—Joseph me ha dicho que anoche preguntaron por usted en Epstein’s.
Clara ha llegado tarde hoy porque ha pasado antes por las oficinas de la naviera. Lleva una blusa de color rosa oscuro, con el cuello abierto. Me pregunto si para un escritor una secretaria es lo mismo que una modelo para un pintor: una musa, una presencia viva que hace que sintamos nuestra propia sangre, una pequeña muestra de la belleza del mundo que nos gustaría alcanzar. Se sienta a la mesa.
—Tenía… —La miro de soslayo—. Tenía cosas que leer.
Clara sabe que no es verdad, que no leí nada.
—Y tenía que hacer el equipaje —añado. Encima de la cama hay dos maletas abiertas a medio llenar.
—Ah, claro —dice. Quiere creerse esa versión. Ahora que tengo fecha de salida, vamos mucho más al grano. Clara ya ha sacado su bloc de taquigrafía.
»Me gustaría saber —dice, y entre sus cejas aparece la habitual arruga— por qué cuando habla de la guerra, o de la revolución, utiliza el presente. —Su voz es amable, pero es evidente que ha preparado la pregunta y que insistirá hasta obtener respuesta—. ¿Acaso continúa todo aquello en su pensamiento?
—No.
¿Cómo puedo explicarle que lo que he escrito ha llegado a ser, en muchos casos, lo único que recuerdo? Solté una madeja de tinta sobre la hoja para atrapar la verdad, pero solo conseguí hacer un tamiz y la verdad se filtró por él. Necesito el tiempo presente como la magia, quiero la voz de Dora en mi oído y su aroma en mi cara. Necesito que siga viviendo, fuera de las limitaciones de mis garabatos.
—Es porque no quiero pasar estos próximos días… —digo—. No soporto decir «ella era» todo el tiempo. —Nada más pronunciar esas palabras, me arde la cara.
—Entiendo. —Clara asiente con la cabeza, como si mi explicación fuera perfectamente comprensible. Se muerde la cara interna de una mejilla—. De todas formas, si vamos a añadir esas partes al libro, el pretérito resultaría menos confuso.
—Sí —me sorprendo diciendo—. Seguramente tiene razón. Lo que pasa es que…
Siempre utilicé mi vida como materia prima para alguna otra cosa. Nunca era tan real como cuando la recreaba en una obra de teatro, en un libro. Por esa razón temo que nunca le di al mundo lo que le debía. Mi psiquiatra sostenía que mi sentimiento de culpabilidad hacia el mundo es el susurro de alas negras de mi enfermedad. Pero eso no impide que mi angustioso pensamiento también sea cierto: mi vida y todas las personas que pasaron por ella eran materia prima. Y no se me escapa la gran ironía, la madre de todas las ironías: si bien metí la realidad y a todos mis seres queridos en mis obras, estas nunca llegaron a elevarse de las circunstancias en que nacieron —la guerra, la revolución, mi encarcelamiento— para devenir algo eterno. Al público le encantaban mis obras de teatro porque mostraban el caos del tiempo que les había tocado vivir, pero hoy día apenas se representan. He vivido en el espacio intermedio entre mi ambición y mi talento, como los críticos. No quiero convertir a Dora en una versión mediocre de sí misma.
—… es que no quiero convertir a Dora en una versión mediocre de sí misma.
Clara ha enlazado las manos bajo la barbilla. En voz baja dice:
—Ahora ya no hay versión. Nada.
Asiento con la cabeza. Clara coge el bloc y empieza a tomar nota.
La mañana de mi liberación, los guardias de la cárcel me escoltaron hasta la frontera bávara. Tomé un tren a Leipzig, donde esa noche se estrenaba mi obra Masse Mensch (El hombre-masa). Recorrí las calles como un fantasma que acabara de despertar de un sueño de cinco años. Las mujeres llevaban ropa más holgada y el pelo más corto. Los niños, mejor alimentados, se entregaban a la fiebre del yoyó, y en las aceras habían aparecido cabinas telefónicas.
En la cárcel sufrí como sufren los hombres, pero pude escribir como nunca lo había hecho hasta entonces. En cinco años completé cuatro obras de teatro y un libro de poemas. Como estaba prohibido escribir, lo hacía después de que apagaran las luces, con una vela bajo una manta, en papel higiénico que me traían los amigos que venían a visitarme. Y allí mi vida acentuó aún más sus contradicciones. Mi obra Hinkemann trata de un hombre que regresa de la guerra emasculado, pero hizo que las mujeres quisieran curarme, amarme, llevarme a su casa. Me hice famoso en toda Alemania, y al mismo tiempo era el hombre más solitario del mundo.
En Berlín, Masse Mensch se había retirado del cartel la misma noche del estreno, después de que los enfrentamientos entre los antisemitas nacionalistas y los socialistas amenazaran con convertir el teatro en una carnicería. De hecho, una carnicería y una pocilga, pues los nacionalistas acudieron armados con verduras podridas y huesos mordisqueados. La revolución había terminado, pero por lo visto yo había conseguido revivir su violencia e introducirla en el teatro. El personaje femenino de mi obra cree que la revolución puede llevarse a cabo sin violencia; su tragedia consiste en que eso es imposible y en que todos nosotros —pacifistas y nacionalistas por igual— acabamos con las manos manchadas de sangre. Entretanto, los banqueros promueven la campaña solidaria de la población civil montando burdeles detrás de las líneas del frente. Un detalle verídico, por supuesto, pero innombrable, que enfureció a los derechistas. En Leipzig, el grupo de teatro del sindicato estaba dispuesto a representar la obra porque sus miembros podían montar guardia por si acudían los camorristas.
Entré en la sala cuando se apagaron las luces y busqué mi asiento. Entonces me entró pánico; ¿y si alguien me reconocía? ¿Y si mi presencia exacerbaba la violencia que yo tanto temía? ¿Y si el montaje era pésimo? Me hundí cuanto pude en la butaca. Me fui relajando poco a poco, a medida que el público daba gritos de asombro y aplaudía; la gente se reconocía en los trajes de los soldados, de los prisioneros, en las mortajas. Era estimulante. Me arriesgué a echar un vistazo a la hilera de caras que tenía detrás, todas vueltas hacia la luz. Sentí la misma emoción que había experimentado al dirigirme a las masas en Munich desde la caja de un camión. Si he de ser sincero, lo que sentía era el poder del dictador: encontrar, asir y retorcer algo que la gente tenía dentro.
Cuando los banqueros se pusieron a danzar al son del tintineo de las monedas, comenzaron los abucheos en las filas de atrás: «¡Traidor! ¡Saboteador!».
La gente volvió la cabeza. En las cinco últimas filas, los alborotadores se habían levantado y blandían bastones y lanzaban objetos al escenario. Algo cayó en el pasillo justo a mi lado. Entonces la turba empezó a avanzar hacia el escenario, pero los guardias del sindicato corrieron hacia ellos con las porras y los obligaron a salir. Mientras tanto los actores, valientes, seguían actuando.
Hacia la mitad del segundo acto, un murmullo se extendió entre el público. El espectador sentado a mi lado me susurró:
—Dicen que Toller ha salido. ¡Dicen que está aquí!
—¿En serio? —Pegué la barbilla al pecho. El susurro fue aumentando hasta convertirse en un cántico.
—¡To-ller! ¡To-ller! ¡Sal, To-ller!
Era todo tan raro, y sucedía tan pronto. Un foco dejó de iluminar el escenario y empezó a recorrer el patio de butacas. Me encontró. Me levantaron del asiento y me vi arrastrado por un mar de brazos; creí que iban a descuartizarme. No veía nada más allá del círculo de luz. Luego vi que todos sonreían, enardecidos; aquello parecía una boda. Fui pasando de mano en mano hasta llegar al escenario. El público había empezado a patear. Los actores se apartaron para dejarme sitio, como si yo fuera una bomba, un milagro; como si necesitara más espacio que ellos. En la primera fila, una mujer gimoteaba y se tiraba de la ropa.
Levanté las manos.
—Os pido disculpas por esta interrupción —dije. Todos rompieron a reír—. Estoy muy emocionado —continué, y de pronto me di cuenta de que era verdad—. Esta obra se escribió en un aislamiento absoluto, en una especie de muerte. Sois vosotros —señalé a los actores y al público— quienes le dais vida. Gracias.
Me dirigí hacia el bastidor lateral creyendo que los actores retomarían la representación. Pero los golpes y los gritos volvieron a empezar.
—¡To-ller! ¡To-ller!
Salí de nuevo. Lanzaban objetos al escenario, pero esa vez no eran verduras, sino pañuelos, guantes, ramilletes y qué sé yo. Volví a alzar las manos.
—Lo único que puedo decir es que esta noche el espíritu de la justicia sigue vivo y lozano aquí, en Leipzig, en Alemania. Gracias.
Entre bastidores, me encontré solo y a oscuras. Los cánticos continuaban, pero no me fiaba de mis rodillas. No podía salir otra vez al escenario. Me puse un cigarrillo entre los labios y fui a encenderlo, pero me temblaban las manos y la caja de fósforos se había atascado. Cuando conseguí abrirla y encender uno, no pude controlar la llama. Me sujeté una mano con la otra, pero juntas temblaban aún más.
Percibí un movimiento con el rabillo del ojo. Era una chica que me observaba. Una mujer.
—Bien hecho. —Lo dijo en voz baja, con naturalidad. Dio un par de pasos, puso las manos sobre las mías, cogió las cerillas y encendió una—. Me llamo Dora —añadió, mientras la llama iluminaba nuestras caras.
—Yo me llamo Ernst.
En su rostro se dibujó una sonrisa reluciente y generosa.
—Ya lo sé.
No estaba tan cerca de una mujer desde hacía cinco años. Era bajita y delgada. Me miraba con serenidad, como si me conociera.
Me tocó suavemente un brazo.
—Quédate aquí. —A continuación salió al escenario alzando las manos hacia la luz.
Un tramoyista vino a mi lado. Apuntó con la barbilla hacia el escenario y me preguntó:
—¿Quién es esa?
—Se llama Dora.
—¿Y quién es?
Me volví hacia él.
—¿No lo sabes?
Se encogió de hombros.
Nos quedamos mirándola. Cuando hubo calmado al público, la mujer anunció:
—Esta noche el mayor dramaturgo de nuestra generación nos ha honrado con su presencia. —Los espectadores volvieron a prorrumpir en vítores. La mujer sonrió y extendió las manos—. Y ahora —prosiguió, levantando la voz para hacerse oír, y el público calló— desea que siga la representación.
Después volvió a mi lado.
—Seguro que quieres verla —dijo—. Ven. —Me guio por la parte trasera del teatro, por pasillos vacíos, hasta la sala de iluminación. Al verme el técnico se levantó sonriente, me saludó con una inclinación de la cabeza y se apartó para dejarnos sitio.
Al cabo de un tiempo aprendí a ser la persona que ellos creían que era. Me reclamaban en todas partes para dar discursos, participar en comités, prestar mi nombre a diversas causas, interpretar los tiempos. Comía en los mejores restaurantes, me compraba ropa elegante. Pero sabía que dentro de mí había dos personas, el hombre público y el privado, y que nunca volverían a encajar del todo.