Ruth

Bev está en la puerta, armada con una pistola pulverizadora y una bayeta de microfibra amarillo fluorescente. Esto es un pulso.

—Creo que saldré a dar un paseo —digo—. Hasta la biblioteca.

—¿Usted sola? Y justo ahora que iba a prepararle algo de comer. —Todo lo que dice Bev contiene un reproche.

—Ya comeré algo por ahí.

—Como quiera. —Me mira de arriba abajo, como si yo hiciera esto únicamente para fastidiarla y mi merecido castigo estuviera cada vez más próximo—. Yo en su lugar me cambiaría la chaqueta —añade. Recoge las galletas y mi taza con sus guantes de goma rosa y da media vuelta.

Cuando desaparece, me miro la rebeca. Tiene una mancha de café del tamaño de una mano en la pechera. Ya no me avergüenzo por nada; lo que no me gusta es inspirar lástima a los transeúntes. Intento levantarme de la butaca, pero tengo los brazos más débiles que de costumbre. No consigo darme suficiente impulso… para… despegarme.

Bev reaparece con las muletas, un bolso y una rebeca limpia.

—Bueno —dice—. Veo que no se ha movido.

Me ayuda a levantarme y a quitarme la rebeca sucia y a ponerme una limpia; cuando me coloco las muletas bajo los brazos —su ruido metálico suena a mis oídos como campanas de libertad—, agacho la cabeza y Bev me cuelga el bolso.

Cuando llego a la verja, no puede evitarlo y sale corriendo a abrírmela.

—¿Seguro que se las apañará bien usted sola? —me pregunta. Me endereza la peluca. Su cara es un simulacro de tragedia en el que percibo, con cierta sorpresa, una preocupación sincera.

—Creo que sí —respondo—. Gracias.

Y, ya libre en este día precioso, avanzo por la calle con su acera reventada por las raíces de las higueras de Port Jackson que no hay forma de contener. El sol está tan cerca que hace destellar el asfalto.

Después de que escondiéramos las maletas de Toller, me despertó antes del alba el estruendo de camiones sobre los adoquines de nuestra calle, seguido del chirrido de frenos en la esquina. El otro lado de la cama estaba intacto. Fui a la ventana y vi un vehículo descubierto lleno de hombres uniformados. No era la primera vez que Hans, entusiasmado con la noche, no volvía a casa. Fui a la cocina y preparé café. Nunca podía comer inmediatamente después de levantarme. Oí más camiones.

La puerta se abrió de golpe y Hans arrojó con estrépito sus zapatos en el recibidor, primero uno y luego el otro. Se apoyó en una jamba de la puerta de la cocina.

—¡Están registrando las casas! —dijo jadeante, pasándose una mano por el pelo—. He venido en cuanto me he enterado. —Olía a vodka y a tabaco.

Me quedé mirándolo.

—No me he movido de aquí —dije—. Estoy bien.

—¡Mira esto! —Me tendió el Völkische Beobachter. El titular era enorme: «Atentado comunista: ¡El Reichstag en llamas!».

—Pero si no… Pero si ellos no…

—Claro que no —dijo Hans—. Eso no estaba planeado.

Leí en voz alta las palabras del Líder:

—«El pueblo alemán ha sido blando durante demasiado tiempo. Todos los dirigentes comunistas deben ser ejecutados. Todos los simpatizantes de los comunistas deben ser encarcelados. ¡Y eso va también por los socialdemócratas y el Reichsbanner!». —Miré a Hans, que estaba encendiendo un cigarrillo. Seguí leyendo—: «Vamos a ser testigos del nacimiento de una gran época en la historia de Alemania. Este incendio marca su inicio».

Se oyó un frenazo, esta vez justo delante de nuestro edificio. Fuimos a la ventana. Saltaron cuatro del camión. No había nada que hacer.

Hans abrió la puerta antes de que llamaran. Allí estaban: un hombre de paisano y dos muchachos de las SA con uniforme marrón y pistolas automáticas. El de paisano hizo una seña a uno de los chicos, que pasó a nuestro lado y entró en el piso. El café se estaba quemando.

—Caballeros —dijo Hans, más erguido que sobrio. Yo me quedé detrás de él y me cerré la bata.

—¿Herr Wesemann? —El hombre era tan alto como Hans—. ¿Frau Wesemann?

—Sí —confirmó Hans.

—Disponen de veinticuatro horas, señor. Deben estar fuera de las fronteras del Reich antes de veinticuatro horas. De lo contrario se les retirará la ciudadanía.

—No he hecho nada ilegal —replicó Hans—. Soy un excombatiente condecorado. Y no soy miembro del Partido Comunista.

—Señor. —El hombre se sacó una hoja de papel del bolsillo interior de la chaqueta e hizo como si comprobara los datos—. La orden es para Johannes Alois Wesemann y Ruth Wesemann, de soltera Becker, Señor.

—¿De quién es la orden?

—Del Reichsminister Göring. Señor.

El chico volvió con mi bandera roja, que había sacado del armario. Se la entregó a su superior y los tres nos miraron en silencio. Luego el más bajito dijo:

—Pueden considerarse afortunados.

—¿Afortunados? —repitió Hans.

—Han recibido una advertencia. —El chico sonrió; era una sonrisa de poder, reflejo del repentino placer que sentiría cualquier mortal al comprobar que está en el bando acertado.

Cuando aquellos chicos se presentaron en nuestro piso esa mañana, ellos y sus compinches ya habían matado a cincuenta y una personas y arrestado a más de cuatro mil. Al principio trabajaron a partir de la lista de afiliados que habían robado en la oficina central del Partido Comunista, pero luego llegaron nuevas órdenes mucho más amplias: tenían que capturar o matar a cualquiera que hubiera hablado contra ellos. Si te encontraban en un bar, un café u otro local público, te detenían; si estabas en tu casa podían dispararte allí mismo por «intentar huir». A algunos ni siquiera se molestaron en arrestarlos o ejecutarlos: cuando encontraron a ocho comunistas escondidos en un sótano de Mitte, se limitaron a cegarlo con tablas. La gente que iba al trabajo los oía dar voces por la rejilla de ventilación que había al nivel de la acera, pero nadie se atrevió a ayudarlos. Los gritos tardaron dos semanas en cesar.

El 28 de febrero, antes de mediodía, Hitler presentó al Consejo de Ministros su Decreto del Incendio del Reichstag, «para la Protección del Pueblo y del Estado», en respuesta a aquel «atentado terrorista». Autorizaba los arrestos sin mandamiento judicial, los registros de viviendas, la inspección de la correspondencia; clausuraba los periódicos y prohibía las reuniones políticas. En esencia, impedía que otros partidos hicieran campaña antes de las elecciones, tal como Bertie había predicho. Al final de aquel día, miles de activistas que se oponían a Hitler se hallaban en «detención preventiva» en barracones improvisados de las SA: establecimientos vacíos, un depósito de agua de Prenzlauer Berg, hasta una fábrica de cerveza abandonada. Pronto no hubo sitio suficiente para todos. Fue entonces cuando empezaron a construir los campos de concentración.

La noche del incendio, la policía arrestó a un andrajoso albañil holandés excomunista llamado Marinus van der Lubbe, al que habían encontrado cerca del Reichstag. Van der Lubbe confesó ser el autor e insistió en que había actuado solo. Pero los hombres de Gringa aprovecharon la oportunidad para arrestar a otros que no estaban cerca del lugar de los hechos: un diputado comunista llamado Torgler y tres comunistas búlgaros que se encontraban de visita en Berlín. Nosotros nos burlábamos de la idea de que Van der Lubbe lo hubiera hecho solo. Tenía veinticuatro años, era medio ciego y retrasado mental.

No sé por qué nos avisaron aquella mañana. Quizá nos protegiera la fama de Hans: no podían verlos ejecutando a periodistas de renombre, al menos al principio. O quizá estuvieran jugando con nosotros. Pronto nos enteramos de que habían distribuido listas de nombres y fotografías de personas a las que querían capturar en las estaciones de ferrocarril y en todos los pasos fronterizos. Quizá nos detuvieran cuando intentáramos salir del país. Compramos dos billetes para el tren de las 18.04 a París.

Más tarde nuestros amigos nos contaron cómo se las habían ingeniado para cruzar la frontera. Algunos se habían disfrazado de pacientes de un psiquiátrico, habían simulado formar una comparsa de carnaval o sencillamente habían pasado a Francia esquiando. Llegaron a su destino sin documentos ni equipaje. Hans y yo también nos disfrazamos, supongo, de turistas; llevamos una sola maleta grande y un maletín cada uno; más equipaje habría podido levantar sospechas. Cogí dos mudas de ropa y en el resto del espacio metí la cámara y los objetivos, libros y fotografías. Los álbumes no cabían, así que escogí rápidamente algunas fotos: la de nuestra boda en el hotel Majestic de Breslau, la de mis padres y Oskar en el jardín de Königsdorf, la de Dora y yo de niñas en la feria de Kleinmachnow, la de Hans dormido nuestra primera noche, las sábanas arrugadas entre las luces y las sombras como un paisaje.

Hans se llevó su máquina de escribir, su manuscrito y su ropa de etiqueta. Entró cuando yo estaba cerrando la maleta.

—¿Queda sitio para esto? —Tendió la mano. Era el tarro de porcelana para paté del TicTacToe—. Para guardar los gemelos —dijo. Debía de haberlo birlado. En la tapa había un rollizo cerdito rosa que reía feliz tumbado panza arriba.

—Eres increíble —dije.

En el andén nadie hablaba con nadie, y en nuestro compartimento del tren nadie inició una conversación. Cuando oí al revisor en el pasillo se me aceleró el corazón. Abrió la puerta de cristal y me quedé muy quieta. Mientras los otros se apresuraban a buscar los billetes en bolsos y carteras, Hans se metió tranquilamente la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una servilleta. La desplegó con parsimonia para revelar un huevo duro impecable.

Mahlzeit —dijo el revisor. Guten Appetit en bávaro. Era un individuo fornido con pobladas patillas, para quien Berlín era, por suerte, un lugar lejano con problemas lejanos.

—Gracias —respondió Hans.

Yo no estaba segura de que fuera a salirme la voz. Entregué los billetes. El revisor los perforó y se guardó la máquina perforadora en el bolsillo del delantal de cuero.

—Tienen que bajar en Frankfurt para coger el tren a París —dijo como si fuera lo más normal del mundo—. Andén número dos. —Y se marchó.

—¡Un huevo duro! —le susurré a Hans—. ¿Cuándo lo has cocido?

—Mientras tú preparabas las maletas. —Hans sonrió, satisfecho con su truco de magia. Siempre sabía reaccionar en los momentos de peligro. Los otros pasajeros rieron y empezaron a charlar. Resultó que todos estábamos huyendo. Hans volvió a meterse la mano en el bolsillo y sacó un huevo para mí y una papelina con sal.

Tras cruzar la frontera francesa, fuimos al vagón restaurante. De París viajamos a Calais, donde embarcamos con destino a Dover. Luego tomamos otro tren hasta Londres.

Hans y yo debíamos de estar a salvo al otro lado de la frontera cuando Dora volvió al piso de Toller con una bolsa de lona a buscar los diarios.

Eran las tres de la tarde. Entró en el apartamento, cerró las dos cerraduras y dejó las llaves en la pequeña librería. Se quitó los zapatos.

Aquel día el dormitorio no le impresionó. El escritorio estaba tal como él lo había dejado, desordenado y con tareas pendientes: la piedra blanca de la playa de Rügen sobre unas cartas por contestar; una caja de cerillas abierta con un marinero musculoso en la tapa, café sin beber que criaba círculos de moho azul y blanco en una taza de porcelana roja. Llevó la taza a la cocina y la lavó. Cuando la dejó en el escurreplatos hizo ruido. Demasiado ruido. Dora se quedó inmóvil. Oyó toser a un hombre en el rellano. Llamaron a la puerta con los nudillos.

No, Dora no estaba allí. Desde el recibidor, la cocina era la primera habitación a la derecha. Quienquiera que fuera se hallaba a tres metros de ella, escuchando. Dora contuvo la respiración.

Salió al pasillo, deslizando los pies muy despacio para evitar que crujieran las tablas de madera. Era un animal o un niño: desprotegido, primario. Si conseguía llegar al estudio, podría saltar al patio por la ventana.

¿Y si solo era alguien que había ido a entregar un paquete? En ese caso, más tarde Dora se reiría de sí misma.

—Abra la puerta, por favor. —Una voz masculina.

¿Otra vez el vecino? Dora ya había llegado a la mitad del pasillo.

—¡Frau Fabian! Sabemos que está dentro, frau Fabian.

Eran ellos. Corrió hacia el estudio y pegó su mesa a la puerta. Oyó unos golpes, luego un disparo, aterrador e inconfundible. El crujido escalofriante de madera al astillarse. Curiosamente, se sintió responsable de los daños.

Y entonces se oyó un grito. Ya estaban dentro. «Abatida de un disparo cuando intentaba huir». Habría sido la gran ironía de su vida que con su muerte demostrara la veracidad de sus agresores. ¿Cómo es posible que cuando alguien está aterrorizado tenga tiempo de pensar en esas cosas?

Se arrodilló sobre la mesa de Toller para llegar hasta la ventana. Primero un puño, luego la cabeza. Desde el patio podría ir a Sächsischestrasse… No, seguro que tenían a alguien apostado allí. Al sótano… Pero había dejado las llaves en el recibidor.

Se acercaban. Iban mirando habitación por habitación.

—¡Aquí no está, señor!

—¡Vía libre!

Pues al apartamento de Benesch, por la escalera trasera; era arriesgado, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Apartó unos papeles para tener sitio donde poner los pies y entonces vio la piedra blanca. ¡Sí! La sopesó en la palma de la mano derecha y descorrió la fina cortina…

¡Maldita sea, Toller!

Barrotes. Negros barrotes de hierro, separados entre sí por menos de un palmo.

No se oía nada.

Debían de estar detrás de la puerta.

El tiempo transcurre despacio para quien está atrapado en una habitación, esperando el final.

Un golpe en la puerta.

—Frau Fabian. Soy Wieland, del Ministerio del Interior. Le ruego que abra la puerta.

El miedo puede desplegar el silencio y hacerlo vibrar. Y revelar, por fin, el sonido del universo que se mueve sosegadamente, preparándose para acogerte.

Los tres hombres no obtuvieron respuesta. Estaban de pie detrás de la puerta; el chico llevaba los zapatos de Dora en la mano y el ayudante empuñaba la pistola, apuntando al suelo. Tenían órdenes de capturarla viva.

—Frau Fabian —dijo Wieland hacia la puerta—, no puede ir a ningún sitio. —Hizo una seña con la cabeza al tirador—. ¡Apártese! —ordenó.

—¡No disparen! —La voz de Dora.

Cuando abrieron la puerta, ¿qué vieron? A una mujer menuda, un pajarillo de lustrosa cabeza negra. ¿Cuántos años tenía? ¿Veinte? ¿Treinta? Sentada sobre la mesa, los pies enfundados en calcetines y una piedra blanca y lisa en la hendidura del regazo. Intentaba encender una cerilla rasgándola contra la banda rugosa con unos dedos en carne viva de tanto morderse las uñas.

El hombre la apuntó con la pistola. El chico alzó los zapatos.

—Tenemos órdenes de arrestarla —dijo Wieland—. Es usted sospechosa de actos de traición contra el Reich.

—Trabajo para el señor Toller. —Hablaba con voz ronca, débil—. No estoy haciendo nada malo. —Ojos negros detrás del humo.

—Es la ley, señora.

—¿Una nueva ley?

—No, señora.

—Entonces, ¿un nuevo Reich? —Le sonrió.

—Sí, señora.

Dora apagó la cerilla de un soplo. Aquella gente no tenía sentido del humor.

El hombre hizo una seña a los otros para que la apresaran.

Ella levantó una mano.

—De acuerdo, caballeros.

El chico le tendió los zapatos sujetándolos por los cordones. De pronto aquellos retazos de piel y suela eran objetos íntimos, moldeados por su cuerpo, abiertos y deslenguados, reveladores. El chico la miró boquiabierto, como si nunca en la vida hubiera visto a una mujer meter un pie en un zapato. Dora saltó de la mesa.

De camino al coche, un pastor alsaciano, con la cara cubierta por un bozal que parecía una jaula, no se separó de su lado. Dora le rascó las orejas para reconfortarlo o para reconfortarse.

—Dentro de cada uno de nosotros ladra un perro de los hielos —dijo.

Cuando voy con las muletas por la calle, la gente desvía la mirada, un legado de sus madres, que les susurraban «¡No mires!» cada vez que se cruzaban con alguien con parálisis cerebral o una aparatosa marca de nacimiento, un exhibicionista o un enano. O bien me sonríen con compasión, para animarme en los que suponen serán mis últimos y preciosos pasos. Me entran ganas de gritarles: «¡No tenéis ni idea de la suerte que tengo!». Estoy tentada de decir «bendición», pero me contengo. No soy una anciana patética que se aferra a su mente mientras su cuerpo echa el cierre. Soy una mujer que va a comerse un pastel.

Las tiendas de Bondi Road son una muestra de la transformación que ha sufrido este lugar. Las más antiguas fueron trasplantadas directamente desde Riga, Stettin o Karlovy Vary, pero ahora el verdulero se hace llamar «frutólogo» y el carnicero es «orgánico». En la pastelería húngara todavía tienen el mejor Gugelhupf.

Me encanta el Gugelhupf, desde que era pequeña: su consistencia y su olor a vainilla, los remolinos de negras semillas de amapola en la densa miga blanca. Pido en el mostrador, maniobro hasta llegar a un taburete y apoyo las muletas contra la ventana. Cuando me traen el pastel, lo encuentro menos amazacotado que otras veces. Levanto el tenedor y lo llevo con cuidado del plato a mi boca, una distancia que ha aumentado con la edad y que ahora está plagada de peligros. El pastel cae del tenedor justo antes de llegar a mis labios. Espero que nadie me esté mirando. «Lo que no me gusta es inspirar lástima a los transeúntes».

—¿Doctora Becker? —dice una voz cerca de mi oído—. ¿Doctora Becker?

A mi edad, todos creen que estás sorda o eres tonta. Que ya estás medio difunta.

Me giro todo lo que puedo sin levantarme del taburete y surge ante mí una cara; veo unas muelas y huelo un perfume que es como una avanzadilla de verbena.

—Sí —digo—. Hola. —Es una mujer de mediana edad con gafas rectangulares de carey y media melena con mechas rubias. Podría ser cualquiera. De vez en cuando una de esas criaturas se acerca a mí, dulcemente, con gratitud.

—Soy Trudy Stephenson —se presenta—. En la escuela me llamaba Trudy Winmore.

—Ah, sí. Trudy. —No tengo ni idea de quién es—. Claro. ¿Cómo estás?

Escudriño su rostro —amable, con los ojos hundidos y los incisivos un poco separados— tratando de evocar a la niña que hay debajo. Dicen que todos los recién nacidos se parecen, como los muy ancianos: cenicientos, asexuados y con la piel arrugada. Pero a mí me cuesta distinguir a las mujeres de mediana edad de los barrios residenciales del este. Todas están pulcramente construidas, con un cuerpo recio bajo la camisa de rayas con el cuello levantado y mechas en una cabellera de suavidad uniforme. Fui profesora de la escuela para niñas durante veinte años. Conocí a muchas, muchísimas niñas. Pero mientras miro a esta con los ojos entornados los años van desprendiéndose de ella hasta que es una cría de dieciséis años —seria, rechoncha, de rostro dulce— de mi clase de alemán.

—¿Se acuerda de mí? —me pregunta.

—Sí —respondo. Les gusta que me acuerde de ellas.

Trudy se ríe.

—¿Y se acuerda de mi padre?

Dios mío.

—Pues me temo…

—Usted nos enseñaba la poesía amorosa de Goethe. —Sonríe. ¿Se ha ruborizado?

O Mädchen, Mädchen wie lieb’ ich dich!—recito. «Oh niña, niña, cómo te quiero…».

Wie blickt dein Auge! / Wie liebst du mich! —«¡La mirada de tus ojos! / ¡Cómo me quieres!». Lo recita como si fuera algo atesorado durante largo tiempo, un mantra que ha murmurado en momentos cruciales a lo largo de su vida, sin confesárselo a nadie—. Wie ich dich liebe / Mit warmen Blut. —«El amor que por ti siento / Me calienta la sangre». Se ríe, y de pronto los ojos se le llenan de lágrimas—. ¡Jamás habíamos oído nada parecido! Creíamos que no estaba permitido hablar de esas cosas.

—Bah —digo—. Australia en los años cincuenta.

«Esas cosas» —el amor, el deseo, lo más valioso— debían permanecer ocultas durante toda tu insignificante vida. Era como si aquellos anglos creyeran que los sentimientos estaban mancillados porque era necesaria la participación del cuerpo para expresarlos. Eso es algo a lo que nunca me acostumbré.

—Mi padre… —empieza a decir Trudy. Y de repente me acuerdo. Todavía lo siento dentro de mí. Su padre escribió una carta a la directora, la señorita Blount: «Además, ¿quién es ese tal Goethe? Sería mejor que las niñas aprendieran algo útil en lugar de esas porquerías».

—¡Ahora me acuerdo! —exclamo contenta—. «Esas porquerías», decía él, ¿verdad?

—Me temo que sí. —Trudy frunce los labios en un gesto de pena fingida y luego vuelve a sonreír. Las lágrimas han desaparecido—. Pero a nosotras nos encantaba. —Me toca el antebrazo—. Y la apreciábamos a usted por leérnoslas.

—Gracias, querida.

Se marcha, con su trasero plano y muy pulcra, una caja de pasteles en la bolsa de plástico que lleva colgada del brazo como el hatillo de una cigüeña.

Las niñas sabían que yo había estado en una cárcel de Hitler por mis actividades políticas. Les hablé de la condena de cinco años, tres de ellos en aislamiento para que, como «política», no contaminara a las otras —abortistas, prostitutas, ladronas, pobres infelices— con ideas de justicia social. Pero a su edad, a las niñas les interesaba más el amor, por supuesto. Imaginaban que, dado que había estado casada y me había divorciado, tenía un grado de experiencia escandaloso. Creían que les leía los poemas de Goethe sobre el deseo como si pudiera dar fe de él. Ni ellas ni yo comprendíamos que una vida romántica imaginada puede sustentarte como posibilidad, como esperanza, y seguir siendo solo eso. Del mismo modo que los raíles paralelos del tren, discurre al lado de la vida que estás viviendo, pero nunca se cruzará con ella.

La Gestapo no tenía adónde llevarla. Todas las celdas estaban llenas. Además, querían que Dora estuviera sola para debilitarla. Decidieron meterla en un sótano del antiguo edificio de la policía, con el suelo sucio y los restos de un montón de carbón en un rincón. En otro rincón había dos cubos, uno con agua y el otro vacío. No había luz ni calefacción. Dora se paseaba a oscuras para entrar en calor. Solo tenía una manta del ejército y la compartía con los piojos.

Se realizaban detenciones a un ritmo tan acelerado que la alimentación de los prisioneros no estaba organizada; nuestra querida Mathilde Wurm se enteró de que tenían a Dora e inmediatamente le llevó cestas con panecillos, salchichas, plátanos, ropa interior y cigarrillos.

Retuvieron a Dora cinco días antes del interrogatorio; era lo máximo que permitía la ley. Cuando el guardia abrió el candado, ella le dijo: «¿Eres mi Orfeo y vienes a rescatarme?». El guardia se quedó mirándola sin comprender y ella se disculpó. En el patio Dora vio que tenía la ropa cubierta de mugre y las manos negras. Antes de dirigirse hacia el edificio de las oficinas, el chico señaló la frente de Dora.

—Quizá quiera… —Hizo como si se frotara.

—Gracias —dijo ella sonriendo—, pero esta suciedad no es mía.

La bombilla de la sala de interrogatorios colgaba de un cable forrado de tela marrón. Tras tantos días en la penumbra del sótano, Dora parpadeó varias veces. El interrogador no era un policía de los de siempre, sino uno de los nuevos, de los que llevaban uniforme negro. Le brillaba la cara y tenía los ojillos hundidos, como dos pasas. Le preguntó a Dora qué tenía que decir en su defensa.

—Que yo sepa —repuso ella—, no estoy siendo procesada.

—La han detenido por un delito de lesa majestad y sospecha de alta traición.

—¿En virtud de qué?

El interrogador miró la hoja que tenía delante. Dora sabía que la había estudiado detenidamente con antelación.

—En virtud de su militancia en el Partido Socialdemócrata Independiente y en el nuevo Partido de los Trabajadores Socialistas. Y por ser directora de esto… —Deslizó por la mesa un ejemplar de un periódico pacifista. Dora se quedó mirando su nombre, junto al de Walter, en la cabecera—. Por no mencionar —continuó el policía— ciertas declaraciones por escrito, como… —puso el dedo en otra hoja—: «El entusiasmo de las mujeres ante el Líder no es una señal de lealtad, sino de necesidad. Esa necesidad no será satisfecha por él, ni por los maridos que promete ni por ningún hombre».

Se quedó mirándola un rato antes de bajar de nuevo la vista hacia la hoja.

—Estas declaraciones están concebidas para desacreditar a las autoridades y calumniar al Líder. Ahora la militancia en el Partido de los Trabajadores Socialistas es un delito…

—¿Desde cuándo? —Quien no la conociera habría pensado que lo decía con verdadera curiosidad.

—Desde el martes. —El hombre bajó la vista hacia el dossier.

—Entonces, ¿antes del martes no lo era?

El interrogador levantó la cabeza.

—Usted ha continuado afiliada. Ha cometido un acto prohibido. —Se enderezó la correa de piel que descendía desde el hombro hasta la cintura—. ¿Dónde están los documentos que se llevó del apartamento de herr Toller? —Los preámbulos habían terminado.

—Los quemé. —De pronto Dora, cubierta de mugre bajo aquella luz demasiado intensa, pensó que daba igual lo que dijera, que no importaba que ya hubiera abandonado el partido. Habían llegado a un punto en que la ley no podía protegerla. Aquella discusión era una farsa: el gato jugaba con el ratón por el puro placer de oler su miedo.

»Quiero hablar con su superior —dijo. Era arriesgado, pero no tenía nada que perder.

—No está aquí. —El hombre le sostuvo la mirada.

—Estoy segura de que sí. —Dora esbozó una sonrisa—. Y exijo hablar con él.

—Me parece, doctora Fabian, que no está usted en posición de exigir nada.

Volvieron a encerrarla en el sótano.

Al día siguiente la subieron otra vez.

—¿Para qué me llevan ahora? —preguntó al guardia. Tal vez lo hicieran para conseguir cinco días más de detención.

—Va a venir el director.

Dora sintió alivio cuando lo vio entrar en la habitación, aunque dudaba que hubiera ido a ayudarla. Contempló aquel bigote puntiagudo tan conocido, el perfecto nudo de la pajarita, el anillo en el dedo meñique.

—Doctora Fabian —dijo él. Así pues, no habría muestras de familiaridad delante del guardia. Dora no iba a ponerlo en una situación comprometida; lo que quería era salir de allí.

—Doctor Thomas.

—Ya la han informado de los cargos de que se la acusa. —Dejó la carpeta marrón encima de la mesa y se sentó—. No sé muy bien en qué puedo ayudarla.

—Tengo derecho a un abogado. Y, que yo sepa —respiró hondo—, no pueden retenerme más de cinco días. —Le sostuvo la mirada—. Ya llevo una semana aquí.

El tío Erwin agachó la cabeza y cuadró las hojas de papel que tenía delante.

—Su padre habría estado orgulloso de usted. —A continuación Thomas sacudió la cabeza, como si, lamentablemente, no estuviera en su mano resolver aquella situación—. Pero las leyes han cambiado.

—Es posible que hayan ¡legalizado los partidos de la oposición —replicó Dora—, pero ¿un proceso penal?

Thomas miró brevemente al guardia.

—Todavía no —respondió—. Pero se hará. Las acusaciones son graves. Está usted aquí, entre otras cosas, por haber destruido pruebas necesarias para la tramitación de un procedimiento judicial.

—¿Qué procedimiento judicial?

—Un procedimiento judicial contra el señor Toller.

Así que declaraban delincuente a quien se les antojaba y se incautaban de todos sus bienes. Dora no podía discutir acerca del fondo de todo aquello; con el tío Erwin tendría que limitarse a discutir sobre un tecnicismo.

—Están obligados… —Ella también miró al guardia y rebajó el tono—. Tengo entendido que según la ley deben ponerme en libertad al cabo de cinco días en espera del juicio. Si no, es que aquí no impera la ley.

Thomas apretó los labios y respiró hondo por la nariz.

—La primera señal de respeto por la ley que veo en usted —dijo al tiempo que se ponía en pie. Fue hacia la puerta—. «Una pudorosa hoja de parra que cubre el poder», si no recuerdo mal.

Dora no dijo nada.

Thomas le hizo una seña al guardia. En el umbral, volvió casi imperceptiblemente un hombro para detener a Dora cuando se disponía a salir. Le habló al oído.

—Hay una laguna jurídica —murmuró—. Se arreglará pronto. Las llamaremos las enmiendas Fabian. En tu honor.

La pusieron en libertad en espera de juicio.

Dora no fue a su piso a hacer el equipaje, sino al nuestro, tras comprobar que nadie vigilaba el edificio. Cuando entró, entendió por qué. Ya habían hecho trizas todos nuestros muebles: habían abollado las sillas cromadas y acuchillado el colchón del dormitorio; había crin y plumas por todas partes. Con el cristal se habían divertido mucho (les encantaba el cristal, ¿verdad? El cristal, las listas, el fuego); habían destrozado un carrito de bebidas, los marcos de las fotografías y el espejo del armarito del cuarto de baño. Alguien había dibujado una caricatura lasciva de Hans en el banco de la cocina y puesto el macillo de los mojitos en vertical como si fuera un pene.

Dora buscó una toalla para retirar de la bañera los cristales rotos y se lavó rápidamente con la ducha de mano. Luego metió en un maletín una muda de ropa que sacó de mi armario; llevar una maleta habría levantado sospechas. Habría sido una insensatez tratar de sacar las maletas de Toller del cobertizo del jardín. Se dirigió a la estación de Friedrichsstrasse y compró un billete para Suiza. Tenía que hacer dos transbordos.

Más tarde se enteró de que la habían esperado en su piso —«Fuera había tres coches, nada menos», dijo— para llevársela de nuevo detenida mientras se modificaba la ley. No habría vuelto a salir.

Durante años circularon rumores sobre su huida de Alemania. Eran enrevesados y magníficos y fueron deformándose como en el juego del teléfono hasta llegar a la versión en que Dora salía clandestinamente del país escondida en la maleta junto con los documentos de Toller. A la gente le resultaba lógico, porque los cuentos nunca tienen un sentido práctico; una historia no es un manual de cómo hay que hacer las cosas. El sentido del cuento era que Dora era menuda, valiente y lista. Pero, como diría ella en broma más tarde, si se hubiera metido en la maleta, «¿Quién me habría llevado?».

Cuando le contó a Toller aquel rumor, él sonrió y dijo: «Pero ¿dónde habrías puesto mis documentos?».

El 26 de abril de 1933 Gringa aprobó la primera ley de la Gestapo. La policía política quedaba bajo su control personal, para que no pudieran aplicarse las leyes ordinarias de derecho penal. El tío Erwin redactó el borrador. Era su «enmienda Fabian».