Ruth

—Me temo, señora Becker, que no tengo muy buenas noticias.

Estoy en una clínica privada y pija de Bondi Junction, con vistas al puerto. El profesor Melnikoff tiene el pelo entrecano y lleva gafas de media luna y una corbata de seda azul celeste. Entrelaza las largas manos sobre la mesa y se frota un pulgar con el otro, con aspereza. Me pregunto si a este hombre lo habrán preparado para tratar con el ser humano que envuelve el órgano del cuerpo que a él le interesa; en mi caso, el cerebro. Seguramente no. Melnikoff tiene la actitud sosegada de quien agradece que haya una gran tumba nuclear blanca entre su paciente y él.

Y ha visto el interior de mi mente; está preparándose para describirme su forma, su peso y sus inminentes y sigilosas traiciones. La semana pasada me metieron en el aparato de resonancia magnética, tendida con una de esas verdammten batas que quedan abiertas por detrás: concebidas para recordarnos la fragilidad de la dignidad humana, para asegurar la obediencia a las instrucciones y para evitar huidas en el último momento. Oía unas fuertes percusiones mientras los rayos penetraban en mi cráneo. Me había dejado puesta la peluca.

—Doctora Becker —digo. Antes nunca insistía en que me llamaran por el título fuera de la escuela, pero con los años he comprobado que la humildad no es mi fuerte. Hace diez decidí que no me gustaba que me trataran como a una anciana, así que recuperé con ímpetu el recurso al título. Y al fin y al cabo no estoy aquí para que me consuelen. Quiero información.

Melnikoff sonríe, se levanta y pone las transparencias de mi cerebro, unas secciones fotográficas en blanco y negro, bajo los clips de una pantalla luminosa. Veo un Miró auténtico —no una reproducción— en la pared. Aquí se nacionalizó el sistema sanitario hace mucho tiempo, ¿y todavía puede permitirse un cuadro así? Eso significa que no había nada que temer, ¿no?

—Verá, doctora Becker —dice—, estas zonas azuladas indican la formación incipiente de placas.

—Soy doctora en letras —aclaro—. En lengua y literatura inglesas. Perdone que se lo diga.

—La verdad es que está usted muy bien. Para la edad que tiene.

Adopto un gesto inexpresivo. Un neurólogo debería saber, como mínimo, que la edad no nos vuelve más sensibles a los pequeños cumplidos. Me siento lo bastante cuerda —lo bastante joven— para enfrentarme a la decadencia. Además, nada ni nadie ha conseguido matarme todavía.

Melnikoff me mira con gentileza y junta las manos uniendo la yema de los dedos. Se muestra paciente y apacible al tratar conmigo. ¿Será que le gusto? La idea me produce un pequeño sobresalto.

—Es el principio de una acumulación de deficiencias: afasia, pérdida de memoria reciente, tal vez defectos en algunos aspectos de la percepción espacial, a juzgar por la localización de las placas. —Señala unas zonas borrosas de la parte superior frontal de mi cerebro—. Seguramente le afectará a la vista, pero esperemos que no en esta fase.

Encima de su mesa hay un calendario de rueda, un objeto que remite a una época en que los días se volcaban uno sobre otro interminablemente. A su espalda, el puerto vibra y centellea, el gran pulmón verde de esta ciudad.

—De hecho recuerdo más, no menos, profesor.

Se quita las gafas. Tiene los ojos pequeños y acuosos; da la impresión de que el iris no está bien centrado en el blanco. Es mayor de lo que me había parecido.

—Ah, ¿sí?

—Cosas que pasaron. Con mucha claridad.

Una vaharada de queroseno, inconfundible. Pero no puede ser.

Melnikoff se sujeta la barbilla con el pulgar y el índice y me observa.

—Eso podría tener una explicación clínica —afirma—. Hay estudios que sostienen que, a medida que se deteriora la memoria reciente, los recuerdos de hechos remotos cobran mayor nitidez. A veces las personas que corren el peligro de perder la vista experimentan unos intensos epifenómenos. Aunque eso solo son hipótesis.

—Entonces usted no puede ayudarme.

Compone su blanda sonrisa.

—¿Necesita ayuda?

Me marcho con una cita para dentro de seis meses, en febrero de 2002. No las dan muy seguidas para no desalentar a los ancianos, pero tampoco las dan demasiado espaciadas.

Después cojo el autobús para ir a hidroterapia. Es un autobús adaptado, de esos que despliegan una plataforma hasta el suelo para ayudar a subir a los inválidos como yo. Voy desde las torres de color rosa de la clínica de Bondi Junction hasta el centro por el puente que asemeja un espinazo tendido sobre el agua. Al otro lado de la ventana, un perico australiano se da un festín en una Nuytsia floribunda y de unos cables de electricidad cuelgan unas zapatillas deportivas. Más allá la tierra se pliega en colinas que descienden hasta besar el puerto, perezoso y vivo.

«Que corren el peligro de perder la vista». Yo tenía muy buena vista; otra cosa es decir qué vi. La experiencia me ha demostrado que es posible mirar cómo sucede algo y no verlo.

La sesión de hidroterapia tiene lugar en la espectacular piscina nueva de la ciudad. Como la mayoría de las cosas, la hidroterapia solo funciona si crees en ella.

El agua está caliente; gradúan con precisión la temperatura pensando en los diabéticos y en los que llevamos desfibriladores. Yo me pongo un parche en el pecho todos los días. Envía una corriente eléctrica a mi corazón para espolearlo si flaquea. Por experimentos anteriores, silenciosos desafíos a la muerte, sé que sigue funcionando bajo el agua.

Hoy somos siete en la piscina, cuatro mujeres y tres hombres. Bajan a dos de los hombres hasta el agua por la rampa en silla de ruedas, como si botaran una embarcación. Sus ayudantes no se separan de ellos; las ruedas de las sillas no sirven de mucho una vez en el agua. Yo estoy en el otro extremo, detrás de una mujer con un gorro de baño amarillo antiguo del que brotan unas asombrosas flores de goma. Levantamos obedientemente las manos.

Me fijo en la carne flácida de nuestros brazos. Es como si el cuerpo, al envejecer, se anticipara a la descomposición y se derritiera poco a poco dentro de su envoltura de piel.

—Las manos por encima de la cabeza. Inspiramos. Ahora bajamos las manos. Espiramos. Empujamos hasta llevar las manos a la espalda. ¡Inspiramos!

Por lo visto necesitamos que nos recuerden que tenemos que respirar.

La joven instructora, de pie en el borde de la piscina, tiene una media luna de pelo blanco y erizado alrededor de la cabeza y un micrófono delante de la boca. La miramos como si ya se hubiera salvado. Es amable y respetuosa, pero no cabe duda de que es una emisaria que trae la noticia —un poco tarde para nosotros— de que el bienestar físico puede conducir a la vida eterna.

Intento creer en la hidroterapia, aunque bien sabe Dios que fracasé cuando intenté creer en Él. Cuando yo era joven, durante la Primera Guerra Mundial, mi hermano Oskar escondía una novela —El idiota o Los Buddenbrook— bajo el libro de oraciones en la sinagoga para que no la viera nuestro padre. Al final declaré, con la bochornosa certeza de una niña de trece años: «El amor obligado ofende a Dios», y me negué a ir. A posteriori veo que discutía según Sus propios términos, porque ¿cómo se puede ofender a alguien que no existe?

Y ahora, millones de años más tarde, si no tengo cuidado me sorprendo pensando: ¿Por qué Dios me salvó a mí y no a toda aquella gente, a los que creían en él? En el fondo, mi fuerza y mi suerte solo tienen sentido si formo parte del Pueblo Elegido. Inmerecidamente, pero Elegido al fin y al cabo; soy una longeva prueba de Su irracionalidad. Bien mirado, ni Dios ni yo merecemos existir.

—Ahora nos concentraremos en las piernas, así que pueden utilizar los brazos como quieran para ayudarse a mantener el equilibrio —dice la chica. ¿Jody? ¿Mandy? He dejado mi audífono en el vestuario. Me pregunto si estará captando todo esto y transmitiéndolo a las madres que lidian con sus hijos para quitarles los bañadores mojados, al moho y al vello púbico y al misterioso mantillo de papel higiénico sin usar que hay en el suelo.

—Levantamos la pierna izquierda y trazamos círculos a partir de la rodilla.

Suena el gemido intermitente de una sirena. En la piscina grande van a empezar las olas. Los niños intentan correr por el agua con las manos en alto; quieren estar delante, donde las olas serán más altas. Las adolescentes comprueban con disimulo que llevan bien abrochada la parte superior del biquini; las madres se ponen a los pequeños en la cadera y también se apuntan a la diversión. Un chiquillo con gafas de natación rojas se mete en el agua hasta que le llega a la barbilla. Detrás de él, una joven delgada con una media melena lacia camina con calma; sus omóplatos se mueven bajo la piel como esbozos de alas. Me da un vuelco el corazón: ¡Dora!

No es ella, desde luego —mi prima sería aún mayor que yo—, pero no importa. Casi todos los días mi mente encuentra la manera de recordármela. Me pregunto qué opinaría de eso el profesor Melnikoff.

Llega la ola y el niño de las gafas rojas asciende por ella orientando la boca hacia el techo en busca de aire, pero la ola se lo traga entero. Pasa la ola y no hay ni rastro del niño. Luego emerge más hacia el fondo de la piscina, boqueando y eufórico.

—¿Doctora Becker? —Es la chica, que me habla desde arriba—. Ya nos vamos.

Los otros ya están cerca de los peldaños, esperando a que coloquen a los hombres de las sillas de ruedas en la rampa. La miro y veo que sonríe. Quizá el micrófono le proporcione línea directa con Dios.

—Aún faltan diez minutos para la próxima clase —añade—. Así que no hay prisa.

Alguien distribuye el tiempo en cuotas desiguales. ¿Por qué no elegir a una mensajera de pelo blanco, ceceante y benévola?

Bev me ha dejado un tarrito de pastel de carne en la nevera, bien tapado con filme transparente. Tiene una pizca de pimienta en la capa superior de puré de patata y, en su aislamiento de ración individual perfectamente medida, también tiene un aire coercitivo. Descongelo un pedazo de pastel de queso para cenar —es una de las ventajas de vivir sola— y me preparo un complemento vitamínico Berocca en un vaso alto para compensarlo. Mañana, cuando venga Bev, tendré que darle explicaciones.

Una vez en la cama, las cigarras me hacen compañía; todavía es pronto. Su coro anima a la noche a venir, como si sin sus gritos de aliento esta no se atreviera a aventurarse en un sitio tan luminoso. «¡Noche, noche, noche!», parecen chillar. Y de pronto callan todas a la vez.