Toller

Clara se ha ido a comer con su marido al Museo de Arte Moderno. Hoy celebran su segundo aniversario de boda. Esta ciudad está llena de maravillas; se le van los ojos tras los tesoros del mundo, los afana y los expone democráticamente. Ahora le toca a Picasso. He hecho una excepción y he telefoneado al servicio de habitaciones.

Dora me llamó después del estreno de Masse Mensch. La siguiente vez que la vi, hablaba ante una multitud desde un estrado. Cierro los ojos.

Estoy en la tribuna de los oradores del Tiergarten de Berlín, en un mitin contra el Párrafo 218. Es el año 1925. Somos la generación que volvió de la guerra y estamos reconstruyendo el mundo —un mundo más justo, más libre— para que aquello no se repita. Dora, menuda, con el pelo corto y oscuro, sube los escalones para hablar. Mientras camina se arremanga la camisa. Lleva un reloj de oro, que le baila en la estrecha muñeca, pero ninguna otra joya. Llega al micrófono, cuyo halo metálico le tapa parcialmente la cara. Se pone de puntillas y se inclina hacia delante. Sus ojos negros miran fijamente al público por encima del micrófono. No ha traído nada escrito.

Un murmullo de incertidumbre recorre la multitud, que inspira y mueve los pies haciendo crujir la grava. Siento una punzada de remordimiento: ¿cómo pudimos pedirle a una mujer que hiciera eso, y más aún a una chiquilla como ella? Habíamos decidido protestar contra el Párrafo 218, que prohibía el aborto, y exigir la liberación sexual de todo tipo: para las mujeres, los homosexuales, los prisioneros. Yo había participado en el comité organizador del mitin, junto con Einstein y otras celebridades, y habíamos pedido a mujeres «bien situadas» que hablaran de su experiencia. «Autodenuncia por la causa», lo llamábamos. Dados el estigma social asociado al aborto y las penas con que se castigaba, lo lógico era que ninguna se ofreciera voluntaria, y ninguna se ofreció. Hasta que me llamó ella. «Soy Dora —dijo—. Nos conocimos en el teatro. En Leipzig». Como si hubiera podido olvidarla.

—Una ley… —Las primeras palabras que dirige al público no salen como ella quería. Agacha la cabeza, se lleva un puño a los labios. Los asistentes guardan silencio, en parte por educación y en parte debido al nerviosismo. Dora vuelve a empezar—. Una ley que convierte a ochocientas mil mujeres en delincuentes todos los años… —su voz, asombrosamente tranquila, se eleva— deja de ser una ley. —Se queda mirando a su auditorio—. Tenéis ante vosotros —añade— a una delincuente.

Tras un intervalo de silencio, empiezan los aplausos.

—Ningún hombre —continúa la joven antes de que cese la ovación— puede entender el sufrimiento de una mujer que lleva en su vientre a un niño al que no podrá alimentar. Es más: obligar a una mujer a tener un hijo es frustrar su actividad en la vida económica y pública. —La gente enloquece, levanta los puños y grita. Dora agarra la base del micrófono y se lo acerca a la boca—. Vuestro cuerpo —continúa— os pertenece.

Entonces, en medio del estruendo, estira un brazo hacia la multitud. Contengo la respiración. En ese momento veo en Dora algo que reconozco como mío: la sensación de tener la vida en la palma de la mano para hacer con ella lo que uno quiera.

En el campo de batalla, yo había estado a punto de tirar mi vida por la borda muchas veces, o de dejar que me la quitaran. Percibía su escaso precio y su valor como los de una moneda pesada o un dolor. Pero ¿de dónde había sacado eso Dora? El amor es, en gran medida, curiosidad, la búsqueda de uno mismo en el interior del otro; salir de la cueva del oso con tu velita de cumpleaños y un fragmento de mineral metalífero: ¡lo mismo de lo que estoy hecho yo!

Toc-toc-toc, toc, toc. El camarero debe de estar de buen humor.

—Pase —digo, y espero ver el carrito. Pero aparece una mano, seguida de un joven de rostro afable con el flequillo cruzándole la frente. ¡Auden!

—Por fin te encuentro. —Sonríe y entra de costado. Lleva americana y una corbata de estambre y, como siempre, parece que haya dormido con ellas puestas. Estoy muy contento.

Cuando vivía en Inglaterra, vi triunfar a Wystan como poeta —el mejor del siglo, según dicen— mientras trabajaba conmigo. Traducía mis obras teatrales y escribió unos espléndidos poemas líricos originales para incluirlos en ellas. Sentados en mi jardín de Hampstead, analizábamos las palabras y las tanteábamos (él domina el alemán) para ver cuánta belleza equivalente podíamos extraer de nuestros respectivos idiomas. Cuando alguien entra en tu obra, estableces una relación muy íntima con esa persona. Ella te ve mejor de lo que puedes verte tú.

—Te he buscado en todos los rincones de Nueva York, viejo amigo. —Resopla como si viniera de recorrer las calles—. Mi mujer —añade con una sonrisa; se casó con la refugiada lesbiana Erika Mann para conseguirle un pasaporte británico y ahora ella también está en Nueva York— me dijo que te encontraría en Epstein’s. Como no fue así —abre las manos—, decidí iniciar una búsqueda.

—Gracias. —Wystan es el único, aparte de Dora, al que hablé de mis tres visitas semanales al psiquiatra de Londres. En parte porque debíamos tenerlas en cuenta para organizar las jornadas de trabajo, y en parte porque está convencido de que la neurosis (hasta cierto punto) constituye un estímulo para el arte. Por la forma en que me mira y luego observa la habitación, sé que está calibrando si la mía está ayudándome o devorándome vivo.

—Christopher… me ha dejado —dice al tiempo que se quita la americana y se deja caer en la silla de Clara—. Se ha marchado a California.

—Lo siento.

—Me pregunto —enciende un cigarrillo— si es posible alguna forma de matrimonio para los homosexuales.

—Y para los que no lo somos —digo—. Christiane también me ha dejado.

—Pues yo también lo siento. —Sus eses son un poco sibilantes, como si no se molestara en pronunciarlas debidamente—. Debe de ser este sitio. —Hace un movimiento amplio con el brazo—. La tierra de la excesiva libertad.

Wystan se frota la frente y se la mancha de la tinta de periódico que tiene en el pulgar. Un cilindro de ceniza se desprende de su cigarrillo y cae en la alfombra. Ahora me doy cuenta de que lo que más me gusta de él es su capacidad para desviar las emociones señalando con un ademán hacia el mundo real y, al mismo tiempo, describirlas como nadie mediante palabras.

—Christopher me dijo que vuelco mis mejores sentimientos en mi obra y que a él solo le dejaba los restos. Y, aunque parezca horrible, quizá sea cierto. —Wystan tiene unos ojos que destilan bondad y unos párpados gruesos que recuerdan a los de un cachorro. Pasa las páginas de un bloc de caligrafía de Clara.

»Bueno, cuéntame. ¿Qué está pasando aquí?

—Intento poner mis mejores sentimientos en mi obra.

Ríe por la nariz.

—Es cierto. Intento escribir sobre Dora.

Levanta la cabeza.

—La valiente Dora —dice. Siempre le tuvo simpatía, y ella a él—. ¿No habías escrito nada sobre ella?

—No quería utilizarla.

Ya hemos hablado muchas veces de esto: de la tentación del arte de usar a las personas como el fuego la leña.

—Ya. Claro.

Siento tal alivio al saberme comprendido que las palabras salen en tropel.

—Pero ahora no tengo nada. Ni a ella —digo con voz ronca—, ni siquiera un retrato suyo.

El camarero nos interrumpe. Trae un carrito con una gran sopera de plata, un cesto con panecillos de pan blanco y moreno, rizos de mantequilla y dos cuencos. Deben de haber supuesto que pedía también para Clara. Mientras el camarero, un joven rubio y pulcro de unos diecinueve años, pone la mesa, Wystan se remete en el cuello de la camisa una servilleta; sé a ciencia cierta que, misteriosamente, la servilleta no impedirá que se manche la pechera. El camarero empieza a servir la sopa de pescado y Wystan sonríe, agradecido de que el mundo —tan considerado, francamente— se le haya anticipado. Luego se saca la cartera del bolsillo y le entrega una generosa propina.

—Gracias, señor —dice el camarero con una leve cabezada antes de dar media vuelta. Los claros ojos de Wystan siguen al chico hasta que sale de la habitación.

—Este país me va a gustar. —Arquea las cejas y parte un panecillo con los dedos—. Lo presiento. Y no me refiero solo a eso. —Señala la puerta con la cabeza.

Apoyo las muñecas sobre la mesa.

—Vuelvo a Europa.

Wystan deja el pan en el plato.

—Aquí no sirvo para nada. Nadie me escucha. Europa se derrumbará.

Asiente despacio.

—Ya lo sé —dice—. Yo ya no puedo pronunciar discursos. No creo que pueda imponerse lo mejor del ser humano. Nuestros escrúpulos liberales nos ciegan; los fascistas son demasiado seductores y demasiado poderosos.

—¿Qué vas a hacer aquí? —No sé por qué lo pregunto; sé muy bien qué va a hacer. Escribirá poemas que se leerán dentro de doscientos años, se enamorará, saldrá adelante.

—Escribir —responde, como si fuera una nimiedad—. Mientras tú vuelves a la lucha. Como siempre.

Sé que me considera valiente, pese a conocer mis flaquezas.

Es un testimonio de su bondad más que de su buen juicio, pero significa que puedo hablarle de todo.

—¿No te parece que querer ser diferente de como somos es una extraña enfermedad? —le pregunto.

Wystan se inclina y pone una mano sobre la mía. Ha visto mi necesidad y nunca hará que me avergüence de habérsela mostrado.

—Es lo de siempre, ¿no? —dice—. Todo lo que no somos vuelve la vista hacia todo lo que somos.

Coge la cuchara y sonríe como diciendo Guten Appetit. Pero advierte que me ha afligido lo que acaba de decir.

—No lo mires con demasiado detenimiento, viejo amigo —añade—. Haz lo que tengas que hacer. Y no lo minusvalores. —Sacude un poco la cabeza y mete la cuchara en la sopa—. La poesía no hace que suceda nada.

Cuando se marcha, la alegría que me ha procurado su compañía permanece en la habitación. Apoyo la cabeza en el respaldo de la silla y vuelvo a cerrar los ojos.

Estoy repantigado en el asiento de piel del coche, con la cabeza echada hacia atrás. Dora y yo nos encontramos en una catedral de árboles; a ambos lados de la carretera, los álamos extienden sus ramas por encima de nosotros para tocarse. Las motas de luz que dejan pasar se derraman raudas sobre el capó, el parabrisas y nuestros cuerpos, y así notamos la velocidad a la que circulamos. Dora va al volante; yo no sé conducir. Tiene los brazos desnudos, pero lleva unos guantes de cabritilla color crema que se abrochan en el dorso de las muñecas, y habla sin parar, con la vista al frente, mientras el coche avanza por la cinta de la carretera. Va contando los votos de algo —sus ideas políticas siempre fueron mucho más prácticas que las mías—, pero ya no la escucho. El viento juega con su pelo.

Ayer por la tarde firmamos como marido y mujer en el registro del hotel Schloss Eckberg de Dresde. Mientras ella escribía, tendí la mano hacia su pelo, con tanta naturalidad como pude, y le quité unas briznas de hierba. Sin dejar de sonreír gentilmente al conserje. En las orillas del Elba a su paso por Dresde, los juncos te llegan hasta el pecho. Dora me había apartado del sendero para meterme entre ellos y, riendo, me había tirado al suelo hasta que el mundo quedó reducido a un pedazo de cielo en un marco verde difuminado. Esta mañana ha tomado tres tazas de café y ha jugueteado con el huevo antes de poder fumar; ella, que siempre tiene tan buen apetito.

Nunca me había sentido tan deseado. Le pongo una mano en el cuello.

—¿Tienes hambre? —me pregunta interrumpiendo su discurso—. Nos han preparado un poco de comida.

Debajo del salpicadero hay una cesta en la que encuentro una pera estupenda. Cuando Dora la muerde, el jugo se le escurre por la barbilla.

—¡Mierda! —exclama riendo.

Cojo mi pañuelo y empiezo a limpiarle el regazo; ella me lanza una mirada y se seca el mentón con el dorso de la mano enguantada. Entonces la otra mano resbala por el volante, que gira, la pera pasa volando por delante de mi nariz y el coche chirría y no toma bien la curva. Dora pisa el pedal, pero no sirve de nada y avanzamos, más despacio de lo que parece posible, hacia el final, que llega con un grito metálico contra un álamo.

Del capó sale vapor con un silbido. Dora suelta el volante y comprueba que no me ha pasado nada. Un hombre que resulta ser el policía del pueblo corre hacia nosotros. Tras asegurarse de que estamos ilesos, sacude la cabeza mirando hacia ambos lados de la carretera vacía bajo el cielo despejado y se pregunta en voz alta cómo ha podido ocurrir el accidente.

—Agente —dice Dora, como si ofreciera una explicación detallada y definitiva—, me estaba comiendo una pera.

He dejado un cigarrillo encendido en el cenicero que hay en el otro extremo de la habitación. Voy hasta allí y me lo pongo entre los labios. Clara ha regresado y está sentada en silencio. No vuelve la cabeza para mirarme ni me azuza con preguntas; deja que el hechizo se prolongue. Mientras expulso el humo, mis ojos acarician la despeinada coronilla de su cabeza morena y me transporto a tiempos pasados.

Clara coge el lápiz y el bloc. Me estoy vaciando a pedazos en esta habitación. Luego trato de ver qué forma adquieren cuando los junto.

—¿Lista? —pregunto.

Clara asiente.

Cuando Dora vino a trabajar para mí, pasó de secretaria a caja de resonancia, luego a colaboradora y por último, tras la separación de su marido Walter, a amante. Habían tenido una relación amistosa, incluso de camaradas, durante su matrimonio, con unas libertades que habían implicado, por parte de Walter, a demasiadas personas. Dora juraba que no volvería a casarse, como si hubiera sido la institución del matrimonio, y no la infidelidad —a la que también ella tenía derecho—, lo que había causado su dolor.

Dora poseía una determinación tan profunda que estando a su lado no podía sentirme perdido. Su presencia reducía mis demonios a seres patéticos, poco prácticos y malos compañeros que se marchaban si no les hacía caso y me concentraba en la tarea que tuviera entre manos: el libro o la obra teatral, el discurso, la causa o el viaje. Dora me decía: «Recuerda que no se trata de ti, sino del trabajo». Creía que me aferraba a mi falta de confianza y a mis concepciones, rayanas en la desesperanza, como si fueran los signos externos de mi profunda integridad artística; al fin y al cabo, la seguridad en uno mismo y la ecuanimidad no eran características del genio. Me fastidiaba un poco, pero me alegraba de que Dora me salvara. Creo que al menos la mitad de lo que denominamos esperanza es simplemente la sensación de que es posible hacer algo.

Una vez, en la playa de Rügen, nos tumbamos de costado en una arena tan pura que crujía. Dora había encontrado una piedra blanca muy bonita, del tamaño de la cabeza de un perro. Cerró los ojos y deslizó las manos por ella, como si fuera una bola de cristal, imitando a la perfección la voz monótona de una médium. «Su miedo a perder la razón, caballero, es sumamente exagerado…». Me tumbé boca arriba, riendo, y la observé con los ojos entrecerrados.

Yo intuía casi siempre cuándo iba a tener una crisis. De pronto me encontraba solo, leyendo y releyendo un párrafo que había dejado de tener sentido, aunque lo había escrito el día anterior. Las proposiciones subordinadas eran demasiado pesadas, literalmente, para cambiarlas de sitio o modificarlas. Pero era imposible —¡estaba mal!— dejarlas tal cual. Mientras aquella página estuviera atascada, también lo estaría el resto de la vida. Llamar por teléfono suponía demasiado esfuerzo; cualquier compañía resultaba inútil. Cuando falla la imaginación, quedamos atrapados en un solecismo tan colosal como el mundo: el universo se reduce a un reflejo de nosotros mismos, estrecho y ya conocido, del que no podemos escapar. El cínico solo ve cinismo, el depresivo puede contaminar la creación con una sola mirada.

Cuando veía venir un ataque, buscaba a Dora. En compañía de una persona tan íntegra, inteligente y práctica, la duda parecía algo impropio. Ella también tenía que controlar sus propios demonios, como la morfina que utilizaba desde el aborto, pero siempre parecía más fuerte que yo. Si reaccionaba demasiado tarde y me vencía la apatía, me sentía demasiado avergonzado para buscarla. Hacía correr la voz de que me había ido al extranjero y pasaba los días —a veces semanas— de depresión en mi piso, casi todo el tiempo en la cama. Esperando sin esperanza a que la esperanza volviera cuando le viniera en gana.

Una vez Dora me sorprendió así. Había pasado una semana en Gran Bretaña, en Weymouth, donde había asistido a un congreso de sindicalistas. Cuando regresó, yo no me ponía al teléfono ni abría la puerta. Decidió entrar.

—¿No te encuentras bien? —preguntó desde el recibidor. La oí dejar los zapatos en el suelo. Recorrió el pasillo sin hacer ruido, entró en mi dormitorio y se detuvo en el umbral.

—Llevas la rebeca del revés.

—Gracias. —Empezó a quitársela. Era gris claro, jaspeada, con botones de nácar—. ¿Estás bien? —me preguntó. Cogió una bola de papel que había aterrizado en el cajón de los calcetines.

Llevaba varios días sin afeitarme. La cama —de teca con columnas, de las islas de las Especias, que mi madre no había logrado vender en su tienda de muebles— se había convertido en mi arca. Más allá reinaba el caos. En todas las superficies horizontales había tazas de café y cuencos con comida solidificada de los que sobresalían mangos de tenedor. Comía sobre todo latas de carne de cerdo y de lentejas; la habitación apestaba. El suelo estaba cubierto de hojas de papel arrugadas; en la mesilla de noche se amontonaban fragmentos de pensamientos, frases garabateadas que, a la luz del día, quedaban reducidas a banalidades. Al lado tenía un gran cenicero de cristal verde lleno de colillas.

—Ya veo que te has dado la gran vida. —Sonrió y se agachó para darme un beso en la frente. Luego se sentó en la cama. Aunque su táctica para vencer a mis demonios consistía en trivializarlos, nunca daba a entender que la tarea fuera fácil.

—Estoy un poco cansado.

—¿Has trabajado hasta tarde?

—No —respondí—. Estaba demasiado ocupado agotándome a base de no dormir.

Dora se rio y tiró la bola de papel a la papelera.

—Diana.

Encendió un cigarrillo y me habló de un inglés extraordinario al que había conocido, Fenner Brockway, que era amigo de Jawaharlal Nehru.

—El tipo de inglés que me encanta —dijo—, el que aparenta tomárselo todo a la ligera para poder debatir de forma civilizada…, nada que ver con las peleas a gritos de nuestros congresos. Pero debajo hay verdadera pasión por la justicia.

—Seguramente también por ti. —La miré de soslayo.

—Seguramente —admitió, y expulsó una bocanada de humo. Para ver a Dora había una condición: que no fuera algo exclusivo, que ella conservara su libertad. Yo también tenía libertad, desde luego.

Ahora no sé cuánta libertad puede soportar el corazón. Al corazón también le gusta la contención.

Volvió a besarme.

—Si me visto adecuadamente, ¿te vestirás tú también? Si quieres, podemos limitarnos a hacer correcciones.

Clara deja el lápiz. ¿Qué debe de sentir mientras yo relato mi amor por su predecesora? Tiene las piernas cruzadas y pasa el pulgar por la espiral del bloc de taquigrafía. Cuando levanta la cabeza, sus pupilas se reajustan para enfocarme y los iris forman un calidoscopio verde y marrón dorado. Tiene los labios entreabiertos. Es un gesto que dice: Ahora entiendo adónde quieres llegar.

Y dice —o eso creo yo—: Estoy contigo.

—A veces… —tiene la voz tomada; carraspea—…, limitarse a hacer correcciones es la respuesta perfecta. —Respira hondo—. Hoy deberíamos terminar la correspondencia. ¿Empezamos por la carta a la señora Roosevelt?

Voy a escribir a la primera dama para agradecerle que celebrara un acto con el fin de recaudar fondos destinados a los niños hambrientos de España y para insistir en que se mande el dinero aun cuando España esté ahora en poder de los fascistas. Tal vez Franco lo utilice para comprar armas, pero también cabe la posibilidad, aunque remota, de que lo use para alimentar al pueblo.

Hace tres meses estaba eufórico. Cuando llegué, esta habitación estaba llena de periodistas, flores, fotógrafos de prensa arrodillados que tomaban fotografías. Los telegramas iban y venían. Un aplicado estudiante de posgrado soltaba una pregunta larga cada vez que podía; alguien cogió de la cama una funda de almohada para que le firmara un autógrafo en ella. Llamaba al servicio de habitaciones y pedía comida para todos; Christiane suspiraba al firmar la cuenta. Entonces yo podía hacer cualquier cosa, podía hacerlo todo, y todo a la vez. Con la primera dama recaudé un millón de dólares.

Pero funciono con un interruptor. Los eché a todos. Ahora solo estamos Clara y yo.

—Sí —digo—, empecemos por eso.