La Princesa Nell cabalgó hacia el norte hasta entrar en una tormenta. Los caballos casi se volvieron locos de terror por las explosiones como cañonazos de los truenos y los ultraterrenos resplandores de luz, pero con mano firme y voz suave en los oídos, Nell los llevó adelante. Los montones de huesos a lo largo del camino probaban que aquel paso montañoso no era lugar para perder tiempo, y los pobres animales no estarían menos aterrorizados amontonados bajo una piedra. Por lo que ella sabía, el gran Rey Coyote podría ser capaz de controlar incluso el tiempo y había preparado aquella recepción para probar la voluntad de la Princesa Nell.
Finalmente atravesó el paso, y justo a tiempo, porque los cascos de los caballos habían comenzado a resbalar sobre una gruesa capa de hielo, y el hielo había comenzado a cubrir las riendas, crines y colas de los caballos. Abriéndose paso hacia el camino ondulado, dejó la furia de la tormenta atrás y se metió en una masa de lluvia tan densa como una selva. Estaba bien que se hubiese detenido durante unos días al pie de las montañas para repasar los libros mágicos de Púrpura, porque en su paso nocturno por entre las montañas había usado todos los hechizos que Púrpura le había enseñado: hechizos para producir luz, para elegir el camino correcto, para calmar a los animales y calentar cuerpos congelados, para elevar su coraje, para sentir la aproximación de cualquier monstruo lo bastante estúpido para salir con aquel tiempo, y para derrotar a aquéllos lo bastante desesperados para atacar. El camino nocturno era, quizás, un acto impetuoso, pero la Princesa Nell demostró ser capaz de superarlo. El Rey Coyote no podía esperar que ella hiciese algo así. Al día siguiente, cuando la tormenta se despejase, él enviaría los cuervos centinelas al paso y al valle para espiarla, como había hecho durante los últimos días, y regresarían con malas noticias: ¡la Princesa Nell se había desvanecido! Incluso los mejores rastreadores del Rey Coyote no podrían seguir su rastro desde el campamento del día anterior, habiendo cubierto con tanta habilidad sus huellas y habiendo colocado otras falsas.
La aurora la encontró en el corazón del gran bosque. El Castillo del Rey Coyote estaba construido sobre una alta meseta boscosa rodeada de montañas; Nell estaba a varias horas de camino. Bien alejada de la carretera empleada por los mensajes del Mercado de los Cifradores, estableció su campamento bajo un saliente rocoso al lado del río, protegida del frío viento húmedo y a salvo de los ojos de los centinelas cuervos, y encendió un pequeño fuego para preparar algo de té y gachas.
Durmió hasta la mitad de la tarde, luego se levantó, se bañó en las frías aguas de la corriente, y desató el paquete de hule que había traído con ella. Éste contenía uno de los trajes que vestían los mensajeros que galopaban hacia y desde el Mercado de los Cifradores. También contenía algunos libros con mensajes cifrados: mensajes auténticos enviados desde varios puestos del mercado y dirigidos al Castillo del Rey Coyote.
Al abrirse camino por entre el bosque hacia el camino, oyó un masivo ruido de cascos y supo que el primer contingente de mensajeros había atravesado el paso después de esperar a que pasase la tormenta. Nell esperó unos minutos y luego los siguió. Saliendo al gran camino después del bosque, detuvo el caballo y miró durante un momento, asombrada ante su primera visión del Castillo del Rey Coyote.
Nunca había visto uno igual en todos sus viajes por Tierra Más Allá. Su base era tan grande como una montaña, y sus paredes se elevaban rectas y puras hacia las nubes. Nubes galácticas de luz brillaban en la miríada de ventanas. Estaba guardado por poderosas empalizadas, cada una constituía un castillo por derecho propio, pero edificado no sobre cimientos de piedras, sino sobre las mismas nubes; porque el Rey Coyote, en su inteligencia, había inventado una forma de hacer que los edificios flotasen en el aire.
La Princesa Nell hizo moverse al caballo, porque incluso en su distracción sentía que alguien podría estar vigilando el gran camino desde uno de los brillantes miradores del castillo. Galopando hacía el castillo, se encontraba dividida entre la sensación de su propia estupidez ante asaltar una fortaleza tan poderosa y la admiración ante la obra del Rey Coyote. Ligeras nubes de diáfana oscuridad corrían entre las torres y las empalizadas y, al acercarse, la Princesa Nell vio que eran regimientos de cuervos que realizaban sus ejercicios militares. Era lo más cercano a un ejército que tenía el Rey Coyote; porque como le había dicho uno de los cuervos cuando le había robado las once llaves de su cuello:
Castillos, jardines, oro y joyas
contentan a los tontos
como la Princesa Nell; pero aquéllos
que cultivan sus mentes
como el Rey Coyote y sus cuervos
reúnen su poder trozo a trozo
y lo esconden en lugares que nadie conoce.
El Rey Coyote no conservaba su poder por la fuerza armada sino por la inteligencia, y los centinelas eran el único ejército que necesitaba, la información su única arma.
Al recorrer al galope los últimos kilómetros hasta la puerta del castillo, preguntándose si sus piernas y espalda aguantarían, una nube negra salió de uno de los estrechos portales en las empalizadas flotantes, convirtiéndose en una esfera transparente que se dirigió hacia ella como un cometa que caía. No pudo evitar echarse atrás ante la sensación de masa e impulso, pero a un tiro de piedra por encima de su cabeza la nube de cuervos se dividió en varios contingentes que giraron en el aire y atacaron desde varias direcciones, convergiendo sobre ella, pasando tan cerca que el viento de sus alas le movió el pelo, y finalmente volviendo a formar un grupo disciplinado y regresando a la empalizada sin mirar atrás.
Aparentemente había pasado la inspección. Cuando llegó a la inmensa puerta, estaba abierta para ella y nadie la defendía. La Princesa Nell entró en las grandes calles del Castillo del Rey Coyote.
Era el lugar más elegante que había visto nunca. Allí el oro y el cristal no estaban escondidos en el tesoro del Rey sino que se usaban como material de construcción. Se veían cosas verdes en crecimiento por todas partes, porque el Rey Coyote se sentía fascinado por los secretos de la naturaleza y había enviado a sus agentes a las regiones más remotas del mundo en busca de simientes exóticas. Los amplios bulevares de la ciudad del Rey Coyote estaban bordeados de árboles cuyas ramas arqueadas se unían sobre los sillares y formaban una bóveda vegetal. El envés de las hojas era plateado y parecía emitir una luz suave, y las ramas estaban repletas de bromelias violetas y rojas del tamaño de calderos, produciendo un aroma dulce e intenso, rodeadas de ruiseñores de buche rojo y llenas de agua en la que vivían pequeñas ranas y escarabajos fluorescentes.
La Ruta de los Mensajeros estaba marcada con placas de bronce pulido entre las piedras del pavimento. La Princesa Nell las siguió por el gran bulevar, por un parque que rodeaba la ciudad, y una calle que subía en espiral alrededor de un promontorio central. Al llevarla el caballo hacia las nubes, sus oídos saltaban una y otra vez, y en cada curva del camino disfrutaba de una inmensa vista de la parte baja de la ciudad y de la constelación de grandes empalizadas sobre las que volaban los cuervos centinelas, yendo y viniendo en escuadrillas y escuadrones, trayendo noticias de cada rincón del imperio.
Pasó al lado de un solar donde el Rey Coyote construía; pero en lugar de un ejército de albañiles y carpinteros, el constructor era un único hombre, un tipo regordete de barba gris que fumaba una larga pipa y que llevaba una bolsa de cuero al cinto. Una vez llegado al centro del emplazamiento del nuevo edificio, buscó en la bolsa y sacó una gran semilla del tamaño de una manzana y la tiró al suelo. Para cuando el hombre había regresado a la carretera espiral, un alto tallo de brillante cristal había brotado de la tierra y había crecido hasta estar por encima de sus cabezas, y resplandeciendo bajo la luz del sol, le salieron ramas como a un árbol. Para cuando la Princesa Nell lo perdió de vista al doblar una esquina, el constructor fumaba satisfecho y miraba la bóveda cristalina que casi cubría el solar.
Esa y otras maravillas vio la Princesa Nell durante su larga cabalgada por la carretera espiral. Las nubes se aclararon, y Nell pudo ver a mucha distancia en todas direcciones. Los dominios del Rey Coyote se encontraban en pleno corazón de Tierra Más Allá, y el castillo estaba construido sobre una alta meseta en el centro de sus tierras, de forma que desde todas las ventanas podía ver el brillante océano en todas direcciones. Nell vigiló el horizonte mientras subía hacia la torre interior, con la esperanza de poder ver la lejana isla en la que Harv languidecía encerrado en el Castillo Tenebroso; pero había demasiadas islas en el lejano mar, y era difícil distinguir las torres del Castillo Tenebroso de los picos montañosos.
Finalmente la carretera dejó de subir y se volvió hacia dentro para atravesar otra puerta sin vigilancia en otro alto muro, y la Princesa Nell se encontró en un patio verde lleno de flores, frente a la Torre del Rey; un palacio alto que parecía haber sido tallado de un único trozo de diamante del tamaño de un iceberg. Para entonces el sol se escondía por el oeste, y sus rayos de color naranja encendían las paredes de la torre y proyectaban pequeños arco iris por todas partes como astillas de un tazón roto. Una docena más o menos de mensajeros hacían cola frente a las puertas de la torre. Habían dejado los caballos en una esquina del patio donde había agua y forraje. La Princesa Nell hizo lo mismo y se unió a la cola.
—Nunca he tenido el honor de traer un mensaje al Rey Coyote —dijo la Princesa Nell al mensajero que estaba delante de ella en la cola.
—Es una experiencia que nunca olvidarás —dijo el mensajero, un joven presumido de pelo negro y perilla.
—¿Por qué tenemos que hacer cola? En los puestos del Mercado de los Cifradores, dejamos los libros sobre las mesas y seguimos nuestro camino.
Varios mensajeros se dieron la vuelta y miraron a la Princesa Nell desdeñosos. El mensajero de la perilla controló visiblemente su diversión y dijo:
—¡El Rey Coyote no es un tipo de poca categoría sentado tras un puesto en el Mercado de los Cifradores! Pronto lo verás por ti misma.
—¿Pero no toma las decisiones como todos los demás, consultando reglas en un libro?
Ante eso, los otros mensajeros no realizaron ningún esfuerzo por controlar su diversión. El de la perilla adoptó un tono claramente burlón.
—¿Qué sentido tendría tener un Rey en ese caso? —dijo—. No toma sus decisiones según un libro. El Rey Coyote ha construido una poderosa máquina para pensar, Mago 0.2, que contiene toda la sabiduría del mundo. Cuando traemos un libro a este lugar, sus acólitos lo descifran y consultan a Mago 0.2. En ocasiones Mago necesita horas para llegar a una conclusión. ¡Te aconsejo que guardes silencio y te muestres respetuosa en presencia de la gran máquina!
—Eso haré —dijo la Princesa Nell, más divertida que enfadada por la impertinencia de aquel mensajero inferior.
La fila presentaba un avance, y mientras caía la noche y los rayos de color naranja del sol morían, la Princesa Nell vio luces coloreadas que salían de la torre, las luces parecían más brillantes cuando Mago 0.2 estaba pensando y se reducían a un resplandor suave en cualquier otro momento. La Princesa Nell intentó distinguir los detalles de lo que sucedía en el interior de la torre, pero las incontables facetas rompían la luz y la doblaban en todas direcciones, por lo que sólo podía ver fragmentos; intentar ver la cámara interior del Rey Coyote era como intentar recordar los detalles de un sueño olvidado.
Finalmente, salió el mensajero con la perilla, dirigió a la Princesa Nell una mueca final, y le recordó que mostrase el respeto debido.
—Siguiente —dijo un acólito con voz cantarina, y la Princesa Nell entró en la torre.
En la antecámara había cinco acólitos, cada uno tras una mesa con pilas de viejos libros y largas bobinas de cinta de papel. Nell había traído trece libros del Mercado de los Cifradores, y siguiendo sus indicaciones, los distribuyó entre los acólitos descifradores. Los acólitos no eran ni jóvenes ni viejos sino de mediana edad, todos vestidos con chaquetas blancas decoradas con el emblema del Rey Coyote en hilos dorados. Cada uno tenía también una llave alrededor del cuello. Mientras la Princesa Nell esperaba, descifraron el contenido de los libros que había traído y marcaron el resultado en las tiras de papel usando pequeñas máquinas que tenían en las mesas.
Luego, con gran ceremonia, las trece cintas de papel fueron enrolladas y colocadas en una tremenda bandeja de plata llevada por un joven paje. Un par de grandes puertas se abrieron, y el acólito, el paje, y la Princesa Nell formaron una especie de procesión, que marchó a la Cámara del Mago, una vasta habitación abovedada, por el pasillo central.
Al otro lado de la cámara había… nada. Una especie de gran espacio vacío rodeado de maquinarias y mecanismos elaborados, con un pequeño altar al frente. Le recordaba a la Princesa Nell un escenario, sin cortinas o tablas. De pie, al lado del escenario, había un alto sacerdote, mayor y vistiendo una impresionante túnica blanca.
Cuando llegaron al final del pasillo, el sacerdote realizó una sencilla ceremonia, alabando las excelentes características del Mago y pidiendo su cooperación. Al decir aquellas palabras, las luces empezaron a aparecer y la maquinaria comenzó a zumbar. La Princesa Nell vio que la bóveda no era más que una antecámara a un espacio mucho mayor, y que aquel espacio estaba lleno de máquinas: incontables barras brillantes, no más largas que la mina de un lápiz, formando una red fina, moviéndose hacia delante y atrás bajo el impulso de ejes de potencia que recorrían el lugar. Toda la maquinaria emitía calor al funcionar, y la habitación estaba muy caliente a pesar de la vigorosa corriente de aire frío de la montaña que era impulsada por ventiladores del tamaño de molinos.
El sacerdote cogió el primero de los trece rollos de cinta de papel de la bandeja y lo metió por una ranura en la parte alta del altar. En ese momento, Mago 0.2 se puso realmente en acción, y la Princesa Nell vio que todos los zumbidos y silbidos que había oído hasta ese punto no eran más que un suave susurro. Cada una de las barras que se contaban por millones era pequeña, pero la fuerza necesaria para moverlas todas a la vez era sísmica, y podía sentir la tremenda tensión en los ejes de potencia y los mecanismos atronando en el suelo resistente de la torre.
Aparecieron luces en el escenario. Algunas sobre la misma superficie del escenario y otras ocultas en la maquinaria que los rodeaba. Para sorpresa de la Princesa Nell, una forma de luz aparentemente tridimensional comenzó a formarse dentro del escenario vacío. Gradualmente adoptó la forma de una cara que adquirió detalles adicionales mientras la máquina seguía zumbando y tronando: era un hombre viejo calvo con una larga barba blanca, su rostro profundamente inmerso en sus pensamientos. Después de unos momentos, la barba explotó en una bandada de pájaros blancos y la cabeza se convirtió en una montaña escarpada, los pájaros blancos volaban a su alrededor, y luego la montaña expulsó lava naranja que gradualmente ocultó todo el volumen del escenario hasta que se convirtió en un cubo sólido de brillante luz anaranjada. De esa forma se pasaba de una imagen a otra, asombrosamente, durante varios minutos, y durante todo ese tiempo la maquinaria gemía y ponía cada vez más ansiosa a la Princesa Nell, sospechando que si no hubiese visto máquinas menos sofisticadas funcionando en el Castillo Turing, se hubiese dado la vuelta y hubiese huido.
Sin embargo, al final las imágenes desaparecieron, el escenario volvió a vaciarse, y el altar escupió un trozo de cinta de papel, que el sacerdote dobló cuidadosamente y pasó a uno de los acólitos. Después de una breve oración de gracias, el sacerdote metió el segundo rollo de cinta en el altar, y todo el proceso comenzó de nuevo, esta vez con imágenes diferentes pero igualmente sorprendentes.
Así fue con una cinta tras otra. Cuando la Princesa Nell se acostumbró al ruido y las vibraciones del Mago, comenzó a disfrutar de las imágenes, que a ella le parecían muy artísticas; como algo que inventaría un ser humano y no una máquina.
Pero el Mago era indudablemente una máquina. Todavía no había tenido la oportunidad de estudiarlo en detalle, pero después de sus experiencias en los otros castillos del Rey Coyote, sospechaba que aquélla era, también, sólo otra máquina de Turing.
Su estudio del Mercado de los Cifradores, y en particular de los libros de reglas empleados por los cifradores para responder a los mensajes, le había enseñado que a pesar de toda su complejidad, no era nada más que otra máquina de Turing. Había venido al Castillo del Rey Coyote para ver si el Rey respondía a sus mensajes según reglas de Turing. Porque si lo hacía, entonces todo el sistema —todo el reino, toda Tierra Más Allá— no sería más que una vasta máquina de Turing. Y como había establecido cuando había estado encerrada en el calabozo del Castillo Turing, comunicándose con el misterioso duque enviando mensajes en una cadena, una máquina de Turing, no importa lo compleja que sea, no era humana. No tenía alma. No podía hacer lo que un humano.
La decimotercera cinta entró en el altar, y la maquinaria comenzó a gemir, a silbar y luego a temblar. Las imágenes que aparecían en el escenario se hicieron más salvajes y exóticas que cualquiera de las anteriores, y observando las caras del sacerdote y los acólitos, la Princesa Nell veía que incluso ellos estaban sorprendidos; nunca habían visto nada como aquello. Al pasar los minutos, las imágenes se hicieron fragmentarias y extrañas, meras encarnaciones de ideas matemáticas, y finalmente el escenario se puso oscuro por completo exceptuando un chispazo de color al azar. El Mago producía tal zumbido que todos se sentían atrapados en las entrañas de una poderosa máquina que podía destrozarlos en un momento. El paje finalmente escapó y corrió por el pasillo. En unos minutos, los acólitos, uno a uno, hicieron lo mismo, caminando lentamente alejándose del Mago hasta que se encontraban a mitad del pasillo y se volvían para correr. Finalmente, incluso el alto sacerdote se dio la vuelta y huyó. El ruido de la máquina había alcanzado tal intensidad que parecía que se producía un terremoto brutal, y Nell tuvo que mantener el equilibrio con una mano en el altar. El calor que salía de la parte de atrás de la máquina era como el de una fragua, y Nell podía ver una luz roja al calentarse algunas de las barras lo suficiente para brillar.
Finalmente todo se detuvo. El silencio era sorprendente. Nell se dio cuenta de que había estado encogida y se puso derecha. El resplandor rojo del interior del Mago comenzó a desvanecerse. Venía luz blanca de todas partes. La Princesa Nell sabía que venía del exterior de las paredes de diamante de la torre. Unos minutos antes era de noche. Ahora había luz, pero no luz diurna; venía de todas direcciones y era fría e incolora.
Corrió por el pasillo y abrió la puerta a la antecámara, pero ésta no estaba allí. Allí no había nada. La antecámara había desaparecido. El jardín de flores había desaparecido, junto a los caballos, el muro, el camino en espiral, la Ciudad del Rey Coyote y Tierra Más Allá. En su lugar sólo había una suave luz blanca.
Se volvió. La Cámara del Mago todavía estaba allí.
Al final del pasillo podía ver a un hombre sentado sobre el altar, mirándola. Llevaba una corona. Alrededor del cuello tenía una llave; la duodécima llave del Castillo Tenebroso.
La Princesa Nell recorrió el pasillo hacia el Rey Coyote. Era un hombre de mediana edad, con pelo rubio que perdía su color, ojos grises y una barba algo más oscura que su pelo y no especialmente bien cuidada.
Al aproximarse la Princesa Nell, pareció ser consciente de la corona en su cabeza. Levantó la mano, se la quitó y la arrojó despreocupadamente a un lado del altar.
—Muy gracioso —dijo—. Pasaste una división por cero delante de todas mis defensas.
La Princesa Nell se negó a caer en aquella estudiada falta de formalidad. Se detuvo a varios pasos de él.
—Como aquí no hay nadie para realizar las presentaciones, me tomaré la libertad de realizarlas yo misma. Soy la Princesa Nell, duquesa de Turing —dijo y le presentó la mano.
El Rey Coyote parecía ligeramente avergonzado. Bajó del altar, se acercó a la Princesa Nell y le besó la mano.
—El Rey Coyote a su servicio.
—Es un placer conocerle.
—El placer es mío. ¡Lo siento! Debía haber supuesto que el Manual te enseñaría mejores modales.
—No conozco el Manual al que se refiere —dijo la Princesa Nell—. Soy simplemente una princesa con un propósito: obtener las doce llaves del Castillo Tenebroso. Veo que tiene una de ellas en su poder.
El Rey Coyote levantó las manos con las palmas hacia ella.
—No digas más —dijo—. El combate cuerpo a cuerpo no será necesario. Ya has vencido —se quitó la duodécima llave del cuello y se la dio a la Princesa Nell. Ella la cogió con una ligera reverencia; pero al correr la cadena por sus dedos, él la agarró de pronto, por lo que los dos estaban unidos por la cadena—. Ahora que tu búsqueda ha terminado —dijo—, ¿podemos dejarnos de apariencias?
—No estoy segura de entender qué quiere decir, Su Majestad.
Él mostró un aspecto de exasperación controlado.
—¿Cuál era tu propósito al venir aquí?
—Obtener la duodécima llave.
—¿Nada más?
—Saber más sobre Mago 0.2.
—Ah.
—Descubrir si era, de hecho, una máquina de Turing.
—Bien, ya tienes la respuesta. Mago 0.2 es con seguridad una máquina de Turing; la más potente jamás construida.
—¿Y Tierra Más Allá?
—Todo crecido de simientes. Simientes que yo inventé.
—Y, por tanto, es también una máquina de Turing, ¿no? ¿Todo controlado por Mago 0.2?
—No —dijo el Rey Coyote—. Administrado por Mago. Controlado por mí.
—Pero los mensajes en el Mercado de los Cifradores controlan todos los sucesos en Tierra Más Allá, ¿no?
—Eres muy perceptiva, Princesa Nell.
—Esos mensajes llegan a Mago; sólo otra máquina Turing.
—Abre el altar —dijo el Rey Coyote, señalando una gran plancha de cobre con una cerradura en el medio.
La Princesa Nell empleó su llave para abrir la cerradura, y el Rey Coyote retiró la cubierta del altar. Dentro había dos máquinas pequeñas, una para leer las cintas y otra para escribirlas.
—Sígueme —dijo el Rey Coyote, y abrió una trampilla en el suelo tras el altar.
La Princesa Nell lo siguió por una escalera en espiral hasta una habitación pequeña. Las barras de conexión del altar venían hasta aquella habitación y acababan en una pequeña consola.
—¡Mago ni siquiera está conectado al altar! No hace nada —dijo la Princesa Nell.
—Oh, Mago hace muchas cosas. Me ayuda a controlar las cosas, hace cálculos, y demás. Pero lo que sucede en el escenario sólo es un espectáculo para impresionar a los ignorantes. Cuando llega aquí un mensaje del Mercado de los Cifradores, lo leo yo mismo, y lo contesto yo mismo. Como puedes ver, Princesa Nell, Tierra Más Allá no es realmente una máquina de Turing en absoluto. Es realmente una persona; unas personas para ser exactos. Ahora todo es tuyo.
El Rey Coyote llevó de vuelta a la Princesa Nell al centro de la torre y le mostró el lugar. La mejor parte era la biblioteca. Le mostró los libros que contenían las reglas para programar a Mago 0.2, y otros libros que explicaban cómo hacer que los átomos se uniesen para formar máquinas, edificios o mundos completos.
—Sabes, Princesa Nell, has conquistado hoy este mundo, y ahora que lo has conquistado, descubrirás que es un lugar muy aburrido. Ahora es tu responsabilidad crear nuevos mundos para que otras personas los exploren y los conquisten —el Rey Coyote señaló con la mano hacia la gran superficie vacía fuera de la ventana, donde una vez había estado Tierra Más Allá—. Hay mucho espacio libre ahí fuera.
—¿Que hará usted, Rey Coyote?
—Llámame John, Su Alteza Real. Porque desde hoy ya no tengo un reino.
—John, ¿qué va a hacer?
—Tengo una búsqueda propia.
—¿Cuál es su búsqueda?
—Encontrar al Alquimista, sea quien fuere.
—Y hay…
Nell dejó de leer el Manual durante un momento. Se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—¿Hay qué? —dijo la voz de John desde el libro.
—¿Hay otro? ¿Alguien que ha estado conmigo durante mi búsqueda?
—Sí, lo hay —dijo John con calma, después de una corta pausa—. Al menos, siempre he sentido que ella estaba aquí.
—¿Lo está ahora?
—Sólo si construyes un lugar para ella —dijo John—. Lee los libros, y ellos te indicarán cómo.
Con eso, John, el antiguo Rey Coyote y Emperador de Tierra Más Allá, se desvaneció en un relámpago de luz, dejando a la Princesa Nell a solas en la gran biblioteca polvorienta. La Princesa Nell acercó la cabeza a un viejo libro encuadernado en cuero y aspiró su fragancia. Una lágrima de felicidad le caía de cada ojo. Pero dominó el impulso de llorar y cogió el libro.
Aquéllos eran libros mágicos, y absorbieron tanto a la Princesa Nell que durante muchas horas, quizás incluso días, no fue consciente de lo que le rodeaba; lo que apenas importaba porque no quedaba nada de Tierra Más Allá. Pero con el tiempo, sintió que algo le rozaba el pie. Bajó la mano ausente y se rascó. Un momento después le volvió la sensación de roce. Esa vez miró y se sorprendió al ver que el suelo de la biblioteca estaba cubierto por una gruesa alfombra gris, salpicada aquí y allá por una mancha blanca o negra.
Era una alfombra viva y móvil. Era, de hecho, el Ejército Ratonil. Todos los otros edificios, lugares y criaturas que la Princesa Nell había visto en Tierra Más Allá habían sido ficciones producidas por Mago 0.2; pero aparentemente los ratones eran una excepción y existían independientemente de las maquinaciones del Rey Coyote.
Cuando Tierra Más Allá desapareció, todos los obstáculos y trabas que habían impedido que el Ejército Ratonil se acercase a la Princesa Nell se habían desvanecido, y pronto encontraron dónde estaba y convergieron sobre su largo tiempo buscada Reina.
—¿Qué queréis que haga? —dijo la Princesa Nell. Nunca antes había sido Reina y no conocía el protocolo.
Un coro de chillidos excitados vino de los ratones al emitirse y transmitirse órdenes. La alfombra se puso en movimiento de forma violenta pero organizada a medida que los ratones se organizaban en pelotones, batallones y regimientos, cada uno mandado por un oficial. Un ratón se subió por la pata de la mesa de la Princesa Nell, se inclinó ante ella y comenzó a chillar órdenes desde lo alto. Los ratones ejecutando un movimiento, se retiraron a los bordes de la habitación, y se dispusieron en una forma de caja vacía, dejando un gran rectángulo en medio del suelo.
El ratón que estaba sobre la mesa, al que Nell había apodado Generalísima, empleó una larga serie de órdenes, yendo a los cuatros bordes de la mesa para dirigirse a contingentes diferentes del Ejército Ratonil. Cuando Generalísima hubo terminado, se pudo oír una música al empezar los ratones gaiteros a tocar sus gaitas y los Tamborileros a tocar el tambor.
Pequeños grupos de ratones comenzaron a colocarse en el espacio vacío, cada grupo moviéndose a un lugar diferente. Cuando cada grupo llegaba al punto asignado, cada ratón se colocaba formando una letra. De esa forma, se escribió el siguiente mensaje sobre el suelo de la biblioteca:
ESTAMOS ENCANTADOS
PIDA AYUDA
BUSQUE EN LOS LIBROS
—Dedicaré todos mis esfuerzos a desencantaros —dijo la Princesa Nell, y un tremendo grito atronador de gratitud se elevó de entre las pequeñas gargantas del Ejército Ratonil.
Encontrar el libro adecuado no llevó mucho tiempo. El Ejército Ratonil se dividió en pequeños destacamentos, cada uno luchó por bajar un libro de los estantes, lo abrió en el suelo, y pasaron una página a la vez, buscando el hechizo adecuado. Al cabo de unas horas, la Princesa Nell notó que se había abierto un corredor en medio del Ejército Ratonil, y que un libro se abría camino hacia ella, flotando aparentemente a un par de centímetros del suelo.
Recogió el libro cuidadosamente, levantándolo de los lomos de los ratones que lo portaban y pasó las páginas hasta que encontró el hechizo para desencantar ratones.
—Muy bien —dijo, y comenzó a leer el hechizo.
Pero de pronto, muchos chillidos nerviosos llenaron el aire y todos los ratones corrieron asustados. Generalísima se subió a la página, y se puso a dar saltos muy agitado moviendo las patas delanteras sobre la cabeza.
—Ah, entiendo —dijo la Princesa Nell.
Cogió el libro y salió de la biblioteca, teniendo cuidado de no pisar a ninguno de sus súbditos, y los siguió al espacio vacío que había fuera.
Una vez más el Ejército Ratonil realizó una deslumbrante actuación, ordenándose sobre la planicie vacía e incolora por patrullas, compañías, batallones, regimientos y brigadas; pero en esta ocasión el desfile ocupó más espacio, porque en esta ocasión los ratones se cuidaron de dejar la distancia de un brazo humano entre ellos. Algunas patrullas tuvieron que andar lo que, para ellas, representaba una distancia de muchas leguas para llegar al otro lado de la formación. La Princesa Nell aprovechó el tiempo para vagar e inspeccionar sus tropas, y para ensayar el hechizo.
Finalmente Generalísima se aproximó, hizo una profunda reverencia, y levantó el pulgar, aunque la Princesa Nell tuvo que coger al diminuto líder y entrecerrar los ojos para ver ese gesto.
Fue al sitio que le habían dejado al frente de la formación, abrió el libro, y recitó el hechizo mágico.
Hubo un trueno violento, y un soplo de viento que derribó a la Princesa Nell hacia atrás. Miró, mareada, y vio que estaba rodeada por un gran ejército de algunos cientos de miles de chicas, sólo unos años más jóvenes que ella. Un grito de alegría se elevó en el aire, y todas las chicas se hincaron de rodillas y, en una escena de alborotada alegría, proclamaron su lealtad a la Reina Nell.