Del Manual, la Princesa Nell regresa al Castillo Tenebroso; la muerte de Harv; El Libro del Libro y de la Simiente; la búsqueda de la Princesa Nell para encontrar a su madre. Destrucción de la Altavía; Nell cae en manos de los Puños; escapa a un peligro mayor; liberación

La Princesa Nell podía haber usado todos los poderes que había adquirido durante su gran aventura para cavar la tumba de Harv o hacer que el trabajo lo realizase el Ejército Desencantado, pero no parecía adecuado, así que en su lugar encontró una vieja pala oxidada colgada en uno de los edificios exteriores del Castillo Tenebroso. La tierra era seca y dura y estaba llena de raíces de espinos, y más de una vez la pala chocó con huesos viejos. La Princesa Nell cavó durante un largo día, ablandando la dura tierra con sus lágrimas, pero no se detuvo hasta que el nivel del suelo estuvo por encima de su cabeza.

Luego fue a la pequeña habitación del Castillo Tenebroso en la que Harv había muerto de tisis, cuidadosamente envolvió su cuerpo marchito en una fina seda blanca y lo llevó hasta la tumba. Encontró lirios creciendo en el jardín tras la casa del pescador, y puso un ramo en la tumba con él, junto a un pequeño libro para niños que Harv le había dado como regalo muchos años antes. Harv no sabía leer, y durante muchas noches se habían sentado alrededor del fuego en el patio del Castillo Tenebroso, Nell le había leído del libro, y suponía que le gustaría tenerlo fuera adonde fuese ahora.

Llenar la tumba fue rápido; la tierra suelta cubrió el agujero. Nell dejó más lirios en el montículo que marcaba el lugar de descanso de Harv. Luego se dio la vuelta y entró en el Castillo Tenebroso. Las manchadas paredes de granito habían adquirido tonos salmón del cielo occidental, y sospechaba que podría ver una hermosa puesta de sol desde la habitación de la alta torre donde había establecido la biblioteca.

Era una larga subida por una escalera húmeda y mohosa que corría por el interior de la torre más alta del Castillo Tenebroso. En la habitación circular en lo alto, que estaba dotada de ventanas divididas que miraban en todas direcciones, Nell había colocado todos los libros que había reunido durante sus aventuras: libros que Púrpura le había regalado, libros de la biblioteca del Rey Urraca, el primer Rey Feérico que había derrotado, y muchos más del palacio del genio, y del Castillo Turing, y de otras muchas bibliotecas y tesoros escondidos que había descubierto o saqueado durante su aventura. Y, por supuesto, la biblioteca completa del Rey Coyote, que contenía tantos libros que ni siquiera había tenido tiempo de mirarlos todavía.

Quedaba mucho trabajo por hacer. Había que preparar copias de todos aquellos libros para las chicas del Ejército Desencantado. Tierra Más Allá se había desvanecido, y la Princesa Nell quería recrearla de nuevo. Quería escribir su propia historia en un gran libro que las niñas pudiesen leer. Y le quedaba todavía una última búsqueda que le había asaltado últimamente, durante el largo viaje por el mar hasta la isla del Castillo Tenebroso: quería resolver el misterio de sus orígenes. Quería encontrar a su madre. Incluso después de la destrucción de Tierra Más Allá, había sentido otra presencia en el mundo, una que siempre estaba allí. El Rey Coyote en persona lo había confirmado. Mucho tiempo atrás, su padre adoptivo, el buen pescador, la había recibido de manos de las sirenas; ¿dónde la habían encontrado las sirenas a ella?

Sospechaba que no podría encontrar la respuesta sin la sabiduría contenida en la biblioteca. Comenzó ordenando la ejecución de un catálogo, empezando por los primeros libros que había conseguido en sus primeras aventuras con los Amigos Nocturnos. Al mismo tiempo, creó un Scriptorium en el gran salón del castillo, en el que miles de chicas se sentaban en grandes mesas haciendo copias exactas de todos los libros.

La mayoría de los libros del Rey Coyote trataban de los secretos de los átomos y de cómo unirlos para formar máquinas. Naturalmente, todos eran libros mágicos; las imágenes se movían, y podían hacerles preguntas y recibir respuestas. Algunos eran manuales y libros de trabajos para novicios, y la Princesa Nell pasó algunos días estudiando ese arte, uniendo átomos para crear máquinas simples y luego viendo cómo funcionaban.

Luego venía un gran conjunto de volúmenes iguales que contenían material de referencia: uno contenía diseños para miles de cojinetes, otro de ordenadores hechos de barras, otro más de dispositivos de almacenamiento de energía, y todos eran ractivos, por lo que podían usarse para diseñar aquellas cosas. Luego venían más libros sobre los principios generales de unir esas cosas para formar sistemas.

Finalmente, la biblioteca del Rey Coyote contenía algunos libros escritos a mano por el mismísimo Rey, que guardaban los diseños de sus obras maestras. De ellos, los dos mejores eran el Libro del Libro y el Libro de la Simiente. Eran volúmenes magníficos, tan gruesos como ancha era la mano de la Princesa Nell, encuadernados en lujoso cuero e iluminados con líneas tan finas como un cabello en elaborados dibujos, y cerrados con un pesado candado y un cierre de bronce.

La cerradura del Libro del Libro se abría con la misma llave que la Princesa Nell había tomado del Rey Coyote. Lo descubrió al empezar a explorar la biblioteca pero fue incapaz de entender el contenido de aquel volumen hasta no haber estudiado los otros y aprender los secretos de aquellas máquinas. El Libro del Libro contenía un juego completo de planos para un libro mágico que contaría historias a una persona joven, ajustándolas a las necesidades e intereses del niño; incluso enseñándole a leer si era necesario. Era una obra terriblemente complicada, y la Princesa Nell se limitó a repasarlo consciente de que entender los detalles podría llevar años de estudio.

La cerradura del Libro de la Simiente no se abría con la llave del Rey Coyote o cualquier otra llave en poder de la Princesa Nell, y como el libro había sido construido átomo a átomo, era más fuerte que cualquier sustancia mortal y no podía romperse para abrirlo. La Princesa Nell no sabía sobre qué trataba aquel libro; pero la portada exhibía una ilustración grabada de una semilla desnuda, como la semilla del tamaño de una manzana que había visto usar en la ciudad del Rey Coyote para construir el pabellón de cristal, y eso indicaba con suficiente claridad el contenido del libro.

Nell abrió los ojos y se apoyó en un hombro. El Manual se cerró y cayó de su barriga a la manta. Se había quedado dormida leyéndolo.

Las chicas en sus camastros se encontraban alrededor, respirando tranquilas y oliendo a jabón. Le hacía desear volver a echarse y dormir. Pero por alguna razón se había despertado. Algún instinto le había dicho que se levantase.

Se sentó y se llevó las rodillas hasta el pecho, liberando así la parte baja del camisón de entre las sábanas, luego se dio la vuelta y saltó al suelo sin hacer ruido. Sus pies descalzos la llevaron en silencio por entre las filas de camastros a una pequeña sala en una esquina del piso donde las chicas se sentaban, tomaban el té, se cepillaban el pelo y miraban viejos pasivos. Ahora estaba vacía, las luces estaban apagadas, y las ventanas de la esquina mostraban un vasto panorama: al nordeste, las luces de Nueva Chusan y las concesiones nipona e indostánica a unos kilómetros de la costa, y las partes exteriores de Pudong. La parte baja de Pudong estaba alrededor, con sus flotantes rascacielos mediatrónicos como bíblicos pilares de fuego. Al nordeste estaba el río Huangpu, Shanghái, sus suburbios, y más allá los asolados distritos del té y la seda. Ahora allí no ardía ningún fuego; las líneas de Toma habían sido quemadas hasta el mismo límite de la ciudad, y los Puños se habían detenido en el borde y se habían sentado a buscar una forma de penetrar los restos de la red de seguridad.

Los ojos de Nell fueron hacia el agua. La parte baja de Pudong ofrecía el paisaje urbano nocturno más espectacular jamás concebido, pero siempre se descubría mirando más allá, fijándose en el Huangpu, o el Yangtsé al norte, o la curva del Pacífico más allá de Nueva Chusan.

Comprendió que había tenido un sueño. No se había despertado por alguna molestia externa sino por lo que había sucedido en aquel sueño. Tenía que recordarlo; pero, por supuesto, no podía.

Sólo unos fragmentos: el rostro de una mujer, una hermosa joven, quizá llevando una corona, pero visto borroso, como a través de aguas turbulentas. Y algo que brillaba en su mano.

No, colgando bajo sus manos. Una joya en una cadena de oro.

¿Podría ser una llave? Nell no podía recuperar las imágenes, pero su instinto le decía que lo era.

Otro detalle: una línea brillante de algo que pasaba frente a su cara una vez, dos, tres veces. Algo amarillo, con un dibujo tejido: un símbolo que consistía en un libro, una semilla y llaves cruzadas.

Una tela de oro. Mucho antes las sirenas la habían entregado a su padre adoptivo, y ella había estado envuelta en una tela de oro, y por eso siempre había sabido que era una princesa.

La mujer del sueño, envuelta en aguas arremolinadas, había sido su madre. El sueño era un recuerdo de su infancia perdida. Y antes de que su madre la entregase a las sirenas, le había dado a la Princesa Nell una llave dorada en una cadena.

Nell se subió al alféizar, se apoyó en el cristal, abrió el Manual, y fue al principio. Empezaba con la misma vieja historia, como siempre, pero contada ahora con una prosa más madura. Leyó la historia de cómo su padre adoptivo la había recibido de las sirenas, y la leyó de nuevo, sacando más detalles, haciendo preguntas, pidiendo ilustraciones más detalladas.

Allí, en una de las ilustraciones, lo vio: la caja de seguridad de su padre adoptivo, un humilde cofre de madera sujeto con tiras de hierro oxidadas, y con un viejo y pesado candado, guardado bajo la cama. En ese cofre había guardado la tela de oro… y quizá la llave también.

Recorriendo el libro, llegó a una historia ya muy olvidada, después de la desaparición de su padre adoptivo, su madrastra malvada había llevado la caja a un acantilado sobre el mar y la había arrojado a la olas, destruyendo todas las pruebas de la sangre real de la Princesa Nell. No había sabido que su hija adoptiva la había estado observando desde las ramas de un matorral, donde se escondía a menudo durante los ataques de furia de su madre adoptiva.

Nell fue a la última página del Manual ilustrado para jovencitas.

Al acercarse la Princesa Nell al borde del acantilado, caminando con cuidado en la oscuridad, intentando que el camisón no quedara atrapado en las espinas de los arbustos, experimentó la extraña sensación de que todo el océano se había vuelto tenuemente luminiscente. Había notado a menudo ese fenómeno desde las altas ventanas de la biblioteca en la torre y había supuesto que las olas debían de estar reflejando la luz de la luna y las estrellas. Pero aquélla era una noche cubierta, el cielo era como un tazón de ónice tallado, que no permitía que pasase luz desde los cielos. La luz que veía debía de venir del fondo.

Llegando con cuidado al borde del acantilado, vio que su suposición era cierta. El océano, la única constante en todo el mundo, el lugar, de donde había venido de niña, de donde había crecido Tierra Más Allá a partir de las semillas del Rey Coyote, y en el que se había disuelto, el océano estaba vivo. Desde la partida del Rey Coyote, la Princesa Nell se había considerado completamente sola en el mundo. Pero ahora vio ciudades de luz bajo las olas y supo que sólo estaba sola por propia elección.

—La Princesa Nell se sacó el camisón por arriba, dejando que el viento frío recorriese su cuerpo y se llevase la prenda —dijo Nell—. Luego, respirando con profundidad y cerrando los ojos, dobló las piernas y saltó al espacio.

Leía sobre cómo las olas iluminadas se habían alzado hacia ella cuando de pronto la habitación se llenó de luz. Miró hacia la puerta, pensando que alguien había entrado y la había encendido, pero estaba sola y la luz parpadeaba sobre la pared. Volvió la cabeza hacia el otro lado.

La parte central de la Altavía se había transformado en una esfera de luz blanca que arrojaba su marmórea cubierta de fría materia oscura hacia la noche. La esfera se expandió hasta que pareció ocupar la mayor parte del intervalo entre Nueva Chusan y la costa de Pudong, aunque para entonces el color había cambiado de blanco a rojo anaranjado y la explosión había provocado un cráter considerable en el agua, que se convirtió en una onda circular de vapor y espuma que corrió sin esfuerzo por la superficie del océano como el arco de luz producido por una linterna de bolsillo.

Los fragmentos de la gigantesca línea de Toma que una vez había constituido la mayor parte de la masa de la Altavía habían sido lanzados al cielo por la explosión y ahora giraban por el cielo nocturno, la lentitud de sus movimientos indicando su tamaño, emitiendo amarillas líneas sulfurosas sobre la ciudad al arder furibundas en el viento creado por sus propios movimientos. La luz destacó un par de tremendos pilares de vapor de agua que se elevaban del océano al norte y al sur de la Altavía; Nell comprendió que los Puños debían de haber volado las Tomas de Nipón e Indostán al mismo tiempo. Así que ahora los Puños de la Recta Armonía tenían explosivos nanotecnológicos; habían recorrido mucho camino desde que habían intentado volar el puente sobre el Huangpu con unos cilindros de hidrógeno.

La onda de choque llegó a la ventana, despertando a varias de las chicas. Nell las oyó murmurar en el dormitorio. Se preguntó si debería entrar y advertirlas de que Pudong estaba aislada, y de que el asalto final de los Puños había comenzado. Pero aunque no podía comprender lo que decían, podía entender con claridad su tono de voz: no estaban sorprendidas, tampoco infelices.

Eran chinas y podían convertirse en ciudadanas del Reino Celeste vistiendo simplemente las prendas conservadoras de esa tribu y mostrando la debida deferencia ante cualquier mandarín que pasase por allí. Sin duda, exactamente eso es lo que harían tan pronto como los Puños llegasen a Pudong. Algunas de ellas podrían sufrir penalidades, prisión o violación, pero en un año todas estarían integradas en el Reino Celeste, como si la República Costera nunca hubiese existido.

Pero si las noticias del interior indicaban algo, los Puños matarían a Nell lenta y gradualmente, con multitud de quemaduras y cortes pequeños, cuando se cansasen de violarla. En los últimos días, a menudo había visto a las chicas chinas hablar en pequeños grupos y lanzarle miradas, y había empezado a sospechar que algunas podrían saber del ataque por adelantado y se preparaban para entregar a Nell a los Puños como demostración de lealtad.

Abrió un poco la puerta y vio a dos de esas chicas dirigiéndose al dormitorio donde solía dormir Nell, llevando trozos de cinta de polímero rojo.

Tan pronto como entraron en la habitación de Nell, ésta corrió por el corredor y se metió en la zona de ascensores. Mientras esperaba el ascensor, estaba más asustada de lo que había estado en su vida; la visión de las crueles cintas rojas en las pequeñas manos de las chicas le había producido por alguna razón más terror en su corazón que los cuchillos en manos de los Puños.

Un grito de conmoción salió del dormitorio.

La campana del ascensor sonó.

Oyó cómo se abría la puerta del dormitorio y alguien que corría por el pasillo.

La puerta del ascensor de abrió.

Una de las chicas vino a la entrada y la vio, y gritó algo en unos chillidos como de delfín.

Nell entró en el ascensor, pulsó el botón de la planta baja y apretó el botón de cerrar puertas. La chica se lo pensó un momento, luego se adelantó para agarrar la puerta. Venían varias chicas más por el pasillo. Nell le dio una patada en la cara a la chica, y ésta se echó atrás en una hélice de sangre. La puerta del ascensor comenzó a cerrarse. Justo cuando las dos puertas se encontraban en el centro, por la estrecha abertura vio a una de las otras chicas ir hacia el botón de la pared. Las puertas se cerraron. Hubo una breve pausa y se abrieron de nuevo.

Nell ya se encontraba en la posición correcta para defenderse. Si tenía que golpear a muerte a todas las chicas lo haría. Pero ninguna de ellas entró en el ascensor. En su lugar, la líder se adelantó y apuntó algo a Nell. Hubo un ligero ruido y algo pinchó a Nell en mitad del cuerpo, y en un segundo sintió que los brazos se le hacían muy pesados. Se cayó de culo. Inclinó la cabeza. Sus rodillas se doblaron. No podía mantener los ojos abiertos; mientras los cerraba vio a la chica venir hacia ella, sonriendo de placer, llevaba unas cintas rojas. Nell no podía mover ninguna parte del cuerpo, pero permaneció perfectamente consciente cuando la ataron con las cintas. Lo hicieron lenta, metódica y perfectamente; lo hacían todos los días de su vida.

Las torturas a que la sometieron en las siguientes horas fueron de naturaleza puramente experimental y preliminar. No duraban mucho y no producían ningún daño permanente. Aquellas chicas se ganaban la vida atando y torturando a la gente de forma que no dejase cicatrices, y era todo lo que realmente sabían. Cuando a la líder se le ocurrió la idea de apagar cigarrillos en las mejillas de Nell, fue algo completamente nuevo y dejó al resto de las chicas sorprendidas y silenciosas durante unos minutos. Nell sintió que la mayoría de las chicas no tenía estómago para algo así y que simplemente querían entregarla a los Puños a cambio de la ciudadanía en el Reino Celeste.

Los Puños comenzaron a llegar doce horas más tarde. Algunos vestían conservadores trajes de negocios, otros vestían uniformes de las fuerzas de seguridad del edificio, otros parecía como si hubiesen venido a llevarse a una chica a la discoteca.

Todos tenían algo que hacer cuando llegaron. Estaba claro que aquella suite iba a servir como cuartel general local de algún tipo cuando la rebelión comenzase de verdad. Comenzaron a traer suministros en el ascensor de carga y parecían pasar mucho tiempo al teléfono. A cada hora llegaban más soldados, hasta que la suite de madame Ping acomodaba a una o dos docenas. Algunos estaban cansados y sucios y se fueron a dormir a los camastros inmediatamente.

En cierta forma, Nell deseaba que hicieran lo que tuviesen que hacer y que acabasen rápido. Pero no pasó nada durante mucho tiempo. Cuando llegaron los Puños, las chicas los llevaron a ver a Nell, a quien habían metido bajo una cama y que ahora yacía sobre un charco de su propia orina. El líder le apuntó una luz a la cara y luego se volvió sin expresar el más mínimo interés. Parecía que una vez que había comprobado que las chicas habían hecho su parte de la revolución, Nell dejaba de tener importancia.

Supuso que era inevitable que, en su momento, aquellos hombres se tomasen con ella libertades que siempre habían sido consideradas como botín de guerra por los soldados irregulares, ésos que deliberadamente se habían apartado de la influencia feminizadora de la sociedad civilizada. Para que eso fuese menos atractivo, adoptó la medida desesperada de permitir que su persona quedase manchada por los productos de sus procesos internos naturales. Pero la mayoría de los Puños estaban demasiado ocupados y, cuando llegaba algún soldado de a pie, las chicas de madame Ping estaban deseosas de ser útiles a ese respecto. Nell reflexionó que un montón de soldados que se encontraban estacionados en un burdel llegarían naturalmente con ciertas esperanzas, y que las residentes harían mal en llevarles la contraria.

Nell había salido al mundo en busca de fortuna y esto era lo que había encontrado. Entendió mejor que nunca la sabiduría de los comentarios de la señorita Matheson sobre la hostilidad del mundo y la importancia de pertenecer a una tribu poderosa; todo el intelecto de Nell, sus vastos conocimientos y habilidades, acumulados durante una vida de intenso entrenamiento, no eran nada cuando se enfrentaba con un puñado de campesinos organizados. No podía dormir realmente en su posición actual pero salía y entraba en la consciencia, siendo visitada ocasionalmente por alucinaciones. Más de una vez soñó que el condestable había venido con su traje de hoplita a rescatarla; y el dolor que sintió cuando recuperó la consciencia y comprendió que su mente le había estado mintiendo, fue peor que las torturas que otros pudiesen infligirle.

Al final se cansaron del pestazo bajo la cama y la sacaron cubierta de fluidos corporales medio resecos. Habían pasado al menos treinta y seis horas desde su captura. La líder de las chicas, la que había apagado el cigarrillo en la cara de Nell, cortó las cintas rojas y cortó junto con ellas el sucio camisón de Nell. Los miembros de Nell rebotaron en el piso. La líder trajo un látigo que a veces usaban con los clientes y golpeó con él a Nell hasta que recuperó la circulación. Ese espectáculo atrajo a una buena multitud de soldados Puños, que se apretaron en el dormitorio para mirar.

La chica llevó a Nell a cuatro patas hasta un armario de limpieza y le hizo sacar un cubo y una fregona. Luego hizo que Nell limpiase la porquería bajo la cama, inspeccionando frecuentemente el resultado y golpeándola, aparentemente parodiando a una rica occidental que manejara a su criada. Quedó claro a la tercera o cuarta limpieza del suelo que aquello se hacía tanto para entretener a los soldados como por razones higiénicas.

Luego volvieron al armario de limpieza, donde ataron a Nell de nuevo, en esta ocasión con ligeras esposas policiales, y la dejaron en el suelo a oscuras, desnuda y sucia. Unos minutos después, sus posesiones —algunas ropas que a las chicas no les gustaban y un libro que no podían leer— le fueron arrojadas dentro.

Cuando se aseguró de que la chica con el látigo se había ido, le habló al Manual y le dijo que hiciese luz.

Pudo ver un gran compilador de materia en el suelo al fondo del armario; las chicas lo usaban para fabricar cosas cuando era necesario. El edificio aparentemente estaba conectado a la Toma de Pudong de la República Costera, porque no habían perdido el suministro cuando había volado la Altavía; y en realidad probablemente los Puños no se hubiesen molestado en establecer su base allí si el lugar hubiese estado desconectado.

Una vez cada dos o tres horas, un Puño venía al armario y ordenaba al C.M. que crease algo, normalmente raciones. En dos de esas ocasiones, Nell fue ultrajada de la forma que durante tanto tiempo había sospechado inevitable. Cerró los ojos durante la comisión de aquellas atrocidades, sabiendo que pese a cualquier cosa que le hicieran al contenedor de su alma aquél y otros como aquél, su alma estaba serena, tan lejos de su alcance como la luna llena de los furiosos encantamientos del chamán aborigen. Intentó pensar en la máquina que estaba diseñando en la cabeza, con ayuda del Manual, cómo se unían las ruedas y giraban los cojinetes, cómo se programaba la lógica de barras y dónde se almacenaba la energía.

Durante la segunda noche en el armario, después de que la mayoría de los Puños se hubiesen ido a la cama y la utilización del compilador de materia aparentemente había cesado por esa noche, ordenó al Manual que cargase el diseño en la memoria del C.M., y luego se arrastró y apretó el botón COMIENZO con la lengua.

Diez minutos más tarde, la máquina liberó el vacío con un gemido. Nell abrió la puerta con la lengua. En el suelo del C.M. había un cuchillo y una espada. Se dio la vuelta con movimientos cautelosos y respirando profundamente para no sentir el dolor que surgía de aquellas partes de su cuerpo que eran más delicadas y vulnerables y que, sin embargo, habían sido más viciosamente maltratadas por sus captores. Se fue hacia atrás con las manos esposadas y agarró el mango del cuchillo.

Se aproximaban pisadas por el pasillo. Alguien debía de haber oído el silbido del C.M., y había pensado que era hora de cenar. Pero Nell no podía apresurarse; tenía que ser cuidadosa.

La puerta se abrió. Era uno de los oficiales de los Puños, quizás el equivalente a un sargento. Le apuntó con una linterna a la cara, luego rio y encendió la luz del cuarto. El cuerpo de Nell bloqueaba la visión del C.M. pero era evidente que ella buscaba algo. Probablemente el Puño dio por supuesto que era comida.

Él se adelantó, y le dio una patada en las costillas, luego la agarró por el brazo y la apartó del C.M., provocándole tal dolor en las muñecas que le corrieron lágrimas por la cara. Pero sostuvo el cuchillo.

El Puño miró al C.M. Estaba sorprendido y lo estaría durante unos momentos. Nell maniobró el cuchillo de forma que la hoja sólo tocase el eslabón entre las esposas, luego le dio al botón de conexión. Funcionó; el filo de la hoja se activó como una sierra nanotecnológica y cortó el eslabón en un momento, como cortarse una uña. En el mismo movimiento, Nell lo trajo frente a su cuerpo y lo enterró en la base de la columna del Puño.

Cayó al suelo sin hablar; no sentía dolor de esa herida o cualquier cosa por debajo de la cintura. Antes de que pudiese evaluar la situación, ella le hundió el cuchillo en la base del cráneo.

El hombre vestía un simple traje de campesino: pantalones índigo y una blusa. Nell se lo puso. Luego se ató el pelo atrás usando una cuerda que cortó de la fregona y dedicó unos preciosos minutos a estirar brazos y piernas.

Y luego estuvo en el pasillo con el cuchillo en la cintura y la espada en la mano. Doblando una esquina, cortó por la mitad a un hombre que salía del baño; la espada siguió por su propio impulso y grabó una larga hendidura en la pared. Ese asalto expulsó una prodigiosa cantidad de sangre que Nell dejó atrás todo lo rápido que pudo. Otro hombre vigilaba el ascensor y, cuando vino a investigar el sonido, ella lo atravesó un par de veces rápidamente, recordando a Napier.

Los ascensores estaban ahora bajo cierto tipo de control central y probablemente los vigilaban; más que apretar el botón en el pasillo, cortó un agujero en las puertas, se guardó la espada y bajó por la escalera que recorría el hueco.

Se obligó a bajar despacio y con cuidado apretándose contra los travesaños cada vez que pasaba el ascensor. Para cuando había bajado quizá cincuenta o sesenta pisos, el edificio se había despertado; todos los ascensores se movían continuamente, y cuando pasaban a su lado, podía oír a los hombres hablando excitados en el interior.

Varios pisos por debajo entraba luz en el hueco. Habían forzado la apertura de las puertas. Un par de Puños metieron la cabeza en el hueco y comenzaron a mirar de arriba abajo, apuntando con las linternas de un lado a otro. Varios pisos más abajo, más Puños abrieron otra puerta; pero tuvieron que retirar las cabezas con rapidez porque un ascensor que subía casi los decapita.

Nell había imaginado que el establecimiento de madame Ping era refugio de una célula aislada de Puños, pero ahora quedaba claro que la mayoría, si no todo el edificio, había sido ocupado. Es más, todo Pudong podría ser ahora parte del Reino Celeste. Nell estaba más profundamente aislada de lo que había temido.

La piel de sus brazos brilló de un color amarillo rosado bajo el rayo de la linterna que venía de abajo. No cometió el error de mirar a la luz cegadora y no tuvo que hacerlo; la voz excitada de los Puños le dijo que la habían descubierto. Un momento más tarde, la luz se desvaneció cuando un ascensor que subía se interpuso entre ella y los que la habían visto.

Recordó a Harv y a sus amigos saltando por los ascensores en su viejo edificio y llegó a la conclusión de que ése sería un buen momento para aficionarse a ese deporte. Cuando una cabina se acercó a ella, saltó de la escalera, intentando darse impulso suficiente para igualar la velocidad. Se dio un buen golpe contra el techo, porque se movía a mayor velocidad de lo que ella podía saltar. El techo le golpeó los pies, y se cayó hacia atrás. Colocó los brazos como Dojo le había enseñado para absorber el impacto con puños y brazos, no con la espalda.

Oyó una charla animada dentro del ascensor. El panel de acceso en el techo se abrió de pronto, arrancado por una buena patada. Salió una cabeza por la abertura; Nell la atravesó con el cuchillo. El hombre cayó dentro del ascensor. Ya no tenía sentido esperar; la situación había pasado al modo violento, que Nell se veía obligada a usar. Se dobló por las rodillas y dio una patada con ambos pies en el interior de la abertura, cayó dentro de la cabina, aterrizó mal sobre el cadáver, y se apoyó sobre una rodilla. Se había golpeado la barbilla con el borde de la abertura al caer y se había mordido la lengua, por lo que estaba un poco aturdida. Un hombre desgarbado con una gorra negra de cuero estaba justo frente a ella sacando una pistola, y mientras le clavaba el cuchillo en el centro del tórax, tocó a alguien tras ella. Se puso en pie y giró, aterrorizada, preparando el cuchillo para otro golpe, y descubrió a un hombre aún más aterrorizado vestido con un mono azul, que estaba al lado de los controles del ascensor, con las manos frente a la cara y gritando.

Nell se echó atrás y bajó la punta del cuchillo. El hombre vestía el uniforme de los servicios del edificio y obviamente lo habían arrancado de lo que estuviese haciendo y lo habían puesto a cargo de los controles del ascensor. El hombre que Nell acababa de matar, el de la gorra de cuero negra, era algún tipo de oficial de baja graduación en la rebelión y no podía esperarse que se rebajase a pulsar él mismo los botones.

—¡Sigue! ¡Arriba! ¡Arriba! —dijo, señalando al techo. Lo último que quería era que el ascensor se detuviese en el piso de madame Ping.

El hombre se inclinó varias veces en rápida sucesión e hizo algo con los controles, luego se volvió y sonrió zalamero a Nell.

Como ciudadano de la República Costera trabajando en servicios, conocía unas pocas palabras en inglés, y Nell conocía algunas en chino.

—Abajo… ¿Puños? —dijo ella.

—Muchos Puños.

—Planta baja… ¿Puños?

—Sí, muchos Puños planta baja.

—Calle… ¿Puños?

—Puños, ejército pelea en calles.

—¿Alrededor de este edificio?

—Puños alrededor de este edificio por todos lados.

Nell miró a los controles del edificio: cuatro columnas de botones muy apretados, codificados por color dependiendo de la función de cada piso: verde para tiendas; amarillo, residenciales; rojo, oficinas y azul para mantenimiento. La mayor parte de los pisos azules estaba por debajo de la planta baja, pero uno de ellos era el quinto desde arriba.

—¿Oficinas del edificio? —dijo ella, señalándolas.

—Sí.

—¿Puños allí?

—No. Puños debajo. ¡Pero Puños en azotea!

—Ve allí.

Cuando el ascensor alcanzó el quinto piso desde arriba, Nell hizo que el hombre lo bloquease allí, luego se subió arriba y rompió los motores para que no pudiese moverse. Volvió a meterse en el ascensor, sin intentar mirar a los cuerpos y oler la sangre y otros fluidos corporales que se habían esparcido por todas partes, y que ahora salían por las puertas abiertas y caían por el hueco. No pasaría mucho antes de que lo descubriesen.

Aun así, tenía algo de tiempo; sólo tenía que decidir cómo hacer uso de él. El armario de mantenimiento tenía un compilador de materia, igual al que Nell había usado para hacer las armas, y sabía que podía usarlo para compilar explosivos y minar la entrada. Pero los Puños también tenían explosivos y podrían mandar la parte alta del edificio al cielo.

Es más, probablemente estaban en alguna habitación de control en el sótano vigilando el tráfico en la red de Toma del edificio. Usar el C.M. simplemente les indicaría su posición; cortarían la Toma y luego vendrían a por ella despacio y con cuidado.

Dio un repaso rápido a las oficinas, buscando recursos. Mirando por las ventanas panorámicas de la mejor oficina, apreció el nuevo estado de cosas en las calles de Pudong. Muchos de los rascacielos habían estado conectados a líneas de las Tomas extranjeras y ahora estaban a oscuras, aunque en algunos sitios salían llamas de las ventanas rotas, emitiendo una primitiva iluminación sobre las calles trescientos metros por debajo. Esos edificios habían sido evacuados en su mayoría, por lo que las calles estaban ocupadas por muchas más personas de las que realmente podían contener. La plaza que rodeaba ese edificio en particular había sido cercada por un pelotón de Puños y se encontraba relativamente libre.

Encontró una habitación sin ventanas con paredes mediatrónicas que exhibían una gran variedad de imágenes: flores, detalles de catedrales europeas y templos sintoístas, paisajes chinos, imágenes amplificadas de insectos y polen, diosas hindúes de muchos brazos, planetas y lunas del sistema solar, dibujos abstractos del mundo islámico, gráficas de ecuaciones matemáticas, cabezas de modelos femeninos y masculinos. Aparte de eso, la habitación estaba vacía exceptuando un modelo del edificio situado en el centro de la habitación, como de la altura de Nell. La superficie del modelo era mediatrónica, como la superficie del edificio real, y en aquel momento representaba (supuso) las imágenes que se veían en el exterior del edificio: en su mayoría paneles de anuncio, aunque algunos Puños aparentemente habían subido allá arriba y habían escrito algunos grafitos.

En lo alto del modelo había un estilete —simplemente una barra negra con una punta a un lado— y una paleta, cubierta por una rueda de colores y otros controles. Nell los cogió, tocó con la punta del estilete el área verde en la paleta, y la pasó sobre la superficie del modelo. Una brillante línea verde apareció en el camino del estilete, desfigurando el anuncio de una línea de naves aéreas.

Aparte de cualquier otra cosa que Nell pudiese hacer con el tiempo que le quedaba, había algo que podía hacer allí con rapidez y facilidad. No sabía con seguridad por qué lo hacía, pero la intuición le dijo que podría ser útil; o quizás era el impulso artístico de crear algo que la sobreviviría, aunque fuese por pocos minutos. Comenzó borrando todos los paneles de anuncios grandes en la parte alta del edificio. Luego realizó un simple dibujo lineal con colores primarios: un escudo de armas azul, y dentro de él, un timbre que representaba un libro abierto en rojo y blanco; llaves cruzadas en oro; y una semilla en marrón. Hizo que la imagen apareciese en todos los lados del edificio, entre los pisos cien y doscientos.

Luego intentó pensar en una forma de salir de allí. Quizás había naves aéreas en la azotea. Seguro que habría Puños de guardia allá arriba, pero quizá con una combinación de sigilo y rapidez podría reducirlos. Usó las escaleras de emergencia para llegar a la siguiente planta, luego a la siguiente y luego a la siguiente. Dos tramos por encima, podía oír a los guardias Puños apostados en la azotea, hablando unos con otros y jugando al mahjong. Por debajo, podía oír a los Puños subiendo la escalera tramo a tramo cada vez, buscándola.

Meditaba su siguiente movimiento cuando los guardias por encima de ella fueron rudamente interrumpidos por órdenes que salían de las radios. Varios Puños bajaron la escalera, gritando animadamente. Nell, apartada en la escalera, se preparó para saltar sobre ellos cuando se le acercasen, pero en lugar de eso se quedaron en el piso alto y se dirigieron hacia los ascensores. En un minuto o dos, llegó un ascensor y se los llevó. Nell esperó un momento, escuchando, y ya no podía oír al contingente que se aproximaba por debajo.

Trepó el último tramo de escalera y salió a la azotea del edificio, tan alegre por el aire fresco como por descubrir que estaba completamente desierta. Caminó hasta el borde del tejado y miró hacia abajo, casi un kilómetro, a la calle. En las ventanas negras de un rascacielos muerto al otro lado, podía ver la imagen del escudo de la Princesa Nell.

Después de un minuto o dos, notó que algo similar a una onda de choque se abría paso por la calle muy abajo, moviéndose a cámara lenta, cubriendo un bloque cada par de minutos. Los detalles eran difíciles de distinguir en la distancia: era un grupo muy organizado de peatones, todos llevando la misma ropa negra, abriéndose paso por la fuerza entre la multitud de refugiados, forzando a los bárbaros muertos de pánico hacia la línea del pelotón de los Puños o hacia las entradas de los edificios muertos.

Nell se quedó varios minutos paralizada por la visión. Luego miró a otra calle y vio allí el mismo fenómeno. Dio una vuelta rápida al tejado del edificio. En total, varias columnas avanzaban inexorablemente hacia la base del edificio donde estaba Nell.

En su momento, una de aquellas columnas se liberó de los últimos refugiados que obstruían su paso y llegó al borde de la plaza abierta que bordeaba la base del edificio de Nell, donde se enfrentó a las defensas de los Puños. La columna se detuvo de pronto y en ese punto esperó unos minutos, recuperándose y esperando a que las otras columnas la alcanzasen.

Nell había supuesto que aquellas columnas podrían ser tropas de refuerzo de Puños que convergían sobre el edificio, que claramente iban a usar como cuartel general en el asalto final a la República Costera. Pero pronto quedó claro que los recién llegados venían por otra razón. Después de unos minutos de insoportable tensión que pasaron en casi perfecto silencio, de pronto las columnas, con la misma señal silenciosa, asaltaron la plaza. Al salir de las estrechas calles, se expandieron en formaciones de muchos frentes, situándose con precisión militar profesional y cargaron contra los de pronto desorganizados y asustados Puños, lanzando un tremendo grito de batalla. Cuando el sonido recorrió doscientos pisos hasta los oídos de Nell, sintió que los pelos se le ponían de punta, porque no era el grito profundo y lujurioso de un hombre sino el chillido agudo de miles de chicas jóvenes, agudo y penetrante como el sonido de una masa de gaitas.

Era la tribu de Nell, y había venido a por su líder. Nell se dio la vuelta y fue a la escalera.

Para cuando llegó a la planta baja y salió, poco sabiamente, al vestíbulo del edificio, las chicas habían roto las paredes en varios lugares y habían atacado el resto de las defensas. Se movían en grupos de cuatro. Una chica (la más grande) se dirigía al oponente, sosteniendo un palo de bambú afilado apuntando al corazón. Con su atención fijada, dos chicas (las más pequeñas) convergían por los lados. Cada chica se abrazaba a una pierna y, actuando juntas, lo levantaban del suelo. La cuarta chica (la más rápida) para entonces había corrido a su alrededor y lo atacaba por detrás, clavando un cuchillo u otra arma en la espalda de la víctima. Durante la media docena más o menos de aplicaciones de esa técnica que Nell presenció, no falló nunca, y ninguna de las chicas sufrió más que ligeras contusiones.

De pronto sintió un momento de pánico cuando pensó que se lo estaban haciendo a ella; pero después de que la levantasen en el aire, no llegó ningún ataque por delante o por detrás, aunque muchas chicas vinieron corriendo de todos lados, cada una añadiendo su pequeña fuerza al fin importante de elevar a Nell en el aire. Incluso cuando se perseguía a los últimos restos de los Puños en las esquinas y recovecos del vestíbulo, Nell era llevada a hombros por sus pequeñas hermanas a través de la puerta principal del edificio y hacia la plaza, donde unas cien mil chicas —Nell no podía contar todos los regimientos y brigadas— se hincaron de rodillas al unísono, como golpeadas por el aliento divino, y presentaron sus estacas de bambú, cuchillos, tuberías de plomo y nunchacos. Las comandantes provisionales de sus divisiones estaban al frente, así como las ministras provisionales de defensa, estado e investigación y desarrollo, todas inclinándose ante Nell, no con el saludo chino o victoriano, sino algo que habían inventado y caía más o menos a medio camino.

Nell debería haber estado paralizada y sin habla por el asombro, pero no fue así; por primera vez en su vida comprendió por qué estaba sobre la tierra y se sintió cómoda en su posición. En un momento, su vida había sido un aborto sin sentido, y al siguiente todo tenía un significado glorioso. Comenzó a hablar, las palabras salían de su boca con la misma facilidad que si las leyese de una página del Manual. Aceptada la lealtad del Ejército Ratonil, las felicitó por sus grandes triunfos, y levantó los brazos por encima de la plaza, por encima de las cabezas de sus pequeñas hermanas, hacia los miles y miles de residentes temporales atrapados de Nueva Atlantis, Nipón, Israel y todas las otras Tribus Exteriores.

—Nuestro primer deber es protegerles —dijo—. Mostradme el estado actual de la ciudad y de todos los que estén en ella.

Querían llevarla, pero saltó a las piedras de la plaza y se alejó caminando del edificio, hacia sus fuerzas, que se apartaron para dejarle paso. Las calles de Pudong estaban llenas de refugiados hambrientos y aterrorizados, y a través de ellos, con simples ropas de campesino manchadas con su sangre y la de otros, cadenas rotas colgando de las muñecas y seguida por sus generales y ministras, caminó la princesa bárbara con su libro y su espada.