Toller

—¿Cree que es posible amar a una sola persona?

Clara parpadea y aparta la mirada. Su cuerpo se repliega. Baja la vista hacia el regazo.

¡Idiota! Primero bailo con ella y ahora he conseguido que tenga miedo de que quiera amarla. Su expresión delata que se siente traicionada. Su semblante dice: Creía que éramos amigos, pero lo que quiere es esto; creía que para usted era una persona, pero ahora veo que soy un pasatiempo. Estas sutilezas entre hombres y mujeres, sobre todo entre hombres mayores y mujeres jóvenes, son una trampa.

—No, no. Lo siento mucho. —Me inclino hacia ella; me lo pienso mejor y me aparto—. No era una pregunta personal. Es más, ni siquiera era una pregunta. No es que no me interese… Por favor, yo solo… —Junto las cejas.

Clara se relaja un poco. Quiere recuperar su versión de mí: un hombre magnífico y marchito, quizá, pero no un viejo verde.

—¿Por qué amó como amó? —Echa hacia atrás la silla y endereza la espalda. En su voz se percibe una pizca de irritación, el vestigio de una cicatriz.

—Creo —cierro los ojos— que intentábamos vivir según las nuevas reglas de nuestra «libertad», y eso implicaba amar… lo máximo posible. —Cuando abro los párpados, Clara todavía me mira.

—Pero ¿por qué amaba a otras mujeres cuando en realidad solo amaba a Dora?

Esta chica es valiente y no se rendirá.

Apago el puro.

—Porque no quería que ella me viera así —respondo señalando con el brazo toda la habitación, este derrumbe vital—. Si podía evitarlo. —Siento ascender las abrasadoras lágrimas de la autocompasión y las apago como he hecho con el puro.

Se filtran los ruidos de la calle: bocinas de coche y un vendedor de periódicos. «¡Herald Tribune! ¡Los Yankees pierden a Gehrig y derrotan a los Red Sox!». En el pasillo suena el suave tintineo argentino de un carrito, primero fuerte, luego más flojo cuando se aleja de la puerta de nuestra habitación. Y entonces, en lugar de dar por terminada la jornada o pretextar un recado para escapar, Clara coge el lápiz y el bloc.

—No disponemos de mucho tiempo —dice, y de su tono deduzco que estoy perdonado o, al menos, que se han hecho concesiones—. Tendríamos que acabar esto.

Debí decírselo a Dora en Ascona. Pero a veces la conversación se desvía de las cosas pese a nuestra intención, como un caballo mal domado. Preguntarle si querría tener un hijo mío era lo más cerca que había estado de proponerle matrimonio. No creía que me aceptara, pero necesitaba que Dora rechazara la idea para que, cuando Christiane volviera a Londres —estaba de vacaciones con una amiga en Saint Moritz—, pudiéramos reanudar nuestra vida triangular: Christiane como mi novia y Dora como mi amor secreto, que había escogido voluntariamente permanecer en ese papel.

En Hampstead alquilé un piso en Constantine Road, cerca del parque, en una casa adosada de ladrillo con unos castos pájaros en la vidriera azul de la puerta principal y un pequeño jardín detrás. Cuando Dora llegó era primavera, pero el jardín todavía estaba enlodado, con algunas plantas escuálidas en los bordes que tal vez resucitaran o tal vez no. Al fondo había un comedero de cemento para pájaros abandonado. Que yo supiera, en aquella calle solo vivían psicoanalistas.

Estaba mirando por la ventana cuando llegó el taxi. Me quedé un momento quieto, observando. Era como espiar, o como un robo. Dora estaba inclinada hacia delante mientras el conductor terminaba de contarle una historia. Ambos reían cuando se apearon. El taxista ayudó a Dora a bajar el equipaje y, cuando ella le estrechó la mano, vi que la espalda del hombre se tensaba, de sor presa, de placer. Cuando ella se agachó para coger las maletas, su cuello, desnudo, blanco y fino, asomó del abrigo rojo.

Para mí era imposible renunciar a Dora; ninguna otra mujer alcanzaba la categoría de real. Ella me permitía acceder a cosas que de otro modo mi esforzada naturaleza no me habría dejado ver; cosas que mi vanidad me habría ocultado. Sin ella yo solo era medio hombre y medio escritor.

Corrí escaleras abajo, contuve la respiración y abrí la puerta. Dora señaló hacia donde antes estaba el taxi.

—Me estaba contando que una vez llevó a la duquesa de Kent en su taxi —dijo—. «En el mismo asiento donde está usted sentada, señorita, no le miento». —Imitaba a la gente casi igual de bien en inglés. Riendo, dejó un maletín y un estuche de máquina de escribir en el recibidor, donde la luz que entraba era azul—. Para ellos, un encuentro con un trasero real viene a ser una bendición divina. —Luego añadió—: Hola. —Dio un salto y me rodeó el cuello con los brazos y las caderas con las piernas.

La subí por la escalera y cuando paramos de besarnos la dejé en el suelo.

—¡Cómo pesas! —exclamé. Sonreímos ante aquella parodia tácita del novio que cruza el umbral con la novia en brazos. Bajé a buscar su equipaje.

Mis tres habitaciones se hallaban en el primer piso. La chimenea del dormitorio estaba encendida. Dora se quitó la ropa y exclamó: «¡Hogar dulce hogar!». Era un chiste sobre nuestra falta de hogar, pero creo que también expresaba lo que sentía por mí. Me encogí por dentro con la certeza de que iba a hacerle daño.

—Ah, casi se me olvida. —Abrió la maleta y sacó dos paquetes envueltos en un espléndido papel de regalo. Abrí el más pequeño. Era un grueso cenicero de plata de Christofle.

—Es magnífico —dije—, pero es una locura.

—Entonces es perfecto para ti.

Sonreí. Dora compraba muy pocas cosas para sí, más por falta de interés que por sobriedad. En cambio, carecía de moderación a la hora de hacer regalos.

El otro paquete era una gran caja de macarons de Angelina. Cada bola de pasta yacía en su propio compartimento sobre un lecho de suave papel de seda, como el huevo de un pájaro exótico. Dora hurgó un poco más en la maleta y sacó doce paquetes de Gauloises.

—Estimulantes —dijo sonriendo, y subió de un salto a la cama.

Dora y yo no hablamos de si pensaba quedarse unos días, unas semanas o hasta que se hubiera establecido, ni de si íbamos a vivir juntos.

Nunca habíamos vivido juntos. Incluso durante su breve y amistoso matrimonio con Walter Fabian, Dora había conservado su apartamento de Berlín. Su necesidad era visceral —el espacio de la hija única—, pero también una declaración política. Opinaba que las mujeres trabajadoras estaban atrapadas por unas exigencias domésticas ridículas que, según decía, «relacionaban su virtud con el estado de su piso».

Recuerdo muy bien un congreso socialista celebrado en Hildesheim donde Dora, en uno de sus discursos característicos, planteó al movimiento la necesidad de «liberar a media humanidad de las inacabables zarandajas que implica el cuidado de la casa». Se paseaba por el escenario como un gatito astuto. «Eso puede lograrse —se remangó la camisa— mediante innovaciones técnicas y cocinas comunitarias». Las mujeres que había entre el público aplaudieron y los hombres asintieron con la cabeza y movieron nerviosamente los pies. «Hasta que nos liberemos de la descabellada idea de que los hogares compartidos y las cocinas comunitarias “socavan la vida familiar”, no conseguiremos una verdadera vida familiar formada por personas libres e iguales que viven juntas, sino que una de ellas siempre será la esclava de la otra y llevará una doble carga».

Esperó un momento y luego abrió los brazos en aquel gesto de inclusión que utilizaba cuando realizaba una afirmación especialmente categórica. «Esta irracionalidad individualista —continuó— está consumiendo las mejores energías de las mujeres». Hubo risas y silbidos. Dora también rio un poco, como para demostrar que estaban todos en el mismo barco. «Existen valores más elevados que el trapo del polvo y los fogones, que el “hogar acogedor”, el cual, pese a las apariencias, convierte a la mujer en una esclava que debe mantenerlo en ese estado».

Hacia el final de la ovación Dora estaba jubilosa, desinhibida, embriagadora. Entonces miró fijamente a su auditorio. Parecía que me mirara solo a mí; fue como si el público desapareciera. «Por no hablar —ladeó ligeramente la cabeza— de una nueva forma de convivencia de los sexos. Hasta que cambiemos esas expectativas materiales, la valoración justa de la mujer seguirá siendo solo un sueño y una esperanza».

Así que, como es lógico, Dora no tenía intención de llevar una casa para nadie. La cuestión de cómo viviríamos flotaba en el aire de mi habitación; nos movíamos con cuidado para esquivar aquel tema del que nunca hablábamos. Estábamos tendidos en una cama de una casa que recordaba una rectoría, en una ciudad que parecía contener un centenar de ciudades extranjeras, y de momento ya había suficientes interrogantes.

En el dormitorio solo había una cama; las maletas yacían abiertas en el suelo. Cuando nos levantamos al atardecer dije:

—Te diría que colgaras tu ropa, pero no hay donde colgarla.

—¿Cuándo vuelves a marcharte de viaje? —me preguntó. Se estaba subiendo una media por la rodilla hacia la liga.

—La semana que viene —contesté—. Voy al congreso del PEN, en Dubrovnik. —Me abroché el cinturón—. Si quieres puedes quedarte aquí. —Dora levantó la cabeza; yo no había dejado que lo diera por hecho—. Por supuesto —añadí.

Dora se puso la otra media. Apoyó las manos en los muslos y me preguntó:

—¿Estás enfadado conmigo?

Me puse la chaqueta. En la habitación siempre hacía frío; la chimenea era demasiado pequeña.

—¿Por qué iba a estarlo?

—Por lo que te dije en Ascona. Sobre tener un hijo.

Nunca sé muy bien hasta qué punto mi subconsciente, buscando pelea, dirige ciertas conversaciones. Yo no quería tener aquella tan pronto. Teníamos trabajo pendiente —mi discurso para el congreso de escritores, por ejemplo—, pero no podía no decírselo.

—No estoy enfadado —dije. Tomé aire y desvié la mirada hacia un rincón—. Va a venir Christiane.

Dora clavó la vista al frente. Parecía más menuda.

—¿Por qué? —dijo por fin, con voz tensa y aguda—. No tiene por qué… —Se volvió hacia mí. Yo notaba los brazos vacíos e inútiles; no sabía qué hacer con las manos.

»Ya entiendo —añadió Dora—. Le has pedido que…, que…

—No le he pedido nada —dije. «¡Te lo pedí a ti!», quise gritar. «¡A ti!».

Como casi todo, eso encerraba su propia mentira. Si de verdad hubiera querido que Dora se quedara conmigo, no la habría ahuyentando hablándole de tener hijos. Me habría limitado a hablar de nosotros.

—Christiane viene para estar conmigo.

Las lágrimas se agolparon en sus ojos, y eso la enojó.

—Yo creía que no… —empezó a decir, y se interrumpió. Se pasó el jersey por la cabeza y tiró de él hacia abajo. Se levantó y se abrochó el corchete de la falda—. Me voy. —Sacó el abrigo de debajo del montón de ropa que había en el suelo—. A dar un paseo.

—Tiene que salir del país —dije mirando su roja espalda junto a la puerta—. Por ese papel que rechazó. Los nazis querían saber si la novia de Toller estaba dispuesta a trabajar para ellos. Yo tengo la culpa.

Dora se volvió y dijo con voz queda:

—Deja de hablar de ti mismo en tercera persona. —Yo no sabía si dirigía su rabia contra mí o contra sí misma—. Ya no tiene gracia. Quieres creer en el personaje público del Gran Toller y necesitas una novia que también crea en él.

Es cierto que me gustaba sentirme como el hombre que Christiane creía que era. Ignoraba cuánto tiempo duraría, pero si lograba mantener esa fachada ante una muchacha quizá no vinieran los meses de negrura.

—¿Qué hay de malo en querer ser…? —Quise decir «mejor» o «normal», pero no lo conseguí.

—¿El Gran Toller? —Echó la cabeza hacia atrás—. Tú no eres solo eso.

La seguí hasta el pasillo y ella empezó a bajar la escalera. A medio camino se volvió y levantó la barbilla hacia mí; su cara, afilada y pálida, flotaba en la oscuridad.

—¿Sabe la pequeña que necesitas barrotes en las ventanas?

Oí el portazo que dio al salir.

Al cabo de un rato oí pasos. Fui hasta la puerta. Era una mujer que subía por la escalera con una bolsa de red llena de paquetes envueltos en papel de estraza. Me fijé en su cabeza, rubia y con la raya muy bien hecha al lado. Alguien sin importancia, nadie.

Volví adentro. No podía ni acercarme a la cama. En el salón había una butaca. La arrimé a la ventana y me senté, quieto y desorientado. Pasé una hora sin poder moverme. Notaba la presión del vacío en las entrañas, un agujero negro dentro de mí que amenazaba con agrandarse y tragarme. Volvieron las supersticiones de mi infancia: si la tercera persona que pasaba por la calle era una mujer, el mundo estaría en orden; si Dora regresaba antes de que terminara el quinto cigarrillo, no pasaría nada.

Si Dora me dejaba, no habría nadie que pudiera sujetarme. Hasta que nos abandona la persona a la que amamos no nos damos cuenta de que la estaca ha desaparecido y de que donde antes estaba ella solo hay aire frío, sin nada que nos sostenga.

Cuando la vi entrar por la verja, el agujero que tenía dentro se cerró con un velo muy fino. Para humillarme a mí mismo, no me molesté en fingir que había estado haciendo algo en lugar de esperarla sentado. Dora tenía la nariz enrojecida, como irritada. Me miró fijamente, un hombre encorvado y desvalido en la butaca, y se dio cuenta de que estaba en caída libre. Su mirada se ablandó. Nuestro amor era como el nivel de un carpintero: cada uno lo sujetaba con fuerza por un extremo y se esforzaba por mantener a la vista aquella burbuja temblorosa.

Dora me contó que había estado sentada observando cómo unos descerebrados se arrojaban a la oscuridad desde un alto trampolín. La laguna estaba más negra que el cielo. Debía de haber decidido que sobrellevaría la situación del mismo modo que ambos habíamos sobrellevado otras relaciones en el pasado: como un símbolo de nuestra libertad.

—Tenemos trabajo, ¿no? —dijo, y se quitó los guantes, dedo a dedo.

La mano de Clara sigue moviéndose sobre la hoja unos momentos después de que yo haya terminado de hablar. Debe de dolerle. Ya ha pasado un centímetro de páginas del bloc de taquigrafía, que ahora se amontonan bajo la cubierta.

—¿Hacemos una pausa? —le propongo.

—Por mí podemos continuar —dice, pero ha dejado el lápiz y abre y cierra con suavidad la mano derecha.

—Paremos un par de minutos. —Me levanto de la butaca y voy a la ventana.

—Aprovecharé para ordenar esas maletas —dice Clara a mi espalda. Es de esas personas que no saben estar sentadas sin hacer nada. La oigo mover con cuidado mis papeles y mi ropa.

Una vida metida en dos maletas. Clara se toma en serio mis planes de viaje y yo necesito que así sea. En cambio a mí me cuesta más creerlos. Aunque ya he concertado una cita con Spender para hablar de una traducción y he confirmado varias apariciones públicas en Oxford, Londres, Leeds y Manchester, tengo que dominar esa parte negra de mí que dice burlona: «¿A quién pretendes engañar?».

No puedo huir de eso en barco.

Los cerezos floridos que hay al otro lado de la calle son explosiones desmesuradas, confeti rosa que se desparrama al abrir una lata. Recorro el parque con la mirada buscándolos, pero debe de haber terminado. Su belleza parecía injustificada, desgarradora.

—¿Cuánto tiempo piensa pasar fuera? —me pregunta Clara.

Ya estoy fuera. Me vuelvo. Clara lo ha sacado todo de las maletas, como si quisiera verificar mis planes y equipar mi futuro.

Está contando camisas y dividiendo el tiempo venidero por su número. Su blusa atrapa la luz y la esconde en sus profundos pliegues magenta.

—No estoy seguro. Tal vez indefinidamente. De momento.

Asiente con la cabeza, como si lo que acabo de decir tuviera lógica, y sigue con lo suyo.

—Entonces tenemos que meter todo lo que podamos.

Incluso reducida, quizá no sea fácil sacar mi vida de aquí en dos maletas. De pronto siento una lástima terrible por esta muchacha que tiene que tratar conmigo.

—Para lo insignificante que soy, mis cosas ocupan mucho, ¿verdad?

Clara hace una mueca y sacude la cabeza. Mi broma no ha tenido gracia.

—Lo siento. —Agacho la cabeza como si estuviera avergonzado—. No, en serio, yo no me preocuparía demasiado por el equipaje.

Me lanza una mirada severa.

—Bueno, quiero decir que quizá me guarden algunos documentos abajo, en la caja fuerte —añado—. Mientras estoy fuera. —Me acerco a ella como si fuera a tocarle el brazo, pero no la toco—. ¿Y si termina eso más tarde? —Me arrellano en la butaca—. Podemos seguir.

Tenía mucho trabajo que hacer en Londres, y Dora y yo nos pusimos manos a la obra durante las semanas previas a la llegada de Christiane. Mi intención era terminar la autobiografía, pero los sucesos de Alemania me obligaron a dejarla para hablar de ellos.

El 1 de abril de 1933, Goebbels previno a los alemanes de tres elementos que representaban el «espíritu judío» que, según él, estaba minando la nación: la revista Die Weltbühne (ya habían encarcelado a su director, Cari von Ossietzky), el filósofo Theodor Lessing (que estaba a salvo en Checoslovaquia) y yo. «Dos millones de soldados alemanes —gritaba el pequeño histérico por la radio— se levantan de sus tumbas de Flandes y Holanda para condenar al judío Toller por haber escrito: “El ideal del heroísmo es el ideal más estúpido que existe”».

La sección alemana del PEN no tardó en expulsarme. Luego estudiantes universitarios entusiastas y sus cobardes profesores quemaron mis libros en pueblos y ciudades de toda Alemania. Convirtieron la ocasión en una fiesta del fuego, con música interpretada por las bandas de las SS y las SA, puestos de venta de salchichas y conjuros rituales mientras arrojaban los libros a la hoguera: «Contra la decadencia y la corrupción moral, en defensa de la disciplina y la decencia en la familia y el Estado, entrego a las llamas las obras de Heinrich Mann, Lion Feuchtwanger, Erich Kästner, Ernst Toller…».

Cuando llegué a Londres, H. G. Wells, que estaba indignado por lo que hacían los nazis, me invitó a asistir al congreso del PEN en Dubrovnik con la delegación inglesa. Yo sería el único alemán no nazi que hubiera allí. Notaba sobre mis hombros el peso de esa circunstancia.

Mientras escribíamos, yo me paseaba por la habitación o, si hacía buen día, por el jardín, y Dora, sentada con el bloc delante, iba pasando las hojas. Mucha gente necesita estar sola para reflexionar o escribir, pero estar con Dora no era como estar con otra persona. Casi nunca establecíamos contacto visual. Yo orbitaba alrededor de su silla y miraba sin ver su pelo corto sobre la nuca, su lustre. Estar con Dora me liberaba de la carga de mi propio ser. Ese es el truco del trabajo creativo: requiere un estado de éxtasis parecido al que proporciona el amor. Un estado en que te sientes más vivo y más tú mismo que nunca y, al mismo tiempo, menos seguro de tus fronteras y, por lo tanto, abierto a todo y a todos los que están fuera de ti. Los dos lanzábamos ideas y palabras a diestro y siniestro hasta que labrábamos para el mundo una nueva forma de avanzar, más clara, más segura y noble que cualquiera de las anteriores. Y entonces, eufóricos, nos íbamos a la cama, fuera la hora que fuese.

El gobierno alemán había silenciado a los escritores en Alemania y ahora intentaba silenciar a los que habíamos conseguido partir al extranjero. Los nazis presionaban al gobierno británico para que no nos permitiera aparecer en actos públicos. Amenazaban con tomar represalias contra los editores británicos que publicaran nuestras obras. No era solo una forma de privarnos del sustento; era el primer paso hacia el silencio.

—¿Qué te parece esto? —Me coloqué en la línea visual de Dora—. «Este es el primer paso hacia el silencio».

Se mordió la cara interna de la mejilla.

—Sentencioso —opinó—. Y, en tu caso, improbable.

—Está bien, está bien. —A veces solo se necesita el tono, la voz de determinada cosa, y luego llega—. ¿Y si empiezo diciendo que las SS fueron a mi piso la noche que ardió el Reichstag y no me encontraron allí? Que cuando fueron a buscar a Ossietzky, a Mühsam, a Renn y a todos los demás, esos hombres sí estaban en sus casas y ahora se encuentran en campos de concentración. ¿Qué te parece: «La libertad que yo he conservado por pura casualidad me obliga a hablar por aquellos que ya no pueden hablar»?

Dora asintió y anotó mis palabras. No hizo ningún comentario sobre el hecho de que era ella quien estaba en mi piso y a quien habían detenido. Yo sabía que no querría que escribiera eso.

—Me niego —continué— a reconocer el derecho a gobernar de los actuales gobernantes de Alemania, puesto que no representan los nobles sentimientos ni las aspiraciones del pueblo alemán.

Cuando salí a hablar en Dubrovnik, hubo pitidos y abucheos por parte de las delegaciones alemana, austríaca, suiza y holandesa, que abandonaron la sala. Pero también hubo aplausos y, cuando terminé, una ovación con el público en pie. En la calle, la gente que había en los cafés se levantaba para aplaudirme. Mis palabras dieron la vuelta al mundo. Estaba contento; creía que cierta idea de la otra Alemania podría sobrevivir a aquella locura.

En estos seis últimos años he utilizado el discurso que escribimos aquel día para el PEN, o versiones de ese discurso, más de doscientas veces. Pero tengo que decir que la reverencia y la atención que yo ansiaba para salvarme de la soledad del escritor tampoco me procuraban ningún bien. Cuantas más causas apoyaba, más me preocupaba que no quedara nada de mí para verterlo en la hoja en blanco. Recuerdo que una vez Dora se arriesgó a hacer una broma a ese respecto. «¿Qué debe de haberte pasado —preguntó— para que necesites aprobación a una escala tan global?».

En la casa de Hampstead el correo llegaba por la mañana, a media tarde y al anochecer. Dora lo clasificaba y abría todas las cartas salvo las de Christiane, que dejaba a un lado sobre mi mesa, en parte por respeto y en parte como reproche. Un día, después de volver de Dubrovnik, llegué de mi paseo matutino y la vi levantarse de la mesa estrujando una carta en la mano.

—¿Malas noticias? —pregunté.

Ella asintió, consciente de que no había forma de ocultármelo. Alisó la hoja. «MUERE CERDO JUDÍO CANALLA», rezaba el mensaje, escrito a máquina en alemán.

Le quité el sobre que tenía en la otra mano. Iba dirigido a mí; la fecha era del día anterior.

—El matasellos es de aquí —observó Dora—. Deben de estar vigilando la casa.

—¿Quiénes?

—Supongo que el grupo fascista local, que quiere sentirse importante —conjeturó—. Son unos exaltados, pero seguramente inofensivos. Se reúnen en el Club Alemán. Se rumorea que informan a Scotland Yard de las actividades de los refugiados con la esperanza de que nos expulsen, pero podría ser solo una forma de infundirnos miedo. —Me tocó el brazo—. A ti no te va a pasar —añadió—. Tú eres el Gran Toller y los británicos te adoran. —Lo dijo con dulzura, como si quisiera reconfortarme con la idea de que la fama podía protegerme. Pero últimamente siempre había un deje de ironía en su voz.

—¿Y tú? —dije.

—¿Yo, qué?

Compuse una sonrisa estúpida.

—¿«Canalla» es singular o plural?

—Bueno, la carta va dirigida a ti. —Ladeó la cabeza—. Pero si me estás pidiendo que comparta tu maravillosa vida, me lo pensaré.

La verdad es que ya había recibido otros anónimos amenazadores y sabía que me seguían por la calle.

La víspera de la llegada de Christiane, Dora todavía estaba en mi piso. Yo no sabía a ciencia cierta cuándo pensaba marcharse y no podía preguntárselo. Volví de mi paseo antes de lo habitual y la encontré en el cuarto de baño quitándose una aguja hipodérmica del brazo.

—¿Te duele?

Me miró; sus ojos eran castaños, enormes y vidriosos, y supe que el vacío la había vencido.

—Un poco —contestó.

Por la tarde ya se había marchado.

Clara se levanta para correr las cortinas.

—No, por favor. Déjelas así. Me gusta contemplar las luces por la noche.

Ata de nuevo el cordón verde y dorado de la cortina, se da la vuelta y empieza a recoger sus cosas para marcharse. Clara ya no hace ningún comentario sobre cómo he amado, pero sé que no me juzga. Lo sé por cómo deja las maletas a medio hacer en el suelo para que pueda acostarme en la cama, y por la serenidad y la firmeza con que dice: «Bueno, hasta mañana». Estamos haciendo juntos este trabajo; es importante y vamos a acabarlo. Siempre me han salvado personas con sentido práctico.