Una lenta cabalgada de medio día hacia el este los llevó hasta las faldas de las Cascadas, donde las nubes, que fluían eternamente desde el Pacífico, eran obligadas a ir hacia arriba por el terreno ascendente y a descargarse de su inmenso almacén de humedad. Los árboles eran gigantescos, elevándose sin ramas muy por encima de sus cabezas, los troncos brillando por el musgo. El paisaje era un tablero de ajedrez de bosque viejo alternando con trozos que habían sido talados en el siglo anterior; Hackworth intentó guiar a Secuestrador hacia estos últimos, porque la escasez de raíces y troncos caídos proporcionaba un camino más suave. Pasaron al lado de los restos de una ciudad maderera abandonada, la mitad pequeños edificios de tablillas y la otra mitad hogares móviles cubiertos de moho y oxidados. A través de las ventanas sucias podían verse vagamente carteles que decían ESTE HOGAR DEPENDE DEL DINERO DE LA MADERA. Árboles jóvenes de tres metros crecían por entre las aberturas de las calles. Setos estrechos de arbustos de arándanos y zarzamoras crecían en los desagües de lluvia de las casas, y viejos y enormes coches, inclinados sobre ruedas deshinchadas y rotas, se habían convertido en soportes para los don diego de día y otras plantas trepadoras. También pasaron por un viejo campamento minero que había sido abandonado mucho antes. En su mayor parte, los signos de ocupación moderna eran relativamente sutiles. Las casas tenían allí el estilo sin pretensiones que era del gusto de los khans del software de cerca de Seattle y, de vez en cuando, cierto número de ellas se reunían alrededor de una plaza central con salones de juego, cafés, tiendas y otras amenidades. Él y Fiona se detuvieron en uno de esos lugares para intercambiar umus por café, bocadillos y rollos de canela.
Los senderos sin señalar y entrecruzados hubiesen sido confusos para cualquiera que no fuese un nativo. Hackworth había estado allí antes. Había obtenido las coordenadas de la segunda galleta de la fortuna en la guantera de Secuestrador, que era mucho menos críptica que la primera que había leído. No tenía forma de saber si realmente iba a algún sitio. Su fe no comenzó a vacilar hasta que llegó la tarde, las nubes eternas cambiaron de plata a gris oscuro, y notó que la cabalina los llevaba más y más alto hacia zonas menos densamente pobladas.
Luego vio las piedras y supo que había elegido el sendero correcto. Una pared de granito marrón, oscura y húmeda por la niebla condensada, se materializó ante ellos. La oyeron antes de verla; no producía ningún ruido, pero su presencia cambiaba la acústica del bosque. La niebla se cerraba, y apenas podían ver la silueta de los árboles de montaña cubiertos de maleza, doblados por el viento y alineados incómodamente en lo alto del acantilado.
Entre los árboles se veía la silueta de un ser humano.
—Tranquila —informó Hackworth dirigiéndose a su hija, luego hizo que Secuestrador se detuviese.
La persona en cuestión tenía el pelo muy corto y vestía una amplia chaqueta hasta la cintura y pantalones elásticos; por la curva de las caderas se sabía que era una mujer. Alrededor de las caderas se había colocado un dispositivo de cintas de neón verde: un arnés de escalada. Sin embargo, no llevaba ninguna otra parafernalia de campo, ni mochila ni casco y, tras ella, en lo alto del acantilado, podían distinguir la silueta de un caballo, buscando en la tierra con el hocico. De vez en cuando ella miraba el reloj de pulsera.
Una tenue cuerda colgaba de la hinchada pared del acantilado desde donde estaba la mujer. Los últimos metros colgaron sueltos en la niebla frente a un cómodo refugio protegido por un saliente.
Hackworth se volvió para conseguir la atención de Fiona, luego señaló algo: una segunda persona, que se movía por la base del acantilado, fuera de la vista de la mujer. Moviéndose con cuidado y en silencio, al final llegó al refugio del saliente. Cautelosamente cogió el extremo de la cuerda y ató algo, aparentemente una pieza de equipo fijada a la roca. Luego se fue por donde había venido, moviéndose en silencio y quedando cerca del acantilado.
La mujer permaneció en silencio y quieta durante varios minutos, mirando la hora con más y más frecuencia.
Finalmente se echó varios pasos hacia atrás en el borde del acantilado, sacó las manos de los bolsillos de la chaqueta, pareció respirar profundamente un par de veces, luego corrió hacia delante y se arrojó al espacio. Gritó mientras lo hacía, un grito para expulsar su miedo.
La cuerda corrió por una polea fijada a la parte alta del acantilado. Ella cayó durante unos metros, la cuerda se tensó, el nudo del hombre aguantó, y la cuerda, que era de alguna forma elástica, la trajo a una firme pero no violenta parada justo por encima de la perversa pila de escombros y puntas en la base del acantilado. Colgando al final de la cuerda, se agarró con una mano y se inclinó hacia atrás, desnudando la garganta a la niebla, permitiéndose colgar indiferente durante unos minutos, gozando en calma.
Una tercera persona, no vista antes, salió de entre los árboles. Aquél era un hombre de mediana edad, y vestía una chaqueta con un par de toques profesionales como una banda en el brazo y una insignia sobre el bolsillo. Caminó bajo la mujer colgante y se ocultó durante un rato bajo el saliente, y al final soltó la cuerda y la depositó en silencio en el suelo. La mujer se libró de la cuerda, se quitó el arnés y se implicó en una discusión seria con el hombre, que sirvió a los dos bebida caliente de un termo.
—¿Has oído hablar de esa gente? La República Distribuida Reformada —le dijo Hackworth a Fiona, todavía en voz baja.
—Sólo conozco la Primera.
—La Primera República Distribuida no se mantiene junta muy bien; en cierta forma, no se la diseñó para eso. La empezó un grupo de personas que era casi por completo anarquista. Y como probablemente has aprendido en la escuela, se ha dividido en un número terrible de facciones.
—Tengo algunos amigos en la P.R.D. —dijo Fiona.
—¿Tus vecinos?
—Sí.
—Khans del software —dijo Hackworth—. La P.R.D. va bien para ellos, porque tienen algo en común: antiguo dinero del software. Son casi como victorianos; muchos se pasan y prestan el Juramento al hacerse viejos. Pero para la mayoría de la clase media, la P.R.D. no ofrece ninguna religión central o identidad étnica.
—Así que se balcaniza.
—Precisamente. Esa gente —dijo Hackworth, señalando al hombre y a la mujer en la base del acantilado—, pertenecen a la R.D.R., República Distribuida Reformada. Muy similar a la P.R.D., con una diferencia importante.
—¿El ritual que acabamos de ver?
—Ritual es una buena descripción —dijo Hackworth—. Hoy por la mañana, el hombre y la mujer recibieron la visita de mensajeros que les dieron un lugar y una hora, nada más. En ese caso, la tarea de la mujer era saltar del acantilado a una hora determinada. La tarea del hombre era atar el extremo de la cuerda antes de que ella saltase. Una tarea muy simple…
—Pero si no lo hubiese hecho ella estaría muerta —dijo Fiona.
—Exactamente. Sacan los nombres de un sombrero. A los participantes se les advierte con unas pocas horas de antelación. Aquí, el ritual se realiza con un acantilado y una cuerda, porque resulta que hay un acantilado cerca. En otros nodos de la R.D.R., el mecanismo puede ser diferente. Por ejemplo, una persona A podría entrar en una habitación, sacar una pistola de una caja, cargarla con munición de verdad, volver a meterla en la caja y luego salir de la habitación durante diez minutos. Durante ese tiempo, la persona B se supone que entra en la habitación y reemplaza la munición real con balas de fogueo de igual peso. Luego la persona A vuelve a la habitación, apunta la pistola a su cabeza y dispara.
—Pero la persona A no tiene forma de saber si la persona B ha hecho su trabajo.
—Exactamente.
—¿Cuál es el papel de la tercera persona?
—Un procurador. Un funcionario de la R.D.R. que vigila que los dos participantes no intenten comunicarse.
—¿Con qué frecuencia debe uno pasar por este ritual?
—Tantas veces como salgan al azar, quizás una vez cada par de años —dijo Hackworth—. Es una forma de crear dependencia mutua. Esas personas saben que pueden confiar los unos en los otros. En una tribu como la P.R.D., cuya visión del universo no contiene absolutos, ese ritual crea un absoluto artificial.
La mujer acabó la bebida caliente, le dio la mano al procurador y comenzó a subir por una escalera de polímero fijada a la roca, que la llevó de vuelta al caballo. Hackworth hizo que Secuestrador comenzase a moverse, siguiendo un sendero paralelo a la base del acantilado, y que seguía durante medio kilómetro más o menos hasta que se unía al sendero que venía de arriba. Unos minutos después, la mujer se acercó, montando su caballo, un modelo biológico pasado de moda.
Parecía una mujer saludable, sincera, de mejillas sonrosadas todavía bajo los efectos de la adrenalina por su salto a lo desconocido, y los saludó desde la distancia, sin la reserva de los neovictorianos.
—¿Cómo está usted? —dijo Hackworth, quitándose el sombrero.
La mujer apenas miró a Fiona. Hizo que el caballo se detuviese, y fijó los ojos en el rostro de Hackworth. Parecía distraída.
—Le conozco —dijo—, pero no sé su nombre.
—Hackworth, John Percival, a su servicio. Ésta es mi hija Fiona.
—Estoy segura de que jamás he oído ese nombre —dijo la mujer.
—Yo estoy seguro de no haber oído jamás el suyo —dijo Hackworth alegremente.
—Maggie —dijo la mujer—. Esto me está volviendo loca. ¿Dónde nos hemos conocido?
—Esto puede parecerle extraño —dijo Hackworth con suavidad—, pero si usted y yo pudiésemos recordar todos nuestros sueños, cosa que, por supuesto, no podemos hacer, y si comparásemos notas durante el tiempo suficiente, probablemente descubriríamos que hemos compartido algunos con el paso de los años.
—Mucha gente tiene sueños similares —dijo Maggie.
—Perdóneme, pero no me refiero a eso —dijo Hackworth—. Me refiero a la situación en que cada uno de nosotros conservaría su punto de vista personal. Yo la vería a usted. Usted me vería a mí. Luego podríamos compartir ciertas experiencias juntos; cada uno viéndolas desde su propia perspectiva.
—¿Como un ractivo?
—Sí —dijo Hackworth—, pero no hay que pagar por ello. No con dinero, en cualquier caso.
El clima local se prestaba a las bebidas calientes. Maggie ni se quitó la chaqueta antes de entrar en la cocina para poner la tetera al fuego. El lugar era una cabina de troncos, más amplia de lo que parecía desde fuera, y aparentemente Maggie la compartía con otras personas que no se encontraban allí en ese momento. Fiona, en el camino de ida y vuelta al baño, quedó fascinada al ver evidencias de hombres y mujeres viviendo, durmiendo y bañándose juntos.
Después de sentarse a tomar el té, Hackworth convenció a Maggie para que metiese el dedo en un dispositivo del tamaño de un dedal. Cuando él se sacó el objeto del bolsillo, Fiona tuvo una fuerte sensación de déjà vu. Ella lo había visto antes, y era importante. Sabía que su padre lo había diseñado; tenía todas la marcas de su estilo.
Se sentaron hablando de cosas intrascendentes durante unos minutos. Fiona tenía muchas preguntas sobre el funcionamiento de la R.D.R., que Maggie, una creyente convencida, estuvo encantada de contestar. Hackworth había extendido una hoja de papel en blanco sobre la mesa, y al pasar los minutos, comenzaron a aparecer en ella imágenes y palabras y subieron por la página a medida que se llenaba. El dedal, explicó, había colocado algunos bichos de reconocimiento en la corriente sanguínea de Maggie, que habían reunido información, saliendo por los poros cuando se les llenaban las cintas, y descargando los datos en el papel.
—Parece que usted y yo tenemos conocidos comunes, Maggie —dijo él después de unos minutos—. Llevamos en nuestra sangre muchas tuplas iguales. Sólo pueden extenderse por ciertas formas de contacto.
—Quiere decir, ¿por intercambio de fluidos corporales? —dijo Maggie categórica.
Fiona pensó brevemente en la viejas transfusiones y probablemente no hubiese deducido el significado real de la frase si su padre no se hubiese ruborizado y no la hubiese mirado momentáneamente.
—Creo que nos entendemos mutuamente —dijo Hackworth.
Maggie pensó sobre ello un momento y pareció molestarse, al menos, en la medida en que una persona feliz y generosa puede molestarse. Se dirigió a Hackworth pero miraba a Fiona al intentar construir su siguiente frase.
—A pesar de lo que los atlantes puedan pensar de nosotros, no duermo… es decir, no practico el s… no tengo tantos compañeros.
—Lamento haber dado la falsa impresión de haberme formado una idea negativa sobre sus estándares morales —dijo Hackworth—. Por favor, tenga por seguro que no me considero a mí mismo en posición de juzgar a otros en ese aspecto. Sin embargo, si tuviese la amabilidad de decirme con quién, o quiénes, en el último año más o menos…
—Sólo uno —dijo Maggie—. Ha sido un año lento. —Luego dejó el vaso de té sobre la mesa (Fiona se había sorprendido ante la falta de platillos) y se inclinó hacia atrás, mirando a Hackworth en alerta—. Es raro que le esté contando estas cosas… a usted, un extraño.
—Por favor, permítame que le recomiende que confíe en sus instintos y que no me considere un extraño.
—Tuve un asunto. Hace meses y meses. Eso es todo.
—¿Dónde?
—Londres —una ligera sonrisa pasó por el rostro de Maggie—. Pensarían que viviendo aquí iría a un sitio cálido y soleado. Pero fui a Londres. Supongo que hay un pequeño victoriano en el interior de todos nosotros.
»Fue un tío —siguió diciendo Maggie—. Había ido a Londres con un par de amigas. Una de ellas era otra ciudadana de la R.D.R. y la otra, Trish, abandonó la R.D.R. hace tres años y cofundó un nodo local de CryptNet. Tienen una pequeña presencia en Seattle, cerca del mercado.
—Perdone que la interrumpa —dijo Fiona—, pero ¿tendría la amabilidad de explicarme la naturaleza de CryptNet? Una de mis viejas amigas del colegio parece haberse unido a ellos.
—Es una phyle sintética. Exclusiva en extremo —le dijo Hackworth.
—Cada nodo es independiente y autogobernado —dijo Maggie—. Podrías fundar un nodo mañana si quisieses. Los nodos están definidos por contratos. Firmas un contrato en el que te comprometes a prestar ciertos servicios cuando te lo pidan.
—¿Qué tipo de servicios?
—Normalmente, entregan datos a tu sistema. Procesas los datos y los pasas a otro nodo. Parecía natural para Trish porque era codificadora, como yo y mis compañeros y la mayor parte de la gente de por aquí.
—Entonces ¿los nodos tienen ordenadores?
—La gente misma tiene ordenadores, normalmente sistemas insertados —dijo Maggie masajeándose inconscientemente el mastoides tras su oído.
—Entonces ¿un nodo es sinónimo de una persona?
—En muchos casos —dijo Maggie—, pero a veces son varias personas con sistemas implantados quienes están contenidos dentro del mismo límite de confianza.
—¿Puedo preguntarle qué nivel había alcanzado el nodo de su amiga Trish? —dijo Hackworth.
Maggie pareció incierta.
—Ocho o quizá nueve. En cualquier caso, fuimos a Londres. Mientras estuvimos allí, decidimos ir a unos espectáculos. Quería ver las grandes producciones. Ésas estaban bien… Vimos un buen Doctor Faustus en el Olivier.
—¿El de Marlowe?
—Sí. Pero Trish tenía la habilidad de encontrar todos esos pequeños teatros alternativos que yo nunca hubiese encontrado ni en un millón de años; no estaban señalados, y realmente no se anunciaban, por lo que pude ver. Vimos material muy radical… realmente radical.
—Imagino que no usa el adjetivo en el sentido político —dijo Hackworth.
—No, me refiero a la forma en que estaba representado. En una representación caminamos por un viejo edificio bombardeado en Whitechapel, lleno de gente moviéndose alrededor, y comenzaron a pasar todo tipo de cosas extrañas y, al cabo de un rato, comprendimos que algunas de las personas eran actores y otras, audiencia, y que todos éramos las dos cosas simultáneamente. Era genial… supongo que cosas así pueden cogerse en la red en cualquier momento, en un ractivo, pero era mucho mejor que fuese real, con cuerpos reales alrededor. Me sentí feliz. De cualquier forma, él iba al bar a por una pinta, y se ofreció a traerme una. Empezamos a hablar. Una cosa llevó a otra. Era realmente inteligente, realmente sexy. Un tipo africano que sabía mucho de teatro. El lugar tenía habitaciones traseras. Algunas con camas.
—Después de acabar —dijo Hackworth—, ¿experimentó alguna sensación inusual?
Maggie echó la cabeza atrás y rio, pensando que aquél era un detalle de humor por parte de Hackworth. Pero él hablaba en serio.
—¿Después de que acabásemos? —dijo ella.
—Sí. Digamos, unos minutos después.
De pronto Maggie pareció desconcertada.
—Sí, de hecho —dijo—. Me puse caliente. Muy caliente. Tuve que irme, porque pensé que tenía la gripe o algo así. Volvimos al hotel, y yo me quité la ropa y salí al balcón. Tenía una fiebre de cuarenta grados. Pero a la mañana siguiente me sentía bien. Y he estado bien desde entonces.
—Gracias, Maggie —dijo Hackworth, levantándose y guardando la hoja de papel. Fiona también se levantó, siguiendo el ejemplo de su padre—. Antes de su viaje a Londres, ¿había sido activa su vida social?
Maggie se puso un poco colorada.
—Relativamente activa durante unos años, sí.
—¿Qué tipo de gente? ¿Tipos de CryptNet? ¿Gente que pasaba mucho tiempo en el agua?
Maggie negó con la cabeza.
—¿En el agua? No lo entiendo.
—Pregúntese a sí misma por qué ha estado tan inactiva, Maggie, desde su relación con el señor…
—Beck. Señor Beck.
—Con el señor Beck. ¿No podría ser que encontró la experiencia un poco alarmante? ¿Intercambio de fluidos corporales seguido de un violento aumento de la temperatura?
Maggie tenía cara de póquer.
—Le recomiendo que investigue el tema de la combustión espontánea —dijo Hackworth. Y sin más ceremonia, recogió su sombrero y paraguas de la entrada y guio a Fiona de vuelta al bosque.
Hackworth dijo:
—Maggie no te lo contó todo sobre CryptNet. Para empezar, se cree que tiene muchas conexiones desagradables y son un foco constante de investigación de Defensa del Protocolo. Y —Hackworth rio triste— es claramente falso que diez sea el máximo nivel.
—¿Cuál es el fin de la organización? —preguntó Fiona.
—Se presenta a sí misma como un colectivo de proceso de datos de éxito moderado. Pero sus fines reales sólo pueden ser conocidos por aquellos incluidos en la élite de confianza del nivel trigésimo tercero —dijo Hackworth, hablando más despacio al intentar recordar cómo sabía esas cosas—. Se rumorea que, dentro de ese selecto círculo, cualquier miembro puede matar a cualquier otro simplemente pensando en ello.
Fiona se inclinó hacia delante y pasó los brazos cómodamente alrededor del cuerpo de su padre, colocó la cabeza entre los hombros y apretó. Pensaba que el tema CryptNet estaba cerrado; pero un cuarto de hora más tarde, mientras Secuestrador los llevaba seguros por entre los árboles hacia Seattle, su padre habló de nuevo, siguiendo la frase donde la había dejado, como si sólo se hubiese detenido para respirar. Su voz era lenta y parecía en trance, las memorias fluyendo hacia fuera desde el almacenamiento profundo, con poca participación de su mente consciente.
—El verdadero deseo de CryptNet es la Simiente; una tecnología que, en sus diabólicos esquemas, algún día sustituirá a la Toma[7], sobre la que se basa nuestra sociedad y muchas otras. Para nosotros, el Protocolo nos ha traído la paz y la prosperidad; para CryptNet, sin embargo, es un despreciable sistema de opresión. Creen que la información tiene un poder casi místico para fluir libre y autorreplicarse, como el agua busca su nivel o las llamas van hacia arriba; y careciendo de un código moral, confunden inevitabilidad con Razón. Desde su punto de vista, algún día, en lugar de Tomas que acaban en compiladores de materia, tendremos Simientes que, plantadas en la tierra, crecerán para convertirse en casas, hamburguesas, naves espaciales y libros; que la Simiente será un desarrollo inevitable a partir de la Toma, y que sobre ella se creará una sociedad mucho más evolucionada.
Se detuvo un momento, respiró profundamente y pareció despertar; entonces habló de nuevo, con voz más clara y fuerte.
—Por supuesto, no podemos permitirlo: la Toma no es un sistema de control y opresión, como mantiene CryptNet. Es la única forma de mantener el orden en una sociedad moderna: si todos poseyesen una Simiente, cualquiera podría producir armas cuyo poder destructivo rivalizaría con el de las armas nucleares isabelinas. Por eso Defensa del Protocolo considera tan oscuras las actividades de CryptNet.
Los árboles se abrieron para revelar un largo lago azul bajo ellos. Secuestrador encontró el camino a una carretera, y Hackworth lo puso a medio galope. En unas horas, padre e hija se acostaban en los camastros de un camarote de segunda clase en la nave aérea Islas Malvinas, con destino a Londres.