Hackworth en China; estragos de los Puños; un encuentro con el Doctor X; una procesión inusual

Decían que los chinos sentían mucho respeto por los locos, y que durante los días de la Rebelión de los Bóxers, ciertos misioneros occidentales, probablemente personajes inestables, ya para empezar, que habían quedado atrapados tras paredes de escombros durante semanas, esquivando a los tiradores bóxers emboscados y a las tropas imperiales y escuchando los gritos de sus compañeros siendo quemados y torturados en las calles de Pekín, se habían vuelto locos y habían caminado hacia las filas de sus perseguidores y éstos les habían dado comida y los habían tratado con deferencia.

Ahora John Percival Hackworth, habiéndose registrado en una suite en el último piso del Shangri-La en Pudong (o Shong-a-li-lah como lo había cantado el taxista), se cambió de camisa; se puso su mejor chaleco, se colgó la cadena de oro, con el sello, caja de rapé, leontina, y reloj teléfono; un largo abrigo con una cola de golondrina para cabalgar; botas de cuero negro y espuelas de cobre abrillantadas a mano en la entrada del Shong-a-li-lah por un culi tan servil que era insolente, y que Hackworth sospechaba que se trataba de un Puño; guantes nuevos, y su bombín, sin moho y un poco acicalado, pero evidentemente veterano en muchos viajes por territorios salvajes.

Al atravesar la orilla occidental del Huangpu, la multitud usual de campesinos y amputados profesionales le rodeó como una ola en la playa, porque aunque cabalgar por allí era peligroso, no era una locura, así que no sabían que era un loco. Mantuvo los ojos grises fijos en el piquete de líneas de Toma ardientes que marcaban la frontera de la República Costera, y dejó que le tirasen de los bordes del abrigo, pero aparte de eso no se percató de su presencia. En momentos diferentes, tres jóvenes muy de campo, identificados por la piel oscura tanto como por su ignorancia de la tecnología moderna de seguridad, cometieron el error de agarrar la cadena del reloj y recibieron una descarga de advertencia. Uno de ellos se negó a soltarla hasta que el olor a carne quemada salió de su palma, y luego abrió la mano con lentitud y calma, mirando a Hackworth para demostrar que no le importaba sufrir un poco de dolor, y dijo algo con claridad y en voz alta que hizo que corriesen risas disimuladas por la multitud.

El camino por Nanjing Road le llevó al corazón del distrito comercial de Shanghái, ahora un interminable suplicio de mendigos morenos arrastrándose agarrados a las bolsas de plástico de vivos colores que les servían de maletas, pasándose cuidadosamente las colillas de unos a otros. En los escaparates de las tiendas por encima de sus cabezas, los maniquíes animados posaban con la última moda de la República Costera. Hackworth notó que lo que llevaban era más conservador que diez años atrás, durante su último viaje por Nanjing Road. Los maniquíes femeninos ya no llevaban faldas abiertas. Muchos ni siquiera llevaban faldas, sino pantalones de seda o largas túnicas que enseñaban aún menos. Un escaparate estaba centrado en una figura patriarcal reclinada sobre un estrado, llevando una gorra con un botón azul: un mandarín. Un joven estudioso hacía una reverencia ante él. Alrededor del estrado, cuatro grupos de maniquíes demostraban las otras cuatro relaciones filiales.

Así que ahora estaba de moda ser confuciano, o al menos era políticamente correcto. Aquéllos eran unos de los pocos escaparates que no estaban cubiertos por carteles rojos de los Puños.

Hackworth pasó cerca de villas de mármol construidas por judíos iraquíes en el siglo anterior, por el hotel en que Nixon se había quedado una vez, al lado de los altos enclaves de los hombres de negocios occidentales que habían usado como cabezas de playa en el desarrollo post-comunista que había llevado a la escuálida afluencia de la República Costera. Pasó cerca de clubes nocturnos del tamaño de estadios; canchas de jai alai donde aturdidos refugiados se quedaban boquiabiertos ante los empujones de los apostantes; calles laterales llenas de boutiques, una calle para las prendas hechas de cocodrilo, otra para pieles, otra para cueros; un distrito de nanotecnología que consistía en pequeños negocios que hacían trabajos a medida; puestos de frutas y vegetales; callejones sin salida donde los buhoneros vendían antigüedades en pequeños carros, unos especializados en caja de cinabrio, otros en kitsch maoísta. Cuando la densidad comenzaba a reducirse y pensaba que estaba llegando al límite de la ciudad, llegaba a otro conjunto de centros comerciales de tres pisos y todo empezaba de nuevo.

Pero al pasar el día, llegó realmente al límite de la ciudad y siguió cabalgando de todas formas hacia el oeste, y quedó claro que era un loco y las gentes en las calles le miraban con asombro a su paso. Los ciclistas y los peatones se hicieron menos comunes, y fueron reemplazados por un tráfico militar más rápido y pesado. A Hackworth no le pareció bien cabalgar por la autopista, así que ordenó a Secuestrador que buscase una ruta menos directa a Suzhou, una que emplease caminos menos importantes. Aquél era el territorio plano del delta del Yangtsé sólo unos centímetros por encima del nivel del mar, donde los canales, para el transporte, la irrigación y el drenaje, eran tan numerosos como las carreteras. Los canales se ramificaban por la tierra oscura y apestosa como lo vasos sanguíneos se ramificaban en los tejidos del cerebro. La planicie se veía interrumpida frecuentemente por pequeños túmulos que contenían el ataúd del antepasado de alguien, justo lo suficientemente alto para quedar por encima de las inundaciones rutinarias. Más al oeste de los arrozales se elevaban altas colinas, negras por la vegetación. El punto de control de la República Costera en la intersección de las carreteras era gris y deshilachado, un montón en forma de casa hecha de pan de molde, tan densa era la red fractal de defensa, y mirando a través de la nube de macro y micro aeróstatos, Hackworth apenas podía distinguir a los hoplitas en el centro, las olas de calor elevándose de los radiadores a sus espaldas y revolviendo la sopa volante. Le dejaron pasar sin problemas. Hackworth esperaba encontrarse más puntos de control al continuar hacia el territorio de los Puños, pero el primero fue el último; la República Costera no tenía fuerzas para la defensa en profundidad y sólo podía establecer una línea unidimensional de puestos.

A poco más de un kilómetro del punto de control, en otra pequeña intersección, Hackworth encontró un par de cruces profesionalmente construidas con moreras recientemente cortadas, con las hojas verdes todavía colgando. Dos jóvenes blancos habían sido atados a las cruces con trozos de plástico gris, quemados en muchos lugares y destripados poco a poco. Por los cortes de pelo y las sombrías corbatas negras que les habían dejado irónicamente alrededor del cuello, Hackworth supuso que eran mormones. Una larga madeja de intestinos salía de una de las barrigas y llegaba al suelo, donde un cerdo tiraba de ella obstinadamente.

No vio mucha más muerte, pero la olía por todas partes en el aire caliente. Él pensaba que estaba atravesando una red defensiva de nanotecnología hasta que comprendió que era un fenómeno natural: cada vía navegable soportaba una nube negra y lineal de moscas gordas y apáticas. Lo que le hizo suponer que si le daba a las riendas un tirón a un lado y a otro y hacía que Secuestrador se acercarse a un canal, se lo encontraría lleno de cadáveres hinchados.

Diez minutos después de pasar el punto de control de la República Costera, atravesó el centro de un campamento de los Puños. Como no miró ni a izquierda ni a derecha, no pudo estimar realmente su tamaño; habían tomado una villa de edificios bajos de ladrillo y estuco. Una larga mancha sobre la tierra marcaba la localización de la línea de Toma quemada, y al cruzarla, Hackworth tuvo la fantasía de que se trataba de un meridiano grabado por un cartógrafo astral sobre el mundo vivo. La mayoría de los Puños no tenía camisa, vestía pantalones índigo y bandas escarlata alrededor de la cintura, y a veces del cuello, frente o brazos. Los que no dormían o fumaban practicaban artes marciales. Hackworth atravesó la zona lentamente y pretendía no verlos, exceptuando a un hombre que salió corriendo de una casa con un cuchillo, gritando «¡Sha! ¡Sha!» y tuvo que ser retenido por tres de sus compañeros.

Mientras recorría los cuarenta kilómetros a Suzhou, nada cambió en el paisaje excepto que los arroyos se convirtieron en ríos y los estanques en lagos. Los campamentos de los Puños se hicieron mayores y estaban más cerca. Cuando el denso aire se convertía infrecuentemente en una brisa, podía oler el olor metálico y pegajoso de las aguas estancadas y sabía que se acercaba al gran lago Tai Wu, o Taifu como lo pronunciaban los shanghaineses. Un domo gris se elevó desde los arrozales a unos kilómetros de distancia, proyectando una sombra sobre el grupo de altos edificios, y Hackworth supo que debía de ser Suzhou, ahora una plaza fuerte del Reino Celeste, oculta tras el escudo volador como una cortesana tras el brillo translúcido de la seda de Suzhou.

Cerca de la orilla del gran lago encontró el camino a una carretera importante que iba al sur hacia Hangzhou. Hizo que Secuestrador trotara despacio hacia el norte. Suzhou había tendido tentáculos de desarrollo por sus vías más importantes, por lo que al acercarse vio franjas de centros comerciales y franquicias ahora destruidos, abandonados y colonizados por refugiados. La mayor parte de esos lugares se dedicaban a los camioneros: muchos moteles, casinos, salones de té y restaurantes de comida rápida. Pero ningún camión recorría ahora la autopista, y Hackworth cabalgaba por el centro de un carril, sudando incontroladamente dentro de su ropa oscura y bebiendo frecuentemente de una botella refrigerada que guardaba en la guantera de Secuestrador.

Había un cartel de McDonald’s caído a lo ancho de la autopista como una gigantesca barrera; algo había quemado el pilar que lo sostenía en el aire. Frente a él había un par de jóvenes fumando cigarrillos y, comprendió Hackworth, esperándole. Al acercarse, ellos apagaron los cigarrillos, se adelantaron y se inclinaron. Hackworth saludó con el bombín. Uno de ellos agarró las riendas de Secuestrador, lo que era un gesto puramente ceremonial en el caso de un caballo robot, y el otro invitó a Hackworth a desmontar. Los dos hombres vestían pesados pero flexibles monos con cables y tubos que recorrían la tela: la capa interna de un traje de batalla. Podían convertirse en hoplitas listos para el combate colocándose los pesados trozos externos, que presumiblemente guardaban en algún sitio a mano. Las bandas escarlata en la cabeza les identificaban como Puños. Hackworth era uno de los pocos miembros de las Tribus Exteriores que se había encontrado en presencia de un Puño que no corría hacia él agitando un arma y gritando «¡Matar! ¡Matar!» y encontró interesante verlos de un humor más indulgente. Eran dignos, formales y controlados, como soldados, sin ninguna de las miradas de reojo y las muecas que eran comunes en los chicos de la República Costera de su misma edad.

Hackworth atravesó el aparcamiento hacia el McDonald’s, seguido a una distancia respetuosa por uno de los soldados. Otro soldado le abrió la puerta, y Hackworth lanzó un suspiro de placer cuando el aire seco y frío le golpeó la cara y comenzó a perseguir el bochorno por entre sus ropas. El lugar había sido saqueado ligeramente. Podía percibir el olor frío, casi clínico, y grasiento que salía del mostrador, donde los contenedores de grasa se habían caído al suelo y ésta se había acumulado como la nieve. Los saqueadores se habían llevado mucho; Hackworth podía ver las marcas paralelas de los dedos de las mujeres. El lugar estaba decorado con motivos de la Ruta de la Seda, paneles mediatrónicos que mostraban maravillosas vistas entre aquel lugar y el antiguo término de la ruta en Cádiz.

El Doctor X estaba sentado en un apartado en la esquina, su rostro brillando bajo la fría luz solar filtrada de rayos ultravioletas. Vestía un birrete de mandarín con dragones bordados con hilos de oro y una magnífica túnica brocada. La túnica estaba abierta por el cuello y tenía mangas cortas, por lo que podía ver debajo la capa interna del traje de hoplita. El Doctor X estaba de guerra, había salido del seguro perímetro de Suzhou y debía estar preparado para un ataque. Bebía té verde de una gran taza de McDonald’s, preparado según el estilo local, grandes hojas verdes bailando en un gran recipiente de agua caliente. Hackworth se quitó el sombrero y saludó al estilo victoriano, lo que era apropiado en las circunstancias. El Doctor X devolvió el saludo, y al echar la cabeza hacia delante, Hackworth pudo ver el botón en lo alto de su birrete. Era rojo, el color del rango más alto, pero era de coral, lo que lo colocaba en el segundo nivel. Un botón de rubí lo hubiese colocado en el nivel más alto. En términos occidentales aquello convertía al Doctor X más o menos en el equivalente de un ministro menor o un general de tres estrellas. Hackworth supuso que era el mayor nivel de mandarín al que se le permitía conversar con bárbaros.

Hackworth se sentó al otro lado de la mesa frente al Doctor X.

Una mujer salió de la cocina llevando zapatillas de seda y le dio a Hackworth su propio vaso lleno de té verde. Observando cómo se alejaba, Hackworth sólo se sorprendió ligeramente al ver que sus pies apenas medían diez centímetros de largo. Ahora debía de haber mejores formas de hacerlo, quizá regulando el crecimiento del hueso tarsal durante la adolescencia. Probablemente ni siquiera dolía.

Viéndolo, Hackworth también comprendió, por primera vez, que había hecho lo correcto diez años antes.

El Doctor X lo miraba y podría haber estado leyéndole la mente. Eso pareció colocarle de un humor pensativo. No dijo nada durante un rato, se limitó a mirar por la ventana y a beber té de vez en cuando. Eso iba bien con Hackworth, que había tenido un largo viaje.

—¿Ha aprendido algo de su sentencia de diez años? —dijo finalmente el Doctor X.

—Podría ser. Pero tengo problemas para sacarlo del agua —dijo Hackworth.

Aquélla era una forma de decirlo demasiado idiomática para el Doctor X. Como explicación, Hackworth sacó la tarjeta de diez años que llevaba la marca dinámica del Doctor X. Cuando el pescador sacó al dragón del agua, el Doctor X lo entendió de pronto, y sonrió agradecido. Aquello era demostrar demasiadas emociones —dando por supuesto que fuesen reales— pero la edad y la guerra le habían hecho descuidado.

—¿Ha encontrado al Alquimista? —dijo el Doctor X.

—Sí —dijo Hackworth—. Yo soy el Alquimista.

—¿Cuándo lo supo?

—Hace muy poco —dijo Hackworth—. Luego lo entendí todo en un instante… lo saqué del agua —dijo, imitando el gesto de tirar de un pez—. El Reino Celeste estaba muy por detrás de Nipón y Atlantis en nanotecnología. Los Puños podrían haber quemado las líneas de Toma de los bárbaros, pero eso simplemente hubiese condenado a los campesinos a la pobreza y hubiese hecho que la gente desease productos extranjeros. Se tomó la decisión de saltar por delante de las tribus bárbaras desarrollando tecnología de Simiente. Al principio usted cooperó en el proyecto con phyles de segunda fila como Israel, Armenia o Gran Serbia, pero resultaron no ser fiables.

»Una y otra vez, sus conexiones cuidadosamente cultivadas eran dispersadas por Defensa del Protocolo.

»Pero durante esos fracasos tomó contacto por primera vez con CryptNet, a la que sin duda consideraba como otra sociedad secreta; una despreciable banda de conspiradores. Sin embargo, CryptNet tenía conexiones con algo más profundo e interesante: la sociedad de los Tamborileros. En su tonta y superficial perspectiva occidental, CryptNet no entendía todo el potencial de la mente colectiva de los Tamborileros. Pero usted lo captó inmediatamente.

»Todo lo que necesitaba para iniciar el proyecto de la Simiente era la mente racional y analítica de un ingeniero nanotecnológico. Yo encajaba perfectamente. Me arrojó dentro de la sociedad de los Tamborileros como una semilla en tierra fértil, y mis conocimientos se extendieron entre ellos e impregnaron su mente colectiva; como sus pensamientos penetraban en mi propio subconsciente. Se convirtieron en una especie de extensión de mi cerebro. Durante años trabajé en el problema casi veinticuatro horas al día.

»Entonces, antes de poder terminar, mis superiores de Defensa del Protocolo me sacaron de allí. Estaba cerca de acabar. Pero no había terminado todavía.

—¿Sus superiores han descubierto nuestro plan?

—O lo ignoran por completo, o lo saben todo y fingen ignorancia —dijo Hackworth.

—Pero seguro que ya se lo ha contado todo —dijo el Doctor X en voz casi inaudible.

—Si contestase a eso no tendría usted ninguna razón para no matarme —dijo Hackworth.

El Doctor X asintió, no tanto para darle la razón como para expresar su simpatía por la cadena de pensamiento tan admirablemente cínica de Hackworth; como si Hackworth, después de una serie de movimientos aparentemente inútiles hubiese dado la vuelta a un gran conjunto de fichas en un tablero de go.

—Hay algunos que defenderían ese proceder, por lo que les sucedió a las niñas —dijo el Doctor X.

Hackworth se asombró tanto al oírlo que durante un momento estuvo demasiado mareado e indispuesto para hablar.

—¿Los Manuales han resultado útiles? —dijo finalmente, intentando no parecer mareado.

El Doctor X exhibió una amplia sonrisa durante un momento. Luego la emoción se escondió de nuevo bajo la superficie como una ballena después de respirar.

—Deben de haber sido útiles para alguien —dijo—. Mi opinión es que fue un error salvar a las chicas.

—¿Cómo es posible que ese acto humanitario pudiese ser en realidad un error?

El Doctor X lo meditó.

—Sería más correcto decir que, aunque fue virtuoso salvarlas, fue un error creer que las podríamos educar adecuadamente. Carecíamos de los recursos para educarlas individualmente, así que las educamos con libros. Pero la única forma correcta de educar a un niño es en una familia. El Maestro nos hubiese indicado tal cosa si hubiésemos escuchado sus palabras.

—Algunas de la niñas decidirán algún día seguir las enseñanzas del Maestro —dijo Hackworth—, y entonces quedará demostrada la sabiduría de su decisión.

Aquél parecía ser un pensamiento genuinamente nuevo para el Doctor X. Su vista regresó a la ventana. Hackworth sintió que la cuestión de las niñas y los Manuales había terminado.

—Voy a ser abierto y franco —dijo el Doctor X después de saborear algo de té—, y no creerá usted que lo soy, porque en las cabezas de los miembros de las Tribus Exteriores existe la idea de que nunca hablamos directamente. Quizá con el tiempo vea la verdad de mis palabras.

»La Simiente está casi terminada. Cuando se fue, la construcción se retrasó mucho… más de lo que esperábamos. Pensábamos que los Tamborileros, después de diez años, habían absorbido sus conocimientos y podrían continuar el trabajo sin usted. Pero hay algo en su mente, algo que ha ganado después de años de estudios, algo que los Tamborileros, si alguna vez lo tuvieron, han perdido y no pueden recuperar a menos que salgan de la oscuridad y vivan de nuevo en la luz.

»La guerra contra la República Costera ha alcanzado un momento crítico. Le pedimos ahora su ayuda.

—Debo decirle que me resulta prácticamente inconcebible ayudarle en ese punto —dijo Hackworth—, a menos que fuese en interés de mi tribu, lo que no me parece muy probable.

—Necesitamos su ayuda para terminar de construir la Simiente —dijo tenaz el Doctor X.

Sólo décadas de entrenamiento en la represión emocional impidieron que Hackworth se riese en voz alta.

—Señor. Usted es un hombre de mundo y un estudioso. Ciertamente conoce la posición del gobierno de Su Majestad, y en realidad del mismo Protocolo Económico Común, en lo relativo a las tecnologías de Simiente.

El Doctor X levantó una mano unos centímetros por encima de la mesa, con la palma hacia abajo, y dio un zarpazo en el aire. Hackworth reconoció el gesto como el que los chinos acomodados usaban para alejar a los mendigos, o para manifestar en una reunión que algo era estúpido.

—Se equivocan —dijo—. Ellos no lo entienden. Consideran la Simiente desde la perspectiva occidental. Su cultura, y la de la República Costera, están pobremente organizadas. Ustedes no respetan el orden, no sienten reverencia por la autoridad. El orden debe establecerse desde arriba para que no estalle la anarquía. Temen dar la Simiente a su gente porque la podrían usar para fabricar armas, virus y drogas según su propio diseño y destruir el orden. Establecen el orden controlando la Toma. Pero en el Reino Celeste, somos disciplinados, veneramos la autoridad, tenemos orden en nuestras propias mentes, y, por tanto, la familia está en orden, la villa está en orden, el estado está en orden. En nuestras manos la Simiente sería inofensiva.

—¿Por qué la necesitan? —dijo Hackworth.

—Debemos tener tecnología para vivir —dijo el Doctor X—, pero debemos tenerla con nuestro propio ti.

Hackworth pensó por un momento que el Doctor X se refería a la bebida[9]. Pero el doctor comenzó a dibujar caracteres en la mesa, moviendo la mano con gracia y precisión, la manga rozando la superficie de plástico.

Yong es la manifestación externa de algo. Ti, la esencia subyacente. La tecnología es un yong asociado con un ti particular que es —aquí el doctor se detuvo y, con un esfuerzo evidente, se contuvo para no emplear un término peyorativo como bárbaro o gwailo— occidental, y completamente extraño para nosotros. Durante siglos, desde los tiempos de las Guerras del Opio, hemos luchado por absorber el yong de la tecnología sin importar el ti occidental. Pero ha sido imposible. De la misma forma que nuestros antepasados no podían abrir los puertos al oeste sin aceptar el veneno del opio, no podíamos abrir nuestras vidas a la tecnología occidental sin aceptar las ideas occidentales, que han sido una plaga para nuestra sociedad. El resultado han sido siglos de caos. Le pedimos que le ponga fin dándonos la Simiente.

—No entiendo por qué la Simiente les ayudará.

—La Simiente es tecnología enraizada en el ti chino. Hemos vivido por la Simiente durante cinco mil años —dijo el Doctor X. Agitó la mano hacia la ventana—. Aquí había arrozales antes que aparcamientos. El arroz era la base de nuestra sociedad. Los campesinos plantaban las semillas y tenían la condición más alta en la jerarquía confuciana. Como dijo el Maestro: «Que los productores sean muchos y los consumidores pocos». Cuando la Toma vino desde Atlantis, desde Nipón, ya no teníamos qué plantar, porque el arroz venía ahora de los compiladores de materia. Fue la destrucción de nuestra sociedad. Cuando nuestra sociedad se basaba en la agricultura, podía decirse realmente, como hizo el Maestro: «la virtud es la raíz; la riqueza es el fruto». Pero bajo el ti occidental, la riqueza no viene de la virtud sino de la inteligencia. Así que las relaciones filiales se trastornan. El caos —dijo lamentándolo el Doctor X, luego levantó la vista del té y movió la cabeza hacia la ventana—. Aparcamientos y caos.

Hackworth permaneció en silencio durante un minuto. De nuevo le venían imágenes a la mente, en esta ocasión no eran alucinaciones pasajeras, sino visiones totales de una China libre del yugo de la Toma extranjera. Era algo que había visto antes, quizás algo que había ayudado a crear. Mostraba algo que ningún gwailo llegaría a ver: el Reino Celeste durante la próxima Era de la Simiente. Los campesinos atendían sus campos y arrozales, e incluso en épocas de sequía e inundaciones, la tierra producía una rica cosecha: comida, por supuesto, pero también muchas plantas extrañas, frutas que podían convertirse en medicinas, bambú, mil veces más fuerte que las variedades naturales, árboles que producían goma sintética y bolas de combustible seguro y limpio. En ordenada procesión los agricultores quemados por el sol llevaban sus productos a grandes mercados en limpias ciudades libres de cólera y conflictos, donde todos los jóvenes eran respetuosos y devotos estudiosos, y donde se honraba y cuidaba a los ancianos. Aquélla era una simulación ractiva tan grande como toda China, y Hackworth podía haberse perdido en ella, y quizá lo hizo durante no sabía cuánto tiempo. Pero finalmente cerró los ojos, parpadeó y bebió algo de té para recuperar el control racional de su mente.

—Sus argumentos no carecen de méritos —dijo Hackworth—. Gracias por ayudarme a ver la cuestión bajo otra luz. Meditaré sobre esas preguntas durante mi retorno a Shanghái.

El Doctor X le escoltó hasta el aparcamiento del McDonald’s. Al principio el calor pareció agradable, como un baño relajante, aunque Hackworth sabía que pronto se sentiría como si se ahogase. Secuestrador se acercó y dobló las piernas, permitiendo que Hackworth lo montase con facilidad.

—Nos ha ayudado voluntariamente durante diez años —dijo el Doctor X—. Su destino es crear la Simiente.

—Tonterías —dijo Hackworth—. No conocía la naturaleza del proyecto.

El Doctor X sonrió.

—La conocía muy bien. —Libró una mano de las largas mangas de la túnica y agitó un dedo en dirección a Hackworth, como un maestro indulgente que fingiese regañar a un alumno inteligente pero travieso—. Usted hace esas cosas no para servir a su Reina sino para servir a su naturaleza, John Hackworth, y yo entiendo su naturaleza. Para usted la inteligencia es su propia recompensa, y una vez que encuentra una forma inteligente de hacer algo, debe hacerlo, como el agua que encuentra una grieta en un dique debe atravesarla y cubrir la tierra al otro lado.

—Adiós, Doctor X —dijo Hackworth—. Entenderá que, aunque le tengo en la más alta estima personal, no pueda sinceramente desearle buena suerte en su actual empresa.

Hackworth levantó el sombrero y se inclinó hacia un lado, forzando a Secuestrador a ajustar un poco su posición. El Doctor X devolvió el saludo, permitiendo que Hackworth volviese a ver el botón de coral de su birrete. Hackworth dirigió a Secuestrador hacia Shanghái.

Esa vez tomó una ruta más hacia el norte, siguiendo una de las múltiples autopistas radiales que convergían en la metrópolis. Después de cabalgar durante un tiempo, fue consciente de un sonido que había estado al borde de la perceptibilidad durante un tiempo: unos pesados, lejanos y rápidos tambores, quizá dos veces más rápidos que su corazón. Primero pensó, por supuesto, que eran los Tamborileros, y estuvo tentado de explorar los canales cercanos para ver si sus colonias se habían extendido hasta tierra adentro. Pero luego miró hacia el norte y, a unos dos kilómetros de distancia, vio una larga procesión que se abría paso por otra autopista; una oscura columna de peatones que se dirigía a Shanghái.

Vio que su camino convergía con el de ellos, así que espoleó a Secuestrador al galope, esperando alcanzar la intersección de las carreteras antes de que la bloqueara aquella columna de refugiados. Secuestrador se adelantó con facilidad, pero inútilmente; cuando llegó a la intersección, encontró que había sido ocupada por una vanguardia de la columna, que había establecido un bloqueo y no le dejaba pasar.

El contingente que ahora controlaba la intersección estaba compuesto por completo por chicas, de unos once o doce años. Había varias docenas, y aparentemente habían tomado el objetivo por la fuerza a un pequeño grupo de Puños, que ahora podían verse bajo la sombra de varias moreras, atados con cuerdas de plástico. Probablemente, tres cuartas partes de las chicas estaban de guardia, armadas en su mayoría con estacas de bambú, aunque tenían algunas pistolas y cuchillos. El cuarto restante estaba de descanso, formando un círculo cerca de la intersección, bebiendo agua recientemente hervida e intensamente concentradas en libros. Hackworth reconoció los libros: eran todos idénticos, y todos tenían portadas de jade, aunque todos ellos habían sido personalizados durante los años con pegatinas, grafitos y otros elementos.

Hackworth vio que varias chicas más, organizadas en grupos de cuatro, le habían estado siguiendo por la carretera en bicicleta; ésas pasaron a su lado y se unieron al grupo.

No tenía más elección que esperar a que pasase la columna. Los tambores aumentaron más y más de volumen hasta que el pavimento se agitaba con cada golpe, y la absorción de impacto en las piernas de Secuestrador se activó, moviéndose ligeramente con cada golpe. Otra vanguardia pasó: Hackworth calculó que fácilmente su tamaño podría ser de doscientos cincuenta y seis batallones. Un batallón estaba formado por cuatro patrullas, cada una de las cuales era cuatro compañías de cuatro tropas de cuatro chicas cada una. La vanguardia estaba formada por un batallón, moviéndose de forma muy rápida, probablemente adelantándose al grupo para ocupar la siguiente intersección importante.

Luego, finalmente, pasó la columna principal, organizada en batallones, cada pie golpeando el suelo con todos los demás. Cada batallón llevaba algunas sillas de mano, que pasaban de una tropa de cuatro chicas a otra para distribuir el trabajo. No eran palanquines lujosos sino improvisados con bambú y trozos de plástico y montados con materiales arrancados de viejos muebles de plástico de cafeterías. En ellos iban chicas que no parecían muy diferentes a las demás, exceptuando que podrían tener un año o dos más. No parecían ser oficiales; no daban órdenes y no llevaban insignias especiales. Hackworth no entendió por qué iban en sillas de mano hasta que vio a una de ellas, que había colocado un talón sobre la rodilla y se había quitado la zapatilla. Su pie era deforme; era muchos centímetros demasiado corto.

Pero todas las otras chicas en las sillas de mano estaban profundamente inmersas en sus Manuales. Hackworth separó un pequeño dispositivo óptico de la cadena del reloj, un telescopio/microscopio nanotecnológico que le era útil con frecuencia, y lo usó para mirar por encima del hombro de una chica. Miraba un diagrama de un pequeño dispositivo nanotecnológico, trabajando en un curso tutorial que Hackworth había escrito varios años antes.

La columna pasó más rápido de lo que Hackworth había temido; se movía por la autopista como un pistón. Cada batallón llevaba un estandarte, una cosa modesta improvisada con una sábana pintada. Cada estandarte llevaba el número del batallón y un símbolo que Hackworth conocía bien, ya que jugaba un papel importante en el Manual. En total, contó doscientos cincuenta y seis batallones. Sesenta y cinco mil chicas pasaron frente a él, decididas a llegar a Shanghái.