Esa cama de hotel, con sus gruesas sábanas blancas y su colcha verde y dorada, parece muy inocente ahora, pero es un escenario de tormento. Cuando no puedo dormir, me torturan los crímenes de mi infancia. A las tres de la madrugada, una sirena en la calle Sesenta y uno Oeste puede desenmarañar mis primeros años de vida y revelar que no fueron más que una sarta de episodios imperdonables. Mi padre me trae un cachorrito marrón. Lo llamo Tobias. Pero no quiere obedecerme. ¡Y todos debemos obedecer! Lo meto en un cubo para darle una lección; lo hundo en el agua una y otra vez, hasta que queda reducido a un puñado de pelo empapado e inerte. Mi corazón se encoge y se convierte en una bola negra.
En su lecho de muerte, mi padre, destrozado por el cáncer, me hace señas para que me acerque. Su voz es terrible; no puede aspirar suficiente aire. Lo único que le queda es la ira. Acerco el oído a su boca. «Todo… es… culpa… tuya», balbucea. A propósito de nada y de todo. Entonces los reproches de negras alas agitan el aire sobre mi pecho e intentan arrancarme los ojos. A las tres de la madrugada no hay nada más cierto: me lo merezco, me lo merezco todo, me merezco algo mucho peor que esto.
Durante el día, cuando está aquí Clara, las criaturas de mi vergüenza deslizan sus sucios cuerpos por debajo de la puerta del cuarto de baño, o eso me parece. Sé interpretar la historia del cachorro: la violencia para imponer sumisión, reproducida por un niño tal como la ejercieron sobre él. Nosotros, los revolucionarios, queríamos desterrar ese autoritarismo brutal, esa terrible obediencia ciega de la cultura alemana. Yo quería desterrarla de mí.
La agresividad de mi padre en el lecho de muerte (y durante toda su vida) creó en mí una extraña patología de la responsabilidad. Aparte de los privilegios de clase, fue eso lo que me llevó a pensar que me correspondía a mí arreglar las cosas. Porque, si no, todo sería culpa mía.
Y lo intentamos con nuestra revolución. Pero mientras hojeo el libro que tengo en el regazo veo que describí los hechos de una forma extraña e impersonal. Siempre me encuentro justo en el centro de los acontecimientos, aunque no parece que sea el desencadenante de nada. Como un hombre que pedalea enérgicamente en una bicicleta sin cadena.
—No hay correo. —Clara aparece en el diminuto recibidor embaldosado de la habitación y cierra la puerta. Lleva un vestido color crema con cinturón. Hago una rápida comprobación: yo también voy vestido.
Lo que quiere decir es que no hay noticias. Ambos esperamos, todos los días, recibir noticias. Le he escrito tres veces a mi hermana Hertha, que está en Alemania, y no he tenido respuesta. Intuyo que se la han llevado, junto con su marido y mi sobrino Harry, que tiene diecisiete años. Los padres de Clara han conseguido reunir el dinero suficiente para embarcar a su hermano pequeño, Paul —pero no para embarcar ellos—, en el Saint Louis, un barco cargado de judíos que huyen de Europa hacia Cuba. Y confiamos en que desde allí venga aquí. El Saint Louis tiene previsto llegar a La Habana la semana que viene.
Clara trae las otras cartas a la mesa y contemplo su cara, franca y transparente. No tengo la menor duda de que una parte de ella se muere de preocupación por sus padres. Pero sabe contenerla, como la mayoría.
Sin embargo, cuando se sienta y la veo más de cerca, observo que Clara se muerde el labio inferior. Han aparecido unas pequeñas sombras de color azul grisáceo bajo sus ojos y se la ve más delgada, con los pómulos más marcados. De pronto imagino cómo será a los cuarenta, cuando haya vivido media vida: una auténtica estadounidense de primera generación, con hijos de dentadura perfecta y un pasado en el que una vez, mucho tiempo atrás, escuchó a un anciano revolucionario acabado, procedente de otro mundo, que saldaba las cuentas con su vida.
Ojalá pudiera hacer algo para ayudar a sus padres, pero no puedo hacer nada. Desde aquí lo único que puedo hacer es intentar explicarlo.
—No es posible entender a Hitler —digo— a menos que se entienda su odio. Y eso empezó con nosotros. —Enciendo el primer puro del día e inhalo su negro calor—. Lo que está haciendo ahora borrará el recuerdo de la Alemania progresista durante un siglo. Conmigo incluido, estoy seguro.
Clara se ruboriza.
—Anoche empecé su libro. No me explico que no lo haya leído antes.
—No estaba en ningún plan de estudios.
Ella no tiene la culpa de no saber nada de la revolución. Aunque solo han pasado veinte años, nunca se ha incluido en las clases de historia. Nuestra revolución fue un breve flirteo de posguerra con la izquierda utópica que fue sofocado de forma sangrienta y luego, con una violencia paralela del espíritu, borrado de la memoria nacional.
Sin embargo, para los jóvenes veinte años son toda una vida. La guerra en medio de la que nació Clara es casi inconcebible, como lo era nuestra convicción de que las cosas podrían haber sido diferentes. Por eso los jóvenes siempre tienen la ventaja de la mirada retrospectiva.
—No hace falta que anote esto —digo.
Se recuesta en el respaldo, junta las manos sobre el regazo y escucha.
—Al final de la guerra, cuando quedó claro que habíamos perdido, los generales enviaron la flota naval del mar del Norte a un último ataque desesperado contra los británicos. Los marineros se dieron cuenta de que era una misión suicida y se negaron a obedecer las órdenes. Lo que empezó como un motín se extendió hasta convertirse en una revolución, algo inimaginable en nuestra nación de obedientes empecinados. Surgieron por toda Alemania consejos de obreros y soldados (en Hannover, Hamburgo, Renania y Munich) que se encargaban de la administración del gobierno local y de la repatriación de los heridos del frente. Aunque sus dirigentes eran casi todos de nuestro partido, los Independientes (periodistas y pacifistas), nosotros no habíamos instigado el levantamiento, sino que nos limitamos a unirnos a los obreros y soldados que se habían revelado. Los rusos habían hecho su revolución comunista más de dieciocho meses atrás. La nuestra era completamente local.
»Lenin nos mandó un telegrama desde Moscú, eso es cierto —explico—, pero opinaba que los alemanes éramos incapaces de llevar a cabo una revolución. —Clara ladea la cabeza con gesto interrogante—. Porque no podíamos asaltar un tren sin antes hacer cola para comprar los billetes.
Clara se ríe, mostrando unos dientes pequeños y perfectamente alineados.
—Pero la verdad es que nuestra perdición no fue el temido orden alemán, sino nuestro pacifismo.
¡La revolución! En Munich vivíamos momentos emocionantes. Me sentía completamente recuperado de mi crisis. Me ponía tacos de papel de periódico en los zapatos para ganar un par de centímetros y me iba a las fábricas de munición a arengar a las mujeres. Distribuía mis poemas y leía fragmentos de la obra teatral sobre la guerra en la que trabajaba. Descubrí que se me saltaban las lágrimas con mis propias palabras, lágrimas que veía reflejadas seiscientas veces en los ojos de las mujeres que tenía ante mí. «La presentan como una lucha por los ideales —gritaba encaramado a una silla en las cantinas de las fábricas, en las cervecerías o desde la caja de un camión—, pero nos envían a morir por petróleo, por oro, por tierras».
Nuestra revolución cambiaría para siempre la Alemania autocrática y belicista: extendería el derecho al voto a todos los ciudadanos, quitaría a los militares y los aristócratas el control del gobierno, nacionalizaría la industria, haría que la educación fuera gratuita y estuviera al alcance de todos. Crearía un mundo nuevo y justo y no habría más guerra.
El káiser huyó a Holanda y nos dejó a nosotros al mando: a los soldados, los obreros y los escritores. Queríamos la paz, pero de pronto teníamos el poder. Y no sabíamos cómo conservarlo. «¡Los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo!», gritaba, como si la poesía, y no un ejército permanente, pudiera imponer los cambios que nosotros perseguíamos. Nuestro líder, el venerado periodista Kurt Eisner, se negó por principio a censurar la prensa y a repartir armas al pueblo. Cuando nuestros representantes visitaron a la princesa en Potsdam, ella se acordó del triste destino de la familia real rusa y temió por su vida. ¡Y en cambio nuestros hombres se cuadraron en su presencia y le preguntaron si ella o sus hijos necesitaban algo! No había entre nosotros nadie que tuviera el instinto asesino necesario, ni en sentido literal ni figurado, para la política. Y no porque no hubiéramos matado nunca, sino precisamente porque habíamos matado.
Y entonces un joven aristócrata disparó contra Eisner en la calle. De pronto me vi obligado a tomar el timón de la revolución. ¿He dicho timón? La guiaba tanto como un pedazo de madera a la deriva dirige una ola. Tenía veinticinco años. Mis adversarios se burlaban de mí: «¿Quién se cree que es, el rey de Baviera?». Pero el pueblo sabía que yo, igual que Eisner antes que yo, estaba dispuesto a entregar mi vida por ellos. En aquellos días extraños eso parecía un mérito suficiente.
En Munich convoqué el Consejo Revolucionario en el antiguo dormitorio de la reina; las botas de los obreros retumbaban sobre el suelo de parquet. Era una revolución popular: todos los utópicos y los cascarrabias chiflados se afanaban a venir a verme con su solución personal para la liberación de la raza humana tras haber identificado el origen de todos los males en la comida cocinada, la ropa interior antihigiénica, el control de la natalidad o el uso en los retretes de papel de periódico en lugar de musgo.
En comparación, me parecía que yo conservaba la cordura. No obstante, allí estaba, entronizado en el sillón de tocador tapizado con seda azul de su majestad, lanzando una proclama tras otra. Como si, en el sueño de un escritor, algo pudiera convertirse en verdad por el mero hecho de declarar que así era: «¡Nacionalización de la prensa! ¡Confiscación de viviendas! ¡Contra la adulteración de la leche!».
En Berlín, los socialdemócratas habían tomado el poder tras la huida del káiser. Odiaban nuestra revolución; la calificaban de anárquica, de antidemocrática, y por supuesto no querían ceder el control a Baviera.
Así pues, empezaron a reclutar a hombres que habían luchado en su bando durante la guerra: excombatientes desafectos que no encontraban la forma de incorporarse a la vida civil y los Freikorps, esos futuros nazis que se negaban a aceptar que habíamos perdido la guerra. Berlín los envió por millares a concentrarse en nuestra frontera. Se les llamaba «los blancos». Pretendían sitiarnos y matarnos de hambre.
Yo necesitaba a alguien de confianza para que dirigiera la complicada diplomacia con Berlín. Un día, aliviado al ver una cara conocida, nombré ministro de Asuntos Exteriores al doctor Lipp. Pero, en lugar de negociar con el enemigo, apeló a un poder superior: envió un telegrama al Papa revelándole todos nuestros movimientos. «Por si fuera poco, el pernicioso e indolente monarca —le confió a Su Santidad—, que se pasaba el día jugando a los barcos en la bañera, se ha fugado con la llave de mi lavabo».
Resultó que Lipp no era un médico del sanatorio, sino un interno. Mi representante, Félix Fechenbach, lo encontró danzando entre las mecanógrafas con un cesto colgado del brazo y repartiendo claveles rojos a las chicas. Cuando le entregaron la carta de dimisión que yo había redactado para que la firmara, se sacó un peine del bolsillo, se lo pasó por la barba y declaró: «También esto lo haré por la revolución».
Me invadió un desasosiego del que no podía hablar con nadie. ¿Acaso estaba tan cerca de la locura que no la reconocía? No importaba. Yo era el líder y tenía que seguir liderando.
Necesitaba urgentemente una solución pacífica. No soportaba la idea de ver nacer un estado pacifista y socialista en medio de un baño de sangre. Mientras hablaba en una posada cerca de la frontera, llegaron rumores de un ataque. Estaba decidido a detenerlo a cualquier precio. Le requisé un caballo a un muchacho. Su hermano pequeño se empeñó en acompañarme. Cuando nos acercamos a Dachau, mataron de un disparo a mi acompañante; lo derribaron limpiamente de la montura. Seguí cabalgando hacia el lugar de donde provenían las balas, con un caballo sin jinete al lado.
En Dachau conseguí negociar un alto el fuego con las fuerzas de Berlín. Pero aquella misma tarde un saboteador empezó a disparar desde nuestro bando. Esa fue la excusa que necesitaban los blancos. Cien mil hombres irrumpieron en Munich para atacarnos. Nuestras variopintas tropas, armadas a medias, chapuceras y hambrientas, constituían a lo sumo una quinta parte del enemigo. Era el mes de mayo de 1919 y la sangre corrió por las calles. Casi todos nuestros líderes fueron asesinados. A mí también me habrían matado, pero mis amigos me convencieron para que me escondiera en sus casas.
Y por eso me hice famoso en primer lugar: ¡Toller el Rojo cabalga hacia la batalla contra los blancos! Pero yo nunca fui comunista, era un independiente, y no cabalgaba hacia la batalla, sino para hacer un llamamiento a la paz. Como todas las razones de mi fama, no encaja del todo con la verdad. Desde el momento en que me metí aquellos tacos de periódico en los zapatos, nunca he conseguido que el Toller público se corresponda fielmente a los hechos del privado.
Pegaron carteles de «SE BUSCA» con mi retrato en todos los postes, farolas y estaciones de ferrocarril de Baviera, encima de mis proclamas. Mis seguidores los pintarrajearon. Yo arrimé el hombro y me desfiguré a mí mismo: me dejé barba y me teñí el pelo de rojo con agua oxigenada para no parecerme a mi retrato. Cuando me vi reflejado en el escaparate de una tienda, vi a un Juan Bautista enloquecido y desvié la mirada.
Un pintor me ofreció refugio. Pasé tres semanas en un armario, detrás de una pared falsa, en su casa de Schwabing, mientras las fuerzas de Berlín seguían asesinando a nuestros líderes. Todo lo que había ocurrido y continuaba ocurriendo silbaba y zumbaba en mi cabeza. Un pobre detective que iba en mi busca tuvo la desgracia de parecerse a mí. Llamó al timbre de un piso y el propietario lo mató de un tiro en la cabeza sin pensárselo dos veces. Los periódicos informaron de mi defunción (mi chófer identificó mi cuerpo en el depósito de cadáveres). Cuando mi madre leyó la noticia en Samotschin, se pasó tres días sentada en un taburete, rodeada de espejos tapados con velos, llorando mi muerte.
Al final fueron a la casa del pintor, golpearon las paredes con los nudillos y me encontraron. Pero aquellas tres semanas me salvaron la vida. Me concedieron un juicio; Albert Einstein, Thomas Mann y Theodor Lessing dieron fe de los nobles objetivos de la revolución y de mi integridad, ya que no podían darla de mi aptitud para la política. Me condenaron a cinco años.
Clara lleva todo este rato sentada en la otra butaca.
—Lo que entonces ignorábamos —continúo— es que la noche en que empezó todo, cuando los obreros y los soldados eligieron líder a Eisner en la inmensa cervecería Mathäserbräu, la noche en que Eisner proclamó la República de Baviera, si hubiéramos mirado atentamente la cara de quienes ocupaban los bancos, habríamos visto en un rincón a un cabo anodino y carrilludo que había combatido en el extranjero y que observaba sin beber nada. —Le cuento que ese hombre estaba furioso por la derrota de Alemania y negaba que el káiser fuera el responsable de la guerra y de haberla perdido. Culpaba a los judíos progresistas, a los pacifistas y a los intelectuales de llevar a Alemania al borde del desastre; a nosotros, a quienes había tocado arreglar el desaguisado cuando huyó el gobierno que lo había provocado.
»En mil novecientos veintitrés, mientras yo estaba en la cárcel, ese hombre, Hitler, intentó tomar Baviera por la fuerza. Le impusieron una condena benévola con privilegios. Esto sí puede anotarlo.
Clara prepara el lápiz. Carraspeo.
—El de Alemania es un sistema de continuos vaivenes; las cárceles del siglo veinte enlazan un régimen o una revolución con los siguientes y los aplastan. Los izquierdistas y los derechistas conocen muy bien las mismas celdas y unos limpian la sangre de los otros. Podríamos dejar generaciones de frases grabadas en la cal de las paredes, argumentos y réplicas, y tal vez dentro de mil años habría allí una respuesta que todos podríamos leer.
Observo cómo los labios de Clara forman en silencio las palabras que acabo de pronunciar; las anota con sus extraños y ensortijados símbolos.
—Ahora —prosigo— Hitler está reavivando la guerra. Ansia la victoria que, según él, nosotros le robamos. Ha hecho una lista y la está siguiendo.
Clara se lleva una mano a la boca, luego la aparta. Tiene las muñecas delgadas; me recuerdan a las de alguien.
—Bueno —dice—, está usted en primera línea. Otra vez.
Miro por la ventana. En el parque hay un puesto de perritos calientes con globos atados y molinetes multicolores para los niños.
—No.
Todavía hay luz en el cielo, pero Clara ya tiene que marcharse. Su marido, Joseph, y ella viven con el primo de este en un pisito del Lower East Side. Joseph era segundo violinista de la orquesta de Colonia, pero todavía no ha encontrado trabajo y todos los días la espera en casa.
Y de pronto lo entiendo. Me levanto tan deprisa que vuelco la silla.
—¡Tengo que irme a casa!
Clara se queda perpleja.
—Me refiero a Inglaterra, no a mi país, por supuesto. ¿Puedes reservarme un pasaje? ¿Mañana?
Clara aguarda; confía en que diga algo más sensato.
—¡No, no para irme mañana! Para el viernes que viene, por ejemplo. Sí, de esa forma tendremos una semana. Si hace la reserva, podremos pagar dentro de un par de días. Encontraré dinero en alguna parte.
—De acuerdo —dice pausadamente. No es así como ella creía que irían las cosas. Pero ahora me impulsa una intención. Sus ojos verdes me siguen por la habitación.
—Entonces debería venir esta noche. Para despedirse —añade Clara con voz comedida, la voz de alguien consciente de que sus esfuerzos, pese a ser apreciados, quizá no den resultado—. Les encantaría verlo… —cierra el bolso, levanta la cabeza y me mira— antes de que se vaya.
Desde que Christiane me abandonó, Clara ha intentado hacerme «salir de mí mismo». Yo no colaboro mucho. (No obstante, si creyera posible salir de mí mismo literalmente, haría cualquier cosa que ella me propusiera). Últimamente sus esfuerzos han consistido en animarme a ir a las reuniones que mis amigos refugiados —George Grosz, Klaus y Erika Mann, Kurt Rosenfeld— celebran los jueves en el restaurante Epstein’s, en el centro.
—Buena idea —digo frotándome las manos y sonriendo.