Ruth

Este día ha decidido ser hermoso e intenso. En la calle las sombras son definidas; todo arroja su forma alrededor. Unos obreros con camiseta azul de tirantes y botas Blundstone entran y salen de la casa de al lado.

En 1952, cuando compré esta casa, Bondi Junction era barato, un barrio de perezosos bungalows, con coches aparcados en los caminos de entrada y niños jugando a criquet en las calles. Ahora están demoliendo todas las viviendas alrededor de la mía para construir edificios, aprovechando el espacio al máximo: búnkeres de cristal que permiten atisbar el océano desde balcones bordeados de acero inoxidable que hacen que mi casa parezca pequeña, una reliquia de otra época. Los enjoyados buitres de las inmobiliarias se pasean por aquí en sus BMW y dejan tarjetas y cartas en mi buzón. Repasan todos los días las notas necrológicas y las cotejan con la información que han obtenido en el registro de la propiedad, impacientes por sacar del maletero los letreros de «Se vende» que tienen preparados y plantarlos, triunfantes, por todo mi césped. ¡Consiga su pedazo de Lebensraum!, podrían gritar. ¡Compre un Platz an der Sonne a precio de ganga!

Pero no ganarán. La belleza de esta ciudad es demasiado elemental, demasiado fecunda y silvestre, para que el dinero la dome. Aunque los financieros, los banqueros y los millonarios.com abracen toda la costa, sus palacios con setos podados en forma de animales nunca conquistarán este paisaje. Las buganvillas y las glicinas, los ficus y las costillas de Adán lo consideran todo comida y espaldera, y si no les ponen barreras, devorarán el lugar. Y allí, justo en medio, el centelleante y ondulante puerto; aquí la tierra está viva. Esta belleza es una potencia y nunca desaparecerá.

Siempre me ha seducido la belleza. Me ha seducido y consolado, y luego me ha traicionado. Y después me ha seducido y consolado otra vez.

¡El gato está en la puerta! ¿Quién lo ha dejado salir del piso? Araña la puerta.

Mein Gott, me duele el Arsch de tanto estar sentada. Yo no tengo gato. Es una llave en la cerradura. Está entrando alguien.

Bev me mira. Parece enfadada, seguro que por mi culpa. Sin embargo, al examinar su cara veo que hay otras posibilidades: el pelo teñido de un naranja rosado insólito en la naturaleza y el ojo malo, que hoy tiene un pequeño tic. O también podría tratarse de su hija ladrona, Sheena, una exenfermera adicta a la heroína, cuya triste situación, según he descubierto con los años, es la única cosa terrible de la que a Bev no le complace hablar.

—Vaya —refunfuña—. Aquí sentadas sin hacer nada como una botella de leche, ¿no?

En Bloomsbury, la señora Allworth me llamaba «señora». «Si lo desea, señora —me decía—, puedo hacer las ventanas. Solo por dentro, claro». Cuando decía: «Si la señora lo prefiere», yo sabía que estaba de mal humor. No me gustaba el «señora», pero esta primera persona del plural australiana es aún peor; hace que me sienta como un coro griego; todas las partes de mi ser respiran y palpitan a la vez como un monstruo antiguo, inmóvil y con el trasero dolorido.

—He estado en Eastlakes con las ancianitas. —Bev no se molesta en esperar a que le conteste—. Dándoles masajes. Pobrecillas.

Eastlakes Village es una residencia para jubilados y Bev debe de ser tan vieja como los internos. Creo que va a ayudarlos para dejar bien claras las diferencias entre ellos y su persona. También va a la Cruz Roja, en parte porque quiere ser tan bondadosa como pueda, y en parte, creo, por las virtudes mágicas que tiene ayudar al prójimo. «Siempre hay alguien más desgraciado que nosotros», le gusta decir, y quiere que así siga siendo. Bev me cuenta historias de ambos sitios y de otros lugares, generalmente relacionadas con cánceres y muertes. Sus expresiones de lástima incluyen detalles macabros: una próstata «del tamaño de una sandía», el orificio de la garganta donde «se mete el aparato de la voz: muy práctico». Prefiere la muerte de personas que conoce, o que conoció, o al menos de alguien que conocía a alguien que ella conocía. Cuanto más próxima a ella sea la muerte, en mayor medida se convierte en un indulto cósmico: quiere decir que a ella la han pasado por alto. «Si no fuera por la gracia de Dios…», dice con un leve estremecimiento, y se siente bendecida.

¿Qué te pasen por alto es lo mismo que estar bendecido? Yo no me siento bendecida.

Pero hoy no les toca a las enfermedades, sino a sus vecinos de la vivienda de protección oficial.

—No se lo creerá —dice Bev—. Los vecinos de al lado siguen igual.

¿Qué son? ¿Portugueses? ¿De las islas del Pacífico? No me acuerdo, pero todavía tengo la lucidez suficiente para saber que debería acordarme, que tal vez esta conversación empezó hace semanas y se prolonga por entregas, y que Bev me abandonaría, al menos íntimamente, si se lo preguntara. De pronto me doy cuenta de que no quiero que me deje, de que ahora yo, Ruth Becker / Wesemann / Becker, con mis miles de fotografías perdidas y mi presunta valentía, necesito compañía, y esa necesidad se impone tanto a los principios como a las aversiones.

—Dejan toda su basura en el callejón los martes —va diciendo Bev—. Y saben que no pasan a recogerla hasta el jueves. Es asqueroso. ¡Y se lo he dicho a esa mujer!

Su ojo malo se ha descontrolado. Ser capaz de dejarse dominar por una ira virtuosa cuando a uno le place es, creo, una habilidad psicológica más catártica que la meditación o que respirar con la nariz y la boca metidas en una bolsa de papel. Y también es un espectáculo interesante.

Bev olisquea el aire y su pecho se expande como el de una paloma.

—Y eso que sabe que la vigilo. Desde mi ventana. —Coge un almohadón del sofá—. ¿Sabe qué hace?

No digo nada; no se me exige nada.

—Manda sacar la basura a sus hijos. —Da un puñetazo en el almohadón—. Repugnante. Ya no se atreve a sacarla ella. —Lanza el almohadón y ve el paquete de galletas empezado encima de la mesa. De pronto me doy cuenta de que tengo el jersey cubierto de migas; también yo debo de parecerle repugnante. Me paso la lengua por los dientes en busca de restos de Scotch Finger. Pero Bev continúa—: Tiene un montón de hijos. Me parece que son cinco. Repugnante. Son como conejos.

Eso significa que son católicos. ¿Portugueses, pues? Pero no, no quiero arriesgarme. La semana pasada casi nos dijimos adiós para siempre por la convicción de Bev de que los aborígenes son unos mentirosos natos.

Pienso que Bev también debe de sentirse sola y que quizá por eso llama al ayuntamiento para quejarse de que sus vecinos dejan la basura en la calle cuando no toca. Todavía no han informatizado el servicio y le contesta algún pobre empleado al que graban todas las conversaciones como prevención contra la irascibilidad y otras reacciones humanas. Para Bev, es como si fuera una amiga íntima.

—¿Va a quedarse aquí? —me pregunta.

Muevo la cabeza afirmativamente.

—Entonces empezaré por la parte de atrás.

Camina lenta y pesadamente por el pasillo hasta el lavadero. Empieza a trajinar y a hacer ruido, y eso, curiosamente, me reconforta. Estoy lo bastante afianzada en el presente para poder mirar atrás.

Todavía podría moverme por la villa donde crecí con los ojos cerrados, si fuera necesario. Podría bajar los cuatro tramos de la escalera deslizándome por el pasamano como por un tobogán; podría arrastrar los pies enfundados en calcetines por el parquet y pasar de una habitación a otra abriendo las puertas de doble batiente. Recuerdo cada uno de los esmaltes del siglo XVIII —paisajes de las estaciones— que decoraban las estufas altas hasta el techo y revestidas de espléndidos azulejos. Nuestra casa era la más magnífica de Königsdorf, una ciudad pequeña de la zona minera de la Alta Silesia; mi padre era el dueño del aserradero. Fue una ciudad alemana hasta que tuve doce años, cuando terminó la guerra, y luego cedieron la zona a Polonia. La nueva frontera discurría a cuatro kilómetros de la villa y todos los días yo cogía el tranvía para ir a la escuela, que, de pronto, estaba en otro país. Nosotros seguimos siendo completamente alemanes.

Como Dora era hija única, nuestras familias nos habían animado a considerarnos más hermanas que primas. Después de mi operación, pasé casi todas las fiestas escolares en Berlín, y así las dos crecimos compartiendo las vacaciones y los días de asueto entre medias. Ya de niña entreveía lo afortunadas que éramos por esa circunstancia: el tiempo que pasábamos separadas nos libraba de las típicas fricciones entre hermanas. Sospechaba que, de haber convivido siempre con Dora, ella se habría cansado de mí.

Sin embargo, yo seguía sus pasos. A los dieciséis años me afilié a los Independientes de Königsdorf. A los dieciocho, cuando terminé la escuela, estaba impaciente por ir a donde hubiera acción. En la primavera de 1923 fui a visitar a Dora a la Universidad de Munich.

Dora había terminado su tesis doctoral sobre la economía de las colonias alemanas e iba a quedarse un año más en la universidad dando clases. Me había escrito para contarme que dirigía la campaña a favor de la liberación de Toller desde su habitación del campus. Dora no lo conocía personalmente, pues Toller estaba en la cárcel desde 1919, pero era el miembro más famoso de nuestro partido. Había escrito cuatro obras teatrales en su celda, obras virulentas sobre el coste en vidas humanas de la guerra y la necesidad de una revolución pacífica, de la libertad y de la justicia. Una de esas obras había estado en cartel más de cien días. Ernst Toller era el niño prodigio del teatro alemán y la conciencia de la república. Considerábamos que, mientras estuviera encarcelado, la Alemania de Weimar era tan mala como la antigua Alemania belicista del káiser.

Dora no pudo ir a la estación de Munich a recibirme, pero me había dado la dirección de un café. Al atravesar el Englischer Garten vi a dos hermanos, un niño y una niña, que hacían volar una cometa decorada con escamas de papel verdes. Cuando me acerqué, vi que las escamas eran billetes. En sus cartas Dora me había contado que las mujeres corrían de las fábricas a las panaderías con su paga en carretillas, con la esperanza de poder comprar una hogaza de pan antes de que subieran aún más los precios. Yo sabía que el gobierno había provocado aquella hiperinflación al imprimir más dinero para saldar la deuda de la guerra, pero aun así me impresionó ver con mis propios ojos aquellos billetes sin ningún valor revoloteando en el aire.

Dora no había llegado al establecimiento donde habíamos quedado. Pedí un café y me cobraron cinco mil marcos imperiales. Cuando mi prima abrió la puerta, yo la vi primero mientras ella recorría el local con la mirada. Se había cortado el pelo y llevaba una camisa azul claro sin cuello y pantalones. Apartó una silla y se disculpó por no haber ido a la estación. No me dio ninguna explicación.

—¿Te ha costado mucho convencer a tus padres de que te dejaran venir? —Dora sonrió, sacó una petaca y empezó a liarse un cigarrillo.

—Sí —respondí—. Creen que he venido a perder la virginidad, aunque no se atrevan a decirlo.

Dora se rio.

—Bueno, has venido por la causa, eso es verdad. Y eres una materialista como el resto de nosotros. —Se quitó una brizna de tabaco del labio inferior y sonrió de oreja a oreja—. Nosotros diríamos que es una tontería valorar algo por su falta de uso.

Reímos a carcajadas, hasta que Dora empezó a toser y la gente se quedó mirándonos.

Cuando nos trajeron la cuenta, vimos que teníamos que pagar catorce mil marcos imperiales: el café de Dora había costado nueve mil. La camarera se encogió de hombros.

—Si quieren pagar lo mismo, señoritas —dijo como si explicara un fenómeno natural a dos niñas pequeñas—, tienen que pedir al mismo tiempo.

Dora me llevó a su habitación y me dijo que podía quedarme con ella. Tenía colgado sobre la cama el cartel de «SE BUSCA» de Toller que yo había visto en el dormitorio de su casa. Había pegado con cola la parte superior a una vara y atado un cordel en cada extremo de esta. Me contó que estaba prohibido clavar clavos en las paredes, así que había descolgado el crucifijo y aprovechado el clavo. Supuse que habría metido el Cristo en un cajón.

Leí la descripción policial: «Toller es de complexión delgada, entre 1,65 y 1,68 metros de estatura; tiene la cara fina, el cutis claro y va bien afeitado; grandes ojos castaños, mirada penetrante, cierra los ojos cuando piensa; pelo oscuro, casi negro, ondulado; habla alemán estándar». Miré la fotografía del cartel. Un joven con gesto serio miraba fijamente a la cámara, como si viera algo más allá. No me pareció un revolucionario peligroso. Parecía alguien que ha cogido las riendas del caballo pero que va montado de espaldas.

Dora me rodeó con los brazos por detrás y me dio un apretón. Apoyó la mejilla en mi hombro.

—Lo estamos consiguiendo —dijo—. Thomas Mann y Albert Einstein han escrito al periódico para expresar su apoyo a la campaña. —Me soltó, fue hasta su mesa y puso una hoja de papel en la máquina de escribir—. Por cierto, me alegro de que hayas venido.

Empecé a deshacer la maleta. Había esparcido todas mis cosas sobre la cama cuando un hombre alto de ojos azules y labios carnosos apareció en la puerta. Llevaba una camisa blanca desabrochada y ceñida con un cinturón, a la última moda; parecía un pirata urbano. Traía un periódico enrollado en una mano.

—¿Interrumpo? —preguntó sonriendo. Su voz era sonora, perezosa, reflexiva.

—No, qué va —contestó Dora—. Te presento a mi prima Ruth. —Hizo un ademán en mi dirección—. Ruthie, te presento a Hans.

Hans apuntó con la barbilla hacia la cama y dijo:

—Bonita ropa interior. «Koenig’s: solo nos contentamos con lo mejor».

Dora puso los ojos en blanco y se rio.

—Esto no es normal, Ruthie —dijo—. ¿Conoces a algún hombre que distinga la marca de una prenda íntima de seda a quince pasos de distancia?

Hans se rio también.

—Puede ser útil saberlo —dijo mirándome a los ojos.

No me sentí ofendida, ni siquiera avergonzada. Estaba impaciente por entrar en el reino de los adultos, en el nuevo mundo que estaban construyendo, donde la gente podía hacer públicas sus intimidades y manifestar abiertamente su deseo. Sentí la emoción en el estómago.

Aparté un poco mis cosas y me senté en la cama. Hans se sentó en el suelo, apoyado contra la cama, y desplegó el periódico. Había ido a enseñarle a Dora un artículo que hablaba de otro independiente. Yo les oía conversar, pero no me fijaba en lo que decían.

—Bertie ha empezado a atacar directamente al gobierno —dijo Hans.

Un tal Berthold Jacob había acusado públicamente al gobierno de asesinar a un pacifista. Por encima del hombro de Hans vi una fotografía del pacifista muerto, de cuya cabeza salía un líquido negro que formaba un charco en los adoquines, y al lado, una de Berthold Jacob, un individuo de rostro enjuto con gafas redondas y perilla. Los dedos de Hans, largos y finos, mantenían abierto el periódico.

—Si el ministro Von Seeckt se limita a hablar de ello en el Parlamento pero no presenta cargos contra Bertie, será la prueba de que tiene razón.

—Estoy convencida de que la tiene —dijo Dora, que se volvió y se inclinó sobre el respaldo de la silla, con la barbilla apoyada en una mano—. Se han propuesto apagar las últimas brasas de la revolución.

—¿Sabes que Bertie vendrá a vivir a Munich? El mes que viene. Quiere asistir a nuestras reuniones.

—¿En serio? —Los ojos de Dora se iluminaron. Se sacó de la boca el lápiz que estaba mordisqueando—. Eso es estupendo.

Hablaban de Bertie como si fuera un famoso o un secreto importante que ambos compartían. Yo nunca había oído hablar de él. Detecté cierta rivalidad en su admiración: cada uno exponía los detalles que conocía sobre aquel hombre, en apariencia para explicármelos a mí, pero en realidad era un juego entre ellos dos.

—Ha alquilado un apartamento en Schwabing —dijo Hans.

—Dicen que trabaja veinte horas diarias tanto en invierno como en verano —contraatacó Dora.

Hans, cuya amistad con Bertie se remontaba a la guerra, tenía fuentes mejor informadas. Esquivó el golpe.

—¿Sabías que en Mons sufrió heridas por gas mostaza?

Estaban muy concentrados discutiendo y riendo. Dejé de escucharlos. Observé el movimiento del torso de Hans bajo la camisa, el lustre de su piel. Me obligué a desviar la mirada hacia sus pies, pero mis ojos ascendieron por las piernas, largas y abiertas, y me pregunté cómo sería el resto.

Cuando Hans se disponía a marcharse, me levanté para estrecharle la mano, pero él me dio un abrazo.

—Bienvenida, camarada Becker —dijo sonriente, y me dio un beso.

La puerta se cerró detrás de él. Me toqué la mejilla.

—¿Quién era?

—Hans Wesemann. —Dora ya había empezado a teclear.

—¿El del periódico? ¿Hans Wes…?

—Ajá.

Me dejé caer en la cama. Conocía a Hans por sus «Partes desde el frente», que se publicaban todas las semanas o cada quince días en el periódico que leíamos en casa. Sabía que cuando comandaba un pelotón cerca de las líneas enemigas se paró «con todo descaro» (él mismo lo había reconocido) para encender un cigarrillo y un fragmento de metralla le entró por el cuello y le atravesó la tráquea. Tosió y carraspeó hasta expulsarlo y luego se lo guardó de recuerdo. Sabía que otras veces, cuando el humo de la pipa se le metía en los ojos mientras apuntaba el fusil, se la guardaba en el bolsillo, encendida, para ahorrar cerillas. Y sabía que había ayudado a llevar a Alemania a su amigo Friders, que murió seis minutos antes de que se hiciera efectivo el armisticio, en una bañera de zinc. En los artículos de Hans veía una combinación de heroísmo y antiheroísmo, la voluntad de realizar las hazañas, pero también una reticencia a llevarse la gloria que resultaba increíblemente seductora. Sé que es posible enamorarse de alguien enamorándose de lo que escribe, porque a mí me ha pasado.

—Pero si es muy joven —dije.

—Fue a la guerra con diecinueve años. —Dora no levantó la cabeza—. Muchos excombatientes son jóvenes. Toller también lo es.

Así fue como, a los dieciocho años, me arrastraron Hans y el partido a la vez. Del mismo modo que el síndrome de Estocolmo describe el enamoramiento de un prisionero por su carcelero, debería haber un nombre para designar la situación en que una causa une a dos personas y enmascara sus diferencias convirtiéndolas en algo secundario al propósito que comparten. Estábamos todos subsumidos en un ambiente afrodisíaco de sacrificio. Tantos integrantes de nuestra generación habían perdido la vida por Alemania que, aunque no fuéramos plenamente conscientes de ello, lo que arriesgábamos con nuestro compromiso de impedir que volviera a suceder era nuestra vida.

Me quedé dos meses en Munich. Cuando nos reuníamos todos los independientes de la ciudad, utilizábamos una sala de la universidad. Debíamos de ser unos cincuenta. Pero más a menudo nos juntábamos unos cuantos, una especie de directiva extraoficial, en la habitación de Dora. Era como estar en el centro del mundo. Escribíamos panfletos y discutíamos sobre su redacción. Los imprimíamos en un ciclostil y preparábamos cubos de grumosa cola gris. Por la noche salíamos a pegarlos por toda la ciudad y nos asegurábamos de poner muchos alrededor de las oficinas electorales de nuestros afiliados. Hablábamos con grupos reducidos de estudiantes en habitaciones cargadas de humo y con grupos más numerosos en el patio de la universidad. La mitad de nuestra energía provenía de la causa; la otra mitad nos la transmitíamos los unos a los otros.

Con el paso de las semanas fui contagiándome del nerviosismo de mis compañeros ante la llegada de Berthold Jacob. Me enteré de que Bertie se había distinguido en el servicio en los frentes oriental y occidental, pero después de que sufriera heridas por gas mostaza su vida se centró en un empeño pacifista que, según Hans, «rayaba, sensatamente, en la obsesión». Los progresistas de todo el país lo habían elogiado por sacar a la luz unos documentos que demostraban la responsabilidad de Alemania en el estallido de la guerra. Eso desmentía la afirmación del gobierno de que había sido una guerra defensiva.

Tras unirme a los Independientes me había acostumbrado a hablar de la oposición a las medidas del gobierno y de la propuesta de otras nuevas, pero para mí era insólito que el gobierno mintiera al pueblo, aunque fuera en asuntos de máxima gravedad como enviar hombres a combatir. Recuerdo cómo me impresionó esa revelación, el sentimiento de absoluta soledad que me invadió: si no podíamos confiar en las autoridades, ¿en quién podíamos confiar? La respuesta era: en nosotros.

Hans me contó que Bertie se había propuesto detener la nueva guerra que planeaba el gobierno. Concentraba toda su energía en revelar la creación, secreta e ilegal, del Ejército Negro y la fabricación y el almacenamiento de armas con que pertrecharlo. Bertie tenía un método ingenioso. Buscaba información que ya había salido a la luz —en boletines militares, en publicaciones oficiales del gobierno, en la prensa conservadora—, información que la mayoría no sabía cómo interpretar. Seguía muy de cerca las notas de sociedad de los periódicos locales de las aldeas en busca de aumentos repentinos de la población —más bodas, más nacimientos—, y cuando iba a visitar esas aldeas veía en el campo de fútbol a jóvenes que recibían entrenamiento «gimnástico» dos veces por semana, con bastones a modo de armas. A solas en su buhardilla, Bertie había calculado, a partir del gran número de hombres inscritos en la nómina oficial, que los militares alemanes estaban preparados para comandar a un millón de soldados.

Y no se «entrenaban para pasar el rato», como decía Hans. La misión en que se había embarcado Bertie no le dejaba tiempo para los estudios académicos, pero en nuestro círculo sus artículos le procuraban el respeto digno de un zelote o de un sabio.

La mañana que llegó, entró en la habitación de Dora y se llevó una mano al pecho.

—Berthold Jacob —dijo, como si no lo conociéramos, como si no lleváramos semanas esperándolo.

Hans se levantó de un brinco.

—¡Bertie!

Estrechó la mano de su amigo a la vez que lo sujetaba por el codo. Bertie no era como yo había imaginado que sería un famoso pacifista radical y temerario. Tenía la espalda encorvada y el cuello inclinado hacia delante. Sus ojillos castaños nos miraban a través de unas gafas redondas sin montura. La perilla le tapaba solo parcialmente las terribles quemaduras del gas mostaza, unas manchas rosadas que se extendían por el cuello. (Qué cruel era el gas mostaza. Siempre atacaba las partes más tiernas: los labios, las ingles, las orejas). Su cabello era un conjunto de mechones erizados en todas las direcciones, y llevaba demasiada ropa, como si fuera insensible al frío y al calor o como si se hubiera puesto todas las prendas que poseía. Su voz era aguda, cordial, vacilante.

—Tú debes de ser Ruth —dijo parpadeando al tiempo que me tendía la mano—. Hans me ha hablado mucho de ti. —Le estreché la mano, que era pequeña, y asentí con la cabeza. No sé por qué, pero pensé en un hurón.

Y supongo que fue entonces cuando nos unimos los cinco —una constelación de cinco puntas cohesionada por fuerzas que no podíamos ver—: Dora, Toller, Hans, Bertie y yo.

—Sentaos —dijo Dora, enérgica como siempre. Para ella, los asuntos personales podían esperar.

Dora había asumido el papel de líder, quizá porque era la mejor oradora del grupo, o quizá sencillamente porque nos reuníamos en su habitación. No creo que a Hans le interesara ese papel, que por lo demás no casaba demasiado con él; con un gesto indicó a Bertie que tomara asiento en la butaca y él se sentó en la silla de la mesa de Dora. Yo me acomodé en la cama. Dora se quedó de pie, con las manos sobre el respaldo de una silla de madera alabeada, pasando el peso del cuerpo de una cadera a otra.

Empezó a enumerar las actividades de nuestra campaña para pedir la liberación de Toller: cartas, reuniones, carteles, discursos. Antes de que hubiera terminado, la rodilla de Hans comenzó a moverse arriba y abajo sin que él pudiera controlarla. Como muchos hombres que habían vuelto del frente, necesitaba acción; si se quedaba quieto mucho rato, podían invadirlo recuerdos en los que no quería pensar. Pero no se trataba de eso. Lo miré y yo también me di cuenta: en presencia de Bertie, nuestros esfuerzos parecían de pronto poco serios, de aficionados. Cuando le tocó hablar, Hans había pasado sutilmente de formar parte de nuestra campaña a convertirse en su crítico. Se quejó de nuestras salidas nocturnas destinadas a pegar panfletos, «solo para dar trabajo a la policía, que los arranca inmediatamente».

—Entonces, ¿qué propones, maestro? —preguntó Dora con frialdad. Las propuestas deberían haberse realizado antes de que nos encontráramos en tan ilustre compañía, evidentemente.

Hans inclinó la silla hacia atrás sobre dos patas hasta tocar la pared y empezó a juguetear con un lápiz haciéndolo oscilar sobre los nudillos. Miró a Bertie.

—¿Por qué no le pedimos a Toller su opinión sobre la situación en que se encuentra y la publicamos en el periódico? —dijo—. Dejemos que hable él mismo.

Dora movió bruscamente la cabeza hacia un lado; era un gesto práctico para apartarse el pelo de la cara, pero al mismo tiempo era una señal de impaciencia.

—Dudo mucho que las autoridades penitenciarias le dejen hacer campaña por su propia liberación —expuso.

—Le permiten recibir visitas, ¿verdad? —Con un rápido movimiento Hans enderezó la silla y recogió el lápiz del suelo—. Nos bastaría con una entrevista.

Miré a Hans, luego a Dora, y levanté las manos para poner término a la disensión.

—¿Y si Toller escribiera él mismo al periódico? —apunté.

Bertie carraspeó. La discusión se interrumpió.

—No creo que funcionara —dijo despacio. Se subió las gafas empujándolas con el índice—. Los censores de la cárcel no le dejarían decir nada importante y, si lo dijera, los periódicos no lo publicarían. —Hizo una pausa—. Quizá la idea de Hans no sea tan disparatada.

Creo que nunca había habido nada entre Dora y Hans; jamás lo pregunté. Aquello era otra clase de discusión. Dora pensaba que Hans pecaba de egotismo, que se situaba en el centro de todo, empezando por sus partes de guerra. Yo le decía que Hans se había limitado a utilizar sus propias experiencias para mostrar la estupidez de la batalla y el honor de los hombres que combatían. «Sí —concedía Dora—, pero si te fijas bien, Ruthie, siempre habla de sí mismo». Supongo que eso no me importaba.

—¿Qué os parece si lo intento? —continuó Hans con su serenidad habitual—. No tenemos nada que perder.

Miré a Bertie, que permanecía callado, y luego a Dora.

Mi prima apagó el cigarrillo en el cenicero, se dio la vuelta y cogió un montón de panfletos que había en la mesa.

—Supongo que no —dijo por fin—. Te guardaremos un cubo y un montón de estos —se volvió rápidamente golpeándose la palma de la mano con los panfletos— para cuando vuelvas.

Ahora diría que Hans no volvió. O no volvió como miembro del grupo. Al día siguiente pidió prestada una moto para ir a la cárcel donde estaba encerrado Toller. Consiguió engatusar al alcaide y, flanqueado por guardias, traspuso seis puertas que le abrieron laboriosa, estúpidamente, y luego volvieron a cerrar, hasta que llegó ante el famoso prisionero. Toller estaba sentado en una silla de mimbre, arropado con una manta de crin; las paredes de su celda, forradas de libros. Las golondrinas habían construido un nido entre los barrotes de la ventana. Nuestro héroe aún no había cumplido los treinta, pero su cabello ya empezaba a encanecer.

Hans regresó a su habitación y se puso a trabajar en el artículo. Hablaba de la gran esperanza de la nación, cuyo espíritu, declaraba, «se eleva por encima del cautiverio y la soledad». El tiempo que Toller había pasado incomunicado, escribió, «ha concentrado su poesía en sus únicos compañeros libres: las golondrinas». Y concluía: «Salí de allí como un hombre libre, pero el corazón palpitante de Alemania sigue dentro».

La entrevista causó sensación. Sometidas a una presión pública enorme, las autoridades cedieron y ofrecieron a Toller liberarlo antes de haber cumplido la condena. También a Hans le sonrió la suerte: dos importantes periódicos nacionales querían que escribiera para ellos.

Pero fue una victoria inútil: Toller rechazó la libertad. Y lo hizo en una carta al periódico. «Mientras mis compañeros sigan aquí —escribió—, la libertad no tiene sentido». Incluso llegó a desvincularse de la campaña en favor de su liberación «si solo está destinada a mí».

A la siguiente reunión solo acudimos nosotros tres; Bertie había partido otra vez de viaje para recabar información. A Dora le costaba felicitar a Hans.

—Te ha salido muy bien la jugada —masculló.

—Eso es injusto, Dee —dije, pero no me hizo caso.

—¿Cómo iba a saber yo que le ofrecerían la excarcelación? —Hans se encogió de hombros.

—Ese era el objetivo, ¿no?

Hans y yo la miramos, impresionados por la amargura de su voz.

—Bueno… —Hans extendió las manos—. Yo no sabía… No sabíamos que la rechazaría.

Ninguno de nosotros había previsto la solidaridad de Toller con los otros prisioneros. Dora dirigió involuntariamente la mirada hacia el cartel de «SE BUSCA» y la desvió enseguida. Con un hilo de voz dijo:

—Pues entonces, a trabajar otra vez.

Una semana más tarde, Hitler y sus nacionalsocialistas intentaron tomar Munich con un golpe de Estado. Hitler acabó en la misma fortaleza que Toller, pero pasó mucho menos tiempo allí, por supuesto. Las autoridades siempre eran más indulgentes con los golpes de Estado de la derecha.

No mucho después me fui a Berlín con Hans. Él alquiló una habitación en un piso compartido; yo me quedé en casa de la tía Else. Me preocupaba que Dora pudiera interpretar que la traicionaba por estar con Hans. Me decía que no podía ser, que no tenía lógica. Pero el corazón tiene su propia lógica, feroz e innegable.

Antes de marcharme de Munich, Dora me sujetó por los brazos y me miró con una sonrisa irónica en los labios.

—Diría que lo único que no has aprendido aquí —dijo apartándome un rizo de la frente— es a desconfiar de los halagos.

—Supongo que no he practicado lo suficiente —repliqué. Después pasé un tiempo sin verla.

Volvimos a encontrarnos en la primavera del año siguiente, cuando Dora se trasladó a Berlín para trabajar en la oficina de la parlamentaria Mathilde Wurm. Yo había empezado a estudiar francés, historia y literatura en la Universidad Unter den Linden, y Dora alquiló un piso no lejos de allí, cerca del Reichstag.

En aquel entonces ella también tenía novio: Walter Fabian, director de un periódico sindical de Dresde. Me había hablado de él en sus cartas; lo describía como carismático, gracioso y «siempre el hombre mejor relacionado». Dora había escrito para su diario, que él dirigía, según dijo ella, «como dirige un país un rey astuto». Walter tenía un dossier con información comprometedora sobre los funcionarios del gobierno, de modo que a menudo podía publicar artículos que otros no se habrían atrevido a sacar a la luz. Yo confiaba en que el hecho de que Dora estuviera enamorada significara que me había perdonado por el disgusto que hubiera podido darle al largarme con Flans.

Cuando entré en su piso, Walter estaba sentado en el sofá, con la camisa arremangada, clasificando papeles. Tenía la cara redonda y bien afeitada, una frente bonita bajo las entradas y unos penetrantes ojos azul celeste. Se levantó de un brinco y adoptó la misma actitud cariñosa que Dora mostraba conmigo, como si yo fuera la hermana pequeña.

—Hola, Ruthie —dijo, y me dio un fuerte abrazo.

No recuerdo cuándo fue, pero un día se escaparon los dos al juzgado de Dresde con una mecanógrafa del periódico como testigo. Creo que ninguno de los dos tenía mucho empeño en casarse; lo hicieron por los requisitos de residencia en Dresde, dado que Dora deseaba conservar su piso de Berlín. Se querían, pero al mismo tiempo insistían en que el matrimonio no cambiaría nada.

Y no cambió nada. Walter era un adúltero recalcitrante (creo que llegó a tener cuatro esposas). Dora quitó importancia a sus infidelidades y dijo que el matrimonio se había marchitado tras un año de dejadez, «como una planta». Pero yo sabía que ella no quería volver a probarlo.

El día que conocí a Walter en el piso de mi prima acababan de poner en libertad a Toller. Había cumplido la totalidad de la condena. Se me rompió un vaso en la cocina y fui al armario a buscar una escoba. Algo golpeó la puerta cuando la abrí. Colgado en la parte interior estaba el cartel de «SE BUSCA». No estaba a la vista, pero tampoco podía decirse que estuviera escondido.