Suaves y claras nubes ondulaban lentamente en la distancia como ráfagas de nieve, más de mil kilómetros con el aspecto de tener el ancho de un patio, iluminadas pero no calentadas por el sol poniente albaricoque que nunca acababa de desaparecer. Fiona estaba tendida boca arriba sobre el camastro, mirando cómo su aliento se condensaba en la ventana y se evaporaba en el aire seco.
—¿Padre? —dijo, con voz muy baja, para comprobar si estaba despierto.
No lo estaba, pero se despertó con rapidez, como si hubiese estado en uno de esos sueños apenas por debajo de la consciencia, como una aeronave atravesando algunas nubes.
—¿Sí?
—¿Quién es el Alquimista? ¿Por qué lo buscas?
—Preferiría no explicar por qué lo busco. Digamos que he contraído obligaciones que hay que cumplir —su padre parecía más preocupado por la segunda parte de la pregunta de lo que había esperado, y su voz estaba llena de arrepentimiento.
—¿Quién es él? —insistió Fiona con suavidad.
—Oh, bien, querida, si lo supiese, le habría encontrado.
—¡Padre!
—¿Qué tipo de persona es? Desgraciadamente no dispongo de demasiadas pistas. He intentado sacar algunas conclusiones del tipo de personas que lo buscan, y del tipo de persona que soy yo.
—Perdóname, padre, pero ¿qué importancia podría tener tu propia naturaleza en el Alquimista?
—Más de un sabio ha llegado a la conclusión de que soy el hombre idóneo para encontrar a ese tipo, aunque yo no sé nada sobre criminales o espionaje y demás. Sólo soy un ingeniero nanotecnológico.
—¡Eso no es cierto, padre! Eres mucho más que eso. Conoces muchas historias… me contaste tantas, cuando estabas lejos, ¿lo recuerdas?
—Supongo que sí —se permitió decir, extrañamente tímido.
—Y las leía todas las noches. Y aunque las historias eran sobre hadas, piratas, genios y esas cosas, siempre sabía que tú estabas tras ellas. Como el titiritero que maneja las cuerdas y presta las voces y las personalidades. Por tanto, creo que eres más que un ingeniero. Simplemente necesitas un libro mágico para dejarlo salir.
—Bien… ése es un argumento que no había considerado —dijo su padre, con la voz de pronto llena de emociones.
Fiona luchó con la tentación de mirar por encima de la cama y verle la cara, lo que le hubiese avergonzado. En su lugar, se dobló sobre la cama y cerró los ojos.
—Sea lo que fuere lo que pienses de mí, Fiona, y debo decir que me sorprende agradablemente que tengas una opinión de mí tan favorable, para aquéllos que me enviaron en esta búsqueda, soy un ingeniero. Sin ser arrogante, puedo añadir que he ascendido rápido en la profesión y que he alcanzado una posición de responsabilidad nada despreciable. Y ésa es la única característica que me distingue de los otros hombres, así que sólo ésa puede ser la verdadera razón por la que se me eligió para encontrar al Alquimista. De ahí deduzco que el propio Alquimista debe de ser un ingeniero nanotecnológico de buen nivel, y que se cree que está desarrollando un producto de interés para más de un Poder.
—¿Hablas de la Simiente, padre?
Hackworth estuvo en silencio durante un momento. Cuando habló de nuevo, lo hizo en voz alta y seria.
—La Simiente. ¿Cómo conoces la Simiente?
—Tú me hablaste de ella, padre. Me dijiste que era algo peligroso, y que Defensa del Protocolo no debía permitir que se crease. Y que, además…
—¿Además qué?
Fiona estuvo a punto de recordarle que sus sueños durante los últimos años habían estado llenos de simientes, y que cada historia que había visto en el Manual había estado llena de ellas: simientes que se convertían en castillos; dientes de dragón que se convertían en soldados; semillas que se convertían en gigantescos tallos de habichuelas y llevaban a universos alternativos en las nubes, semillas, dadas a hospitalarias parejas estériles por viejas itinerantes, que se convertían en plantas con vainas gigantes que contenían bebés vivos y alegres.
Pero sentía que si lo mencionaba directamente, él le cerraría la puerta de hierro en la cara; una puerta que en ese momento estaba asombrosamente abierta.
—¿Por qué crees que las Simientes son tan interesantes? —intentó.
—Son interesantes en la medida en que un vial de nitroglicerina es interesante —dijo—. Son tecnologías subversivas. No debes volver a hablar de la Simiente, Fiona… los agentes de CryptNet podrían estar en cualquier sitio, escuchando nuestra conversación.
Fiona suspiró. Cuando su padre hablaba con libertad, podía sentir al hombre que le había contado historias. Cuando se violaban ciertos temas, se colocaba el velo y se convertía en otro caballero victoriano. Era molesto. Pero sentía que esa misma característica en un hombre que no fuese su padre sería provocadora. Era una debilidad tan evidente que ni ella ni ninguna otra mujer podría resistir la tentación de explotarla… una noción malevolente y, por tanto, seductora, que habría de ocupar buena parte de la mente de Fiona durante los siguientes días, al encontrarse con otros miembros de su tribu en Londres.
Después de una simple cena con cerveza y pastas en un pub en las afueras de la City, fueron al sur por el Tower Bridge, atravesaron una estrecha franja de elegantes construcciones en la orilla derecha del río y entraron en Southwark. Como en otros distritos atlantes de Londres, las líneas de Toma habían sido insertadas en el interior del lugar, corriendo por túneles de servicio, colgando de las húmedas partes bajas de los ríos, y metiéndose en los edificios por pequeños agujeros producidos en los cimientos. Las pequeñas casas viejas y pisos de aquel barrio, en una ocasión pobre, habían sido restaurados para servir de trampolines para jóvenes atlantes de toda la angloesfera, pobres en participaciones pero ricos en esperanzas, que habían venido a la gran ciudad para incubar sus carreras. Los negocios en la planta baja tendían a ser pubs, cafeterías y cabarets. A medida que padre e hija se dirigían al este, generalmente paralelos al río, el lustre que era tan evidente cerca del puente comenzó a desaparecer en algunos puntos, y el antiguo carácter del vecindario comenzó a reafirmarse, como los huesos de los nudillos revelan su forma bajo la piel del puño. Había grandes claros entre las construcciones de la orilla, lo que les permitió admirar el distrito al otro lado del río, cuyo manto de niebla nocturna ya estaba manchado por los colores acaramelados y cancerígenos de los grandes mediatrones.
Fiona Hackworth notó un brillo en el aire, que se convirtió en una constelación cuando parpadeó y enfocó la vista. Un puntito de luz verde, un fragmento infinitesimal de esmeralda, le tocó la superficie del ojo, abriéndose en una nube de luz. Parpadeó dos veces, y había desaparecido. Tarde o temprano ése y otros muchos se abrían paso alrededor de los ojos dándole una apariencia grotesca. Se sacó un pañuelo de la manga y se limpió los ojos. La presencia de tantos bichos emisores de lidar le llevó a entender que habían estado penetrando durante mucho tiempo una gran extensión de niebla sin ser conscientes de ello; la humedad del río se condensaba alrededor de los microscópicos guardianes de la frontera. Una luz coloreada parpadeaba vagamente en la pantalla de niebla frente a ellos, dibujando la silueta de una columna de piedra pintada en medio del camino: alas de grifo, cuerno de unicornio, definidos y negros frente a un cosmos chillón. Un condestable estaba al lado de un frontón, simbólicamente vigilando el bar. Saludó a los Hackworth y murmuró algo brusco pero amable a través de la bufanda cuando padre e hija salieron de Nueva Atlantis y penetraron en el enclave chillón lleno de palurdos tetes peleando y cantando frente a la entrada de los pubs. Fiona vio una vieja bandera Union Jack, luego la miró de nuevo y vio que a los brazos de la cruz de San Andrés le habían añadido estrellas para mejorarla, como la bandera de batalla confederada. Le dio un impulso a la cabalina y se puso casi a la altura de su padre.
Luego la ciudad se hizo más oscura y tranquila, aunque no menos poblada, y durante unas manzanas sólo vieron a hombres de pelo oscuro y bigotes y mujeres que no eran más que columnas de tela negra. Luego Fiona olió a anís y ajo al pasar por el territorio vietnamita durante un momento. Le hubiese encantado detenerse en uno de los cafés callejeros para tomar un poco de pho, pero su padre pasó de largo, siguiendo la marea que se movía por el Támesis, y en unos minutos habían llegado de nuevo a la orilla. Estaba ocupada por viejos almacenes de cemento —un tipo de estructura ahora tan obsoleto como para requerir una explicación— que habían sido convertidos en oficinas.
Un embarcadero corría por la superficie del río, moviéndose arriba y abajo con las olas, unido al borde del muelle de granito por medio de una pasarela. Una vieja nave negra estaba atada al embarcadero, pero estaba completamente a oscuras, y sólo era visible por su negra sombra frente a las aguas grises. Después de que las cabalinas se detuviesen y de que los Hackworth desmontasen, pudieron oír voces bajas que venían de abajo.
John Hackworth sacó unas entradas del bolsillo delantero y les pidió que se iluminasen; pero estaban impresas en viejo papel y no contenían fuentes de energía, así que finalmente tuvo que emplear la linterna que colgaba de la cadena del reloj. Aparentemente satisfecho por haber llegado al sitio correcto, le ofreció el brazo a Fiona y la escoltó por la pasarela hasta el embarcadero. Una pequeña luz parpadeante se dirigió hacia ellos y se convirtió en un hombre afrocaribeño, que llevaba gafas sin montura y portaba una antigua linterna de tormenta. Fiona le miró la cara cuando sus enormes ojos, amarillos como viejas bolas de billar de marfil, examinaron las entradas. Su piel era rica y cálida, y brillaba bajo la luz de la linterna, y olía ligeramente a limón combinado con algo más oscuro y menos agradable. Cuando terminó, miró arriba, no a los Hackworth sino a la distancia, se dio la vuelta y se alejó. John Hackworth se quedó quieto durante unos minutos, esperando instrucciones, luego se envaró, cuadró los hombros y guio a Fiona por el embarcadero hacia el bote.
Tenía unos ocho o diez metros de largo. No había pasarela, y las personas que ya estaban a bordo tuvieron que agarrarles de los brazos y ayudarles a subir, una violación de la etiqueta se produjo con tal rapidez que no tuvieron tiempo de sentirse incómodos.
El bote era básicamente una bañera grande y plana, no mucho mayor que una balsa salvavidas, con algunos controles a proa y algún tipo de moderno, y por tanto despreciable, pequeño sistema de propulsión a popa. Cuando los ojos se ajustaron a la débil luz que se dispersaba en la niebla, pudieron ver quizás a una docena más de pasajeros alrededor del borde del bote, sentados para que las conmociones de los barcos al pasar no les molestasen. Viendo la sabiduría de aquello, John llevó a Fiona al único espacio libre, y se sentaron entre otros dos grupos: un trío de jóvenes nipones que se obligaban a fumar unos a otros, y un hombre y una mujer con ropas bohemias pero caras, bebiendo cerveza de lata y hablando con acento canadiense.
El hombre del embarcadero soltó amarras y saltó a bordo. Otro funcionario había tomado los controles y aceleraba suavemente en la corriente, cortando la aceleración un momento determinado y enviándolo contra una ola. Luego el bote entró en el canal principal y ganó velocidad. Pronto hizo frío, y los pasajeros murmuraron, exigiendo más calor de las ropas termogénicas. El afrocaribeño realizó un circuito llevando un pesado baúl con cervezas de lata y vasos de Pinot noir. Las conversaciones se detuvieron durante unos minutos cuando los pasajeros, todos guiados por el mismo impulso primario, volvieron los rostros hacia el aire frío y se relajaron en el agradable salto del casco sobre las olas.
El viaje llevó casi una hora. Después de varios minutos, la conversación volvió, la mayoría de los pasajeros permanecieron formando pequeños grupos. El baúl de los refrescos dio un par de vueltas más. John Hackworth empezó a entender, a partir de algunos detalles sutiles, que uno de los jóvenes nipones estaba más intoxicado de lo que daba a entender y que probablemente había pasado algunas horas en un pub del puerto antes de llegar al embarcadero. Cogía una bebida de la caja cada vez que pasaba, y a media hora de camino, se puso precariamente en pie, se inclinó hacia fuera y vomitó. John le hizo una mueca a su hija. El bote golpeó una ola invisible, moviéndose de lado. Hackworth se agarró primero a la barandilla y luego al brazo de su hija.
Fiona gritó. Estaba mirando por encima del hombro de John a los jóvenes nipones. John se volvió para ver que ahora sólo había dos; el borracho se había ido, y los otros dos se habían inclinado boca abajo sobre la borda y estiraban los brazos, los dedos como rayos blancos brillando sobre las aguas oscuras. John sintió que el brazo de Fiona se liberaba de su mano, y al volverse hacia ella, sólo la vio saltar por encima de la barandilla.
Todo había pasado antes de llegar a asustarse. La tripulación trató el tema con una eficacia práctica que sugería a Hackworth que el hombre nipón era realmente un ractor, que todo el incidente era parte de la producción. El afrocaribeño maldijo y les gritó que aguantaran, su voz pura y potente como un violoncelo Stradivarius, la voz de un actor. Invirtió el refrigerador, tirando todas las cervezas y el vino, luego lo cerró y lo tiró por la borda como salvavidas. Mientras tanto el piloto le daba la vuelta al bote. Varios pasajeros, incluyendo a Hackworth, habían encendido las linternas y enfocaban sus haces sobre Fiona, cuya falda se habían inflado al saltar con los pies por delante y ahora la rodeaba como una balsa de flores. Con una mano agarraba el cuello del hombre nipón y con la otra el asa de la nevera. No tenía ni la fuerza ni un punto de apoyo como para mantener al borracho fuera del agua, y ambos quedaban cubiertos por las olas del estuario.
El hombre de los bucles subió a Fiona primero y se la pasó a su padre. Las fabrículas que formaban sus ropas —incontables bichos unidos en una matriz bidimensional— se pusieron a trabajar expulsando el agua atrapada en los intersticios. Fiona estaba envuelta en un sinuoso velo de niebla que ardía con la luz capturada de las linternas. Su grueso pelo rojo había sido liberado del abrazo de su sombrero, que las olas le habían arrancado y ahora caía sobre ella como una capa de fuego.
Miraba desafiante a Hackworth, cuyas glándulas de adrenalina habían salido finalmente a la refriega endocrinológica. Cuando vio a su hija de esa forma, sintió como si alguien le estuviese pasando un bloque de hielo de cuarenta kilos por la columna vertebral. Cuando la sensación llegó a la médula, se tambaleó y casi tuvo que sentarse. De alguna forma, ella había saltado una barrera invisible y desconocida y se había convertido en sobrenatural, una náyade elevándose de las olas rodeada de fuego y vapor. En algún compartimento racional de su mente que ahora se había hecho irrelevante, Hackworth se preguntó si Dramatis Personae (porque ése era el nombre de la compañía que organizaba el espectáculo) le había metido algunos nanositos en el sistema, y en ese caso qué le estaban haciendo a su mente.
El agua salió de la falda de Fiona y corrió por el suelo, y entonces quedó seca, excepto por la cara y el pelo. Se frotó la cara con las mangas, ignorando el pañuelo que le ofrecía su padre. No se hablaron, y no se abrazaron, como si Fiona fuese consciente ahora del impacto que provocaba en su padre y en todos los demás: una facultad que, supuso Hackworth, debía de ser muy aguda en las chicas de dieciséis años. Para entonces, el hombre nipón había casi terminado de escupir agua de los pulmones y tragar miserablemente aire. Tan pronto como tuvo el camino libre, habló mucho con voz ronca. Uno de sus compañeros tradujo:
—Dice que no estamos solos, que las aguas están llenas de espíritus, que le hablaron. Los siguió debajo de las olas. Pero sintiendo que su espíritu estaba a punto de abandonar su cuerpo, sintió miedo y nadó hacia la superficie donde la joven lo salvó. ¡Dice que los espíritus nos hablan y que debemos escucharles!
Aquello fue, no es necesario decirlo, embarazoso, por lo que todos los pasajeros apagaron las linternas y dieron la espalda al pasajero caído. Pero cuando los ojos de Hackworth se ajustaron, echó otro vistazo al hombre y vio que las porciones expuestas de su piel habían comenzado a radiar luz de colores.
Miró a Fiona y vio una banda de luz blanca que rodeaba su cabeza como una tiara, lo suficientemente brillante como para resplandecer roja a través del pelo, con una joya centrada en la frente. Hackworth se maravilló de aquello en la distancia, sabiendo que ella ahora deseaba estar libre de él.
Gruesas luces flotaban justo por encima del agua, describiendo la forma de grandes barcos, deslizándose unos al lado de otros a medida que cambiaba su paralaje por el movimiento continuo del bote. Habían llegado a un lugar cercano a la boca del estuario pero no a las zonas de espera, donde los barcos se anclaban esperando cambios en las mareas, en los vientos o los mercados. Una constelación de luces no se movió, sino que se hizo mayor al acercarse a ellos. Experimentando con las sombras y examinando la forma que la luz proyectaba en el agua desde aquella nave, Hackworth concluyó que la luz se emitía directamente contra sus ojos para que no pudiesen sacar ninguna conclusión sobre la naturaleza de la fuente.
La niebla dio paso lentamente a una pared de óxido, tan vasta y monótona que podrían haber estado igualmente a diez o a cien metros de distancia. El piloto esperó a casi chocar con ella, y apagó el motor. La balsa perdió velocidad instantáneamente, y rozó el casco de la gran nave. Cadenas, grasientas y goteantes cayeron del firmamento, divergiendo a la vista de Hackworth como la luz que emanase de un semidiós industrial, resonantes mensajeros de hierro que la tripulación, con las cabezas hacia atrás extáticos y las gargantas abiertas a aquella ensortijada revelación, recibió en su seno. Fijaron las cadenas a argollas de metal en el suelo del bote. Encadenado, el barco se liberó del agua y comenzó a ascender la pared de óxido, que flotaba vagamente en la niebla infinita. De pronto había una barandilla, una cubierta más allá, zonas de luz aquí y allá, y algunos puntos rojos de cigarros moviéndose por el espacio. La cubierta se movió y se elevó para recoger el casco del pequeño bote. Al desembarcar, pudieron ver botes similares esparcidos por allí.
«Marrullera» no empezaba a describir la reputación de Dramatis Personae en las partes atlantes de Londres, pero ése era el adjetivo que siempre usaban, emitido en un semisusurro, con las cejas levantadas casi hasta el pelo y los ojos mirando por encima del hombro. Hackworth había entendido inmediatamente que un hombre podía ganarse una mala reputación simplemente por saber que Dramatis Personae existía; al mismo tiempo, estaba claro que casi todo el mundo había oído hablar de ella. En lugar de cubrirse con más oprobio, había buscado las entradas en otras tribus.
Después de todo aquello no le sorprendió en absoluto ver que la mayoría de los espectadores eran compañeros victorianos, y no sólo jóvenes solteros de juerga, sino parejas claramente respetables, recorriendo las cubiertas con chisteras y velos.
Fiona saltó del bote incluso antes de que éste tocase la cubierta del barco y desapareció. Se había arreglado el vestido, abandonado el estampado de flores por un blanco básico, y se fue a la oscuridad, con su tiara integral brillando como un halo. Hackworth dio una lenta vuelta por la cubierta, observando a sus compañeros de tribu intentando resolver el siguiente problema: acercarse lo suficiente a otra pareja para reconocerlos sin acercase tanto como para que le reconociesen a él. De vez en cuando, las parejas se reconocían simultáneamente y tenían que decir algo: las mujeres reían disimuladamente, y los hombres se carcajeaban y se llamaban sinvergüenzas unos a otros, las palabras volando por la cubierta y hundiéndose en la niebla como flechas disparadas contra una bala de algodón.
De los compartimentos inferiores surgía algún tipo de música amplificada; cuerdas atonales recorrían la cubierta como alteraciones sísmicas. Aquél era un carguero, ahora vacío y balanceándose, agitándose sorprendentemente para ser algo tan grande.
Hackworth estaba solo y separado de toda la humanidad, una sensación con la que había crecido como un amigo de la infancia que viviese al lado. Había encontrado a Gwen por algún milagro y había perdido el contacto con ese viejo amigo durante algunos años, pero ahora él y la soledad se habían reunido, para dar un paseo, de forma familiar y agradable. Un bar provisional en medio de la nave había atraído a una docena o así de invitados, pero Hackworth sabía que no podía unirse a ellos. Había nacido sin la habilidad de mezclarse y ser social de la misma forma que otros habían nacido sin manos.
—¿Por encima de todo? —dijo una voz—. ¿O al lado quizá?
Era un hombre con un traje de payaso. Hackworth lo reconoció, vagamente, como el fetiche de una vieja cadena de comida rápida americana. Pero el traje estaba conspicuamente maltratado, como si fuese el único vestido de un refugiado. Había sido remendado por todas partes con trozos de zaraza, seda china, cuero negro tachonado, tiras a rayas y camuflaje de jungla. El payaso llevaba un maquillaje integral: el rostro le brillaba como un muñeco de plástico a inyección del siglo anterior con una bombilla metida en la cabeza. Era extraño verle hablar, como ver una de esas imágenes tomográficas de un hombre tragando.
—¿Es de él? ¿O sólo en él? —dijo el payaso, y miró a Hackworth esperando.
Tan pronto como Hackworth comprendió, bastante tiempo antes, que esa cosa de Dramatis Personae iba a ser algún tipo de teatro participativo, había estado temiendo ese momento: su primera entrada.
—Perdóneme por favor —dijo con voz tensa y no del todo segura—, pero éste no es mi sitio.
—Estoy jodidamente seguro de eso —dijo el payaso—. Póngase esto —siguió diciendo, sacando algo del bolsillo.
Se lo adelantó a Hackworth, quien estaba a dos o tres metros de él; pero asombrosamente, su mano se separó del brazo y voló por el aire, el guante blanco manchado como una bola de hielo sucio que volase entre los planetas interiores. Metió algo en el bolsillo delantero de Hackworth y luego se retiró; pero como Hackworth miraba, describió un ocho en el espacio antes de volver a situarse en el muñón. Hackworth comprendió que el payaso era mecánico.
—Póngase eso y sea usted mismo, señor alienado solo lobo solitario divertido distante metazeador tecnócrata racionalista jodido montón de mierda.
El payaso se dio la vuelta sobre los talones para irse; los zapatos del payaso estaban construidos con algún mecanismo en los talones de forma que cuando se dio la vuelta sobre los talones, literalmente se dio la vuelta sobre los talones, dando varias vueltas completas antes de detenerse de espaldas a Hackworth y salir corriendo.
—Revolucionario, ¿no? —espetó.
La cosa en el bolsillo de Hackworth era unas gafas de sol oscuras: con un acabado en arcoíris, el tipo de cosas que, décadas antes, hubiese llevado un policía rebelde con una mágnum en una serie de televisión prematuramente cancelada. Hackworth las abrió y colocó los lados pulidos de los aros por sus sienes. Al aproximarse las lentes, podía ver que venía luz de ellas; era un fenomenoscopio. Aunque en ese contexto, la palabra «fantascopio» podía ser más apropiada. La imagen creció para llenar todo el campo visual pero no se enfocó hasta que se las puso por completo, así que renuentemente se hundió en la alucinación hasta que ésta se formó, y justo en ese momento las patas tras sus orejas se activaron, se estiraron y crecieron detrás del cráneo como bandas de goma, hundiéndose en la parte de atrás para formar una tira irrompible.
—Soltar —dijo Hackworth, y luego recorrió una letanía de otros comandos iurevo estándar.
Las gafas no le soltaron. Finalmente, un cono de luz rompió el espacio en algún lugar por encima y tras él, y se extendió por un escenario. Luces de pie se encendieron y de detrás de una cortina salió un hombre con chistera.
—Bienvenido al espectáculo —dijo—. Puede quitarse las gafas en cualquier momento asegurándose una ovación de pie de no menos del noventa por ciento de la audiencia.
Entonces las luces y la cortina se desvanecieron, y Hackworth se quedó con lo que había visto antes, es decir, una visión nocturna cibernéticamente mejorada de la cubierta de la nave.
Probó algunos comandos más. La mayoría de los fenomenoscopios tenían un comando de transparencia, o al menos translucidez, que permitía a la persona ver lo que estaba allí realmente. Pero aquéllos eran obstinadamente opacos y sólo le mostraban una recreación mediatrónica de la escena. Los espectadores que paseaban y hablaban estaban representados por estructuras de líneas absurdamente simplificadas, una tecnología de representación que no se había usado en ochenta años más o menos, por tanto, se empleaba claramente para irritar a Hackworth. Cada figura tenía una gran placa pegada al pecho:
JARED MASON GRIFFIN III, edad 35
(¡demasiado tarde para convertirse en un personaje interesante como usted!)
Sobrino de un Lord Accionista de nivel de conde (¿no le envidia?)
Casado con la zorra hundida a su derecha
Se van en estas pequeñas escapadas
para huir de sus vidas inútiles.
(¿por qué está usted aquí?)
Hackworth miró hacia abajo intentando leer su propia placa pero no pudo enfocarla.
Cuando caminó por la cubierta, su punto de vista también lo hizo. Tenía también un interfaz estándar que le permitía «volar» por la nave; Hackworth permanecía en una posición fija, por supuesto, pero el punto de vista de las gafas se separaba de sus coordenadas reales. Cuando empleaba ese modo, la siguiente leyenda aparecía superpuesta en gigantescas letras mayúsculas rojas y parpadeantes:
LA PERSPECTIVA DIVINA DE JOHN PERCIVAL HACKWORTH
en ocasiones acompañado de la caricatura de un tipo parecido a un mago sentado sobre una montaña que miraba hacia una villa de escuálidos enanos. Por esa molestia, Hackworth no empleó esa característica mucho tiempo. Pero en ese primer reconocimiento, descubrió algunos detalles interesantes.
Una cosa, el tipo nipón que se había emborrachado y caído por la borda había encontrado a un grupo de otras personas quienes, por increíble coincidencia, se habían caído también de sus botes en el camino hacia aquí, y quienes después de ser rescatados habían comenzado a emitir luz coloreada y ver visiones que insistían en recontar a cualquiera en la vecindad. Esas personas se reunían en un coro pobremente organizado, todos gritando a la vez y articulando visiones que parecían estar unidas de una forma aproximada, como si todos se hubiesen despertado del mismo sueño, y todos lo hacían igualmente mal. Permanecían juntos a pesar de sus diferencias, atraídos por la misma misteriosa fuerza gravitatoria que hacía que los locos callejeros se pusiesen todos a predicar unos al lado de otros. Poco después de que Hackworth se acercase a ellos en su visión fenomenoscópica, comenzaron a vislumbrar una especie de gigantesco ojo que los miraba desde el cielo, la piel negra de sus párpados cubierta de estrellas.
Hackworth fue hacia atrás y se centró en otro grupo grande: un par de docenas de personas mayores del estilo activo, atlético y en forma, con los jerséis de tenis alrededor de los hombros y los zapatos de paseo firmes pero no demasiado ajustados, que salían de una pequeña nave aérea que había aterrizado en la vieja pista de helicópteros cerca de la popa del barco. La nave aérea tenía muchas ventanas y estaba rodeada de anuncios mediatrónicos de tours aéreos por Londres. Al bajar los turistas, tendían a pararse, por lo que se formaba continuamente un grave atasco. La guía, una joven ractriz con un sabroso disfraz de demonios tocados con cuernos parpadeantes y un tridente, tenía que guiarlos en la oscuridad.
—¿Es esto Whitechapel? —dijo uno de ellos a la niebla, hablando con acento americano. Aquellas personas eran evidentemente miembros de la tribu Heartland, una phyle próspera aliada con Nueva Atlantis que había absorbido a muchos tipos de clase media, del Medio Oeste, blancos, educados, sanos y responsables. Escuchando sus conversaciones furtivas, Hackworth descubrió que los habían traído de un Holiday Inn en Kensington, bajo la impresión de que iban a realizar el tour de Jack el Destripador por Whitechapel. Mientras Hackworth escuchaba, la guía diabólica les explicó que el piloto borracho los había llevado accidentalmente a un teatro flotante, y que si querían podían disfrutar del espectáculo, que empezaría pronto; una representación gratis (para ellos) de Cats, el musical más representado de la historia, que la mayoría de ellos había visto en su primera noche en Londres.
Hackworth, todavía mirando a través de las burlonas letras rojas, realizó una rápida comprobación bajo la cubierta. Allá abajo había una docena de cavernosos compartimentos. Cuatro de ellos habían sido transformados en un teatro de gran capacidad; cuatro más servían de escenario y bambalinas. Hackworth localizó allí a su hija. Estaba sentada en un trono de luz, ensayando algunas líneas. Aparentemente le habían dado un papel estelar.
—No quiero que me veas así —dijo, y desapareció de la vista de Hackworth en una explosión de luz.
Sonó la sirena de la nave. El sonido continuó y recibió respuestas periódicas de otras naves en el área. Hackworth volvió a la visión natural de la cubierta a tiempo de ver una invención ardiente que venía hacia él: otra vez el payaso, que aparentemente tenía el poder especial de moverse por la pantalla de Hackworth como un fantasma.
—¿Va a quedarse ahí toda la noche deduciendo la distancia de los otros barcos por la frecuencia de los ecos? ¿O puedo mostrarle su asiento?
Hackworth decidió que lo mejor era no agitarse.
—Por favor —dijo.
—Bien, aquí está —dijo el payaso, haciendo un gesto con un guante inmaculado hacia una silla de madera normal justo detrás de ellos en la cubierta. Hackworth no creyó que realmente estuviese allí, porque no la había visto antes. Pero las gafas no le permitían estar seguro.
Fue hacia delante como un hombre que va al baño a oscuras en una habitación desconocida, con las rodillas dobladas, las manos extendidas, y moviéndose despacio para no pegarse con nada en la espinilla o los dedos. El payaso se había echado a un lado y lo miraba burlón.
—¿Esto es lo que usted llama meterse en el papel? ¿Piensa que puede estarse toda la noche con su racionalismo científico? ¿Qué va a suceder la primera vez que comience a creer lo que ve?
Hackworth encontró el asiento exactamente donde la imagen le decía que estaba, pero no era una simple silla de madera; estaba cubierto de espuma y tenía brazos. Era más como un asiento de teatro, pero cuando buscó a los lados, no encontró ningún otro. Así que bajó el asiento y se sentó en él.
—Va a necesitar esto —dijo el payaso, y puso un objeto tubular en las manos de Hackworth.
Hackworth lo reconoció como algún tipo de linterna cuando algo ruidoso y violento sucedió justo debajo de él. Sus pies, que habían estado descansando sobre la cubierta, colgaban ahora en el aire. De hecho, todo él estaba colgando. Se había abierto una trampilla bajo él, y se encontraba en caída libre.
—Y mientras acelera hacia el centro de la Tierra a nueve punto ocho metros por segundo al cuadrado, resuelva esto: podemos simular sonidos, podemos simular imágenes, incluso podemos simular el viento soplando en su cara, ¿pero cómo simulamos la sensación de caída libre?
Habían salido pseudópodos de la espuma de la silla y se habían envuelto alrededor de la cintura y parte superior del torso de Hackworth. Eso fue una suerte porque se había puesto a girar ligeramente hacia atrás y pronto se encontró cabeza abajo, atravesando grandes nubes amorfas de luz: una colección de viejas lámparas de araña que Dramatis Personae había recuperado de edificios condenados. El payaso tenía razón: Hackworth estaba en caída libre, una sensación que no podía simularse con gafas. Si tenía que creer a sus ojos y oídos, caía hacia el suelo del gran teatro que había reconocido antes. Pero no estaba cubierto de rectas filas de asientos como un teatro normal. Los asientos estaban presentes pero dispersos al azar. Y algunos de ellos se movían.
El suelo seguía acelerando hacia él hasta que se asustó y comenzó a gritar. Luego sintió la gravedad de nuevo y alguna fuerza comenzó a detenerlo. La silla se dio la vuelta por lo que Hackworth miraba a una constelación irregular de lámparas, y la aceleración aumentó a varias g’s. Luego de vuelta a la normalidad. La silla giró por lo que volvía a estar nivelada, y los fenomenoscopios se cubrieron de brillante luz cegadora. Los auriculares le enviaban un sonido uniforme; pero al comenzar a reducirse, comprendió que realmente era sonido de aplausos.
Hackworth no podía ver nada hasta que jugó con el interfaz y volvió a una visión más esquemática del teatro. Luego determinó que el lugar estaba medio lleno de espectadores, moviéndose independientemente en las sillas, que de alguna forma estaban motorizadas, y varias docenas de ellos le apuntaban con las linternas, lo que explicaba la luz cegadora. Estaba en el centro, era la atracción principal. Se preguntó si suponía que debería decir algo. Había una línea escrita en las gafas: MUCHAS GRACIAS, DAMAS Y CABALLEROS, POR DEJARME CAER POR AQUÍ. ESTA NOCHE TENEMOS UN GRAN ESPECTÁCULO PARA USTEDES…
Hackworth se preguntó si estaba obligado de alguna forma a recitar la línea. Pero pronto las linternas se apartaron de él, cuando más miembros de la audiencia comenzaron a llover del plano astral de las arañas. Viéndolos caer, Hackworth comprendió que había visto algo similar en los parques de atracciones: no era más que saltar con cuerda. Era simplemente que las gafas no le habían mostrado a Hackworth su propia cuerda, simplemente para añadir un frisson a toda la experiencia.
Los brazos de la silla de Hackworth incluían algunos controles que le permitían moverla por el suelo del teatro, que tenía la forma de un cono, hundiéndose con rapidez hacia el centro. Un peatón lo hubiese considerado un terreno difícil, pero la silla poseía un potente motor nanotecnológico y compensaba la inclinación.
Era un teatro circular, al estilo del Globe. El suelo cónico estaba rodeado de una pared circular, con aberturas aquí y allá de distintos tamaños. Algunas parecían ser respiraderos, algunas eran aberturas para cabinas privadas o habitaciones de control técnico, y la mayor con diferencia era un proscenio que ocupaba un cuarto de la circunferencia, y que en ese momento estaba cerrado por una cortina.
Hackworth vio que la parte más baja e interior del suelo no estaba ocupada. Se dirigió cuesta abajo y se sorprendió al comprobar que se encontraba de pronto inmerso hasta la cintura en agua fría. Puso la silla en marcha atrás, pero no respondió a los controles.
—¡Muerto en el agua! —gritó el payaso triunfalmente; parecía como si estuviese justo a su lado, aunque Hackworth no podía verle.
Encontró una forma de abrir los seguros de la silla y luchó en el suelo inclinado, las piernas rígidas por la fría y apestosa agua de mar. Evidentemente el tercio central del suelo se hundía en realidad por debajo de la superficie y estaba abierto al mar: otro detalle que las gafas de Hackworth no se habían molestado en revelar.
De nuevo, una docena de luces caía sobre él. La audiencia se reía, y hubo incluso algunos aplausos sarcásticos. ¡VENGA, AMIGOS, EL AGUA ESTÁ BUENA!, le sugirieron las gafas, pero una vez más Hackworth declinó leer la línea. Aparentemente aquéllas no eran más que sugerencias propuestas por los escritores de Dramatis Personae, que desaparecían en cuanto perdían el sentido.
Los sucesos de los últimos minutos —el fenomenoscopio que no se podía quitar, el salto inesperado, la caída en el agua de mar fría— habían dejado a Hackworth en estado de shock. Sentía la necesidad de esconderse en algún sitio y recuperar la orientación. Se dirigió hacia el perímetro del teatro, esquivando la ocasional silla móvil, y seguido por los haces de las linternas de compañeros de la audiencia que se habían interesado especialmente por su historia personal. Sobre él había una abertura, brillando con luz cálida, y atravesándola, Hackworth se encontró en un cómodo y pequeño bar con ventanas curvadas que le permitía una excelente vista del teatro. De muchas formas era un refugio; aquí podía ver normalmente a través de las gafas, que parecían estar dándole una visión no tergiversada de la realidad. Pidió una pinta de cerveza al camarero y se sentó en la barra al lado de la ventana. En algún momento del tercer o cuarto trago de cerveza, comprendió que ya se había rendido a la exigencia del payaso. El salto al agua le había enseñado que no tenía otra elección sino creer en lo que las gafas decían a sus ojos y oídos —aunque supiese que era falso— y aceptar las consecuencias. La pinta de cerveza le ayudó a calentar las piernas y a relajar la mente. Había venido allí por el espectáculo, y lo estaba viendo, y no había razón para luchar; Dramatis Personae podría tener reputación de marrullera, pero nadie les había acusado de matar a los espectadores.
Las arañas se apagaron. Los miembros de la audiencia con linternas se pusieron en movimiento como pequeñas chispas movidas por el viento, algunos dirigiéndose hacia la zona alta, otros escogiendo el borde del agua. A medida que las luces del teatro se apagaban, se divirtieron jugando con las linternas de un lado a otro de las paredes y la cortina, creando un cielo apocalíptico roto por cientos de cometas. Una lengua de luz fría coloreada por las algas brilló bajo el agua, convirtiéndose en un largo escenario en columna que se elevó hacia la superficie, como Atlantis resurgida. Los espectadores lo vieron y apuntaron las luces hacia la superficie, atrapando algunas motas oscuras en el fuego cruzado: las cabezas de una docena de participantes, elevándose lentamente del agua. Comenzaron a hablar en algo armónico, y Hackworth comprendió que era el coro de lunáticos que había visto antes.
—Sírveme, Nick —dijo una voz de mujer tras él.
—Los metiste, ¿no? —dijo el camarero.
—Memos.
Hackworth se volvió y vio a la joven con el traje de diablo que había servido de guía a los heartlanders. Era muy pequeña, vestía una larga camisa negra abierta hasta la cadera, y tenía un cabello bonito, muy abundante, negro y brillante. Llevó un vaso de cerveza hasta la barra, echó primorosamente a un lado la cola de diablo en un gesto que Hackworth encontró devastadoramente atractivo y se sentó. Luego soltó un suspiro explosivo y metió la cabeza entre los brazos durante un momento, mientras sus cuernos rojos parpadeantes se reflejaban en la ventana curva como las luces de un coche. Hackworth puso los dedos alrededor de la cerveza y olió el perfume de la mujer. Abajo, el coro se había desmadrado e intentaba ejecutar un número de baile de Busby Berkeley bastante ambicioso. Mostraban una extraña habilidad para actuar al unísono —algo relacionado con los ‘sitos que se les habían metido en el cerebro— pero sus cuerpos eran rígidos, débiles y estaban mal coordinados. Lo que hacían, lo hacían con absoluta convicción, lo que lo convertía en bueno de todas formas.
—¿Se lo tragaron? —dijo Hackworth.
—¿Cómo dice? —dijo la mujer, levantando la vista alerta como un pájaro, como si no hubiese sabido que Hackworth estaba allí.
—¿Los heartlanders se creyeron realmente esa historia sobre el piloto borracho?
—Oh, ¿a quién le importa? —dijo la mujer.
Hackworth rio, satisfecho de que un miembro de Dramatis Personae le hiciese esa confidencia.
—No es lo importante —dijo la mujer en voz más baja, poniéndose ahora un poco filosófica. Exprimió una rodaja de limón sobre la cerveza de trigo y bebió un sorbo—. Las creencias no son estados binarios, no aquí al menos. ¿Alguien cree algo al cien por cien? ¿Cree todo lo que ve por esas gafas?
—No —dijo Hackworth—, lo único que creo en este momento es que mis pies están húmedos, esta cerveza negra está buena y que me gusta su perfume.
Ella pareció un poco sorprendida, aunque no le desagradaba, pero ella ni de lejos era tan fácil.
—Vaya, ¿por qué está aquí? ¿Qué espectáculo ha venido a ver?
—¿Qué quiere decir? Supongo que vine a ver éste.
—Pero no es éste. Es toda una familia de espectáculos. Entremezclados. —Aparcó la cerveza y ejecutó Fase 1 del movimiento aquí-está-la-iglesia—. El espectáculo que ve depende de la emisión que esté viendo.
—Parece que no tengo ningún control sobre eso.
—Ah, entonces es un participante.
—Hasta ahora me he sentido como un muy inepto bufón.
—¿Bufón inepto? ¿No es un poco redundante?
No era tan gracioso, pero lo dijo con gracia y Hackworth rio amablemente.
—Parece que ha sido elegido para ser un participante.
—No me diga.
—Ahora bien, no suelo revelar secretos del negocio —la mujer siguió hablando en voz más baja—, pero normalmente cuando alguien es elegido como participante, se debe a que ha venido aquí con un propósito distinto al del entretenimiento puro y pasivo.
Hackworth tartamudeó y luchó un poco con las palabras.
—¿Eso… eso se hace?
—Oh, ¡sí! —dijo la mujer. Se levantó del taburete y se cambió a uno justo al lado de Hackworth—. El teatro no es sólo unas personas haciendo el tonto en un escenario, siendo observadas por una manada de bueyes. Es decir, a veces es sólo eso. Pero puede ser mucho más… realmente puede ser cualquier tipo de interacción entre persona y persona, o persona e información. —La mujer se había apasionado, olvidándose por completo de sí misma. Hackworth obtuvo un placer infinito sólo con mirarla. Cuando ella había entrado en el bar por primera vez, Hackworth pensó que tenía una cara normal, pero cuando bajaba la guardia y hablaba sin ser consciente de sí misma, parecía hacerse más y más bonita—. Aquí estamos unidos a todo: conectados a todo un universo de información. Realmente, es teatro virtual. En lugar de ser fijos, el escenario, los decorados, los ractores son todos fluidos: pueden reconfigurarse cambiando unos bits.
—Oh, ¿así que el espectáculo, el conjunto de espectáculos entrelazados, puede ser diferente cada noche?
—No, todavía no lo entiende —dijo, emocionándose. Lanzó una mano y le agarró el brazo justo por debajo del hombro y se inclinó hacia él, intentando desesperadamente que lo entendiese—. No es que hagamos un espectáculo, lo cambiemos, y tengamos uno diferente la noche siguiente. Los cambios son dinámicos y se producen en tiempo real. El espectáculo se reconfigura a sí mismo dinámicamente dependiendo de lo que sucede momento a momento… y oiga, no es sólo lo que sucede aquí, sino lo que sucede en todo el mundo. Es una obra inteligente: un organismo inteligente.
—Así que si, por ejemplo, una batalla entre los Puños de la Recta Armonía y la República Costera tuviese lugar en el interior de China en este momento, los cambios en la batalla podrían…
—Podrían cambiar el color de una luz o una línea de diálogo… no necesariamente de forma simple o determinista.
—Creo que entiendo —dijo Hackworth—. Las variables internas de la obra dependen del universo total de información que hay fuera…
La mujer asintió con fuerza, satisfecha con él, brillándole los enormes ojos negros.
Hackworth siguió hablando.
—Al igual, por ejemplo, que el estado mental determinado de una persona en un momento dado puede depender de las concentraciones relativas de innumerables compuestos químicos que circulan por su sangre.
—Sí —dijo la mujer—, como si estás en un pub entretenida por un caballero joven, las palabras que salen de tu boca se ven afectadas por la cantidad de alcohol que hayas metido en el sistema, y, por supuesto, por la concentración de hormonas naturales, una vez más, no de una forma determinista; esas cosas son todas entradas en el sistema.
—Creo que empiezo a entenderlo —dijo Hackworth.
—Sustituya el espectáculo de esta noche por el cerebro y la información corriendo por una red, por moléculas corriendo por la sangre, y lo tendrá —dijo la mujer.
Hackworth se sintió un poco decepcionado de que hubiese decidido retirar la metáfora del pub que él había encontrado de mayor interés inmediato.
La mujer siguió hablando.
—Esa falta de determinismo hace que algunos rechacen el proceso como masturbación. Pero en realidad es una herramienta muy poderosa. Algunas personas lo entienden así.
—Creo que yo también —dijo Hackworth, queriendo desesperadamente que ella creyese que así era.
—Y algunas personas vienen aquí porque están buscando algo: intentando encontrar un amor perdido, digamos, o para entender por qué algo terrible sucedió en su vida, o por qué hay crueldad en el mundo, o por qué no se sienten satisfechos con su carrera. La sociedad nunca ha sido buena contestando a esas preguntas, el tipo de preguntas que no puedes responder con un libro de referencia.
—Pero el teatro dinámico le permite a uno relacionarse con el universo de datos de forma más intuitiva —dijo Hackworth.
—Eso es exactamente —dijo la mujer—. Me agrada que lo entienda.
—Cuando trabajaba con información, recurrentemente se me ocurría, de forma vaga y general, que algo así podría ser deseable —dijo Hackworth—. Pero esto va más allá de lo que había imaginado.
—¿Dónde supo de nosotros?
—Me envió aquí una amiga que se ha visto asociada con ustedes en el pasado, de forma algo vaga.
—¿Oh? ¿Puedo preguntar quién? Quizá tengamos una amiga en común —dijo la mujer, como si eso estuviese bien.
Hackworth se sintió enrojecer y dejó escapar el aliento.
—Vale —dijo—, mentí. No era realmente una amiga mía. Era alguien a quien me guiaron.
—Ah, ahora nos acercamos —dijo la mujer—. Sabía que había algo misterioso sobre usted.
Hackworth estaba avergonzado y no sabía qué decir. Miró a su cerveza. La mujer lo miraba fijamente, y podía sentir sus ojos en la cara como el calor de una luz de seguimiento.
—Así que vino aquí buscando algo, ¿no? Algo que no podía encontrar buscando en una base de datos.
—Busco a alguien llamado el Alquimista —dijo Hackworth.
De pronto todo se iluminó. El lado de la cara de la mujer que daba hacia la ventana estaba brillantemente iluminada, como una sonda espacial iluminada por un lado por la luz direccional del sol. Hackworth sintió, de alguna forma, que aquello no era algo nuevo. Mirando a la audiencia, vio que casi todos allí dirigían las linternas hacia el bar, y que todos habían estado escuchado y observando toda la conversación con la mujer. Las gafas le habían engañado ajustando el nivel de luz aparente. La mujer también parecía diferente; su rostro había vuelto a ser el que tenía cuando entró, y Hackworth entendió ahora que la imagen en sus gafas había evolucionado gradualmente durante la conversación, recibiendo información de la parte de su cerebro que se activaba cuando veía una mujer bonita.
La cortina se abrió para revelar un cartel luminoso que venía desde arriba:
JOHN HACKWORTH en EN BUSCA DEL ALQUIMISTA protagonizada por JOHN HACKWORTH como ÉL MISMO.
El Coro cantó:
Es un tipo tan estirado, John Hackworth
que no mostraría una emoción ni para salvar su vida
con desagradables repercusiones, a saber,
perdió su trabajo y perdió a su mujer.
Ahora está en la maldita Búsqueda
vagando por el ancho mundo
persiguiendo al Alquimista
menos cuando se para a ligar.
Quizá se ponga serio
y acabe el trabajo esta noche.
Una fabulosa aventura con
maravillosos sonidos y vistas.
Vamos, oh Hacker John,
vamos, vamos, vamos.
Algo tiró violentamente del cuello de Hackworth. La mujer había puesto un lazo a su alrededor mientras miraba por la ventana, y ahora lo sacaba por la puerta del bar como a un perro recalcitrante. Tan pronto como cruzó la puerta, la capa se infló como en una explosión acelerada, y salió disparada tres metros en el aire, propulsada por chorros de aire instalados de alguna forma en la ropa; soltó correa para no ahorcar a Hackworth en el proceso. Volando sobre la audiencia como la llama de fuego del motor de un cohete, guio al desequilibrado Hackworth por el suelo inclinado hacia el borde del agua. El escenario columnado estaba unido al borde del agua por un par de puentes estrechos, y Hackworth pasó por uno de ellos sintiendo cientos de luces sobre los hombros, que parecían lo suficientemente calientes para hacer arder la ropa. Ella lo llevó directamente por el centro del coro, bajo el cartel eléctrico, a través del área de bastidores y una puerta, que se cerró tras ellos. Luego la chica desapareció.
Hackworth estaba rodeado por tres lados por paredes azules ligeramente resplandecientes. Tocó una y recibió una pequeña conmoción por su acto. Caminando hacia delante, tropezó con algo tirado en el suelo: un hueso seco, grande y pesado, más largo que un fémur humano.
Pasó por el único hueco disponible y encontró más paredes. Le habían colocado en el centro de un laberinto.
Le llevó más o menos una hora comprender que la huida por medios normales no tenía sentido. Ni siquiera intentó descubrir la estructura del laberinto; en su lugar, sabiendo que no podía ser mayor que la nave, siguió el método seguro de girar a la derecha en todas las esquinas, que los chicos inteligentes sabían que siempre lleva a la salida. Pero no fue así, y no entendió la razón hasta que una vez, por el rabillo del ojo, vio una pared que se movía, cerrando un camino y abriendo uno nuevo. Era un laberinto dinámico.
Encontró un pestillo oxidado en el suelo, lo recogió y lo arrojó contra la pared. No rebotó sino que la atravesó y sonó en el suelo que estaba más allá. Así que las paredes no existían sino como ficciones de las gafas. El laberinto estaba construido de información. Para escapar, tendría que descubrir cómo funcionaba.
Se sentó en el suelo. Nick el camarero apareció, atravesando sin problemas las paredes, llevando una bandeja con otra cerveza negra, y se la dio junto con un bol de cacahuetes salados. A lo largo de la tarde, otras personas pasaron por la zona, bailando, cantando, enfrentándose, discutiendo o haciendo el amor. Ninguna de ellas tenía relación, en particular, con la Búsqueda de Hackworth, y parecía que tenían poca relación unos con otros. Aparentemente la Búsqueda de Hackworth era (como le había dicho la mujer demonio) sólo una de las historias concurrentes que se representaban esa noche, coexistiendo en el mismo espacio.
¿Pero qué tenía que ver todo aquello con la vida de John Hackworth? ¿Y cómo entraba Fiona en todo aquello?
Al pensar Hackworth en Fiona, un panel frente a él se hizo a un lado, dejando libre varios metros de corredor. Durante las siguientes dos horas vio lo mismo varias veces: se le ocurría una idea y una pared se movía.
Así se movió de forma irregular a través del laberinto, al pasar su mente de una idea a la siguiente. Definitivamente el suelo se inclinaba hacia abajo, lo que evidentemente acabaría llevándole por debajo del agua en algún momento; y realmente había comenzado a sentir un pesado tamborileo que venía de las cubiertas inferiores, lo que podría haber sido el latido de un poderoso motor excepto que aquella nave, por lo que sabía, no iba a ningún sitio. Olió a agua de mar frente a él y vio débiles luces que brillaban a través de su superficie, rota por las olas, y supo que en los depósitos de lastre llenos de la nave había una red de túneles submarinos, y que en esos túneles había Tamborileros. Por lo que sabía, todo el espectáculo podría ser una ficción en la mente de los Tamborileros. Ni siquiera lo principal; era probablemente un epifenómeno de cualquier proceso profundo que los Tamborileros estuviesen ejecutando ahí abajo en su mente colectiva.
Una pared se hizo a un lado y le dejó camino libre al agua. Hackworth se puso en cuclillas al borde del agua durante unos minutos, oyendo los tamboriles, luego se puso en pie y comenzó a quitarse la corbata.
Sentía mucho calor y estaba sudando, había una luz brillante en sus ojos, y ninguna de esas cosas tenía algo que ver con estar bajo el agua. Se despertó para ver un brillante cielo azul sobre él, se pasó la mano por la cara y vio que las gafas habían desaparecido. Fiona estaba allí con su vestido blanco, mirándolo con una sonrisa pesarosa. El suelo golpeaba a Hackworth en el trasero y evidentemente lo había hecho durante un tiempo, porque las partes huesudas de su espalda estaban doloridas y magulladas. Comprendió que estaban en la balsa, volviendo a los muelles de Londres; que él estaba desnudo y que Fiona le había cubierto con una lámina de plástico para protegerle la piel del sol. Había algunos otros espectadores, tirados unos encima de los otros, completamente pasivos, como refugiados, o gente que ha tenido la experiencia sexual más maravillosa de su vida, o gente que tiene una tremenda resaca.
—Fuiste todo un éxito —dijo Fiona. Y de pronto Hackworth se recordó a sí mismo sobre el escenario en columna desnudo y chorreando, y la ola de aplausos que le llegó de todo el auditorio en pie.
—La Búsqueda ha terminado —soltó—. Vamos a Shanghái.
—Tú vas a Shanghái —dijo Fiona—. Te dejaré en el muelle. Luego voy a volver —pasó la cabeza por la borda.
—¿De vuelta a la nave?
—Yo fui un éxito mayor que tú —dijo—. He encontrado mi vocación en la vida, padre. He aceptado una invitación para unirme a Dramatis Personae.