Carl Hollywood se despertó por un sonido de campanas en los oídos y una quemadura en la mejilla que resultó ser un fragmento de vidrio de unos dos centímetros que se le había clavado en la cara. Cuando se sentó, la cama hizo ruidos y se rompieron cristales, deshaciéndose de una gran carga de vidrios rotos, mientras una exhalación fétida entraba por la ventana rota directamente hacia su cara. Los viejos hoteles tenían sus encantos, pero también sus desventajas; como ventanas fabricadas con materiales antiguos.
Afortunadamente, algún viejo instinto de Wyoming había hecho que dejase las botas al lado de la cama durante la noche. Le dio la vuelta a cada una y cuidadosamente comprobó que no contenían cristales antes de ponérselas. Sólo cuando se hubo vestido por completo y recogido las cosas se fue a mirar por la ventana.
El hotel estaba cerca de la orilla del Huangpu. Mirando al otro lado del río, podía ver que grandes secciones de Pudong estaban a oscuras frente al cielo índigo de antes de la mañana. Algunos edificios, conectados a las Tomas indígenas, todavía estaban iluminados. En su lado del río la situación no era tan simple; Shanghái, al contrario que Pudong, había sobrevivido a muchas guerras y, por tanto, la habían edificado para ser robusta: en la ciudad abundaban las fuentes energéticas secretas, viejos generadores diesel, Fuentes y Tomas privadas, depósitos de agua y cisternas. La gente todavía criaba pollos para comer a la sombra de la Corporación Bancaria de Hong Kong y Shanghái. Shanghái soportaría mucho mejor el asalto de los Puños que Pudong.
Pero como blanco, Carl Hollywood podría no superarlo nada bien. Era mejor estar al otro lado del río, en Pudong, con el resto de las Tribus Exteriores.
De allí al paseo de la orilla había unas tres manzanas; pero ya que era Shanghái, aquellos tres bloques estaban fraguados con lo que en otra ciudad serían tres millas de complicaciones. El problema principal iba a ser los Puños; ya podía oír los gritos de «¡Sha! ¡Sha!» que venían de las calles, y usando la linterna de bolsillo desde la baranda del balcón pudo ver muchos Puños, envalentonados por la destrucción de las Tomas extranjeras, corriendo con los cinturones y bandas escarlata expuestos al mundo.
Si no midiese casi dos metros de alto y tuviese ojos azules, probablemente hubiese intentado disfrazarse de chino y escabullirse a la orilla, y probablemente le saldría mal. Fue al armario y sacó el gran abrigo, que le caía casi hasta los talones. Era a prueba de balas y de la mayoría de los proyectiles nanotecnológicos.
Había una gran pieza de equipaje que había metido en el armario sin abrir. Al oír los informes sobre problemas, había tenido la precaución de traerse aquellas reliquias con él: un rifle grabado del 44 con una mira de baja tecnología y, algo así como último recurso, un revólver Colt. Aquellas armas eran innecesariamente gloriosas, pero mucho tiempo atrás se había deshecho de todas las armas que no tenían valor histórico o artístico.
Se oyeron dos disparos dentro del edificio, muy cerca de él. Momentos más tarde, alguien llamó a la puerta. Carl se envolvió en el abrigo, en caso de que alguien decidiese disparar a través de la puerta, y miró por la mirilla. Para su sorpresa, vio a un caballero anglo de pelo blanco con un bigote como un manillar, agarrado a una semiautomática. Carl lo había conocido ayer en el bar del hotel; estaba allí intentando arreglar algún negocio antes de la caída de Shanghái.
Abrió la puerta. Los dos hombres se miraron brevemente.
—Alguien podría pensar que hemos venido a una convención de armas antiguas —dijo el caballero por encima del bigote—. Bueno, siento mucho haberle molestado, pero pensé que le gustaría saber que hay Puños en el hotel —señaló hacia el corredor con la pistola. Carl sacó la cabeza y descubrió a un botones muerto tirado frente a una puerta abierta, todavía agarrando un cuchillo.
—Resulta que ya estaba levantado —dijo Carl Hollywood—, y estaba considerando dar un paseo por la orilla. ¿Le apetece unirse a mí?
—Me encantaría. Coronel Spence, Reales Fuerzas Unidas, retirado.
—Carl Hollywood.
Bajando las escaleras, Spence mató a dos empleados más del hotel a quienes había, con pruebas bastante ambiguas, identificado como Puños. Carl fue escéptico en ambos casos hasta que Spence les abrió las camisas para revelar cinturones escarlata debajo.
—No es que realmente sean Puños, entienda —le explicó Spence con jovialidad—. Es sólo que cuando los Puños vienen, este tipo de tonterías se pone de pronto de moda.
Después de intercambiar más humor negro sobre si debían pagar las facturas antes de irse, y qué propina se debía dar a un botones que venía hacia ti blandiendo un cuchillo, llegaron a la conclusión de que sería más seguro salir por la cocina. Media docena de Puños estaban tendidos en el suelo, y sus cuerpos estaban destrozados por marcas de ralladores. Al llegar a la salida encontraron a otros dos clientes, ambos israelíes, mirándolos con la vista fija que implicaba la presencia de pistolas craneales. Segundos después, se les unieron dos zulúes consultores de administración que llevaban largos bastones telescópicos con nanocuchillas en los extremos. Los usaban para destruir todas las luces a su paso. Le llevó a Carl un minuto entender el plan: estaban a punto de meterse en un callejón a oscuras y necesitarían la visión nocturna.
La puerta comenzó a temblar en el hueco produciendo un estampido tremendo. Carl se adelantó y atisbó por la mirilla; era un par de chicos de la calle atacándola con un hacha de incendios. Se alejó de la puerta, colocándose el rifle sobre el hombro, cargó una bala y disparó a través de la puerta, apuntando lejos de los chicos. El estampido se apagó, y oyeron la hoja del hacha sonar como una campana al golpear el suelo.
Uno de los zulúes le dio una patada a la puerta y saltó al callejón, moviendo la hoja en un arco fatal como la hélice de un helicóptero, cortando los cubos de basura pero sin tocar a nadie. Cuando Carl salió de golpe unos segundos después, vio a un par de jóvenes gamberros perdiéndose al final del callejón, esquivando a varias docenas de refugiados, azotacalles, y gente de la calle que señalaron esperanzados a sus espaldas, asegurándose de que quedase claro que su única razón para estar en el callejón en esa ocasión era para actuar de vigilantes para los visitantes gwailo.
Sin discutirlo mucho, adoptaron una formación improvisada en el callejón, donde tenían espacio para maniobrar. Los zulúes fueron al frente, haciendo girar los bastones sobre la cabeza y soltando algún tipo de grito de batalla tradicional que apartó a muchísimos chinos de su camino. Uno de los judíos fue detrás de los zulúes, empleando la pistola craneal para atacar a cualquier Puño que cargase contra ellos. Luego venía Carl Hollywood, quien, por su altura y rifle, parecía haber acabado con el trabajo de reconocimiento y defensa a distancia. El coronel Spence y el otro israelí iban detrás, caminando de espaldas casi todo el tiempo.
Eso les permitió recorrer gran parte del callejón sin problemas, pero ésa era la parte fácil; cuando llegaron a la calle, ya no eran el único foco de acción sino meros granos en una tormenta de arena. El coronel Spence disparó casi todo un cargador al aire; las explosiones eran casi inaudibles en el caos, pero los fogonazos de luz del arma llamaron algo la atención, y la gente en su vecindad inmediata llegó incluso a apartarse de su camino. Carl vio que uno de los zulúes le hizo algo muy desagradable con su arma y apartó la vista; luego reflexionó que el trabajo del zulú era abrir camino y el suyo centrarse en las amenazas lejanas. Miró a su alrededor lentamente mientras caminaba, intentando ignorar las amenazas que estaban sólo a un brazo de distancia y ver la escena completa.
Se habían metido en medio de una lucha callejera completamente desorganizada entre las fuerzas de la República Costera y los Puños de la Recta Armonía, que no quedaba nada clara por el hecho de que muchos costeros habían desertado atándose tiras de tela roja en los brazos de los uniformes, y que muchos de los Puños no llevaban ninguna marca en absoluto, y que muchos de los otros que no tenían afiliación se aprovechaban de la situación para saquear las tiendas y eran rechazados por guardias de seguridad; muchos de los saqueadores eran a su vez asaltados por bandas organizadas.
Estaban en Nanjing Road, una avenida ancha que llevaba directamente al Bund y al Huangpu, bordeada de edificios de cuatro y cinco pisos de forma que muchas ventanas daban a la calle y cualquiera de ellas podría haber contenido un francotirador.
Algunas realmente cobijaban francotiradores, comprendió Carl, pero muchos de ellos disparaban al otro lado de la calle a otros francotiradores, y los que disparaban a la calle podrían haber dado a cualquiera. Carl vio a un tipo con un rifle de mira láser vaciando cargador tras cargador en la calle, y decidió que eso constituía un peligro definitivo y claro; por eso, cuando sus progresos se detuvieron momentáneamente, mientras los zulúes esperaban a que se resolviese frente a ellos una lucha costeros/Puños especialmente desesperada, Carl plantó los pies, se puso el rifle al hombro, apuntó, y disparó. En la débil luz producida por los disparos y las linternas, pudo ver polvo saltar de la ventana justo por encima de donde estaba del francotirador. El francotirador se echó atrás, luego comenzó a barrer la calle con el láser, buscando la fuente de la bala.
Alguien tropezó con Carl por detrás. Era Spence, al que le habían acertado y había perdido el uso de una pierna. Había un Puño sobre la cara del coronel. Carl hundió la culata del rifle en la barbilla del hombre, echándolo de vuelta a la pelea con los ojos en blanco. Luego cargó de nuevo, se puso el arma al hombro e intentó encontrar la ventana de su amigo el francotirador.
Todavía estaba allí, trazando pacientemente una línea roja rubí sobre la burbujeante superficie de la multitud. Carl respiró profundamente, exhaló con cuidado y apretó el gatillo. El rifle le golpeó el hombro, y al mismo tiempo vio el rifle del francotirador caer de la ventana, girando sobre sí mismo, el rayo láser barriendo el humo y el vapor como la línea de una pantalla de radar.
Todo aquello probablemente había sido una mala idea; si cualquiera de los otros francotiradores había visto su acto, querrían deshacerse de él, cualquiera que fuese su afiliación. Carl cargó de nuevo y dejó que el rifle le colgase de la mano, apuntando hacia la calle, donde no sería tan evidente. Las puntas del bigote de Spence se agitaban mientras él continuaba con su interminable e imperturbable charloteo; Carl no podía oír ni una palabra pero asentía para darle ánimo. Ni siquiera el neovictoriano más literal podía creerse seriamente lo de mantener la compostura sin demostrar que uno está asustado; Carl comprendió que eso ahora se hacía con un asentimiento y un guiño. Aquélla no era la forma del coronel Spence de decir que no estaba asustado; era más bien un código, una forma de salvar la cara mientras admitía que estaba completamente aterrorizado, y para Carl era la oportunidad de poder admitir lo mismo.
Varios Puños les atacaron simultáneamente; los zulúes se cargaron a dos, el israelí de delante de encargó de otro, pero otro llegó y lanzó el cuchillo contra la chaqueta a prueba de cuchillos del israelí. Carl levantó el rifle, la culata entre el cuerpo y el brazo, y disparó desde la cadera. El retroceso casi le arrancó el arma de la mano; el Puño prácticamente dio un salto hacia atrás.
No podía creer que todavía no hubiesen llegado al paseo de la orilla; habían estado haciendo aquello durante horas. Algo le golpeó con fuerza por la espalda, haciendo que cayese hacia delante; miró por encima del hombro y vio a un hombre que intentaba atravesarle con una bayoneta. Otro hombre vino corriendo e intentó quitarle el rifle. Carl, demasiado anonadado para responder por un momento, soltó finalmente a Spence, se lanzó y le metió los dedos en los ojos al atacante. Sonó una gran explosión en su oído, y miró para ver que Spence se había dado la vuelta y disparado al atacante que llevaba la bayoneta. El israelí que había estado guardando la espalda simplemente se había desvanecido. Carl levantó el rifle hacia la gente que convergía sobre ellos por la espalda; eso y la pistola de Spence abrieron un agradable espacio tras ellos. Pero algo más aterrador y poderoso empujaba a la gente hacia ellos por los lados, y al intentar Carl ver de qué se trataba, vio que un montón de chinos estaba ahora entre él y los zulúes. Tenían caras de dolor y pánico; no estaban atacando, estaban siendo atacados.
De pronto, todos los chinos desaparecieron. Carl y el coronel Spence se encontraron reunidos con una docena más o menos de bóers; no sólo hombres, sino mujeres, niños y viejos, todo un laager en movimiento. Todos se movían hacia delante instintivamente y reabsorbieron la vanguardia del grupo de Carl. Estaban a una manzana de la orilla.
El líder de los bóers, un hombre robusto, que Carl Hollywood identificó como líder, redistribuyó rápidamente las fuerzas que tenían para el asalto final al paseo de la orilla. Lo único que Carl recordaba de esa conversación era al hombre diciendo:
—Bueno. Tienen zulúes.
Los bóers en vanguardia llevaban algún tipo de arma automática que disparaba proyectiles de explosivo nanotecnológico de gran potencia que, usados indiscriminadamente, podrían haber convertido toda la multitud en una muralla de carne picada; pero ellos disparaban las armas de forma disciplinada incluso cuando los Puños penetraban a una distancia menor que la de una espada. De vez en cuando, uno de ellos levantaba la cabeza y barría una fila de ventanas con fuego automático continuo; los tiradores salían de la oscuridad y caían a la calle como muñecas de trapo. Los bóers debían de estar usando algún tipo de dispositivo de visión nocturna. El coronel Spence se cayó con todo su peso en el brazo de Carl, y éste comprendió que debía de estar inconsciente o cerca de estarlo. Carl se echó el rifle al hombro, se inclinó, y agarró a Spence con una maniobra de bombero.
Llegaron a la orilla y establecieron un perímetro defensivo. La siguiente pregunta era: ¿había algún bote? Pero aquella parte de China estaba medio cubierta por el agua y parecía que había tantos botes como bicicletas. La mayoría parecía que se habían abierto paso hasta Shanghái durante el gradual asalto de los Puños. Así que, cuando llegaron al agua, encontraron miles de personas con botes, deseosas de realizar negocios. Pero como señaló correctamente el líder bóer, sería un suicidio separar al grupo en varios botes pequeños y sin potencia; los Puños pagaban buenas recompensas por las cabezas de los bárbaros. Era mucho más seguro esperar una de las grandes naves del canal para ir al otro lado, en cuyo caso podrían llegar a un acuerdo con el capitán y subir a bordo como grupo.
Varias naves, desde yates a motor hasta traineras, ya competían por ser la primera en llegar a un acuerdo, abriéndose paso inexorables a través de la masa orgánica de pequeños botes que ocupaba la orilla.
Un golpe rítmico había comenzado a resonar en los pulmones. Al principio parecían tambores, pero al acercarse se convirtió en el sonido de cientos o miles de voces humanas que cantaban al unísono: «¡Sha! ¡Sha! ¡Sha! ¡Sha!». Nanjing Road comenzó a vomitar una gran multitud de personas arrojadas al Bund como los gases expulsados por un pistón. Se apartaron inmediatamente, dispersándose a un lado y a otro de la orilla.
Un ejército de hoplitas —guerreros profesionales en traje de batalla— marchaba hacia el río, en filas de a veinte, ocupando todo el ancho de Nanjing Road. Aquéllos no eran Puños; eran las tropas regulares, la vanguardia del Reino Celeste, y Carl Hollywood se horrorizó al ver que lo único que había entre ellos y su marcha a tres niveles hacia la orilla del Huangpu era Carl Hollywood, su 44 y un puñado de civiles ligeramente armados.
Un yate de muy buen aspecto se había acercado a unos metros de la orilla. El israelí que quedaba, que hablaba bien el mandarín, ya había comenzado a negociar con el capitán.
Uno de los bóers, una abuela huesuda con un moño blanco sobre la cabeza y encima un gorro negro primorosamente sujeto con alfileres, habló brevemente con el líder bóer. Él asintió una vez, luego le tomó la cara entre las manos y la besó.
Ella se puso de espaldas a la orilla y comenzó a caminar hacia la cabeza de la columna de celestes que avanzaba. Los pocos chinos, lo suficientemente locos para permanecer a lo largo de la orilla, respetando su edad y posible locura se apartaron para dejarle paso.
Las negociaciones sobre el barco parecían haber encontrado algunas dificultades. Carl podía ver hoplitas individuales saltando dos o tres pisos en el aire, entrando con los puños por delante en las ventanas del Hotel Cathay.
La abuela bóer se abrió paso hacia delante hasta estar en medio del Bund. El líder de la columna de celestes se adelantó, cubriéndola con algún tipo de arma de proyectiles colocada en un brazo del traje y le indicó con el otro que se apartase. La mujer bóer se puso cuidadosamente de rodillas en medio del camino, unió sus manos para rezar e inclinó la cabeza.
Entonces se convirtió en una perla de luz blanca en la boca de un dragón. En un instante la perla creció hasta el tamaño de una nave aérea. Carl Hollywood tuvo la presencia de ánimo para cerrar los ojos y volver la cabeza, pero no tuvo tiempo de echarse al suelo; la onda de choque se encargó de eso, aplastándole tan largo como era sobre el granito del paseo de la orilla y arrancándole la mitad de la ropa del cuerpo.
Pasó algún tiempo antes de volver a la consciencia; sentía que había sido una media hora, aunque todavía caían escombros a su alrededor, así que era más probable que fueran cinco segundos. El casco del yate blanco estaba abierto por un lado y la mayoría de la tripulación estaba esparcida por el río. Pero un minuto más tarde, una trainera se acercó y subió a los bárbaros a bordo sólo con negociaciones superficiales. Carl casi se olvidó de Spence y casi lo abandonó; descubrió que ya no tenía fuerzas para levantar el cuerpo del coronel, así que lo arrastró a bordo con ayuda de un par de jóvenes bóers; gemelos idénticos, vio, quizá de trece años. Al atravesar el Huangpu, Carl Hollywood se tiró sobre un montón de redes de pesca, cansado y débil como si todos sus huesos estuviesen rotos, mirando al cráter de treinta metros de diámetro en el centro del Bund y mirando a las habitaciones del Hotel Cathay, que había sido limpiamente cortado por la mitad por la bomba en el cuerpo de la mujer bóer.
Quince minutos después, estaban libres en las calles de Pudong. Carl Hollywood encontró el camino al campamento atlante local, donde se presentó, y pasó unos minutos escribiendo una carta a la viuda del coronel Spence; el coronel se había desangrado hasta morir por una herida en la pierna durante el viaje a través del río.
Luego extendió las páginas en el suelo frente a él y volvió al propósito que le había ocupado en la habitación del hotel durante los últimos días, es decir, la búsqueda de Miranda. Había comenzado la búsqueda a petición de lord Finkle-McGraw, y la había continuado con creciente pasión durante los últimos días al haber empezado a entender que había echado de menos a Miranda, y ahora seguía haciéndolo desesperadamente; porque había comprendido que en esa búsqueda podría residir la única esperanza para la salvación de decenas de miles de ciudadanos exteriores ahora atrapados en las calles muertas de la Zona Económica de Pudong.