El truco de Carl Hollywood

Carl Hollywood se echó hacia atrás sobre el duro asiento lacado de la esquina por primera vez en muchas horas, y se frotó la cara con ambas manos, raspándose con su propio bigote. Había estado sentado en el salón de té durante más de veinticuatro horas, había bebido doce teteras y en dos ocasiones había llamado a un masajista para que le relajase la espalda. Tras él la luz de la tarde que entraba por la ventana parpadeó al empezar a dispersarse la multitud. Habían asistido a un sorprendente espectáculo mediático gratuito, mirando sobre su hombro cómo se habían desarrollado las aventuras teatrales de John Percival Hackworth durante horas, desde varios ángulos de cámara diferentes, en ventanas-cine flotantes en las páginas de Carl Hollywood. Ninguno de ellos podía leer inglés, así que no habían podido seguir la historia de las aventuras de la Princesa Nell en la tierra del Rey Coyote, que había fluido por las páginas al mismo tiempo, con la línea argumental fluctuando y volviendo sobre sí misma como una nube de humo movida y arrastrada por corrientes invisibles.

Ahora las páginas estaban en blanco y vacías. Carl comenzó vagamente a recogerlas, algo en que ocupar las manos mientras su mente trabajaba: aunque realmente no estaba trabajando, sino más bien atravesando a ciegas un oscuro laberinto à la John Percival Hackworth.

Carl Hollywood hacía tiempo que sospechaba que, entre otras cosas, la red de los Tamborileros era un gigantesco sistema para romper códigos. Los sistemas criptográficos que permitían el funcionamiento seguro de la red mediatrónica, y que le permitían poder transferir dinero con seguridad, se basaban en el uso de inmensos números primos como claves. Teóricamente las claves podían romperse usando suficiente potencia computacional en el problema. Pero dada cierta potencia computacional, hacer un código era siempre mucho más fácil que romperlo, por lo que mientras el sistema iba funcionando con números primos cada vez más grandes, los ordenadores se hacían cada vez más rápidos, y los fabricantes de códigos podían permanecer por delante de los rompedores de códigos.

Pero la mente humana no funcionaba como un ordenador digital y era capaz de hacer cosas muy extrañas. Carl Hollywood recordaba a una de las Águilas Solitarias, un hombre viejo que podía sumar grandes columnas de números en la cabeza tan rápido como se las decían. Eso, por sí mismo, era simplemente una duplicación de lo que podía hacer un ordenador digital. Pero aquel hombre también podía realizar algunos trucos numéricos que no podían programarse con facilidad en un ordenador.

Si muchas mentes pudiesen combinarse en la red de los Tamborileros, quizá de alguna forma podrían ver a través de la tormenta de datos encriptados que recorrían continuamente el espacio mediatrónico, haciendo que bits aparentemente caóticos adquiriesen sentido. El hombre que había hablado con Miranda, el que la había convencido para entrar en el mundo de los Tamborileros, había dado a entender que eso era posible; que a través de ellos, Miranda podría encontrar a Nell.

Superficialmente, eso sería desastroso, porque destruiría el sistema usado para las transacciones financieras. Sería como si, en un mundo en el que el comercio se basase en el intercambio de oro, una persona descubriera cómo convertir el plomo en oro. Un alquimista.

Pero Carl Hollywood se preguntó si realmente planteaba una diferencia. Los Tamborileros sólo podían hacer algo así entregándose a una sociedad gestalt. Como demostraba el caso de Hackworth, tan pronto como un Tamborilero se apartaba de ese gestalt, perdía el contacto por completo. Toda comunicación entre los Tamborileros y la sociedad humana normal tenía lugar inconscientemente, a través de su influencia en la red, por medio de estructuras que aparecían subliminalmente en los ractivos que todos usaban en sus hogares y veían ejecutándose en las paredes de los edificios. Los Tamborileros podían romper el código, pero no podían aprovecharse de ello de forma obvia, o quizá simplemente no querían. Podían fabricar oro, pero ya no estaban interesados en tenerlo.

John Hackworth, de alguna forma, era mejor que cualquier otro en realizar la transición entre la sociedad de los Tamborileros y la tribu victoriana, y cada vez que atravesaba el límite, parecía llevar algo con él, algo que se colgaba de sus ropas como un olor. Esos débiles ecos de datos prohibidos dejados a su paso provocaban deformaciones y repercusiones impredecibles, en ambos lados de la frontera, de las que el propio Hackworth podía no ser consciente. Carl Hollywood había sabido poco de Hackworth hasta hacía unas horas, cuando, por el aviso de un amigo en Dramatis Personae, se había unido a su historia en ejecución en la cubierta negra del barco de espectáculos. Ahora parecía saber mucho: que Hackworth era el progenitor del Manual ilustrado para jovencitas, y que tenía profundas relaciones con los Tamborileros que iban mucho más allá de algo tan simple como la cautividad. No se había limitado a comer lotos y a vaciar los testículos durante todos aquellos años bajo las olas.

Esta vez Hackworth se había traído algo con él, cuando había salido desnudo y chorreando agua fría de la conejera de los Tamborileros en los depósitos de lastre de la nave. Había salido con un conjunto de claves numéricas que se usaban para identificar a ciertas entidades: el Manual, Nell, Miranda, y alguien que recibía el nombre de Doctor X. Antes de haber recuperado por completo su estado consciente, le había dado las claves al payaso, que había estado allí para sacar su cuerpo sin aire y tembloroso del agua. El payaso era un dispositivo mecánico, pero Dramatis Personae había permitido amablemente que Carl Hollywood lo controlase —y que improvisase gran parte del guión personal de Hackworth y de la historia— durante el espectáculo.

Ahora Carl tenía las claves, y en lo que concernía a la red, era indistinguible de Miranda o Nell o el Doctor X o del propio Hackworth. Estaban escritas en la superficie de una página, como largas columnas de dígitos agrupados en cuatro montones. Carl Hollywood le dijo a la hoja que se doblase y luego se la guardó en el bolsillo. Podía usarla para desenredar todo aquel asunto, pero ése sería el truco de otra noche. El rapé y la cafeína habían hecho todo lo posible. Era hora de volver al hotel, meterse en la bañera, dormir algo y prepararse para el acto final.