Toller

Clara ha salido a buscar los cafés para esta mañana (aquí la infinidad solo dura un día, al menos por lo que se refiere a los vasos sin fondo). Unas nubes pequeñas oscurecen partes del parque, moteándolo como si fuera un paisaje submarino.

Si puedo evocar a Dora, creo que puedo salir de esta habitación y entregarle la nota a Christiane.

Mientras trabajaba para mí, Dora también trabajaba con la serena e impasible socialdemócrata Mathilde Wurm. Fue Mathilde quien me envió un telegrama al hotel de Ascona: «Pájaro llega 9-3-33». Los nombres en clave empezaron a usarse en esa época. Así pues, ella era Pájaro.

Pero cuando se apeó del tren Dora parecía más bien un espantapájaros con la ropa de Ruth, que le quedaba demasiado grande. Tenía los ojos hundidos y ojeras, y la piel tan fina que se le transparentaban las venas de las sienes. Sonrió de oreja a oreja mientras balanceaba un maletín. Algo dentro de mí que yo no sabía que estuviera tenso se relajó; me encontraba en casa.

No fuimos a mi habitación del hotel, sino que nos desviamos hacia el arroyo y acabamos debajo de un puente, donde estaba muy oscuro. En la orilla ardían unas pequeñas hogueras; desperdicios y hojas secas se convertían en columnas de humo que se elevaban rectas en el aire inmóvil. A veces hacer el amor es hacer el amor y a veces es otras cosas, un regreso a casa y un ataque; apuñalar para volver a la vida que a punto han estado de arrebatarte. Detrás de mí la piedra estaba fría, pero me hundí en Dora, mis manos bajo sus muslos y su boca en mi oreja, perdido y encontrado en su calor, en su apremiante necesidad. Dora exhaló. Se quedó un momento más con un brazo alrededor de mi cuello, la cabeza contra mi pecho.

—¿Dora?

Cuando se apartó de mí, tenía los ojos llorosos. Se había permitido sentir el miedo que debía de llevar días reprimiendo.

—Vamos a comer algo —dijo mientras metía un pie en una pernera del pantalón.

La luz dorada y sesgada del paseo del lago Maggiore alargaba las sombras hasta unas proporciones cómicas incluso por la mañana. Dora estaba en la pendiente de la orilla por donde se bajaban las barcas hasta el agua, ahora sobre un pie, ahora sobre el otro, bailando, esquivando a su propia sombra, mucho mayor que ella, y riendo. Lanzaba puñetazos al aire y gritaba: «¡Venid a cogerme!».

Se acercaron unos patos, curiosos y con aires de propietarios del lugar, por los adoquines. Sus cabezas eran de un verde y un morado fosforescentes tan fastuosos que, a su lado, nosotros parecíamos de una especie desgreñada y desgarbada que huía de la ley y copulaba bajo los puentes.

Dora me cogió del brazo y buscamos un restaurante en los soportales que había al otro lado del paseo. La mayoría de los comercios habían echado el cierre hasta el mes de abril. Los plátanos que flanqueaban el paseo estaban podados y solo les quedaban cuatro o cinco ramas retaconas que semejaban puños negros alzados contra el cielo. Algunos tenían lucecitas colgadas que se encenderían cuando llegara el verano. El lugar se recuperaba aprovechando la ausencia de turistas.

Pedimos café y pastas y nos sentamos en un rincón. Dora estaba de espaldas a la ventana, de cara a mí, en sombras. Empezó a contarme que había ido a mi piso la noche que ardió el Reichstag y que se había llevado el manuscrito de mi autobiografía.

—Fue una corazonada de Bertie —me dijo mientras desenrollaba su fular—. Seguramente estar en tu casa evitó que me pillaran. —Me contó que había dormido dos noches en el cobertizo de Ruth, con las maletas que contenían mi obra. Antes de ir a buscar mis diarios.

No pude darle las gracias. Darle las gracias habría sido patético, dados los riesgos que había corrido. Y tampoco estaba seguro de poder articular las palabras.

—Siento lo de los diarios —dijo. Se interrumpió mientras el camarero nos servía los cafés, el agua y unos cruasanes recubiertos de azúcar.

—Ojalá no hubieras… —empecé a decir. Pero no era verdad. Me horrorizaba pensar que habían estado a punto de descubrirla; la habrían matado. Pero estaba tremendamente agradecido de que hubiera salvado mi manuscrito. La vergüenza no me dejaba hablar.

—No me des las gracias todavía —repuso ella partiendo un cruasán. Blandió un cuerno en cada mano y ahuyentó mi aflicción—. Aún tengo que sacar las maletas del país.

—Por favor, no hagas ninguna…

—¿Estupidez? —Arqueó las cejas—. Lo procuraré.

Dora no quería que me sintiera incómodo. Cuando me contó cómo la habían sorprendido en mi estudio, se apresuró a añadir:

—Y ya me ves a mí como un bandido de película intentando huir. Pero, claro, no me acordaba de los barrotes.

Dora no podía saber lo de los barrotes. Me escocían los ojos.

A veces pienso que las peculiaridades físicas de una determinada situación producen extraños resultados. Si hubiera podido verle bien la cara, quizá no se lo habría dicho. Ahora pienso en las salas de interrogatorio: ¿por qué creen que la luz intensa ayuda a sonsacar la verdad a las personas? Deberían probar la seducción de las sombras, cuando no podemos ver cómo nuestras palabras dan en el blanco.

Le hice una seña al camarero para que nos trajera un cenicero limpio y cambié de postura en la silla. Me incliné hacia Dora.

—Desde que salí de la cárcel, siempre he escogido muy bien los pisos —dije despacio—. Tiene que haber una habitación pequeña. Y mando poner barrotes en la ventana.

Se quedó callada.

—Es una superstición —continué—. Para recordarme mi época más productiva. Necesito… —Me miré las manos. Tenía los dedos entrelazados formando un arco inútil—. Contención.

Dora, ese pájaro libre, asintió con la cabeza. Se esforzó por entender mi necesidad de límites. La libertad que esos límites podían proporcionar a un alma como la mía, con su tendencia a la dispersión.

—La necesito para escribir. —Abrí las manos—. Mala poesía.

—No solo la poesía —dijo ella.

Me reí. La luz le daba en la espalda y mantenía su cara en sombra.

Cambió el tono de voz para decir:

—¿Por eso rechazaste el indulto?

Miré mi plato.

—Me siento fatal.

Dora sacudía la cabeza.

—No, en serio —dije—. Vuestra campaña a favor de mi liberación me ayudó enormemente a sostenerme. Pero… —Encogí los hombros—. Bueno, y no habría podido dejar a los otros allí, claro.

—Ya. —Asintió con la cabeza—. Pero yo puse de vuelta y media a Hans por aquello. Siempre le he echado la culpa de que hiciera que se te quitaran las ganas de salir de la cárcel. —Se rio—. Ya sabes, con ese gran encanto suyo tan insoportable. Te dio una idea de los aduladores, arribistas y babosos que te esperaban fuera.

Levanté la cabeza y la miré.

—Yo no lo encontraba tan desagradable.

—No, no lo es —musitó ella—. Lo que pasa es que es insufriblemente afortunado. Si yo hubiera sabido que querías quedarte en la cárcel, no habría… ¡Dios! —Apoyó la frente en la palma de la mano, sin dejar el cigarrillo que tenía entre dos dedos. Entonces se rio… su boca amplia y hermosa—. Ahora tendré que pedirle disculpas. Maldita sea.

En ese momento la deseé; deseé borrar esa conversación con un acto físico.

Nos quedamos ocho días en Ascona y durante ese tiempo notaba la garganta menos atenazada cuando la miraba en momentos de descuido. Intentaba verla como debían de verla los demás. La observaba cuando hablaba con los vendedores de los puestos del mercado en mal italiano y haciendo sin reparo gestos con las manos. O cuando ponía la cara al viento en la proa del ferry; o cuando salía, humeante y desinhibida, de la ducha. Cuando estás enamorado de alguien, no ves alrededor de esa persona, no puedes apreciar su medida humana. No entiendes cómo alguien que es tan inmenso para ti, tan milagroso e inconmensurable, puede caber, entero, en esa piel tan pequeña.

Los últimos días de nuestra estancia en el hotel prescindimos de la criada y por la tarde nos acostábamos, la habitación convertida en un revoltijo de ropa, papeles, mapas y zapatos embarrados tras los paseos que dábamos, el ambiente cargado del rastro combinado de los dos.

A Dora le costaba dormir. Algunas noches tomaba Veronal; mezclaba aquellos polvos amargos con café. Una vez me desperté y la vi en el balcón, con la bata puesta. El cielo estaba abarrotado de estrellas. El lago era un inmenso hueco negro; la orilla opuesta solo estaba marcada por una hilera de diminutas luces centelleantes.

Me apoyé en la barandilla. Al cabo de un rato Dora dijo:

—Soy atea.

—Querrás decir «Soy atea, pero…», ¿no? —bromeé. El agua acariciaba barcos invisibles; las drizas hacían sonar los mástiles.

—Pero creo que mi padre velaba por mí. —Tenía la voz quebrada—. Aquel día. Con Erwin Thomas.

—No hubo nada sobrenatural. —Me volví para mirarla, pero ella seguía con la vista al frente—. Tu padre te enseñó la utilidad del derecho penal y tú te protegiste con él. Hugo habría estado orgulloso de ti.

—También se lo enseñó a él. —Empezó a llorar en silencio, sacudiendo un poco la cabeza.

—¿A Thomas? —dije—. Bueno, sí. —Le cogí una mano—. Pero él ya no va a necesitar mucho esos principios.

Entonces me miró, noble y destrozada.

—¿Crees que pueden tirarse por la borda tan fácilmente?

La penúltima noche dije:

—Marchémonos de Europa. Vayamos a África, a India. —Dora había hecho el doctorado sobre los derechos de los trabajadores en las colonias y tenía intención de traducir el libro de su amigo inglés Fenner Brockway sobre la India colonial.

—¿Crees que puedes huir de la política? —replicó. Yo estaba sentado en la cama. Se puso en pie delante de mí y me cogió la cabeza—. Si nos marcháramos, renunciaríamos a nuestra vida a cambio de cocos. —Me soltó y se sentó, con las manos abiertas sobre el regazo—. Nuestra vida nos es dada; no la elegimos del todo nosotros.

—¿Me quieres? —No nos mirábamos.

—Sí. —Lo dijo con toda franqueza. Pero no bastaba, no bastaba.

—Quiero decir si nos pertenecemos el uno al otro.

—Ya nadie «pertenece» a nadie. Es la primera regla, acuérdate. —Sonrió, consciente de lo ridículo que era ponerle reglas a la vida.

Pero no desistí.

—¿Y si te quedaras embarazada un día de estos?

La sonrisa se borró de sus labios. Me miró.

—No tendría el niño.

Escudriñé su rostro. Dora intentó explicarse.

—No me parece que eso forme parte de mi vida.

—Entonces, ¿ni India ni los bebés forman parte de lo que te ha sido dado?

—Puedo asumir estos riesgos yo sola. Pero no con un hijo.

No sé qué le estaba preguntando. ¿Algo tan sencillo como si podía anteponerme a todo lo demás? ¿O anteponerse a sí misma? Me acerqué a la ventana. Había salido la luna. Un remero solitario arrugaba la manta plateada del agua.

Cuando me volví, la determinación de Dora se había esfumado. Su rostro era una máscara de aflicción.

—No puedo… dejar… todo esto. —Agitó las manos señalando los papeles esparcidos por la habitación, señalando Alemania, señalando la tarea que le había sido encomendada. Tenía los ojos anegados en lágrimas, ciegos, atrapados.

Le puse las manos sobre los hombros y respiré hondo. Yo nunca sería suyo por encima de todo lo demás.

—Deberías seguir el ejemplo de tu prima Ruth. ¡Elige la belleza! —bromeé—. ¡Elige el placer!

Dora se sonó la nariz ruidosamente y luego me miró.

—Elijo el placer —dijo, y me tumbó en la cama.

A la mañana siguiente subimos al monte que se alzaba detrás del pueblo, donde había un fuerte del siglo XI. En la cima de todos los montes había fuertes, y más cerca del lago se encontraban las iglesias: la guerra y la paz a doscientos pasos. Bajamos a la iglesia. Estaba fría y vacía y olía a piedra. Desde el último banco vimos cómo los haces de luz entraban por las ventanas alargadas y descendían a tientas.

—¿Cómo está la pequeña? —me preguntó Dora con un tono de voz que daba a entender que hablábamos de un amigo común.

—Christiane —dije. Dora nunca la llamaba por su nombre. No podía—. Bien. Acaba de rechazar el papel protagonista en una película nazi sobre Horst Wessel.

—Bien hecho —dijo Dora, y dejamos el tema.

Dora había concluido que la atracción que yo sentía por Christiane se basaba en que me complacía su admiración. También había llegado a la conclusión, creo, de que aquella era una fantasía que tendría un sustento limitado. En su opinión, yo era un hombre que no necesitaba tales cosas.

Tal vez Dora tuviera razón respecto a por qué quería yo a Christiane. Pero Christiane poseía otros encantos aparte de los que saltaban a la vista. No tenía conciencia de que las cosas podían terminar, lo que supongo que es una buena definición de la juventud. Todo se extendía ante ella en un plano uniforme de asombro: toda la crueldad y la belleza de un mundo del que no asumía ninguna responsabilidad. Más que su cuerpo de ninfa o su fe en mí, yo quería lo que quiere cualquier hombre mayor: recuperar la ilusión de un mundo todavía por desvelar.

Desde Ascona intentamos hacer gestiones para sacar nuestras cosas de Alemania, y también el dinero: Dora a través de su madre, y yo, de mis editores. No teníamos ni idea de cómo sería el futuro, juntos o separados, ni de cómo íbamos a financiarlo. La economía de sociedades enteras siempre nos había parecido más fácil de organizar que la nuestra.

Dora se marchó a París y luego a Estrasburgo a visitar a su amigo Berthold Jacob; desde allí viajó a Londres, donde estaban Ruth y Hans. Yo me compré tres camisas italianas de seda color crema y continué mi gira de conferencias hasta Palestina, libre ya de mis ataduras con Alemania y buscando un nuevo hogar.

Al abrir la puerta Clara, entran unos compases de música sueltos desde la habitación de enfrente. Creo que es Strauss. Empiezan y paran. Clara deja los cafés y me mira con extrañeza, porque estoy como soldado a mi butaca. Conozco esa mirada. Ha empezado a darse cuenta de que los famosos, sus mayores, somos tan volubles y tenemos tantas flaquezas como ella o cualquier otra persona, y de que eso no se supera con la edad ni hace que nos vengamos abajo. Sí, el milagro de la vida. Pero lo que me asusta es ver en su cara que esa percepción no la lleva a despreciarme, sino que la vuelve más cariñosa. «¡No pierdas el tiempo! —me gustaría advertirle—. Soy veneno para ti, niña».

En cambio, digo:

—¿Baila?

—Me encanta bailar.

Es joven y hermosa y está atrapada en esta habitación. No quiero que se enamore de mí. Y la forma más segura de impedirlo es pedirle que baile conmigo (¿a quién se le ocurriría tocar a un Minotauro encogido y arrugado?). Me pone una mano en el hombro y acerca su rasguñada frente a mi mejilla.

—Se lo advierto —digo—, la vida de los dos está en tus manos.

—Me arriesgaré —replica ella, y sonríe.

Al principio estoy un poco rígido. Pero a medida que nos movemos al compás de una música que ya no oímos me apoyo en ella y poso la mano, suavemente pero con aire de dueño y señor, en el hueco de su espalda. Ella accede a convertirse para mí en el cuerpo cálido que deseo. Me deja poseer su espalda en esta habitación.