Toller

Estoy tan a gusto aquí que bien podría no salir nunca de esta habitación. El hotel Mayflower, en Central Park West, es un buen hotel, aunque no el mejor, desde luego. Sin embargo, para ser sincero, es mejor que los que yo podría pagar. Pero es difícil ser sincero. Si mirara la verdad muy de cerca, quizá me trastornara el pesar y perdiera la esperanza en el mundo.

De todas formas, quizá ya esté completamente trastornado. La semana pasada, en el metro, se me quedó mirando un hombre abstraído que iba asido a la agarradera de cuero. Sin proponérmelo, le lancé lo que Dora llamaba mi «sonrisa de personaje famoso». El pobre hombre desvió la mirada como quien evita observar a alguien con un tic nervioso.

Huí de Europa hacia la tierra de la libertad, pero no contaba con la invisibilidad. En Berlín y en París, en Londres, Moscú y Dubrovnik, no podía dar dos pasos sin que me asaltaran los cazadores de autógrafos. Una vez, en un momento de ternura, Dora dijo que era bueno que supiera que la gente valoraba mi trabajo. Pero ya hacía mucho tiempo que era famoso; me tuteaba con el Toller fantasma que había creado la prensa. Aunque necesitaba los aplausos como el oxígeno, nunca creí que el amor y los elogios fueran para mi verdadero yo, que, a causa de mis momentos de negrura, tenía muy bien escondido.

Clara ha ido a buscar café. Estamos en un paréntesis; el hotel sabe que no puedo pagar la cuenta, pero no me echa. En compensación, no utilizamos el servicio de habitaciones para no abusar.

Me encanta Central Park. Ahora hay un hombre subido a un cajón que trata de atraer a los transeúntes y retenerlos como si fueran hojas de papel arrastradas por el viento. Conozco esa sensación: tus ojos proclaman que el mundo te pertenece y que puedes revelarlo por completo con solo que la gente se pare a escucharte. Es esa perspectiva de algo recién imaginado, una nueva posibilidad de fe, lo que Estados Unidos ofrece en cada esquina.

Tengo el libro en el regazo. ¡Vaya chutzpah, escribir la historia de mi vida a los cuarenta! O un mal presagio. Quizá por haberla escrito ahora siento que la vida ha terminado. Dora me habría obligado a animarme. Hay personas que al recordarlas hacen que nos comportemos mejor.

Ya han pasado seis años desde que trabajamos juntos en el libro. En Berlín, en mi pequeño y estrecho estudio de Wilmersdorferstrasse. La mesa de Dora estaba detrás de la puerta, que casi la ocultaba cuando alguien la abría. Se sentaba en la penumbra, con los pies enfundados en medias y apoyados en dos diccionarios puestos uno sobre otro en el suelo. Mi mesa, más grande, estaba debajo de la ventana. Dora escribía lo que yo dictaba y, si me desviaba del tema, me hacía parar y me corregía. Dora creía que yo dejaba fuera del libro las emociones más amargas y primarias en favor de «todas esas hazañas», como ella las llamaba. Yo me resistía a escribir sobre lo que pasaba en mi interior.

Nuestra peor discusión se produjo cuando escribía sobre mí…, ¿cómo decirlo?, sobre mi crisis después de que me retiraran del frente. Cuando Dora quería interrumpirme, dejaba el bloc de taquigrafía sobre su regazo. Si tenía algo importante que decir, giraba el cuerpo hacia la mesa con parsimonia, dejaba el bloc y el lápiz y se volvía hacia mí con las manos vacías. Aquel fue un momento de manos vacías.

Juntó las palmas y deslizó las manos entre los muslos.

—Creo… —dijo, y se detuvo. Se pasó las manos por su media melena morena, que al cabo de un momento volvió a taparle la cara. Lo intentó de nuevo—. Acabas de hacer una descripción impactante de los horrores de las trincheras. Y de cómo intentaste salvar a tus hombres. —Su voz, etérea y grave, se hizo aún más grave—. Necesitamos saber qué precio pagaste por ese valor.

—¿Me lo lees? —El ritmo de mi corazón se ralentizó.

Dora cogió el bloc de la mesa y leyó en voz alta:

—«Caí enfermo. Me fallaron el corazón y el estómago y me enviaron a un hospital de Estrasburgo. Unos monjes amables y silenciosos me cuidaron en un tranquilo monasterio franciscano. Tras varias semanas me dieron de baja del ejército y me declararon no apto para el servicio». Y ya está. —Tendió una mano con las uñas mordidas—. Nada más.

Me crucé de brazos.

—Pasé trece meses en el frente occidental —dije—. Y seis semanas en el sanatorio. Fue un período negro. No hay nada más que añadir.

Dora se frotó la cara con las manos.

—Está bien, dejémoslo de momento. —Se volvió hacia la mesa.

Lo daría todo por tenerla aquí ahora, aunque solo fuera para oírla discutir conmigo, para verla volverse y darme la espalda.

—Bueno. —La voz de Clara corta el aire. Pone dos vasos de cartón en la mesa delante de mí y sonríe como si quisiera señalar un nuevo y mejor comienzo de lo que sea que tiene lugar en esta habitación—. ¿Sabe qué es lo más curioso de esto?

Tardo un momento en asimilar la pregunta.

—¿La magia de poner líquido en un papel? —Adoro esta clase de descubrimientos desde que llegué: la mera ingeniosidad práctica e inesperada de Estados Unidos.

—No. —Niega con la cabeza—. Estos vasos son infinitos. —Dice «infinitos» en inglés—. ¡Vasos eternos! Podemos volver y nos los llenarán de nuevo, eternamente.

Debo de parecer poco convencido, o no debidamente maravillado.

—O quizá no. —Se encoge de hombros y ríe un poco; se sienta—. Tendré que averiguar cómo funciona.

Pasa las hojas del bloc, más contenta ahora, después de su contacto con el mundo exterior y su descubrimiento del vaso sin fondo. Clara ni siquiera es mi secretaria, sino la secretaria de Sidney Kaufman, de la oficina neoyorquina de MGM. Sid se compadeció de mí al ver que mis guiones no llegaban a ningún sitio (según Hollywood, no había suficientes «finales felices»), y por eso me la ha prestado.

Clara encuentra dónde nos habíamos quedado.

Pero estoy paralizado. Sé hacer caricaturas. Puedo crear estereotipos en una obra teatral —la viuda, el veterano, el industrial—, pero no a alguien tan importante para mí. ¿Y si solo tengo talento para la simplificación?

—Para entenderla —digo—, tiene que entender qué intentaba hacer. Dora era… un verbo.

Clara sonríe.

—Todo fue consecuencia de la guerra: nuestro partido pacifista, los Independientes, y, siento decirlo, también Hitler y esta otra guerra que está librando ahora.

Hojeo el libro que tengo en el regazo y busco el pasaje sobre mi crisis nerviosa. Ahora me parece asombroso: el engaño de las palabras, cómo diciéndolo todo podemos no revelar absolutamente nada. Empezaré por hacer lo que me aconsejó Dora.

—¿Lista?

—Sí. —Clara coge el lápiz.

—Muy bien. El título es «Sanatorio». —Y continúo a ritmo de dictado.

El que se levanta a cantar es prácticamente un niño: fino vello rubio en las mejillas y unos pelos más gruesos y rebeldes en el mentón. Verlo en este estado de transformación —ni niño ni hombre— se antoja un acto de intimidad que no debería estar permitido. Si no se encontrara aquí ya habría empezado a afeitarse. Con una sacudida de los hombros oculta las muñecas en la túnica, como si fueran demasiado tiernas para exponerlas a las miradas de extraños. Pero no puede evitarlo y mueve las manos al ritmo de las notas, que salen de él para llenar la habitación y elevarse dentro de nosotros.

En Bois-le-Prête había un chico de su edad sentado en la cuneta, con lágrimas y mocos resbalándole por la cara. El uniforme que llevaba no era de su talla, y no me saludó.

—¿Qué pasa, soldado?

—Mi amigo —dijo entre sollozos. Detrás de él había otro muchacho, también de dieciséis o diecisiete años, tendido en la hierba. Todavía tenía los ojos abiertos. Tenía la parte posterior del cráneo y la oreja izquierda reventadas. Las moscas habían empezado a acudir a la carne.

—¿Qué haces aquí solo? —le pregunté al chico. Era consciente de la crueldad de la pregunta: hasta el inicio del bombardeo, veinte minutos atrás, no estaba solo. No quería abandonar a su amigo. No quería que lo abandonaran.

—Yo… Yo…

—Vuelve al campamento.

El chico se levantó y echó a andar por la carretera sin asfaltar, entre dos hileras de delgados álamos.

—¡Soldado!

—¿Señor? —Se volvió.

—Has olvidado coger sus botas.

Me lanzó una mirada del odio más puro, y eso me confirmó que aquel muchacho podía seguir luchando.

Tal era la brutalidad que se había instalado en nuestro interior.

En el sanatorio nos sentamos a una mesa alargada; los monjes, con hábito marrón, en la cabecera, los soldados en los demás asientos hasta el otro extremo. Los pacientes llevamos restos del uniforme —los sobretodos son muy preciados— o una mezcolanza de prendas civiles si nuestros parientes han conseguido enviárnoslas. Solo se oye el chancleteo de las sandalias de cuero de los novicios en el suelo de piedra cuando traen la comida. Todo es serenidad, con excepción del Cristo colgado al fondo de la habitación, desnudo y moribundo. Me recuerda a alguien. ¿A algún pariente? Que yo sepa, él y yo somos los únicos judíos que hay aquí. La luz que entra por una hilera de ventanas altas estría la estancia e ilumina las diminutas partículas de polvo en suspensión.

Llevo siete semanas y media sin hablar. En el hospital militar de Verdún me pusieron electrodos en la lengua para estimularla, como si el fallo fuera mecánico. Cuando grité, determinaron que a mi cuerpo no le pasaba nada y me enviaron aquí, donde el tiempo, regido tan solo por lentas campanadas, se prolonga para curarnos.

El silencio era un alivio.

Lipp saluda con una cabezada al sentarse a mi lado, se mete una esquina de la servilleta en el cuello y la despliega sobre su pecho. Es un médico que viste ropa elegante, pero además es socialista; se empeña en vivir en una celda de piedra como todos los demás. Lipp es parlanchín y muy diligente en los cuidados que nos dispensa. Nada lo impresiona. Durante el día lo veo ir de un hombre a otro como si pasara visita en un hospital normal, hablando en voz baja y mesándose la perilla. Cuando se dirige a mí no espera respuesta, como si quedarse mudo fuera una reacción totalmente apropiada a esta situación.

En el verano de 1914 todos querían que hubiera una guerra, incluido yo. Nos dijeron que los franceses ya habían atacado y que los rusos estaban concentrando tropas en nuestra frontera. El káiser nos instó a defender la nación, fueran cuales fuesen nuestras ideas políticas y nuestra religión. Dijo: «No conozco ningún partido, solo conozco a alemanes…». Y luego dijo: «Mis queridos judíos…». ¡Mis queridos judíos! Nos entusiasmó que nos invitara personalmente a combatir. La guerra parecía santa y heroica, como nos habían enseñado en el colegio; era algo que daba sentido a nuestra vida y nos hacía puros.

¿Qué podíamos haber hecho para necesitar semejante purificación?

El doctor Lipp agacha la cabeza y cierra los ojos, luego se santigua y dirige su atención hacia su cuenco, donde la cebada y unos pedazos de zanahoria flotan en un caldo claro. Pese a ser socialista, también es un católico ferviente. Está convencido de que todo forma parte de un plan, aunque los mortales no lo sepamos.

Algunos excombatientes tienen heridas espantosas, curadas como mejor se pudo en los hospitales de campaña antes de que los trajeran aquí para que les curaran otros daños, invisibles. A cuatro les faltan las piernas, o partes de ellas. Cada uno tiene derecho a dos piernas ortopédicas suministradas por el Ministerio de la Guerra de Berlín, pero no han llegado. El hombre sentado enfrente de nosotros ha perdido ambos brazos, uno desde el hombro y el otro desde el codo. Sus prótesis ya han llegado. Son de metal y se sujetan mediante correas de cuero con hebillas metálicas como las de las carteras de colegial, una al pecho, en el lado donde no queda brazo, y la segunda al resto del otro brazo. Debe de necesitar ayuda para ponérselas por las mañanas. Cuando se ha sentado he visto que llevaba sin abrochar los botones de la bragueta; ¿será un descuido o una necesidad? En un mundo sin brazos es difícil conservar la dignidad. ¿Podrá sujetarse el pene con el gancho?

El hombre sentado a su lado alarga un brazo para cogerle la cuchara y, sin preguntar nada, empieza a darle de comer. Antes, cuando por las calles de Munich o Berlín pasaba al lado de algún soldado devuelto del frente —los que habían perdido las piernas y se desplazaban sobre unas tablas con ruedas, impulsándose con las manos vendadas con trapos; los que vendían cerillas sentados encima de sus muñones sobre mantas grises del ejército; los cientos y cientos de «hombres cigüeña» con muletas—, admiraba su habilidad. Me permitía fantasear con que aquellos tullidos, a juzgar por su maña con la tabla, las muletas o el bastón, habían aceptado su situación. Aquí nos caemos de las muletas y de las sillas, nos ensuciamos encima y lloramos de rabia. Esto también es un estado de transición que debe ocultarse. Y se oculta aquí.

Hoy nos dan un caldo de pollo bastante bueno. Los monjes crían gallinas y no se les exige que las entreguen como contribución de la población civil durante la guerra: solo tienen que enviar después los huesos para hacer pienso para ganado, como todo el mundo. Theo, que está a mi izquierda, era aprendiz de camarero en un restaurante de Berlín, el Aschinger. Una granada le ha destrozado la nariz y la mandíbula superior. Un parche de tela oscura le tapa el centro de la cara; debajo tiene un agujero rojizo por el que respira. El parche carece de utilidad práctica; lo lleva para ahorrar a los demás la vista de su rostro. Tiene los ojos azul claro y resulta duro mirarlos.

Theo empieza a comer, él solo: se mete la cuchara en el fondo de la garganta y traga lo mejor que puede. Hace un ruido muy desagradable. Theo nunca besará a ninguna chica. Nunca trabajará. No puede hablar. Fuera, a los muertos se los honra como a héroes, pero aquí dentro los lisiados sienten vergüenza.

Lipp se vuelve hacia él y mueve la cabeza en señal de aprobación.

—Muy bien —dice—. Así se hace.

El siguiente plato es arenque con patatas. Theo tritura el pescado, aceitoso, mezclándolo con las patatas y hace lo que puede.

Cuando terminamos de comer, suena otra campana. Dejamos las cucharas en los cuencos, sobre la brillante filigrana de los restos del jarabe de albaricoque. Al salir los hombres vuelven a charlar. Encienden cigarrillos. Voy detrás de Lipp, que le habla a Theo de una mandíbula ortopédica metálica, «ingeniosamente atornillada al hueso que queda». Se han llevado las sábanas de Theo.

Cuando Lipp se acerca a otro interno, Theo se queda a mi lado. Arquea las cejas y un bufido atraviesa el parche de tela. Es valiente, pero tiene la misma mirada que muchos de nosotros: Esto no puede ser mi vida; tiene que haber un error.

Me parece que a Theo le gusta nuestro silencio compartido. Sabe tan bien como yo que los médicos del gobierno no han venido para ofrecerle una mandíbula mecánica (o, si así es, será solo de pasada). Han venido a evaluar si él, Theo Poepke, puede incorporarse a la vida civil o si en un futuro inmediato lo enviarán a uno de esos hospitales militares secretos. No es un tema de salud, sino de moral: las autoridades no quieren que aquellos con heridas espeluznantes saboteen el apoyo a la guerra, que asusten a las mujeres en los tranvías.

Theo acaba de instalarse en mi celda para leer cuando el doctor Lipp irrumpe blandiendo el periódico.

—¡Están cambiando las tornas! —grita, y añade aún más fuerte—: ¡El fin está cerca!

Theo me mira arqueando las cejas con afabilidad. Nos hemos quedado mudos, pero no sordos.

Unas burbujas blancas de baba se acumulan en las comisuras de los labios de Lipp, y el forro color rosa claro del bolsillo del pantalón cuelga de su cadera.

—¡Los socialdemócratas se han dividido! ¡Un grupo votará a favor de poner fin a la guerra! ¡De retirar la financiación! Van a fundar un nuevo partido antibelicista, el… —Entrecierra el ojo izquierdo para sujetar mejor el monóculo—. El «Partido Socialdemócrata Independiente». ¡Esto se acaba, chicos! —Da un fuerte manotazo al periódico con el dorso de la mano.

—Déjame ver —le digo.

—¡Y esta vez no los van a encerrar! —concluye Lipp, y entonces una gran sonrisa ilumina su cara—. Ha hablado —dice.

Theo me mira y las comisuras de sus ojos se alzan un poco. Podría ser una sonrisa.

No tardaron en soltarme una vez que empecé a hablar. Al principio me sentí desorientado. Era el año 1917 y, si bien el fin de la guerra podía estar más próximo que el principio, todavía quedaba demasiado lejos. Fui a Munich y me matriculé en la universidad; tuve un lío con una chica cuyo novio estaba en el frente. Cuando lo mataron, ella perdió el interés por mí.

Aquel año y el siguiente continuaron muriendo muchos amigos míos. Yo me había salvado, pero no creía merecerlo. Me afilié al nuevo partido —los Independientes— y empecé a hacer campaña a favor de la paz. Comencé a recuperar las fuerzas. Las autoridades nos llamaban traidores, saboteadores del esfuerzo solidario de la población civil. Disolvían nuestras reuniones y nos arrestaban. Pero nosotros estábamos tan dispuestos como ellos a dar la vida por nuestro país; algunos de los nuestros ya habían muerto. Tan solo queríamos salvarlo antes de morir.

Creía que en el monasterio los átomos se habían reestructurado para formarme de nuevo, que las notas de los cánticos y una gracia invisible los habían devuelto a su sitio. Pero ahora veo que lo sólido estaba fuera de mí; había amarrado mis esperanzas a la historia.

En Rusia estalló la revolución y nosotros esperábamos la nuestra.

Clara mueve los hombros y el cuello de un lado a otro. Es como si ambos hubiéramos vuelto al monasterio, con los heridos y los monjes.

—¿Se encuentra bien? —me pregunta.

—Hacía mucho tiempo que no pensaba en aquella gente. —Tengo la voz ronca.

Aparece una arruga entre sus cejas y me mira con ojos escrutadores. Es una cara arrasada por la perplejidad, en la que la compasión casi aflora a la superficie. Clara la ahuyenta parpadeando.

—¿Y si voy a buscar unos bocadillos?

—Sí, gracias.

Se lleva las manos a la parte baja de la espalda, se arquea como un gato y se levanta de la silla. Va hacia la puerta a buscar su chaqueta, pero antes de llegar se vuelve hacia mí.

—He pensado que después de comer podríamos trabajar un rato en el parque. —Abre los brazos y apunta con ellos al mundo exterior, abandonado—. Para que nos dé un poco el aire. Para ver si todavía hay flores en los cere…

Niego con la cabeza. Me quedaré en esta habitación. Siempre he trabajado mejor en cautividad.

Clara se pone la chaqueta.

—¿Por qué no va a comer el bocadillo al parque?

Vacila un momento; luego su expresión refleja alivio.

—De acuerdo… —Se cuelga el bolso al hombro.

—De hecho podría tomarse la tarde libre. Ya hemos trabajado bastante por hoy.

Me mira con escepticismo. Para ella es inconcebible que alguien se quede voluntariamente en una habitación día y noche cuando esta gran ciudad brilla y tienta como un parque de atracciones, una tómbola para adultos. Además, sospecha que no comeré nada.

—Primero le traeré el bocadillo.

—No hace falta.

—¿Lo de siempre? —Clara hace caso omiso de mis palabras así: con ternura, sin aspereza. Es una domadora encerrada en una habitación con un león viejo y cansado. No necesita ni silla ni látigo; le basta con el tono de voz.

—Sí, gracias.

—¿Con alcaparras?

—Sí, por favor. —Le sonrío—. Y gracias, Clara.