Ruth

Saco la leche de la nevera y la huelo. Está buena. Hiervo agua y pongo cuidado en verterla en la taza y no en el bote de café instantáneo. La semana pasada, en un breve momento de distracción humeante, acabé con un bote de café lleno de agua. Me pongo un paquete de galletas Scotch Finger bajo el brazo y voy por el pasillo con la taza en la mano hasta el salón. Estoy convencida de que la mayoría de los ancianos viven a base de galletas Scotch Finger.

Cuando vuelvo a sentarme delante del Toller lo dejo todo lleno de migas. ¡Es el big bang de las galletas! Hay más migas que galletas había en la caja, y eso es algo que nunca entenderé. Bev vendrá más tarde a limpiar. Claro que se enfada cuando ve que el piso no está limpio. Hace ya mucho que decidí tomarme sus bufidos y suspiros, los reproches malignos que lanza al aire, como un juego, como algo que ha creado un vínculo entre las dos. Ella puede burlarse de mi desaliño (¡y eso que dejé los puritos!) mientras finjo gratitud por sus cuidados. Mediante ese ritual reconocemos en silencio que ella me supera en virtud, aunque, por casualidad y sin que sea mérito mío, yo tenga más dinero.

Así que Toller estuvo en un sanatorio. Me cuesta imaginarme mudo a semejante agitador. Dora nunca lo mencionó; quizá no supiera mucho al respecto. Sin embargo, sí me contó otras cosas de la guerra de Toller, asuntos de los que él no hablaba en público. Me comentó que se había alistado porque quería «demostrar con su vida» su amor a Alemania. Su coraje físico asustaba a quienes lo rodeaban. Una vez, al ver tendido en tierra de nadie a un soldado herido, Toller salió corriendo para rescatarlo, pero una lluvia de fuego de artillería lo obligó a retroceder y refugiarse en la trinchera. El chico se pasó tres días y tres noches llamándolos por sus nombres, al principio a gritos, con desesperación, luego con voz más débil y triste. Cuando murió, el entusiasmo de Toller por la guerra ya se había transformado en una temeridad suicida respecto a la protección de sus hombres. Dora decía que Toller se sentía responsable del lío en que estaban metidos, como si todo aquello fuera, en cierto modo, culpa suya.

Nuestro querido Toller. ¿Por qué será que los famosos son mucho más bajos al natural? La primera vez que Dora lo trajo a mi estudio de Berlín —estaba en Nollendorfplatz, así que debía de ser el año 1926 o 1927—, abrí la puerta y al mirar hacia abajo solo vi dos gramófonos con sendos altavoces enormes y un par de piernas debajo de cada uno. Detrás de un aparato se oyó la voz de Dora:

—Ha comprado seis, imagínate. Para los amigos. Uno es para ti.

—¡Pero si no nos conocemos! —Me avergoncé nada más pronunciar esas palabras, como si las hubiera dicho delante de un miembro de la realeza. Pero me sorprendió aquel despilfarro.

—No te lo tomes al pie de la letra, Ruthie —dijo la voz de Dora—. ¿Piensas dejarnos entrar?

Los pusieron encima de una mesa. Toller se volvió hacia mí, sonriente. Por un instante me encontré ante un personaje de ficción, alguien salido de las páginas que contaban la revolución de Munich, de un anuncio de «SE BUSCA», del cartel de una obra de teatro, que cobraba vida. Y luego lo vi a él, un hombre tirando a joven con una camisa de seda arrugada, el pelo entrecano despeinado y caído sobre la frente, estrechándome enérgicamente la mano. Me sostuvo la mirada.

Toller no sabía conversar sobre temas triviales, no tenía un registro para los Bekannten, los conocidos. Te taladraba con aquellos ojos oscuros y se detenía un poco más de la cuenta. Su única actitud con todo el mundo era la intimidad. Las mujeres lo adoraban por eso. Se saltaba las penosas réplicas ocurrentes, las negociaciones inciertas del flirteo, y les hablaba como si las conociera, como si ya hubiera estado dentro de ellas. ¿Quién no se entregaría en cuerpo y alma a un hombre que en cualquier momento podía sacrificarse para salvar el mundo?

Todavía sonreía, sin soltarme la mano.

—Podría mirarte a los ojos —me soltó, e hizo un amplio ademán señalando sus piernas arqueadas—, si tuviera las malditas piernas rectas.

Me reí.

—Dora me ha hablado mucho de ti.

—¿En serio? —Eso me pareció inverosímil. Dora estaba junto a mi mesa de luz mirando unos negativos. Sin embargo, su quietud me reveló que nos estaba escuchando. Como si todo lo que él decía estuviera pensado para que lo oyera ella.

Dora se volvió y contuvo una sonrisa.

—Exagera —afirmó mirándolo a los ojos—. No le he contado casi nada.

—¿Te ha dicho que necesitaba un gramófono? —Miré primero a uno y luego al otro. Se echaron a reír—. Eres muy amable, pero no puedo…

—Por favor —dijo el gran hombre mostrándome la palma de las manos—, no he podido resistirme. Me gustaría mucho que te lo quedaras, de verdad. —Empezó a toser y se llevó un puño a los labios.

Comprendí que poner objeciones equivaldría a insinuar que había algo anormal en comprar seis gramófonos por puro capricho y regalar al menos uno a alguien a quien no se conocía de nada.

—Bueno —dije—. Gracias.

Me pareció que Toller se sentía aliviado. Dejó de toser.

—Lo siento. —Se llevó el puño al pecho—. Un viejo problema pulmonar.

Dora rio.

—Esa era la malaise du jour de tu generación, ¿verdad? —dijo—. El problema pulmonar. —Siempre hablaba con franqueza, aunque sin un ápice de malicia. La gente raramente se ofendía, pero vi que Toller daba un respingo. Mi prima llevaba dos semanas trabajando para él.

—¿Y cuál es la vuestra?

—Pues… —Pensó deprisa—. La nuestra sería… algún tipo de complejo. Complejo del padre, complejo de la madre, complejo de inseguridad, complejo de autoridad…

—Todas esas también las tengo yo —dijo Toller sonriendo—, pero no me producen tos. Además, no te saco ni diez años.

Dora asintió con la cabeza como diciendo touché y se volvió hacia mi mesa de luz. Había entre ambos una tensión que casi alcanzaba a ver, como una cuerda tendida de una punta a otra de la habitación, tirante, floja, tirante otra vez. Me di cuenta de que eran amantes.

Le señalé un taburete a Toller.

—¿Empezamos?

Dora me había encargado que lo fotografiara para un cartel promocional de Entfesselte Wotan (Wotan desencadenado), su nueva obra de teatro. Me había contado lo mordaz que era: una comedia sobre un barbero megalómano llamado Wotan que pretende salvar a la Alemania de la posguerra de los comunistas y los judíos, mediante una astuta combinación de demagogia y carnicería. (¡Y pensarlo ahora! Debía de ser francamente terrible para Toller ver con tanta claridad lo que se avecinaba).

Le enderecé un poco los hombros para colocarlo de frente a mí. La pantalla que había detrás de él era blanca como su camisa; sería bonito plasmar aquella gran cabeza oscura saliendo del resplandor.

—Sé tú mismo —dije, y me coloqué detrás de la cámara.

—Para ti es muy fácil decirlo. —Miró la cámara montada sobre el trípode—. Tú puedes esconderte detrás de ese trasto.

Dejé de pasar la película. Toller me sonreía de tal forma que de pronto me sentí traspasada, observada por completo.

Seguí con lo mío.

—Lo peor que se le puede decir a un actor es «Actúa con naturalidad» —continuó—. Se les olvida cómo ser naturales. Adoptan unos andares lentos y arrogantes. —Cambió de postura en el taburete. Cuando volví a mirarlo estaba posando: la barbilla apoyada en un puño y el entrecejo fruncido, como El pensador de Rodin.

—Deja de interpretarte a ti mismo —le dijo Dora desde el otro lado de la habitación.

—Ya te he dicho que es muy difícil —me susurró Toller, y empezó a hacer el payaso, adoptando diferentes poses: de pensador a boxeador, y luego a gorila rascándose los costados, como un actor que hace ejercicios de calentamiento o que busca su personaje. Y no funcionaba.

—Dee, ¿puedes venir a echarme una mano? —dije.

Dora vino. Le di un fotómetro para que lo sostuviera detrás de mí. En realidad era una tarea inútil: quería que Dora estuviera en el campo de visión de Toller para calmarlo.

Esa fotografía se hizo famosa. A partir de entonces apareció en los carteles de sus montajes teatrales y a veces también en los periódicos. Es un primer plano en el que dominan los ojos. Unos ojos grandes, bondadosos y, en cierto modo, desnudos. La boca, curva y de labios carnosos, está cerrada. Tiene la frente un poco arrugada y un hoyuelo a juego en la barbilla. Es como si acabara de pedirte a ti, una persona amada, que te unieras a una de sus causas: alimentar a los rusos hambrientos, revocar las leyes de censura o liberar a prisioneros políticos. Toller es el emblema del nuevo mundo de la posguerra y, aunque sabe el precio que quizá habrás de pagar, te quiere a ti. Lo rodea un halo de luz frágil como el cristal, como una pompa de jabón.

Parece que el sol, que entra a raudales por la ventana, haya dejado una calva en mi cabeza; ¡las ventajas térmicas de la alopecia femenina! No siempre he tenido el pelo tan ralo. Pero he de admitir que, en general, ha sido de gran ayuda no ser una mujer hermosa. Como apenas me miraban, tenía libertad para mirar.

El libro de Toller está encima de la mesa. Algunas de sus correcciones siguen metidas entre las páginas, donde él quería que se incluyeran. Me agacho para recoger las que se han desparramado.

Por el barrio se extienden los pitidos de un camión que efectúa extrañas maniobras para entrar marcha atrás en un parque. Las nubes retroceden por encima de la calle y el jardín delantero, se alejan de mí, sentada en bata en mi casa, hacia el mar. En Sidney, en primavera, hacen lo mismo todas las mañanas: se retiran de nosotros como la tapa de una lata de sardinas. Se oye el canto de los pájaros. Decido creer que cantan de alegría ante el nuevo día, pero sé que en realidad están comprobando quién ha sobrevivido a la noche.

Desde donde estoy sentada, veré cómo esas nubes se enganchan en el franchipán del patio, ese árbol que parece un coral gigantesco y cuyas ramas desnudas exploran el aire. Si no las detiene, las nubes seguirán hasta cubrir los dos cables eléctricos que conectan esta casa al poste de la calle. «No hay que mezclar el agua y la electricidad». Me llegan voces; a veces, solo órdenes.

La mente es un órgano interesante. Se enrolla y se desenrolla por sí sola. ¿O el órgano es el cerebro y la mente algo completamente diferente, un efecto del cerebro, una Scheinbild? El profesor Melnikoff dice que los enfermos de Alzheimer experimentan una regresión progresiva y que las primeras cosas que aprendieron son las últimas que olvidan: «por favor» y «gracias», las cortesías residuales del ser humano, integradas en el hipocampo. Uno acaba usando pañales, pero educadamente. «Gracias por pasarme la toallita».

Pero lo que yo tengo no es Alzheimer, Gott sei dank. Lo que me pasa es que de vez en cuando, como ocurre cuando estamos a punto de quedarnos dormidos, brota un recuerdo lejano, como una diapositiva que salta del carrusel del proyector. Mis amigos y los otros se deslizan y aparecen en la habitación, respiran, se mueven, abren la boca.

Algunos recuerdos ni siquiera son míos. Escuché las historias tantas veces que acabé por hacerlas mías, las bruñí y las envolví como haría una ostra con un grano de arena, y ahora, mías o no, son mi yo más brillante.

Yo también oí hablar por primera vez del Partido Socialdemócrata Independiente en 1917. Cuando Toller estaba en el sanatorio, yo tenía once años y, como él, estaba en tratamiento. Pero lo que tengo grabado en la memoria no es la enfermedad, sino la recuperación. Fue entonces cuando pasé una temporada en casa de Dora y empezó mi vida como observadora y como público. Y como prima.

Ese año hubo una epidemia de escarlatina en nuestro pueblo de la remota Silesia. Murieron cuatro niños. Todos los médicos estaban en el frente, al igual que mi padre. Mi padre se había alistado en el ejército, como muchos judíos. No le habían dejado cursar derecho —no se permitió estudiar a los judíos hasta la época de su hermano pequeño, Hugo—, pero la guerra los recibía con las fauces abiertas. Con mi mentalidad infantil, yo creía que a mi padre no podía pasarle nada habiendo allí tantos médicos.

Cuando ya llevaba tres días sudando, mi madre envió a Marta a buscar al Sanitätsrat, el practicante del pueblo. Era un carnicero retirado con unas manos enormes y con un aliento que olía a levadura. Por influencia de su oficio, tenía debilidad por las articulaciones; me hincó los pulgares en un hombro, un tobillo, una rodilla, una cadera, hasta que grité.

—¡Aquí! —declaró señalando la piel que cubría el hueso de mi cadera como si fuera una pequeña tienda de campaña—. ¡La fiebre se ha instalado aquí!

El hombre abrió un estuche parecido al de los instrumentos musicales y sacó un largo cilindro de cristal. Le enroscó la aguja mientras ellas me sujetaban: Marta y mi madre por los hombros; la cocinera por los pies. El Sanitätsrat me puso una mano sobre el muslo. La cocinera apretó con fuerza los labios.

Cuando terminó, vi la jeringuilla llena de un líquido veteado, rojo y amarillo verdoso.

—Hay que colgarle la pierna —anunció el Sanitätsrat. Se marchó y volvió con un armazón de su tienda, un triángulo de metal del que todavía pendían los ganchos para la carne. Utilizando el armazón, unió mi pie vendado a un sistema de pesos y poleas cuyo objetivo era estirar la pierna infectada para que no quedara más corta que la otra. Me pasé dos meses en cama, y desde entonces ando con una leve cojera que jamás me ha importado lo más mínimo.

Poco después mi padre volvió a casa. Tenía un brazo inutilizado; era una herida de la que estaba tan orgulloso como lo habría estado de las cicatrices de un duelo en una hermandad universitaria. Tuvo que aprender a hacerlo todo con la mano izquierda. Una vez, durante la comida, mi madre creyó que me estaba riendo de su torpeza y me regañó severamente.

—¿Qué te pasa? ¿Acaso no te hemos enseñado buenos modales? Se te cae la mitad de la sopa en el plato con cada cucharada.

Yo no podía abrir del todo la boca. El pus también se había instalado en mi mandíbula y me la había cerrado.

—Vaya con nuestra Loquax —dijo mi madre—. Por lo visto has estropeado el mecanismo de tanto usarlo.

Una muestra de la ironía familiar: llamar Loquax a la más callada. Mi madre tenía ciertas reservas de ternura y extravagancia: cuidaba a los animales enfermos, le gustaban las letras de las operetas más absurdas, hacía regalos caros a los criados y llevaba adornos complicados en el sombrero (recuerdo un pájaro de juguete y —¿no me lo habré inventado?— un barco de tres mástiles en miniatura), pero en el fondo era espartana. Mi hermano y yo no merecíamos nuestra salud ni nuestra riqueza, pero en cambio éramos los responsables directos de nuestras desgracias. (Y he comprobado que eso es una carga difícil de llevar).

Un médico de Beuthen se ofreció a operarme las mejillas para cortar el tendón y liberar la mandíbula.

—¡Pero tendrá cicatrices para toda la vida! —exclamó mi padre. En el coche de caballos, de regreso a casa, expresó sus preocupaciones en voz alta—. Solo falta que encima tenga cicatrices en la cara. —«Encima» quería decir «además de coja».

En Berlín, el tío Hugo, el padre de Dora, encontró a un cirujano que tuvo una idea mejor. Me practicaría la incisión detrás de las orejas y así no se me verían las cicatrices.

Después de la operación mis padres me dejaron seis semanas en casa del tío Hugo y la tía Else, para que el profesor pudiera visitarme y comprobar el éxito de su obra. Era la primera vez que pasaba una temporada sola fuera de mi casa.

Llevaba la cabeza afeitada y envuelta en vendas de gasa desde la coronilla hasta la parte inferior del mentón, donde estaban tirantes. El profesor había dejado unas rendijas para los ojos, los agujeros de la nariz, la boca y las orejas. La gente me ignoraba, como si yo fuera sordomuda o una mascota; discutían y hablaban de asuntos personales delante de mí.

Los niños son los únicos que pueden ver a los adultos desde dentro de sus vidas, los únicos a los que se permite observar cada pequeño detalle, como si sus mentes en formación fueran incapaces de juzgar lo que ven o como si lo que ven no se alojara permanentemente en ellas.

Vi a Paula, la criada del antojo en la cara, besando una cuchara de madera para ensayar, largamente y con vivo anhelo, con los ojos cerrados. Mientras Dora estaba en el colegio, yo examinaba los misteriosos ligueros y broches que usaba cuando tenía la menstruación y que dejaba colgados en el respaldo de una silla. Vi a la cocinera acaparar huevos durante cinco días con el fin de preparar un pastel para el décimo noveno cumpleaños de su hijo, pese a que su querido Michael había muerto el año anterior en la batalla del Somme.

El piso de Chamissoplatz era muy grande, y ellos tres —Hugo, Else y Dora— parecían llevar vidas independientes y adultas allí, unidos por lazos de afecto racional y consideración mutua más que por lazos de sangre. Que yo supiera, nunca dormían. Podía recorrer los pasillos a cualquier hora del día o de la noche sin que nadie me regañara ni me mandara a la cama; todos confiaban plenamente en que la razón y la naturaleza acabarían conduciéndome allí.

Si encontraba a Else en su estudio, ella se volvía hacia mí —el pelo se le soltaba del moño, flotante y vivo— y me enseñaba una de sus ecuaciones químicas. Me explicaba la belleza de las letras, los paréntesis y los números, de los elementos y las leyes a las que obedecían. Podía contemplar a Hugo mientras se paseaba por su habitación murmurando el discurso que tenía que pronunciar en el tribunal al día siguiente —¿o era en el Parlamento en esa época?—; se paraba a media frase y se acercaba al atril para corregirlo. Si me veía en el umbral decía: «¡Precisamente a ti quería verte!», y me invitaba a entrar y a llenarle la pipa, o a jugar con Kit, el setter rojo, blandito y tontorrón, que se pasaba el día durmiendo allí. Hugo no tenía una voz especial para dirigirse a los niños. Cuando hablaba contigo, sacaba lo mejor de ti.

Hugo y Dora se marchaban temprano, de modo que por las mañanas iba a ver a Else. Me sentaba en su habitación mientras Paula la ayudaba a vestirse y le abrochaba los botones forrados, uno a uno, a lo largo de la espalda. Recuerdo que una vez volvió hacia mí la cabeza, inclinada como una flor en su tallo. Paula siguió con su trabajo.

—Muy poco práctico, ¿no te parece? —La voz de Else sonó grave, inesperada, como la de Dora—. Deberían estar en la parte delantera.

Asentí con la cabeza. Cuando Paula se marchó, Else se inclinó hacia mí.

—Esos botones —dijo arqueando las cejas, como si se riera de la palabra— sirven para que los demás sepan que tengo una criada.

Volví a asentir.

—Vamos, cotorra. Necesitas tu huevo.

Después de desayunar Else se marchaba al laboratorio de la universidad y yo me pasaba el día deambulando por el piso. A veces tomaba fotografías.

A Dora le habían regalado una cámara de cajón Schulprämie por haber aprobado el curso. Estaba en uno de los estantes más altos de su habitación. A Dora no le interesaba, pero a mí me fascinaba: una caja con un ojo. Me la acercaba al pecho y miraba por el pequeño cristal. Estaba todo contenido allí, en una miniatura redondeada: su cama de acero con la colcha blanca y al lado, en el suelo, un montón de libros en equilibrio precario. Percibía la instantánea capa de protección entre el mundo y yo; miraba hacia abajo y, en cambio, veía lo que tenía delante. Lo que más me gustaba era que aquella cámara me proporcionaba una razón para mirar. Dora me dejó utilizarla mientras estuve en su casa.

Empecé tomando fotografías de objetos inanimados. Romboides de luz que la tarde arrojaba sobre la alfombra. Los timbales de las cacerolas de cobre colgadas en la cocina y sus sombras en la pared terrosa. Mi imagen reflejada en el espejo, la cabeza de momia inclinada hacia la caja, las pestañas oscuras bordeando las vendas. El obturador de la cámara era una palanca situada en un lado de la caja. Producía un ruido metálico largo y débil, el sonido de la captura y el robo. Esos momentos eran lo único que me pertenecía.

Después me volví más osada y pedía a mis modelos que se quedaran quietos. Fotografié las manos enharinadas de la cocinera en el cuenco de cerámica para mezclar y, en una ocasión, la cara de Dora tan de cerca que atrapé las parpadeantes luces color caoba de sus iris. Una paloma posada en el alféizar de mi ventana se convirtió en un borrón gris de velocidad en la película.

Cuando Dora volvía a casa a la hora del almuerzo, comíamos juntas, sentadas las dos solas a la mesa. Yo comía lo mismo todos los días, con una pajita: caldo y arroz con leche. Al cabo de un par de semanas ya no podía más.

—Vamos, Ruthie, solo un poco —me dijo Dora—. Ya falta menos.

Miré su plato. Una chuleta rebozada con patatas fritas y col rizada.

—Además, ¿por qué hay que abrir tanto la boca? —reflexionó mientras masticaba—. Debe de ser algo residual. Como un apéndice. Algo que desarrollamos antes de que se inventaran los cuchillos —agitó el que tenía en la mano—, cuando los humanos tenían que arrancar con los dientes pedazos enormes de antílope. O algo así.

A Dora no le interesaba la comida. Prefería hablar hasta que se le enfriaba y luego la dejaba, con toda razón, solidificada e incomestible en el plato.

—No puedo más de esta papilla —dije.

Me miró. Yo tenía la vista clavada en su comida. Cogió su plato, lo llevó a la cocina y regresó con un cuenco de caldo para ella.

—¿Sonríes, Loquax?

Asentí. Dora parecía indecisa. De repente adoptó una expresión traviesa.

—Voy a enseñarte una cosa. —Volvió a levantarse, apoyó un codo en la mesa y cerró la mano. Creí que iba a enseñarme una nueva forma de echar un pulso.

»Mira esto.

Abrió mucho la boca y la acercó al puño. Sin dejar de mirarme, introdujo el dedo meñique entre los labios y a continuación, uno a uno, los otros nudillos. Se paró al llegar al pulgar. Inspiró por la nariz. Dolía solo de verlo, pero Dora me sostuvo la mirada todo el rato. Un giro, un desagradable gruñido, y entró también el pulgar.

Yo estaba horrorizada, embelesada. Mi prima, que ya era casi una mujer, con un intenso dolor reflejado en los ojos, se metía un puño, un puño entero en la boca.

—¡Aaarrrggg! —Agachó la cabeza y el puño salió de su boca como una pelota mojada. Le habían quedado unas líneas blancas en los labios de tanto forzarlos.

»¿Lo ves? —Rio y se frotó la boca—. ¡Para qué necesitas una mandíbula tan grande! ¿Por qué iba a hacer algo así alguien que esté en su sano juicio?

Yo tenía once años y no había nada que jamás hubiera deseado tanto.

Una tarde no vino a casa. Era el mes de abril. Me senté en la repisa de la ventana y me quedé contemplando la calle. Los árboles retenían su verde secreto, poco convencidos de que hubiera llegado la primavera. Las puertas de la habitación contigua estaban abiertas. Por el hueco se colaban un murmullo de voces masculinas y los golpecitos de una pipa contra un zapato. Yo no escuchaba. Hugo estaba allí con su amigo Erwin Thomas, un colega del Ministerio de Justicia. Yo miraba la calle: el ir y venir de los tranvías por las vías y los sombreros que pasaban.

Cuando por fin llegó Dora, la vi por el hueco entre las puertas; tenía las mejillas coloradas de frío. No fui con ellos, sino que me senté en el diván, en la habitación en penumbra. Como todos los niños, sabía que la conversación de los adultos sería más interesante si yo no estaba presente. Dora tenía en la mano izquierda unos panfletos desplegados en abanico.

—¡Tío Erwin! —Le estrechó la mano—. Hola, padre.

Hugo la sujetó por los hombros un momento.

—¿Cómo has ido? —Se volvió hacia Erwin—. Dora ha ido a la fábrica Krupp. A repartir folletos a las mujeres.

Dora se había afiliado a las Juventudes Socialistas a los catorce años, y hacía poco al recién creado partido antibelicista, el Socialdemócrata Independiente. Hugo y ella habían pasado todas las tardes de esa semana redactando el panfleto, y yo los había observado desde un segundo plano y les había oído debatir cada palabra y cada idea. Entendía muy poco de lo que oía, pero me gustaba la determinación que compartían. La especialidad de Hugo, que había afinado defendiendo a los sindicalistas, eran los procesos penales.

—Es legal —me había comentado hablando del panfleto—, pero me temo que eso no es ninguna garantía.

Percibí la seriedad de su voz.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Hoy día, que algo sea legal no garantiza que no te detengan. —La guerra no había terminado, me contó Hugo, así que protestar contra ella podía considerarse sedición, por muy cuidadosamente redactado que estuviera el panfleto. Protestar contra la guerra en una fábrica de munición como mínimo provocaría a las autoridades. Sin embargo, tanto Hugo como Dora creían que era necesario hacerlo.

Pero allí estaba ella, en casa, sana y salva, plantada en la alfombra roja con sus zapatos de cordones, mirando alternadamente a su padre y al tío Erwin.

—¿Me dejas? —preguntó el tío Erwin extendiendo una mano para coger un panfleto. Llevaba un sello en el meñique.

Sostuvo el panfleto con los brazos estirados y leyó en voz alta:

—«Cuando llegue el momento de poner fin a esta guerra criminal…, contamos con vuestro apoyo como obreros unidos en la solidaridad internacional…, en la causa de la paz…». —Levantó la cabeza, perplejo—. ¿Los llamáis a la huelga? —Miró a Hugo—. Krupp es una industria esencial según el párrafo ciento setenta y dos. ¡Esa protesta sería ilegal!

Erwin no era realmente tío, sino un amigo de la familia. Su padre, Max, un químico galardonado con el Premio Nobel, había sido profesor de Else en la universidad. El bigote del tío Erwin era rubio rojizo, con los extremos encerados hasta formar peligrosas puntas afiladísimas. Yo siempre me preguntaba cómo se las ingeniaría para dormir con aquel bigote. Ahora que lo pienso, creo que era un hombre que consideraba importante hacer «lo que había que hacer». Esquiaba en Saint Moritz y veraneaba en la finca familiar de Prusia; leía las novedades, precisamente porque eran novedades. Para él la vida tenía un programa en el que las cosas que había que hacer las habían decidido otros. Las satisfacciones y los placeres de la vida no consistían en disfrutar de ellos, sino en tacharlos de la lista como algo ya realizado. A veces llevaba un abrigo con cuello de astracán que me fascinaba: un hombre vestido con el vientre suave y ensortijado de un cordero.

Ese día llevaba un chaleco ceñido de franela gris, con una gruesa leontina que desaparecía en el bolsillo derecho. Tenía la cara colorada.

Hugo no dijo nada y se sentó. La atención con que escuchaba se transmutó, contrapuesta a la vehemencia de Erwin, en un silencio intenso. Erwin se dirigió a Dora.

—En un sentido práctico, digamos «materialista», querida mía —se acarició la parte plana del bigote—, estáis pidiendo a esas mujeres que voten para que las despidan. —Volvió a mirar la fina hoja de papel ciclostilado. «Estáis en el centro de la maquinaria industrial —leyó—, tenéis en vuestras manos el poder para invertir la palanca de la destrucción…».

—El sindicato las respaldará mientras estén en huelga —lo interrumpió Dora—. Lo que hacemos es pensar a más largo plazo.

—En ese caso, querida mía —dijo él mirándola—, debes saber que un voto por la paz no es precisamente un voto por la industria.

Dora trasladaba el peso del cuerpo de un pie a otro.

—Creo —repuso— que acabas de admitir que nuestra economía depende de la fabricación de maquinaria de guerra.

Dora tenía diecisiete años. Yo nunca había oído a nadie tan joven hablar así a un adulto. No era solo que le replicara, sino que además poseía una seguridad que le permitía hacerlo con calma.

Vi que a Erwin le salía un bultito en la mejilla porque apretaba las mandíbulas. Se volvió hacia Hugo.

—¿Lo has revisado? —Sostuvo el panfleto en alto como si estuviera contaminado.

—Sí. Es legal. —Sonrió a su hija y añadió—: Lo que no le resta mérito a Dora por haberlos distribuido.

—La ley es una pudorosa hoja de parra que cubre el poder —bromeó Dora en voz baja.

Hugo se desenganchó de las orejas las patillas de las gafas y empezó a limpiarlas.

—Amigo mío —dijo—, entiendo por qué te dejaste arrastrar en mil novecientos catorce, pero ahora debes tener el valor suficiente para cambiar de opinión. Ha llegado la hora de exigir el fin de esta guerra terrible.

El tío Erwin tenía los hombros encogidos y tiesos.

—Nuestros hombres están allí. —Tendió los brazos hacia la ventana, como si los soldados estuvieran justo al otro lado—. Están en Passchendaele, en Verdún y en el frente oriental. ¡Están muriendo, y tú harías que murieran por nada!

Hugo acercó las gafas a la luz para ver si estaban limpias.

—No —repuso en voz baja—. Yo haría que no murieran más.

El tío Erwin entraba y salía de mi campo de visión a través del hueco entre las puertas. Dora hizo ademán de quitarle el panfleto de la mano, pero él se lo impidió. Ella me vio, pero no me hizo señal alguna.

El tío Erwin volvió a hablar. Esta vez se dirigió a Hugo con voz afligida.

—¿No crees en nada?

—Creo que estamos dilapidando el buen nombre de Alemania, además de su sangre —respondió Hugo con serenidad—. El hecho de que nuestra nación haya entrado en guerra no convierte en traidores a quienes se opusieron a ella al principio ni a quienes se oponen a ella ahora.

—Yo… apoyo… a mi país.

—Y mi país —dijo Hugo— se equivoca.

La mano del anillo engulló el panfleto. Vi que el tío Erwin contraía y distendía las mandíbulas.

Cuando se marchó el tío Erwin, me puse a llorar. No sé por qué; quizá fuera una reacción a la ira de los adultos. Dora y Hugo siguieron el sonido de los sollozos y me encontraron. Se rieron del pañuelo de vendas que me cubría la cara, pero a mí siempre me ha dado vergüenza llorar.

El día en que debía regresar a Silesia, Dora bajó del estante la cámara que le habían regalado.

—Te la llevas.

Yo no daba crédito a la desenvoltura de su generosidad, a la poca importancia que concedía a algo que para mí era tan valioso.

Ahora tengo casi cien años, así que solo hace veinte veces mi edad que Cristo se paseaba por la tierra. No es tanto tiempo. Aparte de hacer el pasado mucho más cercano, la vejez te permite asistir al fallecimiento de los que te rodean. Hugo murió de un infarto poco más de dos años después. Cayó redondo en un puentecito del estanque de los nenúfares de Tiergarten mientras paseaba a Kit. Lo encontraron dos mujeres que iban en bicicleta; Kit, muy angustiado, corría de un lado a otro. Hugo tenía cincuenta y seis años y la revolución con que Dora y él habían soñado estaba en pleno apogeo. El dolor es la extensión del amor, y creo que Dora, con dieciocho años, vertió en la política el dolor que sentía por la muerte de su padre.