Hans y yo buscamos habitación como seres itinerantes en Londres, en aquel nuevo mundo de laberínticas hileras de viviendas divididas en celdas individuales, donde las caseras tenían un enorme poder sobre nosotros. En la primera casa, en Coram Street, Bloomsbury, una mujer con una bata verde claro nos enseñó una habitación del sótano. Tenía una cama, una silla y una cómoda sobre la que reposaba un hornillo Primus. La única ventana era un pequeño rectángulo de luz gris al nivel de la acera.
Mientras la mujer hablaba del precio (una libra por semana, el baño aparte) y de las condiciones (teníamos que estar en casa antes de las diez de la noche, no podíamos hacer ruido pasadas las diez y media, el desayuno se servía entre las siete y las ocho, los arenques se cobraban aparte), yo veía los zapatos y los tobillos de la gente que iba al trabajo. Hans, con su inglés titubeante, le dijo:
—Solo tenemos visados temporales, pero…
—Mientras no sean irlandeses —lo interrumpió ella—, no me importa.
La segunda habitación que vimos estaba en Guilford Street. La mujer que nos recibió era flaca, tenía la mandíbula cuadrada, las manos agrietadas y enrojecidas y acento irlandés. Cuando Hans comentó lo de nuestros visados, sacudió la cabeza agitando sus rizos y se rio.
—Mientras no sean ingleses —dijo—, no hay ningún problema.
Le miré la cara: una vida entera comiendo pastel de carne, una piel que absorbía la luz y no reflejaba nada. Daba igual nuestra procedencia; éramos simplemente «extranjeros».
Al final alquilamos un pisito para nosotros solos en el número 12 de Great Ormond Street, en Bloomsbury. Estaba a solo unos pasos del hospital infantil y a una manzana de Coram’s Fields, donde antaño se hallaba la inclusa. El conserje había vivido en él con su mujer, pero se habían trasladado al del sótano, que era más espacioso. Para llegar al nuestro entrábamos por la puerta de la calle, bajo un montante adornado con una cabeza de ángel. Subíamos por una espléndida escalera que se enroscaba en sí misma y que llevaba a los grandes pisos de las tres primeras plantas. Luego la escalera terminaba y comenzaban unos peldaños de madera, estrechos y desvencijados, que conducían al nuestro, justo debajo del tejado.
Los techos eran tan bajos que Hans se encorvaba sin darse cuenta nada más entrar. A la derecha del recibidor había dos habitaciones, ambas con ventanas que daban a la calle. Los cristales eran viejos e irregulares; la hilera de casas georgianas de la acera de enfrente se combaba y temblaba mientras andábamos. A la izquierda había una cocina donde podíamos comer, con una puerta al fondo que daba a un gran balcón de cemento, que era en realidad el tejado del piso de abajo. Junto a la cocina había una habitacioncita más y un cuarto de baño. Justo enfrente del recibidor había otra puerta. Hans la abrió y tiró del cordón para encender la luz. Era una despensa, con estantes en tres de las paredes.
—Aquí podremos alojar a un refugiado muy pequeñito —comentó.
Como mi padre podía enviarnos dinero desde Polonia, vivíamos con cierta holgura en comparación con los otros exiliados, que no podían sacar dinero de Alemania. De modo que no éramos indigentes ni teníamos que pedir limosna a las organizaciones de ayuda a los refugiados ni a las de los cuáqueros, como la mayoría. Pese a que nuestro piso era pequeño, sus tres habitaciones ofrecían una gran ventaja. Si comíamos en la cocina, habría sitio para Bertie y quizá para Dora. A menos que Dora se quedara con Toller; pero nosotros nunca sabíamos cómo estaban las cosas entre ellos dos.
En la villa de mis padres, la criada vivía en una habitación contigua a la cocina, pero la cocinera y el resto del servicio vivían en casas a las que yo nunca había ido. En Berlín Hans y yo teníamos una chica, Rosalie, que venía todos los días a limpiar, pero vivía con sus padres y hermanos en un piso de dos habitaciones de Neukölln. Llevábamos años hablando de la clase trabajadora, pero mientras contemplaba aquel pisito de techos bajos y sin adornos, con sus habitaciones diminutas, comprendí que en realidad no sabíamos cómo vivía.
Y si bien habíamos hablado hasta el agotamiento de los derechos de los trabajadores, jamás se me habría ocurrido pensar que en la práctica pudiera pasar a engrosar sus filas. Cuando llevábamos dos semanas en Great Ormond Street, contratamos a la señora Allworth, que hacía la limpieza para la pareja de ancianos del piso de abajo. La señora Allworth vivía en el East End. Era delgada, de nariz respingona y muy enérgica, propensa a presentar rojeces que empezaban en el cuello y se extendían hasta detrás de las orejas, y que a veces le cubrían toda la mandíbula. Creo que no se debían a la timidez, sino más bien a su empeño en ocultar unas emociones que en ese momento no podía atender.
Durante la entrevista la miré a los ojos, que eran azul claro, y no presté atención a aquellas manchas rosadas, pero hicieron que me cayera bien. Consideré que era una señal de honradez que su piel transparentara la vida que había debajo. La señora Allworth, con las manos enlazadas sobre el regazo, miraba alrededor como si le maravillara que aquel sitio hubiera existido desde siempre, escondido en aquel edificio. Por un instante vi el piso con sus ojos: unas habitaciones destartaladas con muebles regalados y dispares. Un diván verde desteñido que habíamos heredado del conserje y su mujer, un cajón de embalaje con un trapo encima a modo de mesilla de noche. En la despensa había artículos de escritorio y cinta de máquina de escribir en lugar de comida. No hizo comentario alguno, pero imaginé que ella debía de vivir en un piso mejor y sin duda más arreglado.
La señora Allworth llevaba el pelo, ondulado y castaño rojizo, recogido en un moño con una redecilla, un delantal atado a la espalda y las mangas enrolladas hasta los bíceps. Le cogí cariño por su forma de expresarse. «Echaba los hígados» e iba «como una bala»; las cosas «le hacían tilín» y las personas «le daban a la sin hueso» o «armaban follón». Su «hombre» o «aquel» trabajaba en los muelles; tenían cuatro hijos, y todos ellos, la familia entera, morirían durante los bombardeos alemanes de Londres. Venía los martes y los viernes.
Tras el incendio del Reichstag y la persecución posterior, habían partido al exilio cincuenta y cinco mil alemanes, de los que unos dos mil eran escritores y artistas. Varios cientos de nosotros acabamos en Gran Bretaña. Un exiliado ingenioso nos llamó «la Emigrandezza»: los políticos cultos opuestos al régimen. La masa de judíos llegó más tarde. Pero no teníamos nada de grandes. Nos sentíamos desarraigados y lo pasábamos mal: sin nuestro idioma, muchas veces sin dinero, sin lectores y sin derecho a trabajar.
Los visados británicos estipulaban asimismo que no podíamos «realizar actividades políticas de ningún tipo». Pero nuestras vidas solo tendrían sentido si podíamos ayudar al movimiento clandestino alemán y tratar de alertar al resto del mundo de los planes bélicos de Hitler. Nos ofrecían asilo con la condición de que guardáramos silencio sobre la razón por la que lo necesitábamos. El silencio nos irritaba; hacía que sintiéramos que estábamos traicionando a los que habíamos dejado atrás. El gobierno británico se empeñaba en tratar a Hitler como a una persona razonable, como si abrigara la esperanza de que se convirtiera en eso.
El simple hecho de recibir correspondencia desde Alemania podía arrojar sospechas sobre nosotros, y en ese caso podían retirarnos el visado. Pero de una manera u otra nos llegaban noticias de lo que sucedía en nuestro país. Con cada carta cuidadosamente redactada y con cada rumor, la amenaza de que nos deportaran cobraba peso y se tornaba más aterradora.
Los muy salvajes empezaron con la venganza que más tiempo llevaban esperando: contra los revolucionarios de 1919. Al secretario de Toller, Félix Fechenbach, lo mataron de un tiro «cuando intentaba huir»; le dispararon en el pecho tan a bocajarro que la bala le reventó la espalda. Cuando los hombres de Hitler encontraron a Erich Mühsam, otro compañero revolucionario de Toller, le marcaron a fuego una esvástica en la cabeza y le dieron tal paliza que lo dejaron hecho papilla. Luego le obligaron a cavar su propia tumba, pero en el último momento decidieron no ejecutarlo y ofrecerle un anticipo del infierno. Al editor de Hans, el renombrado pacifista Cari von Ossietzky, se lo habían llevado prisionero y no se sabía nada de él. No ocultaban lo que estaban haciendo: querían meternos miedo a todos.
Cada tres meses suplicábamos respetuosamente a su majestad el rey de Inglaterra que nos permitiera quedarnos; los verdaderos motivos por los que no podíamos volver a nuestro país, todo lo que no podíamos mencionar en nuestra educada carta para solicitar el visado, inundaban nuestra mente. Era como someterse a un examen médico: te encuentras bien hasta que el propio examen evoca, con detalles minuciosos y atroces, la posibilidad de la enfermedad que se pretende confirmar o descartar. De pronto esos síntomas a los que no prestabas atención —la torsión del bazo, el dolor en el hígado y los pinchazos en el pecho— se convierten en la prueba de un diagnóstico que cualquier idiota menos tú habría podido vaticinar.
A Hans le resultaba más duro que a mí vivir en Londres. El inglés que yo había aprendido en el colegio me permitía defenderme bien, mientras que el suyo era más rudimentario. Le costaba leer los periódicos, y aún más aceptar que su nombre no apareciera en ellos. Observaba a los británicos con la misma mirada perspicaz que antes dirigía hacia los alemanes, pero en Londres no tenía dónde contar lo que veía. Poco a poco perdió su personalidad pública y, con ella, su personalidad privada. Para él Londres era un lugar donde el viento arremolinaba los desperdicios alrededor de los buzones rojos y donde los parques estaban cerrados con candado. Los hombres de negocios con traje y sombrero hongo se vestían así para ocultar al ser humano que había debajo y los signos de individualidad se limitaban al estampado o el color de las corbatas. Las casas eran igualmente idénticas, ordenadas en hileras inexpresivas y con barandillas negras de hierro forjado, y solo se distinguían por el color de las puertas.
De hecho ni él ni yo nos acostumbrábamos a los pequeños detalles de la diferenciación, no conseguíamos tomárnoslos en serio. Confundíamos la cortesía exagerada y el derroche de elogios con la cordialidad, cuando en realidad su intención era mantenernos alejados. Los buenos modales, bromeaba Hans, protegían las zonas prístinas e inexpugnables, como los parques.
Durante el día, mientras yo andaba ocupada trabajando con el Comité de Refugiados Judíos y con los cuáqueros y haciendo fotografías, él se iba solo a la sala de lectura del Museo Británico. Quería escribirse a sí mismo en una novela.
Las primeras semanas, me chocaba que no me reconocieran como siempre me habían visto los demás: una alemana, una burguesa, una judía. Los socialistas habíamos defendido una fraternidad internacional en que las clases y las razas fueran irrelevantes, pero nunca me había parado a pensar cómo sería en realidad. En Londres, por obra de la magia del exilio, categorías enteras de mi identidad quedaban anuladas.
Sin embargo, muy pronto se hizo patente que se me había concedido una libertad maravillosa. Era la libertad del observador autorizado, del turista; de alguien de quien no podía esperarse nada. Mientras el invierno dejaba paso a la primavera, yo pasaba largas horas concentrada fotografiando la ciudad: niños con gorros de lana de colores en el zoológico de Londres; fulleros de dedos ágiles en Oxford Street, encantadores y misteriosos; mujeres de semblante sereno abrazadas a sus bolsos en el piso de arriba de los autobuses. Hans, que no se lanzaba a conversar con los ingleses, hablaba de ellos de acuerdo con sus ideas preconcebidas; una nación de tenderos, de personas que bebían té, que cortaban el césped. Pero yo llegué a verlos de otra forma. Lo que al principio me había parecido una reticencia conformista resultó ser, al cabo de un tiempo, un innato e inefable sentido de la honradez. Ellos no necesitaban tantas reglas externas como nosotros porque habían interiorizado los principios de la decencia.
Y, de forma tácita, intentaban inculcárnoslos. La señora Eleonora Franklin, una judía rica y bondadosa, organizaba todos los domingos recepciones para los refugiados en su residencia de Porchester Terrace, en Paddington. Llevaba pesadas piedras preciosas colgadas de los lóbulos de las orejas y un animalito blanco aparentemente sin patas en un bolsón de lona. Cuando íbamos a pasar a tomar el té, nos preguntó si queríamos lavarnos las manos. Ni Hans ni yo habíamos tocado el perro, cuya cabeza, con un llamativo prognatismo, oscilaba junto al codo de la anfitriona.
—No, gracias —respondí.
—Tengo las manos limpias, gracias —dijo Hans con educación.
La señora Franklin se inclinó hacia él y, vocalizando mucho, dijo:
—Me refiero, querido, a si desean usar el cuarto de baño.
Hans negó con la cabeza en silencio.
Cuando sonaron las campanadas de un reloj se anunció que la comida estaba servida. Se trataba de un té de media tarde, no de un ágape como a los que nosotros estábamos acostumbrados. La mesa estaba puesta con esmero; había bandejas de varios pisos con sándwiches de pan blanco rellenos de pepino, de salmón ahumado, de huevo con mayonesa, de gambas. En otras bandejas había pasteles: cuadraditos de chocolate colocados en papel rizado, tartaletas de frutos del bosque, palitos de coco de color rosa y blanco. En ambos extremos de la mesa relucían unos cuencos con mermelada, junto a otros con nata. La criada entró con unas fuentes de bollitos calientes y las dejó en la mesa. No sabíamos en qué orden teníamos que servirnos. Observamos lo que hacían los demás y los imitamos. Por lo visto era correcto comerse un pastel antes de un bocadillo o un rollo de espárragos, pero solo podíamos servirnos una cosa en el plato cada vez. Nuestra anfitriona permanecía de pie y servía el té con la tetera muy alzada. No lo tomaban con limón, sino con leche. Otra criada apareció con una bandeja llena de copas de champán.
Hans, sentado a mi lado, aguardaba y observaba mientras hablaba en voz baja con un cuáquero de mediana edad con el cabello engominado, al que durante un momento de silencio oí decir:
—¿Es así como se sientan en Alemania?
Mire rápidamente a Hans. Tenía la espalda muy erguida y las manos en el regazo. Hans inclinó educadamente la cabeza sin decir nada. El hombre estiró los brazos, atrayendo la atención de todos los presentes, y colocó las muñecas con parsimonia en el borde de la mesa.
—En este país —dijo con amabilidad— nos sentamos así.
Vi que Hans se sonrojaba y esbozaba una sonrisa. Yo sabía que, aunque se le ocurriera algo que decir, no se atrevería a despegar los labios por temor a tartamudear. Su silencio se intensificó.
Después del té dimos todos un paseo por el jardín, un jardín como yo nunca había visto: diseñado cuidadosa e inteligentemente para parecer silvestre, sus límites quedaban disimulados con árboles, espaldares y una maraña de cardos pinchudos y asombrosamente altos. Las casas vecinas apenas se veían. Cuando volvimos a entrar, la gente se arrellanó en los sofás y los cómodos sillones; los hombres fumaban puros. Estaba de pie junto a la chimenea cuando me sobresaltó un ruidoso ronquido. Era nuestra anfitriona, sentada en el sillón orejero que tenía al lado. Por un instante se hizo un silencio, como si todos trataran de captar algo; luego, una vez comprobado que no había sido nada, se reanudaron las conversaciones.
En casa Hans y yo nos reímos recordando los ronquidos de la señora Franklin, pero él todavía estaba resentido. Encendió un fogón de la cocina y empezó a pasearse arriba y abajo. En Berlín había conseguido dejar de ser el hijo tartamudo de un pastor de pueblo para convertirse en un maestro de los matices del lenguaje, una persona encantadora, con un gran atractivo. En Londres volvía a sentirse como un don nadie provinciano al que había que enseñar los eufemismos que designaban las necesidades corporales y la forma correcta de sentarse a la mesa.
—¿De verdad ha pensado —dijo, con los brazos en jarras, la vista clavada en el suelo de linóleo— que a mi edad todavía no sé disculparme y preguntarle a la criada dónde está el lavabo? —Hablaba con voz aguda, crispada—. Nos tratan como si fuéramos críos.
Yo estaba sentada a la mesa clasificando y etiquetando carretes fotográficos. Cada vez se me daba mejor desviar aquellos arrebatos de orgullo herido.
—Estoy recogiendo eufemismos de «váter» —dije—. Baño, excusado, inodoro, servicio, tocador. La señora Allworth me ha enseñado «meadero» y «hacer un pipí», pero tuve que sacárselo con tenazas. Son muy tímidos para esas cosas —añadí—. Esta no es una cultura que se sienta cómoda con el cuerpo.
—Es más que eso. —Hans se sentó a la mesa y empezó a cortar una hogaza de pan de molde con un cuchillo. El pan era blando y se desmenuzaba; las rebanadas no servían para untarlas con mantequilla—. Es un código. Todas las conversaciones encierran un sentido oculto que hay que adivinar. Si lo adivinas, estás dentro; si no… ¡Mierda! —Se había hecho un corte en el pulgar. Brotó una gota gruesa y brillante de sangre. Hans hizo un ademán para que no me levantara a buscar una gasa—. Si no —continuó mientras sacaba su pañuelo—, aprovechan la ocasión para demostrarte que eres un bicho raro. Fingen que tartamudean…, a veces pienso que lo hacen para burlarse de mí. Dicen «Co… con todo mi… mi respeto» cuando están a punto de hacerte pedazos. Y fingen no saber nada de algo cuando en realidad son expertos en la materia, solo para pillarte y demostrar que eres un p… pretencioso. —Estaba untando mantequilla en un pedazo de pan con una sola mano—. O ridículo.
—Es el comedimiento británico —dije—. El understatement. Seguramente les parecemos groseros.
Hans dejó de pelearse con el pan y se sentó en el diván verde. Sacó su libreta del bolsillo.
—Son un pueblo sinuoso. Todo lo hacen solapadamente. —Pasaba las páginas con el pulgar. Entre aquellas dos cubiertas expresaba las réplicas que se le ocurrían a posteriori, su desarraigo y su añoranza, pero las hojas no podían contenerlas.
Me arrodillé en el suelo entre sus piernas y le cogí las manos. Hans tenía los ojos anegados en lágrimas y la mirada perdida. Una cosa era que nos reinventáramos a nosotros mismos en nuestro propio país y en nuestro propio idioma, y otra muy distinta hacerlo en un país extranjero. Requería un acopio de energía que quizá no tuviéramos. Yo deseaba ser suficiente para él.
—Solo intentan que aprendamos a integrarnos —dije.
Hans sacudió la cabeza. La libreta cayó al suelo.
—¿Por qué dan por sentado —dijo con la voz quebrada por la vergüenza y la rabia— que queremos ser como ellos? —Recogió la libreta y se fue al dormitorio. Me senté en el diván. Luego acabé de clasificar los carretes. Cuando fui a la habitación, Hans dormía.
Poco después de que llegáramos a Londres me hice cargo de la correspondencia con Bertie, porque Hans creía que no tenía «nada que decirle». A mí me encantaban las cartas alegres e informales de Bertie sobre «esta especie de vida que llevo». No podía mencionar sus actividades políticas por si interceptaban nuestro correo, de modo que se veía obligado a escribir sobre la textura de sus días. A Bertie parecía sorprenderle que, observada de cerca, la vida más allá del trabajo pudiera contener tantas cosas, aunque él solo se relacionara con el panadero, el barman y el cartero. De todas formas, estaba animado y la soledad lo estaba convirtiendo en un mejor observador.
«Empiezo a ver las pequeñas cosas, igual que tú —me escribió, y yo sabía que no era un comentario ofensivo—. Veo rincones de belleza y pienso en tus fotografías». Bertie compartía conmigo pequeños detalles tontos: sobre sus dientes, «flojos de tanto comer crepes»; sobre los perros del parque, «tan pequeños que parecen pájaros con correa»; sobre la belleza de las mujeres, «que siempre caminan como si supieran que las observan». Eso último era algo que quizá le conviniera aprender, añadía en broma.
Pensaba en él y en su vida de pobreza, trabajo y exilio; en su cabello ralo y en sus dientes mal cuidados, en los viejos jerséis tejidos a mano de cuando todavía vivía su madre, y tenía la impresión de que el descuido de su propia persona era en cierto modo una señal de su férreo y entusiasta compromiso con el resto de nosotros. Mientras Dora estaba con Toller y Hans vertía su vida en las libretas, yo agradecía tener un amigo íntimo que me dejaba meterme dentro de su piel.