Ruth

Me produce una especie de vértigo mirar a Dora desde dentro de Toller. La veo, y al mismo tiempo veo el efecto que causaba en los hombres. Dora era sincera, franca y práctica; nunca coqueteaba. Como siempre actuaba sin rebozo alguno, a su lado los hombres se sentían desinhibidos, como si no hubiera diferencias entre su vida interior y la exterior.

Recuerdo que Dora fue a Leipzig para asistir al estreno de Masse Mensch. Me contó que había conocido a Toller, pero jamás me habría descrito la escena así. Aunque más tarde compartió muchas confidencias conmigo, en aquel entonces lo habría considerado una traición a la intimidad que deseaba obtener.

Intimidad. La primera vez que Hans y yo hicimos el amor, fuimos a un hotel a orillas de uno de los lagos de Berlín. Habíamos comprado dos anillos baratos en un rastro.

—¿Bajamos a tomar el té? —me preguntó Hans.

Estábamos en el balcón de nuestra habitación, con vistas a la terraza. El viento lo había puesto todo en movimiento; el lago, agitado, parecía tener vida propia. Hans se colocó detrás de mí y me puso las manos en las caderas. Abajo, unos empleados con guantes blancos empujaban entre las mesas, cuyos manteles se hinchaban como velas, relucientes carritos con ruedas cromadas cargados de pasteles. Los camareros encargados de las bebidas, tiesos cual alfileres, como si sujetaran toda la escena, anotaban los pedidos en una libretita. En algún sitio que no alcanzábamos a ver tocaba una banda; el viento se llevaba casi todas las notas y solo dejaba que llegara hasta nosotros algún que otro compás cercenado. Observé las bandejas relucientes, los tenedores destellantes a la luz del sol, el movimiento de las ruedas cromadas. Justo debajo de nuestro balcón, una ráfaga erizó el cabello de un hombre, desde la nuca hasta la coronilla. A su lado, una mano enjoyada salió de debajo de una pamela blanca y quitó a un niño una miga de la mejilla. Me habría gustado tener la cámara.

—No me apetece —dije. Me di la vuelta y él caminó de espaldas hacia la habitación. De pronto me vi atrapada en un torbellino de muselina y viento. Me zafé, forcejeando y riendo, de las atenciones de la cortina.

Hans, alto, de piel suave, se limitaba a mirarme con sus ojos azules. Tenía las manos en los costados. Yo sabía que había experimentado con chicos; ¿por qué no iba a hacerlo? Era lo mismo que experimentar con uno mismo, y nosotros creíamos en la libertad de elección. Sin embargo, ese día nos habíamos elegido el uno al otro.

—Eso de ahí abajo parece una escena de un cuadro de Brueghel —comenté—. Después de una boda en el campo. El banquete, la cháchara, la música.

—¿Eso crees? —Sacudió la cabeza para apartarse el pelo de los ojos, aliviado, pienso ahora, de que el momento todavía no hubiera llegado. Su timidez me sorprendió y me hizo amarlo aún más—. A mí no me lo parece. Brueghel pintaba a gente corriente. Eso recuerda más bien a la cubierta de primera de ese barco inglés, el Titanic. Los privilegiados que no saben hacia dónde navegan.

Me quité los zapatos.

—No puede ser —prosiguió Hans, y retrocedió un poco más— que la clase privilegiada esté aquí tomando café y escuchando música cuando esos camareros viven en la pobreza. Lo que me preocupa… —Empecé a desabrocharme la blusa—. Lo que m… más me preocupa es que esos camareros organizan toda su vida para presentarse limpios, saludables y con la ropa bien planchada a fin de no molestar a la clientela. —Levantó las manos, con los dedos extendidos—. ¡Seguramente viven en habitaciones compartidas y duermen en camas con chinches, tienen forúnculos que la camisa oculta y solo comen caliente una vez por semana! Debemos poner fin a esta complicidad de los trabajadores con su propia m… miseria.

—Pero no ahora mismo —dije, y le cogí las manos.

Me desperté por la noche. La luz de la luna incidía en la superficie del lago y se reflejaba en el techo, donde una gran parra de yeso se enroscaba formando elegantes y recargadas espirales de hojas y zarcillos, con gruesos racimos de uvas a intervalos regulares, impropios de la naturaleza. Hans dormía. Conté los racimos (once), recorrí la parra con la mirada buscando el principio y el final, y luego el final y el principio.

Me puse una bata y bajé por las escaleras, crucé la terraza vacía, con las mesas ya recogidas, y el paseo; descendí por los escalones de piedra que conducían al lago. La negra agua se abrió formando ondas plateadas para dejarme entrar. Estaba fría, pero tenía el tacto de la seda. Aquella agua con luna dentro envolvió mi nuevo cuerpo hasta la barbilla. Me sentí liberada de mis remilgos, de misterios ridículos. Yo era una cantidad conocida para mí misma, y era libre de hacer con ella lo que quisiera.

Cuando Hans y yo decidimos casarnos, pasamos un largo fin de semana con mis padres en la villa de Königsdorf. Al principio mi madre se mostró recelosa. ¿Qué podía ver en mí aquel hombre tan atractivo, pensaba, aparte de mi dinero? Ella era rubia y agraciada, y yo había salido al padre: morena y con los labios gruesos. Cuando vio a Hans, ella tampoco creyó que un hombre como él pudiera amarme.

Vi cómo lo observaba con sus ojillos azul claro, cómo se fijaba en el esmero con que vestía: el jersey con rombos azules y amarillos, los zapatos de dos tonos. Convirtió todo el fin de semana en un examen. Cuando nos sirvieron alcachofas, Hans dijo: «¡Deliciosas!», pese a que dudo que jamás hubiera visto una antes. Mi madre esperó a que cogiera el tenedor y el cuchillo, y entonces entonó:

«Al-ca-chofas», y arrancó ostentosamente un pétalo con dos dedos para demostrar cómo había que comerlas. Cuando Hans tomó las tenazas y se agachó para recoger una brasa que se había salido de la chimenea, mi madre dijo: «No», como si Hans fuera chino o un perro al que estuviera enseñando, y tocó la campanilla para avisar a la criada. Hans se sintió ofendido, y mientras tanto la brasa hizo un agujero en la alfombra y la habitación se llenó del acre olor a lana quemada.

Una mañana, después de desayunar, mi madre me dijo:

—Qué pestañas tiene ese chico. Cualquiera diría que se pone alheña.

No dije nada para no darle esa satisfacción. A cierto nivel, la crueldad de una madre o un padre con su hijo —porque su desdén hacia él era un golpe contra mí— es vergonzosa para este. Deseamos que nuestra madre sea buena no solo porque nos duele que no lo sea, sino porque la desviación de lo maternal es anormal, algo que hay que ocultar. Hans se había criado en una casita de Nienburg, un pueblo del que su padre era el sacerdote. Lo que mi madre condenaba como mal gusto de nuevo rico yo lo consideraba el noble esfuerzo de un joven por liberarse de unos orígenes adustos. Mi madre lo quería todo: al mismo tiempo que yo no era digna de él, él no era digno de nuestra familia.

En mi familia nadie realizaba tareas manuales de ningún tipo, nunca. Ni practicábamos religión alguna. Mi padre trabajaba de firme en el aserradero, pero allí era el dueño y señor; la ociosidad de mi madre era la prueba de su éxito. Éramos los judíos progresistas de Alemania: laicos, cultos y más prusianos que los prusianos. Yo quería huir de aquella crueldad reprimida, de aquella ensordecedora carga de abnegación.

En la familia de Hans, mientras la madre cocinaba y zurcía, el padre escribía sermones sobre el día del juicio final y el fin del mundo. «¿Qué provecho saca un hombre que construye su casa en este mundo…?», bramaba el pastor Wesemann mientras la señora Wesemann cocía fruta para hacer compota, encurtía pepinos y tapaba el cristal roto de una ventana con papel de embalar hasta que pudieran pagar a un cristalero. La vida de Hans había quedado conformada, por una parte, por la necesidad honesta y práctica del trabajo manual y, por otra, por la absoluta inutilidad de este ante la llegada del apocalipsis. Hans decía en broma que su padre rasgaba ese velo mortal todos los domingos y su madre lo zurcía el lunes. Más tarde, cuando Hitler llegó al poder, el pastor Wesemann descubrió que las ideas nacionalsocialistas sobre el advenimiento del Reich de los mil años encajaban muy bien con sus creencias milenaristas y colocó en su altar una esvástica de baquelita granate como señal de su doble devoción. Hans tenía como mínimo tantos motivos para huir como yo.

Hans se esforzó mucho, pero hacia el final de nuestra visita acabó por sentirse como el advenedizo que mi madre veía en él. «M… me odia», murmuró en el jardín. El domingo ya había empezado a hacer una larga pausa al principio de cada frase, como cuando la aguja del gramófono se encallaba en un surco del disco. Mi madre esperaba cada locución con gesto de victoria y comprensión, como si aquel retraso fuera la confesión de falsedad que aguardaba desde el viernes.

Mi padre se mostró más amable. Le habría gustado que me casara con un judío, pero aquel chico, pese a ser pacifista, era un excombatiente y tenía buen corazón; además, mi padre no veía tantas razones para que no me amaran.

Volvimos a Berlín en tren. Yo siempre había tenido la impresión de que incluso la geografía de la parte del mundo donde vivía mi familia —aquellas montañas escabrosas, ricas en carbón y acribilladas de túneles— era misteriosamente complicada. Ya en Alemania, la tierra se alisaba, se volvía llana, despejada y tranquila, un mar de verde claro que se extendía hasta la costa.

En el vagón restaurante intenté animar a Hans con una imitación de mi madre. «Sí, soy una prusiana con un control y una sensatez infinitos. —Estiré el cuello y alcé la nariz—. Y por eso estoy per-fec-ta-men-te dispuesta a hacer un agujero en mi alfombra persa por el puro placer de enseñarte cuál es tu sitio».

Hans, hundido en el asiento, hacía girar una baraja de naipes sobre la mesita. Miró por la ventana. Era muy guapo; de hecho, era exactamente lo que yo creía que mi madre quería para mí. Con la única excepción, quizá, de que se le notaba un poco el esfuerzo: el fular excesivamente bien anudado, los pantalones un poco ostentosos. A veces la imitación reluce más que la realidad. A mí no me importaba, porque lo amaba antes incluso de conocerlo. No estaba segura de si imitando a mi madre aliviaría su humillación o la agravaría. Pero cuando volvió a mirarme, sonreía. Hans siempre evitó criticar abiertamente a mis padres.

Nous allons épater les bourgeois —dijo—, pero antes tenemos que comer. —Cogió la carta del restaurante—. ¿Alguien quiere alcachofas?

Sonreí. En Hans había encontrado un aliado que me ayudaría a desdeñar los valores del deber y la obediencia, así como mi condición de privilegiada. Él se fijaba en todo eso más que yo.

Celebramos el banquete de boda en el mejor hotel de Breslau, la ciudad grande más cercana. Vinieron todos nuestros amigos: Dora con Walter, Bertie y los demás. En la escalinata del ayuntamiento nos lanzaron confeti y pétalos y gritaron el eslogan de nuestro partido: «¡Un frente rojo triple!». Quizá no fuera el «¡viva!» más romántico, pero era la alianza que más anhelábamos: entre los socialdemócratas, los comunistas y nosotros.

Hans y yo nos instalamos en el apartamento de Berlín. Mi padre lo pagó, como parte del acuerdo matrimonial, al igual que nuestras sillas cromadas, las alfombras azules y la elegante cama de matrimonio.

En la gran ciudad, la carrera periodística de Hans marchaba viento en popa. Sin embargo, aunque él nunca hablaba de ello, yo sabía que pensaba que el episodio de Toller la había empañado. Le había pedido a un hombre que traicionara a sus compañeros encarcelados y aceptara la liberación. Ninguno de nosotros había pensado en eso de antemano, pero Hans había sido el que había recibido el espaldarazo. Las críticas de Dora le habían afectado mucho.

Hans intentó compensarlo en sus columnas. Al principio eran humorísticas; pero a medida que los nazis se acercaban al poder, se volvían más amargas e incisivas. Y más valientes.

Cuando el general Ludendorff, que había dirigido la guerra —y el país, como almacén de provisiones para el ejército—, declaró en sus memorias que había «ganado la guerra», Hans bromeó: «Sí, él también la ganó; solo que el pueblo alemán la perdió porque cometió el descuido de morir de hambre antes de que se consiguiera la victoria». Hans informó sobre una encargada de unos servicios de Berlín a la que detuvieron por sustituir el papel higiénico habitual por un montón de periódicos izquierdistas para aleccionar a la clientela. Trabó amistad con el famoso actor Edgar Reiz, un joven soltero, y juntos aceptaron el reto de una publicación inglesa: determinar si Berlín era, como afirmaba el periódico, la ciudad más «depravada y viciosa» del continente.

«A efectos únicamente de investigación», según escribió Hans, Edgar y él fueron a ligar a bares de chicas, de chicos, a coctelerías, a cabarets y a vestíbulos de hoteles elegantes. A primera hora de la mañana se encontraron en el prestigioso Instituto de Sexología de Magnus Hirschfeld, cerca del Tiergarten, donde el propio Hirschfeld, un hombre corpulento y afeminado con fular y gafitas redondas, les comentó «con su acariciador ceceo» que «la depravación no existe». «Y eso es algo —se regodeaba Hans en su artículo— que los ingleses saben desde siempre».

En 1928 fue a escuchar a Hitler, por entonces líder de un partido de la oposición, y escribió uno de sus artículos más sonados. De niño Hans había superado casi por completo la tartamudez observando atentamente cómo la gente movía los labios y pensando cada frase antes de empezar a enunciarla. Así había aprendido a ver cosas que los otros no veían, lo que resultaba muy útil para un reportero. Hans contó a sus lectores que el micrófono del Sportpalast había fallado. Tras titubear varias veces y repetirse, Hitler, furioso, lo tiró al suelo. «Y así nació —relataba Hans— la famosa técnica de bramidos del Gran Adolf. “¡Ha comenzado el envilecimiento de los pueblos!”, gritó herr Hitler. “La degradación de la cultura, de las costumbres, no solo de la sangre, avanza a grandes zancadas”». Hans escribió que el público murmuró para expresar su aprobación, sintiéndose uno con el líder contra los invisibles enemigos víricos.

A continuación narraba que había asistido a la recepción celebrada en honor de Hitler en un apartamento privado después del acto. «Al entrar nos registraron para comprobar que no íbamos armados», escribió. En el salón, encontró al líder pontificando sobre «¡este podrido parlamentarismo! Este cáncer del pueblo alemán». Y clamando contra Berlín por «la terrible promiscuidad de su población semieslava».

En el fondo de la sala, Hans tosió educadamente. «¿Está usted casado, herr Hitler?», le preguntó. El ambiente se heló. Los acólitos lo fulminaron con la mirada. Hans retrocedió. «Ya en la puerta, saludé con el brazo alzado y dije enérgicamente Heil y Sieg —escribió—, y cuando ya era demasiado tarde me di cuenta de que había levantado el izquierdo en lugar del derecho. Mientras me ponía el abrigo en el vestíbulo oí comentar a Adolf: “¡Qué individuo tan desagradable! Por cierto, ¿quién era?”. Nadie supo decírselo, y me escabullí antes de que alguien me lo preguntara personalmente».

El Partido Nazi lo demandó por difamación.

En Die Welt am Montag hubo cierta confusión. El director de Hans juró que el artículo había sido presentado como un informe objetivo. Aseguró que nadie le había dicho que fuera una patraña.

—Era ridículo —se burló Hans cuando me lo contó—. No creí que tuviera que explicarlo todo letra por letra.

La realidad se estaba volviendo tan necia, pensábamos, que la gente inteligente ya no sabía distinguir un informe de una sátira.

Afortunadamente, el Partido Nazi perdió el juicio y tuvo que pagar las costas. Algunos de los colegas más pedestres de Hans se quejaron y hablaron de ética periodística ¡e incluso de fraude! Pero para otros Hans era un héroe: se había enfrentado a los nazis y había ganado.

A partir de entonces se sintió protegido.

Si bien Hans centraba la mayor parte de sus sátiras en Hitler, quien despertaba en él una virulencia especial y personal era Goebbels. Acosaba al ministro de Propaganda como a un oso. Tal vez fuera porque compartían el haber nacido en una ciudad pequeña, o porque la habilidad con las palabras los había ayudado a ambos a salir de allí. Hans se convirtió en el azote público de Goebbels, a quien nunca se refería por su nombre, sino solo como «ese varón de aspecto claramente semítico», que «en circunstancias normales habría sido un enérgico maestro del colegio para niñas de Euskirchen». Goebbels había escrito una novela titulada Michael, que Hans mencionaba siempre como Michael el Ignorado.

En un artículo de infausto recuerdo, Hans se inventaba una visita a la madrina de Goebbels en la ciudad natal de este, Rheydt. Rodeado de tiestos de flores artificiales, escuchaba a la anciana recordar los viejos tiempos:

Ay, señor… No sé qué problema tiene el chico con los judíos. Siempre jugaba con los hijos de los Katz, el carnicero, que vivían en la esquina… Pero no sabía tener la boca cerrada. El chico siempre tenía que decir la última palabra.

Goebbels perdió los estribos. Devolvió el golpe en el periódico del Partido Nazi, Der Angriff, donde arremetió contra «cierto judío de Galitzia, Hans Wesemann», quien, al serle negada una entrevista con Adolf Hitler, «pergeñó una con sus sucias zarpas. Ahora —escribió Goebbels—, ese noble escritorzuelo está ensuciando las provincias con los excrementos de su cerebro enfermo».

—No está mal —dijo Hans mientras se comía los huevos del desayuno—. «Los excrementos de su cerebro enfermo».

Nos miramos por encima de nuestros respectivos periódicos.

—Claro que, bien pensado —dijimos los dos a la vez—, es novelista.

Cuanto más aumentaba la fama de Hans, más escandalosos eran sus artículos y más lo odiaban los nazis.

Un camión entra en el camino de la casa de al lado transportando unas largas piezas de madera, cada una con un trapo rojo atado en el extremo que sobresale como señal de precaución para los demás vehículos.

Me veo con toda claridad asomada a la ventana de nuestro piso de Berlín la noche que Hitler tomó las riendas, colgando mi bandera roja. Los chicos, las antorchas y las esvásticas torcidas daban miedo, pero también eran ridículos. No nos habíamos detenido a pensar qué significaba que aquellos fanáticos hubieran hecho listas; que tuvieran a individuos en la mira de sus armas, y que esos individuos fuéramos nosotros.

Mientras Hans se hacía famoso en Berlín, yo terminaba mis estudios en la universidad. Con el tiempo escribí una tesis doctoral sobre la poesía amorosa de Goethe para obtener el título que me permitiría trabajar de profesora. Pero básicamente pasaba los días detrás de la cámara. Descubrí que las fotografías podían revelar características de los objetos en las que yo no había reparado al tomarlas. Era como si el mero volumen de mi modelo, su peso y su belleza físicos, me pasaran inadvertidos cuando lo tenía delante, permitiéndole mantener ocultas sus propiedades evocadoras. Fotografiaba cerillas desde muy poca distancia, con gruesas cabezas y esparcidas al azar. El hueco de una escalera desde abajo, replegándose en sí mismo como un abanico. Mis pies encima de la cama, con la pierna más corta cruzada sobre la otra. Fotografié un mensaje escrito a mano en un poste: ¡hambre!, con el número de un apartado de correos donde podían hacerse donativos. Capté a una mujer en nuestro patio, con un crío medio desnudo sobre la cadera, los dedos hincados en el regordete muslo como si fuera un símbolo de lujo. Plasmé a Hans, los ojos cerrados, el cuello apoyado sobre el borde de la bañera, las sombras revelando la arquitectura de su cara.

En el cuarto oscuro, las imágenes nadaban en la solución hacia mí, cada vez más claras, como si finalmente fueran a abrirse y a dar una respuesta.

Una vez fui con Dora a un mitin de Hitler para fotografiar lo que pasaba allí. Por entonces Dora ya trabajaba para Toller, pero seguía trabajando también para la parlamentaria Mathilde Wurm. Mathilde y ella investigaban la atracción apasionada e irracional que ejercía Hitler sobre las mujeres. Mathilde tenía cincuenta y tantos años y era corpulenta y prudente, con los tiernos ojos negros de un perro labrador y un finísimo bigote. Viuda y acomodada, era una política eficaz, sobre todo en temas relacionados con la mujer, aunque al mismo tiempo era tan equilibrada y sensata que parecía que cualquier idea nueva que saliera de sus labios —desde servir comidas calientes en las escuelas hasta crear centros de formación profesional para las jóvenes y clínicas que ofrecieran gratuitamente consejos sobre anticoncepción— ya debería haberse llevado a la práctica. Mathilde no había podido tener hijos, según me contó Dora, y había transformado esa tristeza en una energía maternal dirigida al mundo entero. Dora la apreciaba mucho como mentora política, pero creo que también como tapadera de sus propias ideas políticas, más radicales.

Hitler iba a intervenir en un acto dirigido exclusivamente a mujeres en el Lustgarten de Berlín. Cuando pasó a nuestro lado por un sendero cubierto de flores, las mujeres tendieron hacia él sus manos agrietadas y castigadas como si esperaran recibir una bendición. Algunas lloraban de emoción, se mecían y saludaban con el brazo en alto. La mujer que teníamos delante levantó a su bebé hacia Hitler; fotografié al crío, que tenía la cara enrojecida y no paraba de retorcerse.

Dora sacudió la cabeza, entre compasiva y asqueada.

—Es una especie de hechizo milenarista —me susurró—. Como si solo él pudiera salvarlas.

Habíamos llegado tarde y estábamos de pie en las últimas filas. Cuando Hitler llegó a la tarima, logré verlo entre las cabezas que tenía delante, pero Dora era más baja que yo y no podía mirar por encima de los hombros de las mujeres. Detrás de ella había un guardia de las SS; la miró y debió de ver la insignia de los Independientes que Dora llevaba en la solapa, pero ella se limitó a encoger los hombros sonriendo afablemente, como si dijera: ¿Cómo se me ocurre ser tan baja?

El guardia miró alrededor y dijo:

—Vamos, camarada, seguro que tú también quieres ver al líder. —Dobló las rodillas y extendió los brazos.

Dora no vaciló: le cogió las manos y dejó que la levantara. Él la sujetó por la cintura, en alto, como el mascarón de proa de un barco.

Quiero verla.

Con los miles de fotografías que tomé a lo largo de la vida antes del exilio, y he acabado con solo dos álbumes. Las imágenes que contienen se me antojan más valiosas que nada de lo que vino después.

Abro la puerta corredera de una estantería acristalada y cojo uno de esos álbumes. Las hojas son negras y entre ellas hay finas láminas de papel de seda. Las fotografías son contactos en blanco y negro, tan pequeñas como los negativos de donde salieron. Están sujetas a las páginas por las esquinas. Aquí hay tres de Dora, ninguna de ellas del día del mitin. En una salimos las dos en una feria, de adolescentes, asomando la cabeza por los orificios de un tablero, convertidas en Rómulo y Remo. Otra es una fotografía de familia, tomada el día de mi boda. La tercera, mi favorita, es un retrato que le hice. Tiene la cara vuelta en un ángulo de tres cuartos, los labios cerrados y la mirada ligeramente baja, desviada de la cámara. La expresión de los ojos es amable, interrogante. El pelo, cortado a lo chico en la nuca, le cae sobre la mejilla. Dora no se maquillaba ni se depilaba las cejas. Su estilo es muy actual.

Examino estas fotografías como si pudieran revelarme algo de Dora, o al menos ofrecerme un recuerdo nuevo. El sonido de su risa, el destello de sus blancos dientes (el incisivo izquierdo montado sobre los otros). Pero si cierro los ojos y me concentro, su cara se vuelve borrosa. Mi mente es caprichosa; no se abre si se lo pido directamente. Debo ser más astuta, aproximarme oblicuamente por los bordes del sueño, para que me entregue algo nuevo. Al fin y al cabo, todo lo que contiene me pertenece.