Toller

Llevo un rato paseándome por la habitación mientras redactamos las cartas: además de a la señora Roosevelt, tengo que contestar a Grosz, a Spender y a Hacienda. La luz va declinando poco a poco sobre el parque, reduciéndolo todo a siluetas. Oigo el chasquido cuando Clara enciende la lámpara que hay junto a su silla, en la mesita de la máquina de escribir. Cuando me siento y la miro, veo que tiene un ojo inyectado en sangre y un feo rasguño en la frente.

—¿Qué le ha pasado? —grito. Dios mío, ¿de verdad hace falta una herida física para que preste atención a alguien?

—No es nada —dice ella, pero veo que también tiene el pelo chamuscado cerca de la frente—. Queríamos recalentar la cena en el hornillo y explotó.

—¿Ha ido al médico?

—No, no. En serio, no es grave.

Claro, no tienen dinero para ir al médico.

—Lo siento, ¿he…? —Noto una sensación de mareo—. ¿Se me ha olvidado pagarle? A veces no me acuerdo de estas cosas…

—¡No, no! —Levanta las manos y ríe. El estoicismo de las mujeres siempre me ha impresionado—. Me paga MGM, ¿no se acuerda?

Muevo la cabeza afirmativamente, pero todavía siento náuseas. Una sombra se desliza en el borde de mi campo visual. Si vuelvo rápidamente la cabeza para verla, desaparece como un hilo flotante de mi cristalino. Clara se vuelve y empieza a teclear.

Una vez se me olvidó darle a mi esposa, una muchacha en un país extranjero, dinero para comprar comida.

Cuando pienso en Christiane siento venir la negrura; me asalta la nariz un hedor que no es humano, pero tampoco a azufre. Huele a carne quemada, como en las trincheras. Miro hacia el cuarto de baño y esta vez alcanzo a ver cómo las últimas plumas inmundas reptan por debajo de la puerta dejando tras de sí un rastro de suciedad. Apenas caben ahí detrás.

Hace seis semanas, Christiane me dejó por un médico de la calle Sesenta y uno Este, un refugiado como nosotros. No le reprocho nada.

Christiane Grautoff tenía quince años cuando la vi por primera vez; era la niña prodigio del teatro alemán. La cortejé dos años sin apenas tocarla; lo que había entre nosotros se mantenía prístino e irreal, como un futuro perfecto. Era una muchacha delgada, rebosante de energía, con una mata de pelo rubio y ojos verdes rasgados, poco filosófica y muy independiente. Era, como suele decirse, de buena familia, una expresión que no se refiere a la bondad, sino solo al dinero. El dinero provenía de la familia de su madre, una novelista egocéntrica de segunda fila. El padre era historiador del arte, con uno de los corazones más duros que he conocido. Cuando Christiane tenía ocho años, la enviaron a un internado, donde vivió cuatro años de brutalidad; en parte la mandaron allí porque era «rebelde», pero sobre todo porque sus padres estaban muy ocupados. Quizá al final ella se lo agradeciera: el internado la convirtió en una observadora perspicaz, como lo son todos los buenos actores. Aprendió el Berlinerisch de la clase trabajadora en cuestión de días y aprendió a entretener a los niños más duros y a los supervisores. Pero, por culpa de la crueldad de su padre, su grado de exigencia respecto al trato que esperaba recibir de un hombre era demasiado modesto y no la protegía de mí.

—¡Soy veneno para ti! —le decía yo incluso al principio, cuando la cortejaba—. Caveat emptor!

Christiane es la única mujer con la que he vivido. Ella vio lo peor, en Londres, cuando pasé meses seguidos en una habitación a oscuras. El desprecio que sentía por mí mismo en aquella época contaminaba mis sentimientos hacia ella; mataba el amor y ocupaba su lugar.

Era normal que una joven de la extracción de Christiane no supiera cocinar, pero en Londres lo intentó; se disculpaba por cada comida que hervía, quemaba o ahogaba en mantequilla mientras yo salía tan campante por la puerta para ir a un restaurante. Tampoco sabía zurcir. Mis calcetines yacían esparcidos por nuestra habitación de Hampstead como exigencias. Cuando nos invitaban a alguna gran casa de campo, Christiane sabía que los criados desharían nuestras maletas y revisarían la ropa para ver si faltaba algún botón o había algún hilo suelto, y que la coserían antes de guardarla. Una vez que fuimos a pasar el fin de semana al campo, metió cuatro pares de calcetines medio desintegrados en la maleta creyendo que yo me alegraría del resultado. Cuando los vi todos perfectamente zurcidos, estuve tres días sin dirigirle la palabra.

Un día la llevé a hacerse la permanente. (¿Qué quería, que pareciera mayor? Qué vergüenza). Mi muchachita de cabello sedoso aguardaba confiada en la silla mientras yo charlaba con la peluquera, que dejó demasiado rato aquella solución apestosa y abrasadora. Cuando salimos, Christiane parecía un caniche. Pero decidió consolarme. «No te preocupes —me dijo—, este invierno están de moda las boinas».

Nada cambió cuando llegamos a Estados Unidos. En todas partes reconocían su talento; unos estudios importantes le ofrecieron un contrato que la habría convertido en una estrella. Le prohibí aceptarlo. También le prohibí decir que se lo había prohibido. Más tarde dijo que quería tener un hijo, y también se lo prohibí. Me doy asco a mí mismo.

Nuestros cónyuges no tienen la culpa de que no los amemos como amábamos en el pasado. Christiane me quería le hiciera lo que le hiciese, y por eso yo percibía su amor como una provocación. (¡Fíjate! ¿Será posible que incluso ahora siga culpándola?). Ella disculpaba todas mis crueldades privadas con la excusa de que era un gran hombre. Yo luchaba para salvar a la humanidad; ¿qué importancia tenía que la dejara sola en Londres para marcharme tres meses a Rusia a presentar un libro y se me olvidara, así, sin más, darle dinero? Ella tenía dieciocho años y era una refugiada sin permiso de trabajo. ¿Qué importancia tenía que al volver la regañara porque no me había dicho que necesitaba dinero, porque había trabajado ilegalmente para poder comer y porque luego casi se había muerto de hambre para comprarme una radio de onda corta que yo quería para mi cumpleaños? ¡Eres inmadura!, le grité. ¡Una irresponsable! ¡Estás demasiado delgada!

Dora sostenía que yo podía intimar más con miles de personas que con una sola.

Voy a la mesita junto a la ventana y le escribo una nota a Christiane. En parte es una disculpa, aunque sé que ella la rechazará con un ademán. Así que le expreso sobre todo mi gratitud y mis mejores y más sinceros —de verdad— deseos para el futuro. Le auguro que se convertirá en una estrella. Cierro el sobre y vuelvo a mi butaca.

Clara me acerca las cartas para que las firme.

—Ah, y otra cosa —dice mientras le pone la funda a la máquina de escribir—. Ayer hablé por teléfono con el señor Kaufman. Dice que MGM le pagará el billete, en primera clase. Dijo que era lo mínimo que podían hacer los estudios.

Sacudo un poco la cabeza.

—Qué detalle.

—Sí, es un detalle —coincide ella.

—No, me refiero a usted. Que se le ocurriera pedírselo. —Clara quita importancia a mi cumplido con un encogimiento de hombros—. Debería ir a ver al amigo médico de Christiane. Atiende gratis a los refugiados. Está en la calle Sesenta y uno Este.

—No hace falta, de verdad —dice desde la puerta—. Intente dormir, haga el favor.

Cuando Clara se va, vuelvo a coger la nota. Podría salir a la calle, a las luces nocturnas, coger un taxi en Central Park South y entregársela a Christiane personalmente. Quizá la sorprendiera.

Miro hacia el cuarto de baño. La puerta está cerrada. Puedo dejarla así; en el vestíbulo hay unos lavabos. Saco del armario mi gabardina Burberry y me la cuelgo del brazo. No recuerdo la última vez que me la puse.

Mi habitación está en el quinto piso, pero bajo por la escalera. El vestíbulo es una inmensa extensión de alfombra con estampado de espirales y tiestos con palmeras que me separan de las puertas giratorias por las que se accede a la calle. Ayudantes de camarero con gorra zigzaguean con sus carritos y la gente se mueve en todas las direcciones: de la puerta al mostrador de recepción, del mostrador de recepción a los ascensores o a la escalerita que lleva al bar. Dispongo de unos pocos segundos antes de que se note mi parálisis.

La camisa se me pega al cuerpo y tengo la boca seca. El corazón me late muy deprisa. Quiero, de verdad que quiero, trasponer esa puerta y salir a la noche rutilante. Pero dudo que las piernas me obedezcan. Doy media vuelta y logro llegar al lavabo de caballeros.

En el espejo, un hombre de rostro ceniciento con ondas de pelo entrecano sobre la frente me mira fijamente. Mi madre está muerta, pero intento encontrar aquí algún vestigio de lo que ella amaba.

Los grifos son iguales que los del cuarto de baño de mi habitación, con sendos botones de esmalte, uno con una H y el otro con una C. Si salgo del edificio, las alas conseguirán escapar y su negrura ensuciará esta ciudad. ¿O es al revés? Las alas son una función mía: entonces, si salgo de aquí, ¿vendrán conmigo y contaminarán la ciudad? Sea como sea, será culpa mía. Tengo que impedírselo.