Me acuerdo de aquella rebeca gris jaspeado de Dora. Es curioso lo que se adhiere a la tira atrapamoscas de la mente, ¿verdad?
Más tarde oí hablar de esos episodios, pero yo nunca vi a Toller deprimido. Las dos veces que fui a su piso a recoger a Dora hablaba tan deprisa que apenas podía seguirlo; derramaba ideas a tal velocidad que ni él mismo —ni tampoco Dora— podía anotarlas. Se movía por la habitación diminuta como Superman en una trampa, encendiendo cigarrillos y apagándolos, olvidándose de ellos y encendiendo otros. En ocasiones tenía cuatro y hasta cinco encendidos e iba de un cenicero a otro. Una vez le dijo a Dora que había escrito Masse Mensch en tres días con sus respectivas noches, de un tirón, sin dormir. Según me contó Dora, no lo dijo para alardear; estaba perplejo.
Es verdad que Dora se enamoró de Fenner Brockway. En aquella época creíamos en la libertad de todo tipo. Habían muerto tantos chicos en la guerra que sabíamos que la vida era corta y barata. No tenía sentido no amar si surgía la oportunidad. Los hippies de los años sesenta y setenta me parecieron mansos y vanos, carentes de originalidad. Se manifestaban por la paz pero no habían conocido la guerra; confundían la libertad de tener relaciones sexuales con la libertad de no dar importancia al sexo. Dora concebía el sexo como algo que había que dar libremente, no como parte de un capital en una transacción para conseguir a una mujer. Ella vivía el presente.
Pero Dora nunca se confundió con respecto a Toller. Cuando él se marchó de mi estudio el día que lo retraté, Dora puso en el gramófono un disco de jazz que había traído e hizo girar la manivela. Me obligó a dar vueltas y más vueltas por la habitación hasta que acabamos riendo, bien mareadas. Le brillaban los ojos. «Ese tipo acomplejado y con problemas de pulmón —me dijo— es el hombre más magnífico que jamás conoceré».
Colgar la bandera roja en la ventana de nuestro piso de Berlín no tuvo consecuencias inmediatas. Luego vinieron las semanas de los mojitos, una época de falsa calma y cócteles. No quiero ni pensar de dónde traían aquellas limas. ¡Qué decadencia!
En cuanto fue nombrado canciller, Hitler convocó elecciones para cinco semanas más tarde. Pero no se prohibieron de inmediato los periódicos, así que Hans escribió unas cuantas columnas más; las mecanografiaba en la mesa del comedor y por la noche iba a entregarlas en bicicleta. En su último artículo situaba al Gran Adolf en 1942 y lo retrataba como un político de segunda fila fracasado, a punto de iniciar una gira por Estados Unidos para pronunciar conferencias ante sus menguantes bases de chiflados. «Nos sentamos en su modesta casa de doce habitaciones de las montañas bávaras —escribió Hans— e intercambiamos algunos cumplidos. Enseguida observé que el Líder ya no llevaba su famoso bigote. Él advirtió mi sorpresa. “Alemania ha perdido mucho pelo en esta última década”, dijo, “así que pensé que debía ofrecer un ejemplo simbólico”».
Pasé aquellas extrañas semanas asistiendo a reuniones en pisos de gente por todo Berlín. Nuestro pequeño Partido Socialdemócrata Independiente había pasado a llamarse Partido de los Trabajadores Socialistas, en un intento de tender puentes entre los socialdemócratas y los comunistas. Estos dos partidos más grandes se odiaban desde que en 1919 los primeros enviaron tropas a sofocar la revolución de Munich. Nosotros queríamos que se unieran para no dividir el voto contra los nazis en las próximas elecciones. Discutíamos, redactábamos panfletos y nos asignábamos tareas unos a otros: distribuirlos, ir a hablar a los sindicatos, reclutar más miembros. Teníamos la impresión de que nuestro trabajo era importante y urgente. Las tropas de asalto también lo pensaban.
Empezaron a disolver nuestras reuniones, a arrestar a nuestros afiliados en la calle, a registrarnos los macutos. A un amigo mío que estaba pegando anuncios en una farola le dieron una paliza a plena luz del día; otro pasó dos días detenido sin que nadie conociera su paradero. Nuestro objetivo de formar un frente unido contra Hitler era sensato, pero la desconfianza entre los partidos era demasiado grande y la comprensión de la amenaza que representaban los nazis para ellos —para todos nosotros—, demasiado escasa. Lo teníamos difícil.
Una noche de finales de febrero Hans y yo fuimos, como muchas otras veces, al Romanisches Café, y luego al club TicTacToe, en Lehniner Platz. Necesitábamos borrar de la mente las discusiones, vivir un poco. Los mojitos que habíamos tomado en casa y el Sekt que bebimos en el café nos dejaron vacíos; estábamos llenos de burbujas y humo y ya no teníamos apetito. Habíamos quedado con Dora en el TicTacToe.
En Kurfürstenstrasse había mujeres —algunas solas, otras en pequeños grupos— entregadas a una ociosidad deliberada; entraban y salían de los charcos de luz de las farolas y hacían durar sus cigarrillos. La oscuridad disimulaba la pena que daba su ropa barata y les otorgaba la dignidad de la sinceridad: Este cuerpo es una ganga, ternura a precio de mercado.
Misteriosamente, éramos inmunes al frío. Hans llevaba floja la bufanda; mis ojos quedaban a la altura de la cicatriz que tenía en el cuello. El alcohol lo volvió generoso con su sabiduría secreta.
—Mira. —Inclinó la cabeza hacia una mujer que estaba a su izquierda—. Esa es un caballo de carreras: se ofrece para que la azoten con una fusta. —Era una mujer pelirroja, con un sombrero exageradamente ladeado y unas botas relucientes de color verde oscuro—. Y el amarillo —señaló discretamente a una criatura de aspecto maternal que parecía brotar de unas botas doradas como la masa de pastel cuando sube— significa que acepta a tullidos.
Las mujeres, que ni siquiera nos miraban, sacudían un poco las piernas para entrar en calor. Hans se deleitaba mostrándome su ciudad nocturna.
—Allí están las Telephone Girls, a las que se puede contratar discretamente a través del hotel. Se disfrazan de estrellas de cine, así que el cliente puede pedir que le envíen a una Garbo o una Dietrich a la habitación. —Las miré, pero no supe distinguir cuál era cuál—. Y esas jóvenes —señaló más allá— son hijas de buenas familias de Charlottenburg y Grunewald. Salen en busca de juerga y un poco de dinero de bolsillo. —Eran altas y esbeltas; una balanceaba una raqueta de tenis.
Separada de las demás, una mujer de caderas estrechas con el rostro velado nos observaba atentamente. Llevaba una sombrilla blanca y el vestido abrochado en el abdomen con una mariposa de lentejuelas. Hans acercó los labios a mi oreja y tiró la colilla a la alcantarilla.
—Y esa, querida mía, es un hombre.
—¿Y tú cómo sabes todo esto? —pregunté fingiendo desconfianza.
—Edgar.
Desde que ridiculizaran juntos el concepto de depravación para aquel periódico británico, «Edgar» o «con Edgar» era la respuesta a muchas preguntas. A veces yo decía en broma que Edgar era como un amigo invisible de la infancia, el que hacía todas las travesuras para que Hans saliera siempre impune en cualquier circunstancia.
Hans se inclinó y me besó larga y apasionadamente en la boca. Cuando abrí los ojos, el chico de la mariposa seguía observándonos.
—Vamos —dije, y nos dirigimos hacia el club.
Tras las puertas del TicTacToe colgaba una larga cortina de cuero para impedir el paso del frío. La apartamos. La entrada daba a un anfiteatro desde el que se contemplaba la inmensa sala ornamentada, que ocupaba todo el piso inferior. Fui hacia la barandilla del balcón. Charcos de luz iluminaban un centenar de mesas: brillantes redondeles en los que se movían manos, con guantes o sin ellos, para coger una copa, tirar la ceniza de un cigarrillo, tocar un brazo. En el ambiente cargado de humo se oían notas de trompeta, tintineo de cubiertos, risas, el ruido de algo que se rompía en la barra de arriba. Junto a mi hombro, en un jarrón, unas azucenas respiraban con la boca abierta, la lengua fuera.
Mientras Hans buscaba al maître, traté de localizar a Dora entre las arañas de luces y los tubos cromados del sistema de ventilación que conectaba las mesas formando una especie de instalación de cañerías celestial. Colgadas también del techo, bolas de espejos atrapaban la luz y la descomponían en esquirlas de diamantes que se deslizaban por las paredes y las cortinas de los reservados. Me sujeté a la barandilla para detener todo aquel movimiento giratorio.
Contemplando aquel mar de cabezas y extremidades que se extendía bajo las esferas de metal y cristal suspendidas por debajo del nivel de la calle, de repente todos los humanos me parecieron iguales: vulnerables e inquietos, sus movimientos entrecortados por la luz fracturada. Eran insectos —éramos insectos—; las mujeres con media melena, el cuerpo enfundado en vestidos cortos de seda transparentes, recamados de cuentas y con la espalda al aire, que dejaban ver curvas trémulas y bultos bajo la piel. Arrastraban fulares, colas o boas de color albaricoque, azul verdoso, dorado, azul cielo. Un ejemplar blandía un abanico gigantesco de plumas de avestruz teñidas de morado y, al abanicarse, los oscuros zarcillos que tenía bajo el brazo desaparecían y asomaban, desaparecían y asomaban. Los machos no tenían alas, iban bien acicalados y permanecían quietos; excepto los camareros, que serpenteaban con sus fracs sosteniendo a la altura del hombro bandejas en las que llevaban capullos plateados.
—Mesa treinta y seis.
Hans me puso una mano bajo el codo y me guio por la escalera y luego entre la multitud. Pasamos al lado del David de Miguel Ángel, de pie en un podio, con los nudillos apoyados en un muslo y la mirada desviada recatadamente. Su torso subía y bajaba al compás de su respiración. Miré alrededor para ver qué otras estatuas vivientes había esa noche. No muy lejos se hallaba la Justicia, desnuda, con hoyuelos en los muslos, los ojos vendados y una balanza en la mano. Cuando llegamos a nuestra mesa, vi a una mujer con peluca barroca, zapatos de raso y la mirada perdida. Solo llevaba tres lazos, uno alrededor de la cintura y los otros dos atados justo encima de las rodillas. Tenía la piel y el pubis empolvados, como si hubiera salido de una nube de ceniza.
—¿Bo Peep? —Hans arqueó una ceja mientras retiraba una silla para que me sentara.
—¿Te busca a ti, corderito mío? —Sonreí.
Hans se rio. Cuando salíamos, teníamos por costumbre intercambiar los típicos comentarios irónicos de los matrimonios que cumplen mecánicamente con las formalidades del amor. En público parecía auténtico. En privado parecía un chiste continuo que, si queríamos, podíamos abandonar en cualquier momento para ponernos serios. (Ahora pienso que era un error ocultar la intimidad bajo chistes compartidos. Como si ya nos hubiésemos quedado sin nada auténtico que decir o como si la intimidad pudiera sobrevivir desatendida).
—No estoy perdido ni mucho menos. —Hans me besó la mano—. Por lo visto, los otros han pedido que no los molesten. El camarero les avisará de que estamos aquí.
—¿Los otros?
—También ha venido Bert. Es una visita sorpresa, acabo de enterarme hoy.
—¡Bertie! —No lo veía desde que se había marchado a Francia el año anterior—. Qué alegría.
Hans miró a Bo Peep.
—Si se mueve, viola la ley.
Golpeé un cigarrillo contra mi pitillera.
—Sé cómo se siente.
La ley había dado origen a aquellas estatuas vivientes: prohibía los desnudos completos si implicaban el menor movimiento. Pero para mí las estatuas no eran un estímulo. Eran una señal de otra cosa: de que allí las personas podían relajarse y liberarse. Podían ser cualquiera, dejar que hicieran cosquillas a su corazón y excitaran su cuerpo hasta hacerlas gritar. Por la mañana saldrían de allí para volver a un mundo que no había cambiado, pero no deberían disculpas a nadie por lo que hubiera pasado durante ese lapso.
Hans acababa de encender un puro cuando volvió a levantarse. Lo vi estrechar la mano de Rudi Formis, quien a continuación tomó la mía y me saludó con una inclinación de la cabeza. Rudi tenía el pelo castaño claro, engominado y peinado con una raya al lado más recta que el surco de un arado, y llevaba las gafas bien sujetas detrás de las orejas.
Rudolf Formis era una de nuestras pocas amistades que habían militado en el Partido Nazi. Lo había abandonado porque tenía la impresión de que buscaba ganarse el favor de las grandes empresas y ya no representaba a los ciudadanos de a pie. Era un hombre menudo, con manos de dedos finos, y muy sincero, además de un radiotécnico excelente. Ceceaba un poco, como si su lengua fuera demasiado grande para la boca. Si le hacían una pregunta, la contestaba sin escatimar detalles, pero después siempre tenía la delicadeza de encogerse de hombros tímidamente, como diciendo: «Lo siento, pero tú me lo has preguntado». Durante la guerra había servido en Palestina, donde había desarrollado su talento para los radiotransmisores de onda corta e inventado uno que era el primero de los de su clase. Yo pensaba que trabajar con filigranas de cables finísimos a fin de que las palabras volaran había aguzado su cerebro para los detalles, algo de lo que nunca podría librarse.
Hans lo estaba felicitando por su reciente ascenso a director técnico de la emisora de radio más importante del Estado.
—Gracias —dijo Rudi, radiante—. Por cierto, ahora puedo revelarte una cosa. ¿Te acuerdas de tu brillante artículo sobre Hitler en el Sportpalast?
Hans puso los ojos en blanco.
—Ya lo creo. Tuve muchos problemas por su causa —repuso.
—Sí, lo sé. Pero plasmaste los pormenores a la perfección. —Rudi inclinó la cabeza hacia Hans—. Incluso lo del fallo de los micrófonos.
—Sí —dijo Hans—, pero eso no fue lo que…
Rudi se inclinó un poco más y me miró también a mí.
—Fui yo —dijo, y se dio unos golpecitos en el pecho.
—¿Qué? ¿Cómo…? —Esbocé una sonrisa.
Rudi se acariciaba el lóbulo de una oreja, con la vista fija en la mesa.
—Yo… tiré del enchufe. —Nos quedamos mirándolo, perplejos, así que añadió—: Arranqué el enchufe de la toma de corriente.
Me reí, admirada.
—Qué gracia —dijo Hans.
—Pero no lo divulgues —se apresuró a agregar Rudi—. Perdería mi empleo.
—Claro —lo tranquilizó Hans—. No te preocupes.
—¡Rudi! ¡Eres increíble! —Le puse una mano en el brazo y él se sonrojó.
Lo vimos perderse entre la multitud y sonreímos. Nadie lo habría pensado viendo el aspecto sobrio y pulcro de Rudi, pero sus padres habían sido artistas de vodevil. En su número estrella, el padre se sentaba en el regazo de la madre, quien lo peinaba y le acercaba una taza a los labios como si sus brazos fueran los de él. Rudi se había pasado la infancia en recintos feriales, desmontando electrodomésticos y volviéndolos a montar con sumo cuidado en un rincón, como si el mundo de los adultos no fuera de fiar. Supongo que los nazis debieron de parecerle más dignos de confianza. Ahora los odiaba con el apasionamiento de un hombre que expiaba su pasado.
Un camarero trajo los manhattans que habíamos pedido y los dejó entre el letrerito de plata con el número de la mesa y el teléfono. La banda estaba subiendo al escenario: cinco músicos con sombreros de copa y disfraces de esqueleto, la cara pintada de negro y los dientes blancos como la nieve. El cantante llevaba bajo el brazo un cañón de juguete lleno de billetes. «¡Se vende democracia!», bramó, y entonces empezó a sonar la música. Saltó del escenario y empezó a avanzar entre el público: una radiografía que nos lanzaba puñados de dinero falso. «¡Se vende democracia!». Los billetes revoloteaban y flotaban entre la luz moteada. Hans cogió uno al vuelo y lo acercó a la vela. Volvió a encender el puro y dejó el billete, llameante y enroscado, en el cenicero.
Se oyó un ruido sordo en el tubo de ventilación. Abrí el compartimento, del que salió un silbido. Dentro había una tabaquera de piel con la insignia del TicTacToe. Arqueé las cejas en un gesto interrogante.
—Yo no he sido —dijo Hans.
—Entonces habrá sido un admirador secreto.
Abrí la pitillera con los pulgares. Dentro había un frasquito de cristal sobre terciopelo verde. Quité el tapón de corcho, que llevaba clavada una diminuta cucharilla para esnifar. Le ofrecí la cocaína a Hans.
En ese momento se encendió la luz del teléfono. Descolgué el auricular.
—Un detallito para activar el cerebro —dijo Dora.
—Gracias.
—Estamos en el reservado veintisiete.
Hans se guardó el frasquito en el bolsillo. Cogimos las copas y fuimos al reservado. Cuando abrimos la cortina, vimos que Dora y Bert no estaban bebiendo. Sobre la mesa tenían mapas oficiales extendidos, una brújula, varios periódicos regionales y libretas abiertas. También había un tarro de porcelana para paté, con un cerdito risueño en la tapa, un plato bien rebañado delante de Bertie y otro con un pescado a medio comer.
—¡Bert! —exclamé—. Cuánto me alegro. ¿Cómo…?
—Corre la cortina —me ordenó Dora.
Obedecí. Dora enrolló los mapas, con un cigarrillo entre los labios y un ojo entrecerrado para evitar que le entrara el humo.
Bert y Hans se abrazaron. Luego Hans sujetó por los hombros a su amigo, mucho más bajo que él, durante un largo momento.
—Tienes muy buen aspecto —dijo.
Bert no tenía buen aspecto. Estaba más delgado, más cetrino y avejentado. Llevaba la patilla derecha de las gafas sujeta a la montura con una gasa que se había ensuciado de tocarla. Su perilla era más blanca que negra —pese a que Bert solo tenía treinta y cuatro años—, y su cabello, fino y ralo. Sonreía de felicidad.
Tras nuestra época universitaria, Bert había pasado un tiempo en la cárcel. Habían muerto ochenta y un jóvenes durante unas «maniobras» en Veltheim an der Weser, y Bert lo encontró sospechoso. Estudió las notas necrológicas de los periódicos locales, fue a los cementerios, visitó a las afligidas familias y cruzó los datos de los muertos recién enterrados con las listas oficiales del ejército. Demostró que al menos once de aquellos chicos eran «voluntarios» ilegales de los «Kommandos de trabajo» del Ejército Negro. El canciller negó saber nada, al igual que el ministro de Defensa. Por publicar esa verdad, Bert fue acusado de intento de traición —violación de la Ley de Secretos de Estado— y condenado a ocho meses de trabajos forzados en la cárcel de Gollnow. Cuando quedó en libertad, cruzó la frontera para ir a Estrasburgo y continuó sus investigaciones, que publicaba en un boletín al que había puesto el nombre de Servicio de Prensa Independiente. Pese a que todavía era ilegal, Dora le ayudaba a distribuirlo en Alemania.
La cárcel había sido terrible, sin duda, pero había transformado a Bertie, le gustara o no, en la personificación de una causa. Su fama nacional le venía grande a aquellos hombros estrechos. Bertie no se había vuelto más solemne ni había adquirido más aspecto de estadista. Más bien parecía haber desarrollado una conciencia de sí mismo como fenómeno aparte, una opinión respaldada por un solo hombre. Conservaba los hábitos del anonimato: se presentaba a quienes sabían perfectamente quién era y no sonreía a los transeúntes bienintencionados.
—¿Cómo has logrado volver a entrar? —le preguntó Hans.
—Con el interregno parlamentario hasta las elecciones, pensé que quizá no tendrían instrucciones claras. —Bertie se rascaba la nuca—. Respecto a quién no debían dejar cruzar la frontera.
«Interregno». Como todos los autodidactas, Bert siempre empleaba la palabra más grandilocuente que encontraba.
Dora sacudió la cabeza.
—Como si porque vamos a votar fueran a abrir las puertas para dejar pasar a todos los perseguidos políticos —dijo entre risas mirando con cariño a Bert—. Ya te lo he dicho: has tenido suerte.
Bert se llevó un puño a los labios y tosió. La suerte y él eran incompatibles por naturaleza; el que la suerte le sonriera habría trastocado el concepto que tenía de sí mismo.
Más tarde Berthold Jacob fue conocido como «el hombre que intentó impedir la Segunda Guerra Mundial», pero en aquella época, mucho antes de que estallara, la gente, aunque admiraba su obstinación, decía a sus espaldas: «De todas formas, exagera». Era como si Bert no tuviera medida. Había dejado que su causa empantanara su vida, y eso constituía, incluso en nuestro comprometido círculo de amistades, cierta falta de decoro. Pese a todo lo que había hecho, seguía siendo el pobre Bertie: convencido de su superioridad moral, discutidor y gorrón, con orejas de soplillo como dos signos de interrogación y periódicos en los bolsillos. Hans lo admiraba y apreciaba, pero cuando hablaba de él conmigo lo llamaba «la prueba palpable de que tener razón no es ningún consuelo».
Yo lo quería de una forma más sencilla, y creo que Dora también. La medida, al fin y al cabo, no era lo que requerían los tiempos.
Los bancos del TicTacToe estaban tapizados con fría piel de color verde aceituna. Estábamos los cuatro repantigados en ellos, en la comodidad de nuestra cueva con paredes forradas de terciopelo e iluminada con velas. Fuera, los aplausos se elevaban y cesaban entre canción y canción.
—¿Qué estáis tramando? —pregunté señalando los documentos.
—Bert me estaba enseñando algunas de nuestras ciudades florecientes de las zonas más remotas de Brandeburgo —respondió Dora— y su flamante industria electrónica.
—¿Una radio para cada hogar? —preguntó Hans. Casi desde el primer día Hitler había prometido que cada vivienda alemana tendría una radio.
—No —dijo Dora—. Componentes para aviones de combate. Camuflados de agujas de ferrocarril.
Hans se recostó en el asiento y puso un brazo sobre el respaldo en torno a mis hombros. Me llegó el olor a pino de su colonia.
—¿Sabéis cómo van a llamarlo? —preguntó.
—¿El avión o el aparato de radio? —preguntó Dora.
—El aparato de radio —dijo Hans con calma—. Se llama Volksempfänger, o VE 301, por la fecha en que llegó al poder: treinta de enero. —Le ofreció el frasquito a Dora, que lo cogió, se acercó la cucharilla a un orificio nasal y esnifó el polvo amargo.
»No se esfuerzan mucho por ocultar nada, ¿verdad? —continuó Hans—. Deberían llamarlo simplemente «oyehitler«. —Todos nos reímos.
—El caso es que no lo ocultan bien —dijo Bert, que no era muy dado a los chistes.
—Hablando de radios —intervine—, acabamos de encontrarnos a Rudi.
Dora sonrió.
—¿Os habéis enterado de lo que hizo?
—Sí —contesté—. Magnífico, ¿no?
—Espero que tenga cuidado —murmuró Bert. Se volvió hacia mí y agregó—: ¿Et tu, Ruthie? ¿Qué te traes entre manos?
Le conté que el día anterior los camisas pardas de las SA de Rohm habían asaltado la oficina central de los comunistas. Habían robado la lista de afiliados, cuatro mil personas en total.
—Cada vez es más difícil —dije—. En Turingia mataron al alcalde de un pueblo.
—Sí, ya lo he oído —dijo Bert.
—¿Y tú? —Le puse una mano en el brazo. Hans había descolgado el teléfono para pedir algo al bar; Dora estaba guardando los mapas y las libretas en su bolsa.
—Bien. Aparte de unos problemas en las vías urinarias. —Señaló su regazo con un ademán—. El médico me dijo que era gota. Yo le dije: «¿Cómo voy a tener gota si solo como una vez al día?». —Bert se rio, luego empezó a toser de nuevo. Aquella súbita confesión de algo íntimo me permitió hacerme una idea de lo solitaria que era su vida.
Un camarero descorrió la cortina. Detrás de él alcancé a ver el escenario, donde solo había una bañera. Entonces volvieron a aparecer los músicos y cogieron sus instrumentos. Empezaron a tocar una fúnebre melodía griega: ta-la-la-la, TA-la-la-la, TA-la-la-la. La música de la anticipación, de la locura que crece lentamente. Un par de manos mojadas salieron de la bañera y cogieron una cuerda. Tiraron de ella y levantaron a un hombre vestido con traje y corbata, cuyo cuerpo, en posición horizontal, chorreaba agua. El hombre se enroscó la cuerda alrededor de un tobillo y empezó a girar. Después hizo un lazo con la cuerda y metió la cabeza en él. Su cuerpo arrojó un fino arco de gotas hacia el público.
Cuando me volví, Dora se había quitado la chaqueta. Debajo solo llevaba una combinación; ella nunca se «vestía» para nada. Sin pretenderlo, se había convertido en una criatura más de aquel lugar, color albaricoque y marrón, con alas y piel y bultos bajo la seda. Tenía los codos apoyados en la mesa.
—No sé por qué nos tomamos tantas molestias —decía—. Estas elecciones son una farsa. No nos salvarían aunque las ganáramos.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Porque los nazis detestan la democracia parlamentaria tanto como los comunistas. No aceptarán la derrota.
—Entonces, ¿por qué no dan un golpe de Estado?
—¿Puedo? —Bert señalaba el plato de pescado de Dora. Empezó a deslizarlo hacia sí, se detuvo, carraspeó y se tocó las gafas—. Hitler necesita que parezca legal —afirmó—. Quiere conseguir una mayoría de dos tercios para aprobar su Ley de Habilitación; luego se olvidará del Parlamento y gobernará por decreto. Así podrá mantener a los militares y a la industria en su bando. Me han dicho que I. G. Farben y Krupp, entre otros, van a darle tres millones de marcos imperiales, algo que no harían después de un golpe de Estado.
—Se vende democracia —dijo Dora.
—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Hans a Bert—. Tienes una fuente, ¿no?
Bert nunca disponía de información privilegiada porque era sumamente indiscreto respecto a cualquier cosa que creyera que la gente debía saber. Estaba tan acostumbrado a descubrir secretos a partir de información pública que la confidencialidad era inconcebible para él. Yo lo consideraba franco y valiente; otros pensaban que era imposible fiarse de él.
Vi cómo Bertie estiraba los labios sobre sus dientes manchados mientras pensaba en la respuesta. Durante aquellos tensos segundos me pregunté qué honrado rabino le habría enseñado en la infancia que la verdad era una defensa; que quien tenía razón no necesitaba caer simpático. Como si caer simpático fuera algo trivial, como el placer, la calefacción o unas vías urinarias sanas. Se oyó una salva de aplausos dirigidos al hombre giratorio.
—Yo no necesito ninguna fuente, Johannes —dijo Bertie por fin.
Hans compuso una sonrisa torcida de borracho. Empezó a dar palmas despacio.
—Tienes razón, amigo mío —repuso—. Tienes razón.
Sentí que mi amor giraba y se tambaleaba. Hablé en voz alta para hacerme oír por encima del aplauso burlón de Hans.
—Pero no conseguirá una mayoría de dos tercios —dije—. Contamos con eso.
Hans dejó de dar palmas y se sirvió otro aguardiente de una jarrita.
—Se rumorea —dijo— que podrían inventarse un intento de asesinato del Gran Adolf y escenificarlo ellos mismos. Luego lo utilizarían como excusa para reprimir a la oposición.
A diferencia de Bertie, a Hans le encantaban los rumores, tener fuentes, estar enterado de todo. Carecía de paciencia para examinar los anuncios del gobierno y revisar las nóminas de los funcionarios. Aunque en el fondo admiraba la capacidad de trabajo de Bertie y su valor para publicar información e ir a la cárcel por ello, la admiración era un sentimiento problemático para Hans: siempre corría el riesgo de salir mal parado si se comparaba. Para superar este temor, se burlaba de la meticulosidad de Bert.
Bert, por su parte, envidiaba el derroche de encanto de Hans, su capacidad para extraer tanto placer de la vida. Lo miró mientras se bebía la cerveza que Hans le había pedido.
—¿Dónde has oído eso del asesinato? —le pregunté a Hans.
Volvió la cabeza hacia mí, pero no dijo nada.
—No importa —terció Dora—. La idea general es cierta, tanto si se trata de un rumor como si no. Sería como lo de mil novecientos catorce, cuando dijeron que los franceses nos habían atacado. Necesitan una crisis de la que salvarnos.
—La crisis es él —dije. Dora se rio.
—Quizá tengas razón —dijo Bert despacio.
—Gracias —dije.
—No, me refiero a Dora.
—Ah, ¿sí? —Dora sonrió. Bert no tenía ni pizca de tacto, pero yo nunca me ofendía. Cogió una pluma y empezó a rellenar los espacios de la cuadrícula que aparecía en el posavasos del TicTacToe. Dora le ofreció la cocaína, pero él negó con la cabeza.
—¡No! —Soltó la pluma y dio una palmada en la mesa—. ¡Eso es! Hitler necesita la crisis antes de las elecciones. Así podrá gobernar por decreto de excepción, «en tiempos de terror», clausurar los periódicos e impedir que sigamos con la campaña. Tal como se presentan las elecciones, esa es la única forma de que consiga la mayoría que quiere. —Bert se llevó las manos a las sienes, como si se reprochara no haberlo pensado antes—. Después de las elecciones aprobará su Ley de Habilitación y podrá hacer lo que desee.
Por un instante esa idea se posó sobre la mesa y se volvió sólida, patente.
Bert miró a Dora.
—¿Dónde está Toller?
—En Suiza. En una gira de conferencias.
—Mándale un telegrama. Dile que no se mueva de allí.
Dora arrugó la frente.
—Tú también tendrás que irte —continuó Bert—. Estarás entre los primeros de su lista. —Nos miró a Hans y a mí—. Y vosotros también.
—Creo que deberíamos quedarnos y seguir luchando —objeté—. Todavía no ha pasado nada.
—No seas tonta —dijo Bert. Sus predicciones casi siempre se cumplían, y por eso se tomaba la duda como una ofensa personal—. Está muy claro. Están elaborando listas. O robándolas. Yo me iré mañana mismo.
—Estoy de acuerdo —afirmó Hans, que de pronto parecía completamente sobrio—. Entre rejas no servimos de nada a nadie.
Se hizo un silencio.
—Entonces tendré que sacar sus cosas —comentó Dora sin dirigirse a nadie en concreto.
Bert acabó de acercar el plato de Dora y cogió el tenedor. Mientras comía, nadie habló. La velada había finalizado para Dora y Bert: había trabajo que hacer. Se marcharon en cuanto él terminó de comer.
Hans y yo nos quedamos. Ya de madrugada, subió al escenario una mujer con un vestido elástico rojo de manga larga, ceñido como una segunda piel. La banda empezó a tocar una lenta melodía de strip-tease. La mujer se sacó un pañuelo de la manga; la gente rio. A continuación extrajo un segundo pañuelo de la otra manga. Se agachó y halló otro en un zapato. Se dio unas palmaditas en los muslos y metió tímidamente una mano en el hueco oscuro del vestido. Tanteó. La mano salió vacía. El público se rio un poco más. La mujer se dio una palmadita en el pubis; se oyó un golpe de tambor. Otra palmadita; dos golpes de tambor. Más risas. La mujer separó las rodillas y volvió a deslizar la mano bajo el vestido. ¡Ajá! Acalló las carcajadas con la palma de la mano. Ladeó lentamente la cabeza con gesto de sorpresa.
Adelantó un poco las caderas y empezó a tirar. Sacó un pedazo reluciente de seda amarilla, como el hilo de una marioneta. Empezó a sonar un suave redoble de tambor. Ahora con una mano, ahora con la otra, la mujer enfundada en el vestido elástico rojo tiraba con delicadeza y curiosidad. Cada pañuelo estaba anudado al siguiente: verde, azul, naranja, morado, turquesa, rojo. Seguían saliendo, como si aquella mujer estuviera hecha de seda por dentro. Dentro solo tenía seda, y se estaba vaciando para nosotros. Al final, antes de que nos diéramos cuenta de que había terminado, apareció un cascabel diminuto, como el que le pondríamos a un gato para impedir que cazara pájaros.
Después de aquel número me fui a casa a dormir, pero Hans se encontró a unos amigos del periódico y se quedó.
—¿Tiene otros guantes de goma? Estos están agujereados. —Bev está en el umbral, con las manos en alto para mostrarme los guantes rotos. Ella se encarga de hacerme casi todas las compras y sabe muy bien que no tengo ni idea del estado de los guantes de goma. Solo me lo pregunta para que admita que le he cedido el control de la casa y le rinda el debido homenaje.
—Mire debajo del fregadero —digo, porque, tal como están las cosas, mis deficiencias domésticas son lo que menos me preocupa.
Suelta un resoplido y da media vuelta.
Dora fue directamente al apartamento de Toller al salir del TicTacToe. La escalera era rosa claro, el color de la piel, con flores y plantas pintadas: hinojo y ortigas con tallos tiernos que se extendían por las paredes. Dora tenía llaves. Estaba en su perfecto derecho. Diría que había ido a entregar un paquete. Es curioso lo rápido que sabemos qué nos está prohibido. ¿Acaso nos lo indica la parte de nosotros que es como ellos?
Más tarde sellaron el apartamento de Toller con tablones clavados en las jambas de la puerta, cuyas cerraduras habían destrozado, y pusieron un aviso del Ministerio de Justicia: «Zona contaminada. Prohibido pasar». La vivienda permaneció vacía los seis años y medio que transcurrieron hasta la guerra, y luego los seis que duró la guerra. Un trofeo o una trampa.
Dora tenía las llaves, pero, como se había marchado del país, Toller había echado también la de la cerradura de arriba. Dora tenía que mantener retirados ambos pestillos a la vez. Los dientes metálicos tintineaban en el llavero; hacían mucho ruido. ¿Por qué hacían tanto ruido?
Abrió la cerradura inferior y, mientras sujetaba el picaporte con la mano izquierda, alzó la otra por encima de la cabeza y tanteó con la llave en la cerradura superior para hacerla girar. La luz de la escalera se apagó automáticamente y Dora tuvo que detenerse. Antes de que llegara al interruptor de la pared, la luz se encendió sola. Dora dio un respingo. Oyó pasos y el sonido de algo que correteaba escaleras arriba. Estaba en su perfecto derecho.
Herr Benesch, el vecino del piso de arriba, apareció en el rellano con su perro salchicha, que arrastraba el vientre por los escalones y arañaba la madera con las patas.
—Buenas noches —la saludó Benesch. Era un funcionario jubilado, Dora no sabía de qué tipo—. La salidita nocturna —dijo señalando el perro con una mano enguantada.
—Claro.
—¿Ya ha vuelto herr Toller?
—No —contestó Dora—, todavía no.
Toller no volvió nunca a Alemania. Unas semanas más tarde, retirarían sus libros de las librerías y las bibliotecas para quemarlos.
—He venido a dejar unos libros —dijo Dora. Tenía la bolsa en el suelo.
—¿Necesita que la ayude?
—No, gracias. No hace falta.
El vecino pasó a su lado y siguió subiendo por la escalera. Luego volvió la cabeza y añadió:
—Sepa que han venido. Ya me entiende.
Ella asintió con la cabeza y se volvió hacia la puerta.
Cuando Benesch desapareció de la vista, Dora se quedó contemplando el rellano. Nunca podías estar segura de si alguien te avisaba por amabilidad o representaba una especie de exculpación. ¿La había advertido Benesch antes de cubrirse las espaldas llamándolos para dar el chivatazo?
Una vez en el piso, Dora no encendió la luz. Cruzó el recibidor con la pequeña librería, donde solían dejar los zapatos, para dirigirse a la primera de las tres habitaciones que daban a la calle. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra; distinguió el diván cubierto con el sari de seda en la pared de la izquierda y la mesita de lectura cuadrada que había en el centro de la sala. Las ventanas eran ciegos cristales negros. Se agachó hasta quedar por debajo del nivel del balcón y corrió las cortinas avanzando de lado como un mono. Confió en que estuviera lo bastante oscuro para que desde fuera no se apreciara el movimiento de la tela.
Tenía la boca seca. Fue a la cocina y encendió una luz. Se rascó los antebrazos. Había ceniceros llenos de colillas y una rosa que se apergaminaba en el cuello de una botella. Cogió un vaso del estante. El grifo crepitó y las cañerías retemblaron en la pared.
Volvió al pasillo, de techo alto y con las paredes cubiertas de estantes de arriba abajo. Los libros ya publicados no podrían exterminarse por completo; en algún lugar del mundo sobreviviría un ejemplar, la huella fosilizada de aquella alma en concreto en aquel momento en concreto. El suelo crujía y gemía con sus pasos. Al final estaba la gran habitación esquinera, con dos paredes con ventanas que daban a la calle. Había esperado a Toller tantas veces por la noche, trabajando en aquella cama mientras él se paseaba arriba y abajo, que los crujidos y gemidos del pasillo cuan do él volvía a su lado tenían el mismo efecto que el tintineo de la hebilla de su cinturón al desabrocharse. Dora era práctica, hedonista y poco sentimental respecto al sexo. Decía que era «un juego muy bonito», lo que a Toller le producía asombro.
Pero aquella noche la cama vacía desató su corazón. Aquel corazón con vida propia. Toller cerraba los ojos cuando hacían el amor.
Toller decía que los hombres nunca volvían a ser los mismos cuando salían de la cárcel. Allí dentro, algunos se convertían en chicas: se ponían lazos y se volvían amanerados; ofrecían sexo a cambio de que los protegieran de las violaciones, sexo a cambio de cigarrillos. Todos se masturbaban como muchachos; algunos hacían vaginas con los panecillos. Los prisioneros entregaban a las mujeres semen en cajas de cerillas, que ellas les devolvían con vello púbico. Talismanes o símbolos de deseo, de la necesidad que un cuerpo tenía de otro. Sus sueños sobre mujeres, finamente tallados, se ceñían a aspectos prácticos, y cuando salían de la cárcel las mujeres de carne y hueso no estaban a la altura de esas fantasías. Dora sabía que Toller lo consideraba una pérdida, otro aspecto de su incapacidad para regresar a su propia vida.
—¿Por qué cierras los ojos? —le preguntó una vez después de hacer el amor. Estaba tan delgada que, cuando se encorvaba, las vértebras formaban una escalerilla de huesos desde la nuca hasta las nalgas.
—Ya sabes por qué —respondió él.
—¿Para imaginar que estás en la cárcel?
Parte del atractivo de Dora estribaba en que apuntaba con su intelecto a cualquiera, imparcialmente. Solo que a veces podía tocarte a ti.
—No, en la cárcel no —susurró él.
—Bueno —dijo Dora, y se recostó en las almohadas, con un cigarrillo entre los dedos—, pues en un sueño de la cárcel.
Él se incorporó y puso los pies en el suelo con cuidado. Fue al estudio y cerró la puerta. Ocurría a menudo: Dora presionaba para obtener la verdad y cuatro segundos más tarde se encontraba sola en la habitación. Con la respuesta que buscaba, pero sola.
Toller debía de haberse llevado la maleta de cabritilla. Dora encontró otras dos —una de cuero y una de cartón— encima del ropero. Las llevó al estudio, en el otro extremo del apartamento.
Aquella habitacioncita estrecha daba al patio. La mesa de Dora estaba detrás de la puerta. Toller se sentaba de espaldas a la ventana, con la cortina corrida para protegerse de los dolores de cabeza que a veces le daban por la tarde. Dora se sentaba en la penumbra, con los pies enfundados en calcetines encima de unos libros o en el travesaño de la silla, y él le dictaba o bien analizaban correcciones. Se nutrían la mente el uno al otro hasta que la concentración decaía a causa de su propia intensidad; entonces recorrían el pasillo para ir a la cama.
Dora miró la ventana del estudio. La cortina de hilo blanco colgaba de los aros, como siempre. Si venían por ella, podría saltar al patio desde allí.
Se dio prisa. Lo más importante era la autobiografía. Había un primer borrador casi terminado; el manuscrito estaba en dos archivadores de cartón con cierre automático colocados en el estante junto a la mesa de Dora. Abrió el primero y leyó el título que ella misma había mecanografiado: «Una juventud en Alemania».
Se pilló el dedo con el cierre y dejó una manchita roja en la hoja. Se chupó la herida. Tras meter los dos archivadores en una maleta, buscó la correspondencia, cogió las carpetas etiquetadas con letras y las puso en la alfombra. Las abrió. Cabrían más papeles en las maletas si los metía sueltos.
Desde donde estaba sentada vio los diarios en el estante inferior. Toller los utilizaba mucho; le habían servido para escribir Cartas a la prisión, además de la autobiografía. Ella no los había leído, pero sabía que Toller cogía uno cuando se sentía perdido, lo abría y se buscaba a sí mismo entre sus páginas. Algunos estaban encuadernados en piel, otros en papel. El más pequeño era una libretita con tapas de vitela agrietada que se había combado para adaptarse a la forma de su cuerpo en las trincheras. No cabrían todos en las maletas; tendría que regresar más tarde con otra maleta.
¡Las fotografías! Volvió al dormitorio con su bolsa y cogió la que había sobre la mesilla de noche: la madre y la hermana de Toller sonriendo delante de la casa de Samotschin. Unos pedazos de papel que había debajo cayeron al suelo. Estaban escritos por ambas caras y en diferentes ángulos, garabatos que Toller había hecho sin molestarse en encender la luz. Dora los cogió también. A continuación abrió la cómoda y buscó las otras fotografías, que estaban sueltas en el cajón: Toller con uniforme en 1914; con la actriz Tilla Durieux en Munich antes de la revolución; en el estreno de Hoppla wirLeben! (¡Hurra, vivimos!) en Berlín. Había recortes de periódico, críticas. En el fondo del cajón sus dedos tocaron algo duro. ¿Una moneda? ¿Una medalla? No, era la chapa del cachorro de Toller, Toby. También la cogió.
Su cuerpo reaccionó primero. Notó que se le contraía el cráneo y que un pájaro aleteaba en su pecho tratando de escapar.
El teléfono. Solo era el teléfono.
Pero todos sabían que Toller no estaba en Berlín. ¿Sería Benesch, el vecino, que llamaba para avisarla? ¿O serían ellos?
Fue hasta la puerta y se quedó mirando el aparato negro, que sonaba y sonaba sobre la mesa de Toller. Tras catorce timbrazos, dejó de sonar. Dora esperó a que se le apaciguara el pulso.
Se colgó del hombro la bolsa con las fotografías, cerró las maletas e intentó levantarlas. El papel es un misterio de la física, las palabras pesan como el oro. Fue hasta el teléfono.
—No entréis —me dijo—. Esperad en el taxi. Y traed todas vuestras llaves.
Hans todavía no había llegado, así que me vestí y fui sola. Llovía. El taxi se detuvo enfrente del edificio de Toller; sus faros pintaban dos franjas amarillas en la calzada. Dora bajó las maletas —primero una, luego la otra—; las llevaba atravesadas sobre los brazos.
—A los huertos de Bornholmer Strasse —le indicó al taxista.
Cuando llegamos, el hombre dejó el motor en marcha. Cogimos una maleta cada una y salimos del coche.
—¿Horticultura nocturna, camaradas? —El taxista sonrió y apagó el motor—. Déjenme ayudarlas. —Parecía amable, con su gorra. Parecía uno de los nuestros.
Pero Dora dijo:
—Podemos solas, gracias.
—Al menos permítanme esperarlas.
Le dijimos que se marchara. Había sonado un agudo silbido de alarma, inaudible, y ya no confiábamos en nadie.
Esperamos hasta que las luces traseras del taxi se perdieron de vista, y entonces echamos a andar por el sendero que discurría entre los huertos junto a las vías del tren. Avanzábamos sin linterna. Las maletas nos golpeaban las piernas y los zapatos se nos hundían en el barro. Distinguíamos las vallas bajas que delimitaban las parcelas. En otros tiempos habían sido lugares de esparcimiento: la gente asaba carne en verano, obreros sin camisa se sentaban en sus sillas de jardín y niños con la dentadura mellada jugaban en columpios hechos con tablas y cuerdas. Pero desde el crac bursátil la mayoría iba allí a cultivar hortalizas.
Hans y yo nunca habíamos utilizado nuestra parcela, ni para el ocio ni por necesidad: venía con el apartamento. Entramos por la verja y fuimos al cobertizo. Dora encendió una cerilla tras otra mientras yo intentaba abrir el candado oxidado.
—Es provisional —me dijo—. Hasta que pueda sacarlo todo del país.
El candado cedió y se abrió.
—Quédatelas —dije tendiéndole las llaves—. Yo no las necesito. —La miré ladeando la cabeza; Dora tenía el pelo adherido a las mejillas, las pestañas húmedas—. ¿Adónde irás?
—A ningún sitio, Ruthie. Tengo cosas que hacer aquí.
—Pero Bert dijo…
—Me esconderé y trabajaré en la clandestinidad. No te preocupes. Me encargaré de que alguien se lleve esto.
—¿Quién?
—Todavía no lo sé.
—¿Y dónde te esconderás?
Dora empujó la puerta con el brazo y señaló el interior con un gesto solemne, como haría un ayuda de cámara.
—¡Tachán!
—¿Es una broma? —El cobertizo era oscuro y olía a cemento húmedo.
—No tiene mucha gracia, ¿verdad? —Sonrió.
—Pues no.
Hans y yo habíamos amontonado allí lo que nos estorbaba en el apartamento: cajas de documentos, un sofá Biedermeyer horrible que nos habían regalado por nuestra boda. Escondimos las dos maletas detrás del sofá y las tapamos con unas ásperas mantas grises de mudanza. Luego improvisamos una cama con otras dos mantas. Dejé a Dora en el cobertizo con dos cajas de cerillas.
A mí no irían a buscarme; podía regresar a casa. A esa hora el metro ya no circulaba. Caminé con la lluvia en la cara, como si un pequeño sufrimiento mío pudiera mitigar el de otra persona: el absurdo pacto de siempre con el universo.
Al doblar la esquina de nuestro edificio olí a humo. Hans todavía no había llegado. Me asomé a la ventana del salón y no vi ningún incendio, así que me acosté. Fuera lo que fuese, ya me enteraría por la mañana.