Nell pasa por Pudong; llega a las oficinas de madame Ping; entrevista con la misma

Shanghái, propiamente, sólo era visible para Nell, que iba patinando hacia el oeste por la Zona Económica de Pudong, a través de las aberturas verticales que quedaban entre sus altos edificios. La parte baja de Pudong irrumpió en la tierra plana de la orilla este del Huangpu. Casi todos los rascacielos empleaban materiales de construcción mediatrónicos. Algunos exhibían la línea aerodinámica del sistema de escritura japonés, reproducida en un sofisticado esquema de color, pero la mayoría usaba los caracteres más densos y de alta resolución usados por los chinos, y éstos tendían a estar dibujados en rojo chillón, o en negro sobre un fondo de ese color.

Los angloamericanos tenían su Manhattan, los japoneses tenían Tokio. Hong Kong era una buena obra, pero era básicamente occidental. Cuando los chinos del exterior volvieron a la patria para construir su monumento al mercado, lo habían hecho allí, y lo habían hecho más grande, brillante e incuestionablemente más rojo, que cualquiera de las otras ciudades. El truco nanotecnológico de hacer estructuras resistentes que fuesen más ligeras que el aire había aparecido en el momento justo, cuando los últimos arrozales eran sustituidos por inmensos cimientos de hormigón, y una cubierta de nuevas construcciones había surgido sobre la primera generación de edificios de setenta y ochenta pisos. Esa nueva arquitectura era naturalmente grande y elipsoidal, típicamente consistente en una enorme bola de neón empalada en una barra, así que Pudong era mayor y más densa a trescientos metros por encima del suelo que al nivel de la calle.

Apreciada desde el punto más alto del gran arco de la Altavía a través de varios kilómetros de aire enrarecido, la vista aparecía curiosamente aplastada y descolorida, como si la escena hubiese sido tejida en un brocado fabulosamente complejo y luego se hubiese permitido que acumulase polvo durante varias décadas antes de colgarlo frente a Nell, a tres metros de distancia. No hacía mucho que se había puesto el sol, y el cielo era todavía de un naranja profundo que se perdía en el púrpura, dividido en segmentos irregulares por media docena de pilares de humo que se disparaban directos desde el horizonte hacia la bóveda oscura y contaminada del cielo, muchos kilómetros al oeste, en algún lugar entre los distritos del té y la seda entre Shanghái y Suzhou.

Al bajar patinando por el lado occidental del arco y cruzar la costa de China, la tormenta de neón se elevó sobre su cabeza, se extendió para abrazarla y adoptó tres dimensiones… y todavía estaba a varios kilómetros de distancia. Los vecindarios costeros consistían en bloque tras bloque de edificios de apartamentos reforzados, de cuatro o cinco pisos de alto, con aspecto de ser más viejos que la Gran Muralla a pesar de que su verdadera edad no podía superar el par de décadas, y decorados en el lado que daba a las calles con grandes carteles cómicos, algunos mediatrónicos, pero pintados en su mayoría. Durante el primer kilómetro más o menos, la mayoría iban dirigidos a los hombres de negocios que venían de Nueva Chusan, y en particular del Enclave de Nueva Atlantis. Mirando aquellos carteles al pasar, Nell llegó a la conclusión de que los visitantes de Nueva Atlantis jugaban un papel importante en el mantenimiento de los casinos y burdeles, tanto la variedad pasada de moda como los nuevos emporios de fantasía dirigida, en los que podías ser la estrella de una pequeña obra escrita por ti mismo. Nell redujo la velocidad para examinarlos, memorizando las direcciones de los que tenían carteles nuevos o muy bien ejecutados.

Todavía no tenía un plan claro. Todo lo que sabía era que debía seguir moviéndose como si fuese a algún sitio. De esa forma los hombres jóvenes, que hablaban por los teléfonos móviles en las calles, seguirían mirándola pero la dejarían en paz. En el momento en que se detuviese o pareciese mínimamente insegura, atacarían.

El denso aire húmedo a lo largo del Huangpu soportaba millones de toneladas de boyas de aire, y Nell sintió cada kilo de su peso apretándole las costillas mientras intentaba patinar de un lado a otro del paseo del puerto, intentando mantener el impulso y su falso sentido de dirección. Aquello era la República Costera, que parecía no tener principios definidos aparte de que el dinero hablaba y hacerse rico era bueno. Toda tribu del mundo parecía tener su propio rascacielos allí. Algunas, como Nueva Atlantis, no reclutaban activamente y tan sólo usaban el tamaño y la magnificencia del edificio como monumento a sí mismas. Otras, como los bóers, los parsis o los judíos, preferían no destacar, y en Pudong lo que no destacaba era más o menos invisible. Otras —los mormones, la misma Primera República Distribuida y la República Costera de China— empleaban cada centímetro cuadrado de sus paredes mediatrónicas para hacer proselitismo.

La única phyle que no parecía apreciar el espíritu ecuménico del lugar era el propio Reino Celeste. Nell llegó a su territorio, medio bloque cuadrado rodeado por un muro de mampostería forrado de estuco, puertas circulares aquí y allá, y en el interior una vieja estructura de tres pisos, construida en el estilo alto Ming con aleros que se inclinaban hacia arriba en las esquinas y estructuras de dragones en el borde del techo. El lugar era tan diminuto comparado con el resto de Pudong que parecía como si lo pudieses aplastar con el pie. Las puertas estaban protegidas por hombres con armadura, presumiblemente apoyados por otros sistemas de seguridad menos evidentes.

Nell estaba razonablemente segura de que la seguían, con sutileza, al menos tres jóvenes que se habían fijado en ella durante su paso frente a la costa, y que esperaban a ver si realmente tenía un sitio adonde ir o estaba fingiendo. Ya se había abierto paso de un lado de la costa al otro, pretendiendo ser una turista que simplemente quería ver el Bund al otro lado del río. Ahora volvía al corazón de la parte baja de Pudong, donde era mejor que tuviese aspecto de estar haciendo algo.

Al pasar al lado de uno de los rascacielos —un edificio de la República Costera, no un asentamiento bárbaro— reconoció el logo mediaglífico de uno de los carteles que había visto al entrar en la ciudad.

Nell podía al menos rellenar una petición sin comprometerse. Eso le permitiría matar una hora en un ambiente relativamente seguro y limpio. Lo importante, como Dojo le había enseñado hacía tiempo en otro contexto, era no detenerse; sin movimiento no podía hacer nada.

Por desgracia, la oficina de madame Ping estaba cerrada. En la parte de atrás había algunas luces encendidas, pero las puertas estaban cerradas y no había recepcionistas a la vista. Nell no sabía si sentirse divertida o molesta; ¿quién ha oído hablar jamás de un burdel que cierra cuando se hace de noche? Pero claro, aquéllas eran sólo las oficinas administrativas.

Se rezagó en el vestíbulo durante unos minutos, y luego cogió un ascensor que bajaba. Justo cuando se cerraban las puertas, alguien llegó al vestíbulo y le dio al botón, abriéndolas de nuevo. Era un joven chino con un cuerpo delgado y pequeño, cabeza grande, bien vestido y que llevaba algunos papeles.

—Discúlpeme —dijo—. ¿Desea algo?

—Quería pedir trabajo —dijo Nell.

Los ojos del hombre recorrieron su cuerpo de un modo fríamente profesional, casi por completo carente de lascivia, empezando y acabando en su cara.

—Como intérprete —dijo. Su tono estaba a medio camino entre una pregunta y una declaración.

—Como guionista —dijo ella.

Inesperadamente, él sonrió.

—Tengo cualificaciones que explicaré en detalle.

—Tenemos escritores. Los contratamos en la red.

—Me sorprende. ¿Cómo puede un escritor contratado en Minnesota dar el servicio personalizado que requieren sus clientes?

—Casi seguro que podría obtener trabajo como intérprete —dijo el joven—. Podría empezar esta noche. Buena paga.

—Viendo los carteles a mi llegada, pude ver que los clientes no pagan por cuerpos. Pagan por las ideas. Ése es el valor añadido, ¿no?

—¿Cómo dice? —dijo el joven, sonriendo de nuevo.

—Su valor añadido. La razón por la que cobran más que una casa de putas, perdone mi lenguaje, es que dan un escenario de fantasía diseñado para ajustarse a los requerimientos del cliente. Yo puedo hacer eso para ustedes —dijo Nell—. Conozco a esa gente, y puedo hacerles ganar mucho dinero.

—¿Conoce a qué gente?

—Los vickys. Los conozco por dentro y por fuera —dijo Nell.

—Por favor, entre —dijo el joven, haciendo un gesto hacia la puerta diamantina en la que estaba escrito MADAME PING en letras rojas—. ¿Le gustaría tomar un té?

—Sólo hay dos industrias. Siempre ha sido así —dijo madame Ping, rodeando con los viejos dedos la hermosa taza de porcelana, las uñas de cinco centímetros interconectándose perfectamente como las alas de un raptor después de un duro día de recorrer las corrientes termales—. Está la industria de las cosas y la industria del entretenimiento. La industria de las cosas es la primera. Nos mantiene vivos. Pero hacer cosas es fácil ahora que tenemos la Toma. Ya no es un negocio muy interesante.

»Después de que la gente tiene lo que necesita para vivir, todo lo demás es entretenimiento. Todo. Ése es el negocio de madame Ping.

Madame Ping tenía una oficina en el piso ciento once, con una bonita vista del Huangpu y la parte baja de Shanghái. Cuando no había niebla, podía incluso ver la fachada del teatro, que se encontraba en una calle lateral a un par de manzanas del Bund, con su marquesina mediatrónica brillando a trozos a través de las pardas ramas de un sicómoro. Tenía un telescopio en una de las ventanas, dirigido hacia la entrada del teatro, y notando la curiosidad de Nell, la animó a mirar por él.

Nell nunca había mirado a través de un telescopio de verdad. Tenía tendencia a moverse y salirse de foco, no podía acercarse y ajustarlo era complicado. Pero a pesar de eso, la calidad de la imagen era mejor que una fotografía, y pronto se abandonó y comenzó a moverlo por la ciudad. Comprobó el pequeño Enclave del Reino Celeste en el corazón de la vieja ciudad, donde un par de mandarines estaba de pie sobre un puente en zigzag por encima de un estanque, contemplando un grupo de carpas doradas, tenues barbas plateadas corriendo por la seda colorida de sus solapas, los botones de zafiro azul sobre los birretes reclinándose cuando movían la cabeza. Miró a un alto edificio más al interior, aparentemente una concesión extranjera de algún tipo, donde algunos euros celebraban una fiesta, algunos saliendo al balcón llevando vasos de vino y espiando también por su cuenta. Finalmente, apuntó el telescopio hacia el horizonte más allá de los vastos y peligrosos suburbios dominados por la mafia china, adonde habían forzado a retirarse a millones de pobres de Shanghái para dejar sitio a los rascacielos. Más allá había una tierra agrícola de verdad, una red fractal de canales y riachuelos que relucían como una red dorada al reflejar la palidez de la puesta de sol y más allá, como siempre, unos pocos pilares dispersos de humo en la distancia, donde los Puños de la Recta Armonía quemaban las líneas de Toma de los diablos extranjeros.

—Eres una chica curiosa —dijo madame Ping—. Eso es natural. Pero nunca debes permitir que otra persona, especialmente un cliente, perciba tu curiosidad. Nunca busques la información. Quédate sentada y callada y deja que ellos te la den. Lo que callan te dice más que lo que revelan. ¿Lo entiendes?

—Sí, señora —dijo Nell, volviéndose hacia su interlocutora con una pequeña reverencia. En lugar de seguir la etiqueta china y equivocarse, había adoptado la ruta victoriana, que funcionaba igual de bien. A propósito de aquella entrevista, Henry (el joven que le había ofrecido el té) le había adelantado algunos umus, que había usado para compilar un vestido largo razonablemente decente, un sombrero, guantes y una redecilla. Había entrado nerviosa y comprendió en unos minutos que la decisión de contratarla ya se había tomado de alguna forma, y que aquel pequeño encuentro servía más como una sesión de orientación.

—¿Por qué nos importa el mercado victoriano? —preguntó madame Ping, y fijó los ojos incisivos en Nell.

—Porque Nueva Atlantis es una de las tres phyles más importantes.

—No es correcto. La riqueza de Nueva Atlantis es grande, sí. Pero su población representa un porcentaje pequeño. El hombre de éxito de Nueva Atlantis está ocupado y tiene muy poco tiempo para fantasías guionizadas. Entiéndelo, tiene más dinero pero menos oportunidades para gastarlo. No, ese mercado es importante porque todos los demás, los hombres de las otras phyles, incluyendo a muchos de Nipón, quieren ser como los caballeros victorianos. Mira a los ashantis, los judíos, la República Costera. ¿Llevan trajes tradicionales? A veces. Sin embargo, normalmente llevan trajes de estilo victoriano. Llevan un paraguas de Old Bond Street. Tienen un libro de historias de Sherlock Holmes. Actúan en los ractivos victorianos, y cuando deben dar rienda suelta a sus impulsos naturales, vienen a mí, y les doy una fantasía guionizada que fue originalmente pedida por un caballero que vino de tapadillo por la Altavía desde Nueva Atlantis. —De forma poco característica, madame Ping convirtió sus garras en piernas y las hizo correr sobre la mesa, como un vicky furtivo que intentase llegar a Shanghái sin ser detectado por un monitor. Reconociendo la indirecta, Nell se cubrió la boca con una mano enguantada y rio disimuladamente.

»De esa forma, madame Ping realiza un truco de magia: convierte a un cliente satisfecho de Nueva Atlantis en miles de clientes de todas las demás tribus.

—Debo confesar que estoy sorprendida —se aventuró Nell—. Por mi falta de experiencia en estas materias, había supuesto que cada tribu tendría preferencias distintas.

—Cambiamos un poco los guiones —dijo madame Ping—, para tener en cuentas diferencias culturales. Pero la historia nunca cambia. Hay muchas gentes y muchas tribus, pero pocas historias.