alemania» como nombre de vuestro boletín?
—Buena idea —dije.
—No es mía. Es de Toller. —Miró mi cámara y añadió—: Bueno, no pierdas el barco. —Su voz tenía una cadencia perezosa, una sensación que yo casi había olvidado. Me hizo un saludo militar y volvió a meterse en la habitación.
Más tarde comenzó a pasar a Hans parte del material que Bertie le enviaba y otras informaciones extraídas de publicaciones alemanas que podríamos usar en nuestro boletín. Se referían sobre todo a la creación de campos de internamiento para prisioneros políticos y al destino de conocidos nuestros que habían acabado allí. El noventa por ciento de los prisioneros de los campos pertenecían a la oposición política; todavía no había empezado la campaña contra los judíos y los demás.
Pero Dora se reservaba los documentos de alto nivel con objeto de intentar publicar artículos basados en ellos en los periódicos británicos. Yo suponía que provenían de los contactos que Bertie tenía en las fábricas de armamento; eran hojas de pedido de piezas y facturas dirigidas al gobierno. Dora se había propuesto mostrar esa información a la opinión pública y, al mismo tiempo, impedir que Bertie —y de rebote sus fuentes— fuera descubierto. Siempre había que buscar el equilibrio entre esas dos cosas: la información y su posible precio, que podía ser terrible.
Resulta difícil saber cuándo se inicia algo, cuándo su desenlace empieza a ser posible. Y luego está el otro momento, el momento en que ya no podemos frenar lo que hemos puesto en marcha. «Aparta de mí este cáliz», dijo Jesucristo, ¿no? Pero entonces ya era demasiado tarde.