Como muchas cosas hechas con nanotecnología, las líneas de Toma se formaban principalmente a partir de unas pocas especies de átomos pequeños situados en la esquina superior derecha de la tabla de Mendeleev: carbono, nitrógeno, oxígeno, silicio, fósforo, azufre y cloro. Los Puños de la Recta Armonía habían descubierto, para su eterno deleite, que los objetos hechos con esos átomos ardían muy bien una vez que conseguían encenderlos. La baja y plana región del delta del Yangtsé al este de Shanghái era un distrito de seda bien provisto de moreras, que cuando se cortaban, se apilaban y se encendían bajo las líneas de Toma, las hacían arder con el tiempo como fuegos de carretera.
La Toma nipona tenía demasiado fósforo y ardió con una furibunda llama blanca que iluminó el cielo nocturno en varios lugares visto desde los altos edificios de Pudong. Una línea importante llevaba a Nanjing, otra hacia Suzhou, otra hacia Hangzhou: aquellas llamas distantes inevitablemente produjeron rumores, entre las hordas de refugiados en Shanghái, relativos a que esas ciudades también ardían.
La Toma de Nueva Atlantis tenía un mayor contenido de azufre que, cuando ardía, producía un pestazo plutónico que lo impregnaba todo a docenas de kilómetros en la dirección del viento, haciendo que los fuegos pareciesen más cercanos de lo que realmente estaban. Shanghái olía mucho a azufre mientras Nell cruzaba uno de los puentes que unía la parte baja de Pudong con la aún más baja y más vieja del Bund. El Huangpu había sido demasiado ancho para construir puentes con facilidad hasta que había llegado la nano, por lo que los cuatro puentes de la parte baja estaban hechos con el nuevo material y parecían difícilmente frágiles comparados con los monstruos de cemento reforzado construidos al norte y al sur durante el siglo anterior.
Unos días antes, trabajando en un guión en la oficina de madame Ping en lo alto, Nell había mirado por la ventana a una barcaza que iba río abajo, tirada por un viejo remolcador diesel, cubierta de lona alquitranada. Unos cientos de metros más allá de aquel mismo puente que ella ahora cruzaba, las lonas habían empezado a moverse y a estirarse, y de debajo había salido una docena de hombres jóvenes con túnicas blancas, con bandas escarlata atadas a la cintura, cintas escarlata en las muñecas y frente. Se habían desperdigado por la barcaza cortando cuerdas con los cuchillos, y las lonas habían caído renuentes y de forma desigual para mostrar una nueva capa de pintura roja y, alineados en la parte alta de la barcaza como enormes fuegos artificiales, varias docenas de cilindros de gas comprimido, también pintados para la ocasión de festivo rojo. En esas circunstancias, no dudó ni por un momento que los hombres fuesen Puños y el gas hidrógeno o algo que ardiese igual de bien. Pero antes de llegar al puente, los cilindros habían sido alcanzados y detonados por algo demasiado pequeño y rápido para que Nell pudiese verlo desde su punto alto. La barcaza se convirtió en silencio en un carbúnculo de llamas amarillas que ocuparon la mitad del ancho del Huangpu, y aunque la ventana de diamante filtraba y quitaba el calor a la luz, Nell pudo poner la mano en el cristal y sentir todo el calor absorbido, no mucho más caliente que la piel de una persona. Toda la operación había sido conmovedoramente desesperada, en una época en que una batería del tamaño de una mano podía contener tanta energía como todos aquellos cilindros de gas. Tenía un aire antiguo de siglo veinte e hizo que Nell se sintiese nostálgica de los días en que el peligro era una función de la masa y el volumen. Los pasivos de la época eran divertidos de ver, con sus grandes y estúpidos coches, grandes y estúpidas pistolas, y grandes y estúpidas personas.
Arriba y abajo por el río, los muelles funerarios estaban llenos de familias de refugiados que arrojaban cadáveres al Huangpu; cuerpos demacrados envueltos en sábanas blancas, con el aspecto de cigarrillos. Las autoridades de la República Costera habían establecido un sistema de pases en los puentes para evitar que los refugiados rurales ocupasen las relativamente espaciosas calles, plazas, atrios y pasillos de Pudong y paralizasen los trabajos de las oficinas. Para cuando Nell cruzó, un par de cientos de refugiados la habían escogido como probable fuente de limosnas y la esperaban con demostraciones ensayadas: mujeres sosteniendo niños demacrados, o niños mayores a quienes habían enseñado a colgar comatosos en sus brazos; hombres con heridas abiertas, tíos sin piernas que caminaban intrépidamente sobre los muñones a través de la multitud, chocando con las rodillas de la gente. Sin embargo, los taxistas eran más fuertes y más agresivos que los rurales, y tenían una reputación tan terrible que creaban espacio a su alrededor en las multitudes, y eso tenía más valor que el vehículo en sí; un vehículo se quedaba atrapado en el tráfico, pero la gorra de taxista generaba un campo de fuerza mágico que permitía a las personas a quienes llevaba ir más rápido que los demás.
Los taxistas también convergieron sobre Nell, y ella escogió el mayor y regateó con él, cruzando los dedos y probando algunas palabras en shanghainés. Cuando los números llegaron a la cifra adecuada para él, se dio la vuelta de pronto para enfrentarse a la multitud. La rapidez del movimiento echó atrás a la gente, y el trozo de bambú de un metro que llevaba en la mano también ayudó. Caminó hacia delante y Nell fue tras él, ignorando el millar de tirones en su larga falda, intentando no preguntarse cuál de los mendigos era un Puño con un cuchillo oculto. Si su ropa no hubiese estado hecha con nanomaterial irrompible se hubiera quedado desnuda en el espacio de una manzana.
Madame Ping todavía tenía un negocio decente. Sus clientes estaban dispuestos a sufrir algunos inconvenientes para llegar allí. Estaba a poca distancia de los puentes, y la madame había puesto a algunos taxistas salvajes como escoltas personales. El negocio era asombrosamente grande dada la escasez de terreno en Shanghái; ocupaba la mayor parte de un bloque de apartamentos reforzado de la dinastía Mao; había comenzado sólo con un par de pisos y se había expandido, de habitación en habitación, con el paso de los años.
El área de recepción recordaba a un vestíbulo de hotel no muy malo, excepto que no tenía ni restaurante ni bar; ninguno de los clientes quería ver a otros o dejar que lo viesen. El mostrador de recepción estaba ocupado por recepcionistas que tenían por trabajo ocultar al cliente lo más rápidamente posible y lo hacían tan bien que alguien que pasase por allí podría tener la impresión de que madame Ping realizaba algún tipo de operación de secuestro sobre la marcha.
Una de aquellas funcionarias, una mujer pequeña que parecía extrañamente remilgada y asexual, considerando que llevaba una minifalda de cuero negro, llevó a Nell al último piso, donde se habían construido los grandes apartamentos y donde ahora se ejecutaban elaborados escenarios para los clientes de madame Ping.
Como autora, Nell, por supuesto, nunca entraba en la misma habitación que el cliente. La mujer con la minifalda la escoltó a una habitación de observación cercana, en la que una línea de cine de la habitación contigua ocupaba la mayor parte de una pared.
Si no lo hubiese sabido ya, Nell hubiese visto por el uniforme del cliente que era un coronel de las Fuerzas Unidas de Su Majestad. Vestía un uniforme completo, y las diversas insignias y medallas indicaban que había pasado buena parte de su carrera asignado a varias unidades de Defensa del Protocolo, había resultado herido en acción varias veces, y había mostrado heroísmo excepcional en una ocasión. De hecho, estaba claro que era alguien muy importante. Repasando la media hora anterior, Nell vio que, sin ser sorprendente, había llegado vestido de paisano, llevando el uniforme en cartera de cuero. Vestir el uniforme debía de ser parte del escenario.
En aquel momento estaba sentado en un típico recibidor victoriano, sorbiendo té de una tacita de Royal Albert decorada con la imagen de un rosal luchador. Parecía nervioso; le habían hecho esperar durante media hora, lo que era parte del montaje. Madame Ping le decía continuamente que nadie se había quejado nunca de tener que esperar demasiado por un orgasmo; que los hombres se lo podían hacer a sí mismos cuando querían, y que era por lo que lleva hasta él por lo que pagaban. Las lecturas biológicas parecían confirmar la regla de madame Ping: la respiración y el pulso eran altos, y tenía una erección media.
Nell oyó abrirse una puerta. Cambiando a otro ángulo vio una doncella que entraba en la habitación. Su uniforme no era tan descaradamente sexy como muchos otros en el departamento de vestuario de madame Ping; el cliente era sofisticado. La mujer era china, pero interpretaba su papel con el acento atlántico medio actualmente de moda entre los neovictorianos.
—La señora Braithwaite le verá ahora.
El cliente entró en un salón contiguo, donde le esperaban dos mujeres: una anglo de mediana edad y una mujer eurasiática muy atractiva, de unos treinta años. Se realizaron las presentaciones: la mujer mayor era la señora Braithwaite y la joven era su hija. La señora estaba de alguna forma trastornada y la señorita era evidentemente quien lo dirigía todo.
Esa parte del guión nunca cambiaba, y Nell lo había repasado cientos de veces intentando arreglarlo. El cliente realizaba un pequeño monólogo en el que informaba a la señora Braithwaite de que su hijo Richard había muerto en combate, mostrando gran heroísmo en el proceso, y que lo había recomendado para una Cruz Victoria a título póstumo.
Nell ya había hecho lo obvio, repasar los archivos del Times para ver si aquello era una reconstrucción de un suceso real en la vida del cliente. Por lo que podía determinar, era más bien una composición de sucesos similares, quizá con una dosis de fantasía.
En ese momento, la vieja dama sufrió un mareo y tuvo que ser sacada de la habitación con la ayuda de la doncella y otros sirvientes, dejando al cliente a solas con la señorita Braithwaite, que se lo estaba tomando todo muy estoicamente.
—Su compostura es admirable, señorita Braithwaite —dijo el cliente—, pero tenga por seguro que nadie le echará en cara si deja fluir sus emociones en un momento como éste. —Cuando el cliente dijo esas palabras había algo de excitación en su voz.
—Muy bien, entonces —dijo la señorita Braithwaite. Sacó una pequeña caja negra de su redecilla y apretó un botón. El cliente gruñó y echó atrás su espalda de forma tan violenta que se cayó de la silla a la alfombra, donde se quedó paralizado.
—Bichos… ha infectado mi cuerpo con algún nanosito insidioso —dijo.
—En el té.
—Pero eso es imposible, la mayoría de los bichos son muy susceptibles al daño térmico; el agua hirviendo los destruiría.
—Subestimas las habilidades de CryptNet, coronel Napier. Nuestra tecnología ha avanzado mucho más allá de sus conocimientos; ¡como descubrirá en los próximos días!
—¡Cualesquiera que sean sus planes, dé por seguro que fracasarán!
—Oh, no tengo ningún plan en particular —le dijo la señorita Braithwaite—. Ésta no es una operación de CryptNet. Esto es personal. Es usted responsable de la muerte de mi hermano Richard… y haré que demuestre el arrepentimiento conveniente.
—Le aseguro que sólo siento tristeza…
Ella le volvió a dar una descarga.
—No quiero su tristeza —le dijo—. Quiero que admita la verdad: ¡que usted es responsable de su muerte!
Apretó otro botón que hizo que el cuerpo del coronel Napier se pusiese fláccido. Ella y la doncella lucharon para llevar el cuerpo hasta un montacargas y lo bajaron a otro piso, donde, después de bajar por las escaleras, lo ataron a un soporte.
Y ahí llegaba el problema. Para cuando terminaban de atarlo, estaba completamente dormido.
—Lo ha hecho otra vez —dijo la mujer que interpretaba el papel de la señorita Braithwaite, dirigiéndose a Nell o a cualquiera que estuviese vigilando—. Ya son seis semanas seguidas.
Cuando madame Ping se lo había explicado a Nell, ésta se había preguntado cuál era el problema. Que el hombre durmiese, mientras siguiese viniendo y pagando las facturas. Pero madame Ping conocía a sus clientes y temía que el coronel Napier estuviese perdiendo el interés y que se cambiase a otro establecimiento a menos que se añadiese algo de variedad al escenario.
—La lucha fue terrible —dijo la ractriz—. Probablemente está agotado.
—No creo que sea eso —dijo Nell. Había abierto un canal de voz privado directamente al oído de la mujer—. Creo que es un cambio personal.
—Ellos nunca cambian, cariño —dijo la ractriz—. Una vez que lo prueban, lo conservan para siempre.
—Sí, pero diferentes situaciones pueden disparar esos sentimientos en diferentes momentos de la vida —dijo Nell—. En el pasado ha sido la culpa por la muerte de sus soldados. Ahora está en paz. Ha aceptado su culpa, y, por tanto, acepta el castigo. Ya no hay una lucha de voluntades, porque se ha hecho sumiso.
—¿Qué hacemos?
—Debemos crear una lucha de voluntades real. Debemos obligarle a hacer algo que realmente no quiera —dijo Nell pensado en voz alta. ¿Qué podría ser?
—Despiértale —dijo Nell—. Dile que mentías cuando dijiste que esto no era una operación de CryptNet. Dile que quieres información de verdad. Secretos militares.
La señorita Braithwaite envió a la doncella a buscar un cubo de agua fría y lo echó por encima del cuerpo del coronel Napier. Luego interpretó el papel como había propuesto Nell, y lo hizo bien; madame Ping contrataba gente buena en la improvisación, y como la mayoría no tenía que hacer el amor con los clientes, no tenía problemas para encontrar buenas ractrices.
El coronel Napier pareció sorprendido, no de forma desagradable, ante el cambio de guión.
—Si supone que voy a divulgar información que podría llevar a la muerte a muchos de mis soldados, está muy equivocada —dijo. Pero su voz sonaba un poco aburrida y desilusionada, y las biolecturas que llegaban de los nanositos en su cuerpo no mostraban la excitación sexual completa por la que, presumiblemente, estaba pagando. Todavía no conseguían satisfacer las necesidades del cliente.
En el canal privado a la señorita Braithwaite, Nell dijo:
—Todavía no lo entiende. Esto no es un escenario de fantasía. Esto es real. El establecimiento de madame Ping es realmente una operación de CryptNet. Lo hemos estado atrayendo durante los últimos años. Ahora nos pertenece, y va a darnos información, y va a seguir dándonosla porque es nuestro esclavo.
La señorita Braithwaite interpretó la escena apropiadamente, inventando diálogos más floridos en el camino. Examinando las biolecturas, Nell pudo ver que el coronel Napier se estaba asustando y excitando, como en la primera visita al establecimiento de Madame Ping hacía varios años (conservaban los registros). Le estaban haciendo sentir joven de nuevo, y vivo por completo.
—¿Están relacionados con el Doctor X? —dijo el Coronel Napier.
—Nosotros haremos las preguntas —dijo Nell.
—Yo haré las preguntas. ¡Lotus, dale veinte por eso! —dijo la señorita Braithwaite, y la doncella empezó a trabajarse al coronel Napier con un bastón.
El resto de la sesión casi fue sola, lo que era bueno para Nell, porque se había sorprendido al oír la referencia de Napier al Doctor X y había entrado en un ensueño, recordando el comentario que Harv le había hecho sobre la misma persona muchos años antes.
La señorita Braithwaite conocía su trabajo y había entendido la estrategia de Nell instantáneamente: el escenario no excitaba al cliente a menos que hubiese una verdadera lucha de voluntades, y la única forma de crear lucha era forzar a Napier a revelar información clasificada genuina. Y la reveló, poco a poco, bajo los ánimos del bambú de Lotus y la voz de la señorita Braithwaite. La mayoría estaba relacionada con movimientos de tropas y otras minucias que él probablemente consideraba terriblemente interesantes. No lo eran para Nell.
—Diga más sobre el Doctor X —dijo—. ¿Por qué asumió una conexión entre CryptNet y el Doctor X?
Después de unos minutos de palos y dominación verbal, el coronel Napier estaba listo para largar.
—Ha sido una gran operación nuestra durante varios años: el Doctor X trabaja en colaboración con una figura de alto nivel en CryptNet, el Alquimista. Trabajan en algo que no podemos permitir que consigan.
—No se atreva a ocultarme nada —dijo la señorita Braithwaite.
Pero antes de que pudiese extraer más información sobre el Alquimista, el edificio fue sacudido por una fuerza tremenda que provocó pequeñas fisuras en el viejo cemento. En el silencio que le siguió, Nell pudo oír gritar a las mujeres por todo el edificio, y unos silbidos y rugidos producidos por la arena al salir de las fisuras del techo. Luego sus oídos captaron otro sonido: hombres gritando «¡Sha! ¡Sha!».
—Yo diría que alguien ha abierto la pared de su edificio con una carga explosiva —dijo el coronel Napier con perfecta calma—. Si tuviesen la amabilidad de terminar el escenario y soltarme, intentaré ser útil en lo que venga.
En lo que venga. Los gritos simplemente significaban, «¡Matar! ¡Matar!» y era el grito de batalla de los Puños de la Recta Armonía.
Quizá buscaban al coronel Napier. Pero era más probable que hubiesen decidido atacar aquel lugar por su valor simbólico como reducto de decadencia bárbara.
La señorita Braithwaite y Lotus ya habían soltado al coronel Napier, y éste se estaba poniendo los pantalones.
—Que no estemos todos muertos implica que no están usando métodos nanotecnológicos —dijo profesionalmente—. Por tanto, podemos asumir que este ataque tiene su origen en una célula local de bajo nivel. Los atacantes probablemente creen en la doctrina de los Puños de que son inmunes a las armas. Nunca hace daño, en esas situaciones, demostrarles lo contrario.
La puerta de la habitación de Napier saltó por los aires, con las astillas de madera rubia esparciéndose por el suelo. Nell miró, como si viese una vieja película, cómo el coronel Napier sacaba el sable de caballería ridículamente brillante de su funda y lo pasaba por el pecho del Puño atacante. Éste cayó de espaldas sobre otro, creando una confusión momentánea. Napier aprovechó la ventaja, plantando metódicamente los pies de una forma algo femenina, poniendo los hombros rectos, señalando con calma como si usase el sable para examinar el interior de un viejo armario, y pasó la punta por debajo de la barbilla del segundo Puño, incidentalmente cortándole la garganta en el proceso. Para entonces, un tercer Puño había entrado en la habitación, portando un largo palo con un cuchillo atado a un extremo con la cinta de polímero gris que los campesinos usaban como cuerda. Pero cuando intentó girar el arma, el otro extremo quedó atrapado en el armazón al que Napier había estado atado. Napier se adelantó con cuidado, comprobando dónde pisaba, como si no quisiese mancharse las botas de sangre, detuvo un ataque tardío y apuñaló al Puño tres veces en el tórax en rápida sucesión.
Alguien dio una patada en la puerta de la habitación de Nell.
—Ah —dejó escapar el coronel Napier, cuando quedó claro que no había más atacantes en aquel grupo—, es realmente singular que haya traído un uniforme completo, porque las armas blancas no son parte del equipo usual.
Varias patadas no pudieron romper la puerta de la habitación de Nell, que al contrario que las puertas de los escenarios, estaba hecha de una sustancia más moderna que no podía romperse de esa forma. Pero Nell podía oír voces en el pasillo y sospechaba que al contrario de las especulaciones de Napier, podrían tener dispositivos nanotecnológicos muy primitivos: pequeños explosivos, por ejemplo, capaces de volar puertas.
Abandonó el largo vestido, que simplemente la molestaría, y se echó de rodillas para mirar por debajo de la puerta. Había dos pares de pies. Podía oírlos hablar en un tono de voz bajo y serio.
Nell abrió de pronto la puerta con una mano, clavando con la otra una pluma en la garganta del Puño que estaba más cerca de la puerta. El otro intentó coger un viejo rifle automático que llevaba al hombro. Eso dio a Nell tiempo más que suficiente para darle una patada en la rodilla, lo que quizá no produjo daños permanentes pero que ciertamente le hizo perder el equilibrio. El Puño seguía intentando apuntar con el rifle, y Nell lo golpeó una y otra vez. Al final pudo arrancar el rifle de sus débiles manos, darle la vuelta, y golpearle con él en la cabeza.
El Puño con la pluma en el cuello estaba sentado en el suelo observándola con calma. Ella apuntó en su dirección, y él levantó una mano y miró a otro lado. Le sangraba la herida, pero no demasiado; Nell le había arruinado la semana, pero no había tocado nada importante. Ella reflexionó que probablemente a la larga era mejor para su salud desprenderse de la superstición de que era inmune a las armas.
El condestable Moore le había enseñado un par de cosas sobre rifles. Volvió a entrar en la habitación, atrancó la puerta, y dedicó un minuto a familiarizarse con los controles, a comprobar la munición (sólo medio llena) y a disparar una vez (contra la puerta, que lo detuvo) sólo para asegurarse de que funcionaba.
Intentaba evitar la sensación de que se repetía el episodio del destornillador. Eso la asustó hasta que comprendió que esta vez controlaba la situación mucho mejor. Sus conversaciones con el condestable habían surtido su efecto.
Luego recorrió pasillos y fue escalera abajo hasta llegar al vestíbulo del edificio, reuniendo lentamente por el camino una comitiva de jóvenes aterrorizadas. Vio a algunos clientes, en su mayoría hombres y europeos, que habían sido arrancados de sus escenarios y asesinados por los Puños. Tuvo que disparar tres veces, sorprendida en cada ocasión por lo complicado que era. Acostumbrada al Manual, Nell debía tener en cuenta otras consideraciones al funcionar en el mundo real.
Ella y sus acompañantes encontraron al coronel Napier en el vestíbulo, vestido en tres cuartas partes, enzarzado en un duelo memorable con arma blanca con un par de Puños que, quizá, se habían quedado allí para asegurar una vía de escape. Nell consideró disparar a los Puños pero se decidió en contra, porque no confiaba en su puntería y también porque se sentía hipnotizada por la escena.
Nell se hubiese sentido deslumbrada por el coronel Napier si recientemente no lo hubiese visto atado a un soporte. Aun así, había algo en esa misma contradicción que hacía que él y por extensión todos los hombres victorianos le resultasen fascinantes. Vivían una vida de casi completa negación emocional; una forma de ascetismo tan extrema como la de un anacoreta medieval. Pero tenían emociones, las mismas que los demás, y sólo las dejaban fluir en circunstancias cuidadosamente seleccionadas.
Napier empaló calmosamente a un Puño que había tropezado y se había caído, luego prestó atención a un nuevo antagonista, un personaje formidable realmente hábil con la espada. El duelo entre las artes marciales de Oriente y Occidente se desarrolló de un lado a otro del suelo del vestíbulo, ambos combatientes mirándose a los ojos e intentando intuir los pensamientos del otro y su estado emocional. Los ataques, paradas y respuestas, cuando se producían, eran demasiado rápidos para entenderse.
El estilo del Puño era bastante hermoso a la vista, estando compuesto por muchos movimientos lentos que parecían los de un felino moviéndose en el zoo. El estilo de Napier era casi perfectamente aburrido. Se movía en una postura de cangrejo, mirando a su oponente con calma, y aparentemente pensaba mucho.
Viendo a Napier trabajar, viendo cómo brillaban y bailaban sobre la chaqueta las medallas y galones, Nell comprendió que era precisamente esa represión emocional lo que hacía de los victorianos la gente más rica y poderosa del mundo. La habilidad para sumergir los sentimientos, lejos de ser patológica, era más bien un arte místico que les daba poderes casi mágicos sobre la naturaleza y sobre las tribus más intuitivas. Ésa era también la fuerza de los nipones.
Antes de que el conflicto pudiese resolverse, una flecha, del tamaño de un tábano, que arrastraba una antena tan gruesa como un cabello y tan larga como un dedo, entró silbando por la ventana y se hundió en la parte de atrás del cuello del Puño. No le dio muy fuerte pero debió de inyectarle algún veneno en el cerebro. Se sentó con calma en el suelo, cerró los ojos y murió en esa posición.
—No es muy caballeroso —dijo el coronel Napier disgustado—. Supongo que tengo que agradecérselo a algún burócrata en Nueva Chusan.
Un recorrido cauteloso por el edificio reveló varios Puños más que habían muerto del mismo modo. Fuera, fluía la misma multitud de refugiados, mendigos, peatones y ciclistas cargados, tan imperturbable como el Yangtsé.
El coronel Napier no volvió al local de madame Ping a la semana siguiente, pero madame Ping no le echó la culpa a Nell por la pérdida. Al contrario, alabó a Nell por haber adivinado correctamente los deseos de Napier y haber improvisado tan bien.
—Una buena representación —dijo.
Nell realmente no había considerado su trabajo como una representación, y por alguna razón, la elección de palabras de madame Ping la provocó de una forma que la dejó despierta hasta muy tarde, mirando a la oscuridad sobre su camastro.
Desde muy pequeña había inventado historias y se las había recitado al Manual, que a menudo las digería y las incorporaba a sus relatos. Hacer el mismo trabajo para madame Ping le había resultado de lo más natural. Pero ahora su jefa lo llamaba una representación, y Nell debía admitir que en cierta forma lo era. Sus historias no eran digeridas por el Manual, sino por otro ser humano, convirtiéndose en parte de la mente de ese hombre.
Parecía muy simple, pero la noción le afectaba por una razón que no le quedó clara hasta que meditó sobre ella durante horas medio dormida.
El coronel Napier no la conocía y probablemente nunca lo haría. Todo el intercambio entre él y Nell se había producido por medio de una ractriz que pretendía ser la señorita Braithwaite y varios sistemas tecnológicos.
Aun así, Nell lo había tocado profundamente. Había penetrado en su alma más que ningún amante. Si el coronel Napier hubiese decidido volver a la semana siguiente y Nell no hubiese estado presente para inventar una historia para él, ¿la hubiese echado de menos? Nell sospechaba que sí. Desde el punto de vista del coronel Napier, hubiese faltado una esencia indefinida, y se hubiese ido insatisfecho.
Si eso podía sucederle al coronel Napier en su relación con el establecimiento de madame Ping, ¿podría sucederle a Nell en su relación con el Manual? Siempre había sentido que había una esencia en el libro, algo que la entendía y la amaba, algo que la perdonaba cuando se equivocaba y la apreciaba cuando lo hacía bien.
Cuando era muy joven, nunca lo había puesto en duda en absoluto; había sido parte de la magia del libro. Más recientemente había comprendido que era el funcionamiento de un ordenador en paralelo de enorme tamaño y potencia, cuidadosamente programado para comprender la mente humana y darle lo que necesitaba.
Ahora no estaba tan segura. Los viajes recientes de Nell por las tierras del Rey Coyote, y los diversos castillos con los ordenadores cada vez más sofisticados que eran al final nada más que máquinas de Turing, la habían atrapado en un desconcertante círculo lógico. En el Castillo Turing había aprendido que una máquina de Turing no podía entender realmente a un ser humano. Pero el Manual era en sí mismo una máquina de Turing, o eso sospechaba; así que, ¿cómo podía entender a Nell?
¿Podría ser que el Manual sólo fuese un conducto, un sistema tecnológico que mediaba entre Nell y algún ser humano que realmente la amaba? Después de todo, lo sabía, así era como funcionaban todos los ractivos.
Al principio, la idea era demasiado alarmante para considerarla, así que la bordeó cuidadosamente, examinándola desde distintas direcciones, como una mujer de las cavernas que descubre el fuego por primera vez. Pero al acercarse más, descubrió que le daba calor y la calmaba, y para cuando su mente se entregó al sueño, se había vuelto dependiente de ella y no hubiese considerado volver al lugar frío y oscuro por el que había viajado durante tantos años.