Asalto final de los Puños; victoria del Reino Celeste; refugiados en los dominios de los Tamborileros; Miranda

El Huangpu detuvo el avance del Ejército Celeste hacia el mar, pero atravesando el río más hacia el interior, continuaron moviéndose en dirección norte hacia la península de Pudong a ritmo de paseo, empujando frente a ellos a un montón de campesinos hambrientos como los que habían sido sus emisarios en Shanghái.

Los ocupantes de Pudong —una mezcla de bárbaros, chinos de la República Costera que temían la persecución a mano de sus primos celestes, y las pequeñas hermanas de Nell, un tercio de millón por lo menos y que constituían una phyle por sí mismas— se encontraban, por tanto, atrapados entre los celestes al sur, el Huangpu al oeste, el Yangtsé al norte y el océano al este. Todas las conexiones con las islas artificiales en el mar se habían roto.

Los geotectólogos de Tectónica Imperial, en sus templos clásicos y góticos en lo alto de Nueva Chusan, realizaron varios esfuerzos por construir puentes provisionales entre su isla y Pudong. Era muy simple tender un armazón o un puente flotante sobre el mar, pero los celestes tenían ahora la tecnología para volar cosas así con mayor rapidez que la de su construcción. Durante el segundo día del asalto, hicieron que la isla se conectase con Pudong por medio de un pseudópodo estrecho de coral inteligente, anclado al fondo del océano. Pero había límites simples y claros a la velocidad con que podía crecer, y mientras los refugiados seguían atestando las estrechas calles del bajo Pudong, trayendo informes cada vez más terribles sobre el avance de los celestes, todos tuvieron claro que el puente terrestre no se completaría a tiempo.

Los campamentos de las distintas tribus se desplazaban al norte y al este al ser obligados por la presión de los refugiados y el miedo a los celestes, hasta que varios kilómetros de costa habían sido reclamados y ocupados por diversos grupos. El lado sur, a lo largo de la costa, había sido ocupado por los nuevos atlantes, que se habían preparado para rechazar cualquier asalto por la playa. La cadena de campamentos se extendía hacia el norte, doblándose por el océano y luego al este por las orillas del Yangtsé hacia el lado opuesto, que estaba ocupado por Nipón, preparada contra cualquier asalto desde las zonas de marea. Toda la parte central de la línea estaba protegida contra un asalto por el ejército/tribu de la Princesa Nell compuesto por niñas de doce años, que gradualmente cambiaban sus palos por armas más modernas compiladas en Fuentes portátiles de los nipones y los nuevos atlantes.

A Carl Hollywood se le había asignado labores militares tan pronto como se presentó ante las autoridades de Nueva Atlantis, a pesar de su esfuerzo por convencer a sus superiores de que podría ser más útil siguiendo su actual línea de investigación. Pero entonces llegó un mensaje de los niveles más altos del gobierno de Su Majestad. La primera parte felicitaba a Carl Hollywood por sus acciones «heroicas» al sacar al fallecido coronel Spence de Shanghái y sugería que un título nobiliario podría estarle esperando cuando saliese de Pudong. La segunda parte lo nombraba en cierta forma enviado especial ante Su Alteza Real, la Princesa Nell.

Leyendo el mensaje, a Carl le sorprendió momentáneamente que su Soberana le diese una posición equivalente a Nell; pero al reflexionar vio que era un acto simultáneamente justo y pragmático. Durante su estancia en las calles de Pudong, había visto lo suficiente del Ejército Ratonil (como, por alguna razón, se autodenominaban) para saber que, de hecho, constituían una especie de nuevo grupo étnico, y que Nell era su líder incuestionable. La estima de Victoria por la nueva soberana estaba bien fundada. Y al mismo tiempo, el Ejército Ratonil estaba ayudando a proteger a muchos atlantes para que no fuesen hechos prisioneros o algo peor por el Reino Celeste, lo que convertía aquel reconocimiento en un acto eminentemente pragmático.

Le tocó a Carl Hollywood, que había sido miembro de su tribu adoptiva durante sólo unos meses, el transmitir los saludos y felicitaciones de Su Majestad a la Princesa Nell, una chica de la que sabía a través de Miranda pero que nunca había conocido y que apenas podía imaginar. No necesitó reflexiones muy profundas para ver la mano de lord Alexander Chung-Sik Finkle-McGraw tras todo aquello.

Liberado de las responsabilidades diarias, se dirigió al norte desde el campamento de Nueva Atlantis en el tercer día de sitio, siguiendo la línea de la marea. Cada pocos metros se encontraba con una frontera tribal y presentaba su visado que, bajo las provisiones del Protocolo Económico Común, se suponía que le permitía libre paso. Algunas de las zonas tribales sólo tenían uno o dos metros de ancho, pero sus dueños guardaban celosamente su acceso al mar, sentados durante toda la noche mirando a las olas esperando alguna forma de salvación sin especificar. Carl Hollywood atravesó los campamentos de ashantis, kurdos, armenios, navajos, tibetanos, senderos, mormones, jesuitas, lapones, pakistaníes, tutsis, la Primera República Distribuida y sus innumerables variantes, heartlanders, irlandeses y una o dos células locales de CryptNet que ahora habían quedado expuestas. Encontró phyles sintéticas de las que nunca había oído hablar, pero eso no le sorprendió.

Finalmente llegó a una porción generosa de playa protegida por chicas chinas de doce años. En ese punto presentó las credenciales de Su Majestad la Reina Victoria II, que eran muy impresionantes, tanto que muchas chicas se reunieron para admirarlas. Carl Hollywood se sorprendió al oír que todas hablaban un perfecto inglés en un estilo victoriano alto. Parecían preferirlo cuando discutían cosas abstractas, pero cuando se referían a temas prácticos volvían al mandarín.

Lo escoltaron al interior de las líneas del campamento del Ejército Ratonil, que era en su mayoría un hospicio abierto para los desechos andrajosos, enfermos y heridos de las otras phyles. Los que no estaban acostados de espaldas, atendidos por Enfermeras Ratoniles, estaban sentados en la arena, abrazándose las piernas y mirando al agua en dirección a Nueva Chusan. La pendiente era suave en aquella zona, y una persona podía entrar un buen trecho en el mar.

Una persona lo había hecho: una joven cuyo pelo largo le caía por los hombros y se extendía por el agua a su alrededor. Estaba de pie de espaldas a la costa, sosteniendo un libro entre las manos, y no se movió durante mucho tiempo.

—¿Qué hace ahí? —dijo Carl Hollywood a su escolta del Ejército Ratonil, que tenía cinco pequeñas estrellas en las solapas. En Pudong, había conseguido interpretar aquellas insignias: cinco estrellas significaba que tenía a su cargo a 45 personas, o 1024. Una comandante de regimiento, en ese caso.

—Llama a su madre.

—¿Su madre?

—Su madre está bajo las olas —dijo la mujer—. Es una reina.

—¿Reina de qué?

—Es la Reina de los Tamborileros que viven bajo el mar.

Y entonces Carl Hollywood supo que la Princesa Nell también buscaba a Miranda. Arrojó el largo abrigo sobre la arena y se metió en el Pacífico, acompañado por la oficial, y permaneció a una distancia juiciosa, en parte para mostrar el debido respeto y en parte porque Nell llevaba una espada al cinto. Su rostro estaba inclinado sobre las páginas del libro, y él medio esperaba que las páginas ardiesen y se doblasen bajo su mirada.

Después de un tiempo, levantó la vista del libro. La oficial le habló en voz baja. Carl Hollywood no conocía el protocolo cuando uno estaba metido hasta la cintura en el Mar Oriental de China, así que se adelantó, se inclinó todo lo que pudo en aquellas circunstancias, y le entregó a la Princesa Nell el mensaje de la Reina Victoria II.

Ella lo aceptó en silencio, y lo leyó, luego volvió al principio y lo leyó de nuevo. Después se lo pasó a la oficial, quien lo enrolló con cuidado. La Princesa Nell miró a las olas durante un rato, luego miró a Carl Hollywood a los ojos y habló despacio.

—Acepto sus credenciales y le ruego que transmita mi más sincero agradecimiento y estima a Su Majestad, así como mis disculpas al impedirme las circunstancias componer una respuesta más formal a su amable carta, cosa que en cualquier otro momento sería naturalmente mi prioridad más alta.

—Lo haré en cuanto pueda, Su Majestad —dijo Carl Hollywood.

Oyendo esas palabras, la Princesa Nell pareció perder un poco el equilibro y movió los pies para recuperarlo; aunque aquello podría ser producto de la contracorriente. Carl comprendió que nadie se había dirigido a ella de esa forma antes; que, hasta que Victoria la había reconocido de esa forma no había comprendido totalmente su posición.

—La mujer que busca se llama Miranda —dijo él.

Todo pensamiento sobre coronas, reinas y ejércitos pareció desvanecerse de la mente de Nell, y fue sólo de nuevo una joven dama buscando… ¿qué? ¿A su madre? ¿A su maestra? ¿A su amiga? Carl Hollywood le habló a Nell en voz baja y suave, proyectando la voz lo suficiente para que se le escuchase sobre el sonido de las olas. Le habló de Miranda, y del libro, y de las viejas historias de los hechos de la Princesa Nell, que había presenciado de refilón, más o menos, al observar cómo Miranda trabajaba muchos años atrás en el Parnasse.

Durante los siguientes dos días muchos de los refugiados de la costa fueron transportados por naves de aire y superficie, pero algunas de ésas fueron destruidas de forma espectacular por las armas del Reino Celeste. Tres cuartas partes de las chicas del Ejército Ratonil se evacuaron a sí mismas por el procedimiento de desnudarse y meterse en masa en el océano, uniéndose por los brazos formando una balsa flexible e imposible de hundir que gradual, lenta y cansadamente navegaba hasta Nueva Chusan. Los rumores se extendían rápidamente por toda la longitud de la costa; las fronteras tribales parecían acelerar más que entorpecer ese proceso y la relación entre lenguas y cultura producía nuevas variantes de cada rumor, adaptados a los miedos y prejuicios locales. El rumor más popular era que los celestes planeaban dar a todos paso seguro y que los ataques los producían minas inteligentes fuera de control o, peor aún, algunos comandantes fanáticos que desafiaban las órdenes y que pronto serían controlados. Había un segundo rumor más extraño que daba a la gente un incentivo para permanecer en la orilla y no confiar en las naves de evacuación: una joven con un libro y una espada estaba creando túneles mágicos en el fondo que los llevarían a la salvación. Esas ideas eran oídas con escepticismo por las culturas más racionales, pero en la mañana del sexto día del cerco, la marea de cuadratura llevó una señal peculiar a la arena: una cosecha de huevos translúcidos del tamaño de pelotas playeras. Cuando se abrían las frágiles envolturas, contenían mochilas adornadas por un delicado diseño fractal de respiradero. Una manguera rígida se extendía desde la parte alta y estaba conectada a una máscara. Dadas las circunstancias, no era difícil adivinar el uso de aquellos objetos. Las gentes se colgaron las mochilas a la espalda, se colocaron las máscaras y se metieron en el agua. Las mochilas actuaban como agallas de peces y daban un suministro continuo de oxígeno.

Las agallas no llevaban ninguna identificación tribal; simplemente llegaban a la playa, por miles, con cada marea alta, producidas orgánicamente por el mar. Los atlantes, nipones y otros asumieron que venían de su propia tribu. Pero muchos apreciaron la conexión entre aquello y los rumores sobre la Princesa Nell y los túneles bajo las olas. Las personas migraban hacia el centro de la costa de Pudong, donde las pequeñas, débiles y frágiles tribus se habían concentrado. Esa contracción de la línea defensiva fue inevitable al reducirse el número de defensores dada la evacuación. Las fronteras entre tribus se hicieron inestables y finalmente desaparecieron, y el quinto día del cerco todos los bárbaros se habían hecho fungibles y se unieron en una masa en el punto más externo de la península de Pudong, varias decenas de miles de personas comprimidas en el espacio no superior al de algunas calles. Más allá estaban los refugiados chinos, en su mayoría personas muy identificadas con la República Costera, que sabían que nunca podrían encajar en el Reino Celeste. No se atrevían a invadir el campamento de los refugiados, que todavía tenían armas muy poderosas, pero avanzando centímetro a centímetro y nunca retirándose, redujeron insensiblemente el perímetro, de forma que muchos bárbaros se encontraron metidos en el océano hasta las rodillas.

Se extendió el rumor de que la mujer llamada Princesa Nell tenía un mago y consejero llamado Carl, que había aparecido un día de la nada sabiendo casi todo lo que sabía la Princesa Nell y algunas cosas que ella no conocía. Ese hombre, según los rumores, tenía en su poder un juego de llaves mágicas que le daba a él y a la Princesa Nell el poder de hablar con los Tamborileros que vivían bajo las olas.

En el séptimo día, la Princesa Nell entró desnuda en el mar al amanecer, desapareció bajo las olas coloreadas de rosa por el sol naciente, y no regresó. Carl la siguió unos minutos después, aunque al contrario que la Princesa Nell tuvo la precaución de llevar un equipo de agallas. Entonces todos los bárbaros entraron en el océano, dejando atrás las sucias ropas tiradas por la playa, entregando el último trozo de tierra china al Reino Celeste. Todos caminaron en el océano hasta que desaparecieron las cabezas. La retaguardia estaba formada por las chicas que quedaban del Ejército Ratonil, quienes se metieron desnudas en las olas, se unieron para formar una balsa y se abrieron paso lentamente por el mar, arrastrando a algunos enfermos y heridos con ellas en balsas improvisadas. Para cuando el pie de la última chica perdió contacto con el fondo arenoso del océano, ese trozo de tierra ya había sido reclamado por un hombre con un trozo de tela escarlata alrededor de la cintura, que permaneció en la orilla riendo al pensar que ahora el Reino Medio era un solo país de nuevo.

El último diablo extranjero en salir del Reino Medio fue un caballero victoriano rubio de ojos grises, quien permaneció de pie entre las olas durante un tiempo mirando a Pudong antes de volverse y continuar el descenso. Al elevarse el mar hacia él, le quitó el bombín de la cabeza, y el sombrero continuó balanceándose sobre las olas durante algunos minutos mientras los chinos detonaban fuegos artificiales en la orilla y pequeños fragmentos de papel rojo se elevaban sobre el océano como pétalos de cerezos.

En una de sus incursiones en el mar, Nell había encontrado a un hombre —un Tamborilero— que había salido nadando de las profundidades, desnudo excepto por un juego de agallas. Debía haberla sorprendido; pero al contrario, ella había sabido que él estaba allí antes de haberlo visto, y cuando se acercó, Nell pudo sentir cosas que sucedían en su mente que venían de fuera. Había algo en su cerebro que la conectaba a los Tamborileros.

Nell había dibujado algunos planos generales y se los había dado a sus ingenieras para que los elaborasen, y ellas se los habían dado a Carl, quien los había llevado a un C.M. portátil y en funcionamiento en el campamento de Nueva Atlantis y había compilado un pequeño sistema para examinar y manipular dispositivos nanotecnológicos.

En la oscuridad, motas de luz brillaban en la piel de Nell, como luces de aviones en el cielo nocturno. Cogieron una de ésas con un escalpelo y la examinaron. Encontraron dispositivos similares en su corriente sanguínea. Aquellas cosas, comprendieron, debían de haber llegado a la sangre de Nell cuando la violaron. Quedaba claro que los destellos de luz en la piel de Nell eran la luz del faro que guía a otras personas a través del golfo que nos separa de nuestros vecinos.

Carl abrió una de las cosas de la sangre de Nell y encontró dentro un sistema de lógica de barras, y un sistema de cinta que contenía algunos gigabytes de datos. Los datos estaban divididos en bloques discretos, cada uno encriptado por separado. Carl probó todas las claves que había obtenido de John Percival Hackworth y descubrió que una de ellas —la clase de Hackworth— descifraba algunos de los bloques. Cuando examinó el contenido desencriptado, descubrió fragmentos de un plan para algún tipo de dispositivo nanotecnológico.

Sacaron sangre a varios voluntarios y encontraron que uno de ellos tenía los mismos pequeños dispositivos en la sangre. Cuando pusieron juntos los dos dispositivos, se encontraron usando lidar y se unieron, intercambiando datos y realizando algún tipo de cálculo que produjo calor.

Los dispositivos vivían en la sangre de la especie humana como virus y pasaban de una persona a otra durante el sexo o cualquier otro intercambio de fluidos corporales; eran paquetes inteligentes de datos, igual a los que recorrían la red de media, y uniéndose unos con otros en la sangre, formaban un vasto sistema de comunicación, paralelo y probablemente unido a la red seca de líneas ópticas y cables de cobre. Como la red seca, la red húmeda podía usarse para realizar cálculos; para ejecutar programas. Y quedaba ahora claro que John Percival Hackworth la estaba usando exactamente para eso, ejecutando algún tipo de enorme programa distribuido de su propia invención. Estaba diseñando algo.

—Hackworth es el Alquimista —dijo Nell—, y está usando la red húmeda para diseñar la Simiente.

A medio kilómetro de la costa, comenzaban los túneles. Algunos de ellos debían de llevar allí muchos años, porque eran irregulares como troncos de árboles, cubiertos de lapas y algas. Pero era evidente que en los últimos días se habían dividido orgánicamente, como raíces buscando humedad; tubos nuevos y limpios forzaban el paso a través de las incrustaciones y corrían hacia la línea de la marea, dividiéndose una y otra vez hasta que muchos orificios se ofrecían a los refugiados. Los tallos terminaban en labios que cogían a la gente y la metían dentro, como la punta de una trompa de elefante, aceptando a los refugiados con un mínimo de agua de mar. Los túneles estaban cubiertos por imágenes mediatrónicas que les instaban a adentrarse en los túneles; siempre parecía que un lugar cálido, bien iluminado y seco les esperaba sólo un poco más adelante. Pero la luz se movía junto con las personas para que penetrasen más en los túneles, como en la peristalsis. Los refugiados llegaban al túnel principal, el cubierto de incrustaciones, y seguían moviéndose, ahora reunidos en una masa sólida, hasta que eran descargados en una gran cavidad abierta muy por debajo de la superficie del océano. Allí les esperaban alimentos y agua, y comían con hambre.

Dos personas no comieron nada aparte de las provisiones que habían traído con ellos, eran Nell y Carl.

Después de que hubiesen descubierto los nanositos en la carne de Nell que la convertían en parte de los Tamborileros, Nell se había quedado despierta toda la noche diseñando un contrananosito, uno que buscase y destruyese los dispositivos de los Tamborileros. Ella y Carl se habían puesto los dispositivos en la sangre, por lo que Nell estaba ahora libre de la influencia de los Tamborileros y los dos permanecerían así. Sin embargo, no se arriesgaron a comer la comida de los Tamborileros, y estaba bien, porque después de la comida los refugiados se adormilaron y se tendieron en el suelo a dormir, con el vapor saliendo de su piel, y pronto comenzaron a resplandecer destellos de luz, como estrellas que aparecen cuando se pone el sol. Después de dos horas, las estrellas se habían unido para formar una superficie continua de luz parpadeante, lo suficientemente brillante para poder usarla para leer, como si la luna llena brillase sobre los cuerpos de los juerguistas en un prado. Los refugiados, ahora Tamborileros, durmieron y soñaron todos el mismo sueño, y las luces abstractas que brillaban sobre la cubierta mediatrónica de la caverna comenzaron a organizarse en oscuras memorias de lo más profundo de la mente inconsciente. Nell comenzó a ver cosas de su propia vida, experiencias mucho tiempo atrás asimiladas en las palabras del Manual se mostraban ahora de forma más cruda y aterradora. Nell cerró los ojos; pero las paredes también producían sonido, del que no podía huir.

Carl Hollywood controlaba las señales que pasaban por las paredes de los túneles, evitando el contenido emocional de las imágenes al reducirlas a dígitos binarios e intentando descubrir los códigos y protocolos internos.

—Tenemos que irnos —dijo Nell finalmente, y Carl se levantó y la siguió a través de una salida elegida al azar.

El túnel se dividía una y otra vez, y Nell elegía el camino por intuición. En ocasiones, los túneles se ampliaban para formar grandes cavernas llenas de Tamborileros luminiscentes, durmiendo, jodiendo o simplemente dando golpes a las paredes. Las cavernas siempre tenían muchas salidas, que se dividían y dividían y luego convergían a otras cavernas; una red de túneles tan vasta y complicada que parecía ocupar todo el océano, como un aparato nervioso con las dendritas tejiéndose y ramificándose para ocupar todo el volumen del cráneo.

Un suave tamborileo se encontraba en el mismo límite de lo perceptible desde que habían dejado la caverna en la que se habían dormido los refugiados. Al principio Nell lo había considerado el sonido de las corrientes submarinas chocando contra las paredes del túnel, pero al hacerse más fuerte, supo que eran los Tamborileros hablando entre sí, reunidos en alguna caverna central enviándose mensajes por toda la red. Al comprenderlo, sintió que la urgencia se transformaba en pánico por encontrar la reunión central, y durante algún tiempo corrieron por el perfectamente engañoso laberinto tridimensional, intentando localizar el epicentro del tamborileo.

Carl Hollywood no podía correr tan rápido como la ágil Nell y acabó perdiéndola en la confusión de túneles. Desde ese momento tomó sus propias decisiones, y después de que pasase algún tiempo —era imposible saber cuánto— su túnel llegó a otro por el que iba una corriente de Tamborileros hacia otro piso del océano. Carl reconoció a algunos de los Tamborileros como antiguos refugiados de las playas de Pudong.

El sonido de los Tamborileros no aumentó gradualmente sino que explotó en una confusión ensordecedora y que destruía la mente al salir Carl a una gran caverna, un anfiteatro cónico que debía de tener un kilómetro de ancho, cubierto por una tormenta de imágenes mediatrónicas a lo largo de una vasta cúpula. Los Tamborileros, visibles bajo la luz parpadeante de la tormenta de imágenes superior y por su propia iluminación interna, se movían arriba y abajo por el cono en una especie de corriente de convección. Atrapado en un remolino, Carl fue transportado hacia el centro y se encontró con una orgía de dimensiones fantásticas. Las estelas de sudor vaporizado se elevaban del centro del pozo formando una nube. Los cuerpos que se apretaban contra la piel desnuda de Carl eran tan calientes que casi le quemaron, como si todos tuviesen una fiebre muy alta, y en algún compartimento abstracto de su mente que, de alguna forma, continuaba en su curso racional, comprendió la razón: intercambiaban paquetes de datos con sus fluidos corporales, los paquetes se unían en la sangre y la lógica de barras producía calor que elevaba la temperatura corporal.

La orgía continuó durante horas, pero la convección se redujo gradualmente y se condensó en una estructura estable, como una multitud en un teatro que se sienta en los sitios asignados al acercarse la hora en que se levante el telón. Un amplio espacio abierto se formó en el centro, y el anillo más interior de espectadores consistía en hombres, como si fuesen los ganadores de un gran concurso de fornicación que se aproximaba a la prueba final. Un Tamborilero solitario recorrió el anillo interior, entregando algo; resultaron ser condones mediatrónicos que resplandecían en vivos colores al ser colocados en los penes erectos de los hombres.

Una mujer entró en el anillo. El piso en el centro absoluto se elevó bajo sus pies, levantándola en el aire como en un altar. El tamborileo llegó a un punto insoportable y se detuvo. Luego comenzó de nuevo, en un ritmo lento pero continuo, y los hombres en el círculo interior comenzaron a bailar a su alrededor.

Carl Hollywood vio que la mujer en el interior era Miranda.

Ahora lo entendía todo: los refugiados habían sido reunidos en los dominios de los Tamborileros por el conjunto de nuevos datos que corrían por su sangre, que esos datos habían sido introducidos en la red húmeda en el curso de una gran orgía, y que todo iba ahora a ser colocado en Miranda, cuyo cuerpo iba a ser el lugar de ejecución de algún clímax computacional que la quemaría viva en el proceso. Era cosa de Hackworth; aquélla era la culminación del esfuerzo para diseñar la Simiente, y con eso disolvería de paso la base de Nueva Atlantis, Nipón y todas las sociedades que se habían desarrollado alrededor del concepto de una Toma centralizada y jerárquica.

Una figura solitaria, destacada porque su piel no emitía ninguna luz, luchaba por llegar al centro. Entró de golpe en el círculo interior, tirando a un bailarín que se le puso delante, y trepó por el altar central donde yacía Miranda de espaldas, con los brazos extendidos como crucificada y su piel convertida en una galaxia de luces coloreadas.

Nell acunó la cabeza de Miranda entre los brazos, se inclinó y la besó, no un suave roce en los labios sino un beso salvaje con la boca abierta, y la mordió fuerte al hacerlo, mordiendo sus propios labios y los de Miranda para que se mezclasen las sangres. La luz que emitía el cuerpo de Miranda se redujo y se apagó lentamente al ser perseguidos y cazados los nanositos por los depredadores que habían entrado en su sangre desde la de Nell. Miranda se despertó y se levantó, con los brazos rodeando ligeramente el cuello de Nell.

El tamborileo se había detenido; los Tamborileros se sentaron impasibles, claramente felices con esperar —años si fuese necesario— a otra mujer que pudiese ocupar el lugar de Miranda. La luz de sus cuerpos se había reducido, y el mediatrón superior mostraba imágenes oscuras y vagas. Carl Hollywood, viendo finalmente algo que hacer, fue al centro, pasó un brazo bajo las rodillas de Miranda y otro bajo los hombros, y la levantó en el aire. Nell se volvió y los guio fuera de la caverna, sosteniendo la espada frente a ella; pero ninguno de los Tamborileros se movió para detenerlos.

Pasaron por muchos túneles, siempre tomando el camino hacia arriba hasta que vieron la luz del sol que brillaba sobre las olas, creando líneas de luz blanca en el techo translúcido. Nell cortó el túnel tras ellos usando la espada como una aguja de reloj. El agua cálida cayó sobre ellos. Nell nadó hacia la luz. Miranda no nadaba con fuerza, y Carl se sentía dividido entre el deseo aterrorizado por llegar a la superficie y su deber para con Miranda. Luego vio sombras que descendían desde arriba, docenas de niñas desnudas nadando, con líneas de burbujas plateadas saliendo de sus bocas, y los ojos almendrados emocionados y traviesos. Muchas manos suaves sostuvieron a Carl y Miranda y los llevaron hacia la luz.

Nueva Chusan se elevaba ante ellos, a una corta distancia a nado, y desde lo alto de la montaña pudieron oír repicar las campanas de la catedral.