Carl Hollywood presta el Juramento; un paseo por el Támesis; un encuentro con lord Finkle-McGraw

Carl prestó el Juramento en la abadía de Westminster en un día sorprendentemente balsámico de abril y después fue a pasear por el río, dirigiéndose no demasiado directamente en dirección a una recepción que se había preparado en su honor en el Teatro Hopkins cerca de Leicester Square. Incluso sin un pedimóvil, caminaba tan rápido como mucha gente que hacía jogging. Incluso desde su primera visita a Londres, como un malnutrido estudiante de teatro, había preferido caminar como forma de ir de un lado a otro. Caminar, especialmente a lo largo del embarcadero donde los peatones eran relativamente escasos, también le daba libertad para fumar viejos y auténticos cigarros y ocasionalmente una pipa de madera de brezo. Sólo porque fuera un victoriano no significaba que debía abandonar sus peculiaridades; más bien lo contrario. Pasando al lado de una vieja Aguja de Cleopatra agujereada por la metralla, rodeado de una corona cometaria de su propio humo viscoso, pensó que podría aprender a disfrutar de aquello.

Un caballero con chistera estaba de pie en la barandilla, mirando imperturbable al agua y, al aproximarse, Carl pudo ver que se trataba de lord Alexander Chung-Sik Finkle-McGraw, quien, un día o dos antes, había manifestado durante una conversación cinefónica que le gustaría encontrarse con él cara a cara en el futuro para hablar.

Carl Hollywood, recordando su nueva afiliación tribal, llegó incluso a quitarse el sombrero y saludar. Finkle-McGraw respondió al saludo de forma algo distraída.

—Por favor, acepte mis sinceras felicitaciones, señor Hollywood. Bienvenido a nuestra phyle.

—Gracias.

—Lamento no haber podido asistir a ninguna de sus producciones en el Hopkins… Mis amigos que han podido hacerlo no han expresado más que elogios.

—Sus amigos son demasiado amables —dijo Carl Hollywood. Todavía se sentía inseguro con la etiqueta. Aceptar el halago directamente hubiese sido demasiado orgulloso; dar a entender que los amigos de Su Gracia eran jueces teatrales incompetentes no era mucho mejor; se decidió por la acusación menos peligrosa de que aquellos amigos poseían un exceso de bondad.

Finkle-McGraw se alejó de la barandilla y comenzó a caminar por el río, a un paso rápido para un hombre de su edad.

—Me atrevo a decir que será una preciada anexión a nuestra phyle, la que, por muy brillantemente que resplandezca en el campo del comercio y la ciencia, necesita más artistas.

No queriendo compartir una crítica de la tribu a la que acababa de jurar defender, Carl apretó los labios y meditó algunas posibles respuestas.

Finkle-McGraw siguió hablando.

—¿Supone que fracasamos al estimular a nuestros hijos a seguir carreras artísticas, o que fallamos en atraer la suficiente cantidad de hombres como usted, o ambas cosas?

—Con todos los respetos, Su Gracia, no comparto necesariamente su premisa. Nueva Atlantis tiene muy buenos artistas.

—Oh, venga. ¿Por qué todos ellos vienen de fuera de la tribu, como usted? Realmente, señor Hollywood, ¿hubiese usted prestado el Juramento si su prominencia como productor de teatro no lo hubiese convertido en una ventaja?

—Creo que prefiero interpretar la pregunta como parte de un diálogo socrático para mi edificación —dijo cuidadosamente Carl Hollywood—, y no como una denuncia de insinceridad por mi parte. De hecho, justo antes de encontrarme con usted, disfrutaba de mi cigarrillo, contemplaba Londres y pensaba en lo bien que me parece todo.

—Le parece bien porque ahora tiene cierta edad. Se ha establecido como artista de éxito. La vida bohemia ya no tiene encanto para usted. ¿Pero hubiese llegado usted a su posición actual si no hubiese llevado esa vida cuando era joven?

—Ahora que lo expresa de esa forma —dijo Carl—, estoy de acuerdo que en el futuro deberíamos establecer alguna provisión para jóvenes bohemios…

—No funcionaría —dijo Finkle-McGraw—. He estado pensando sobre eso durante años. Tuve la misma idea: establecer una especie de parque temático para jóvenes artistas bohemios por todas las grandes ciudades, donde los jóvenes atlantes con esas inclinaciones pudiesen reunirse y ser subversivos cuanto les apeteciese. La idea se contradecía a sí misma. Señor Hollywood, he dedicado muchos esfuerzos durante más o menos la última década a animar sistemáticamente la subversión.

—¿Lo ha hecho? ¿No le preocupa que los jóvenes subversivos emigren a otras phyles?

Si Carl Hollywood hubiese podido darse una patada en el culo, lo hubiese hecho al acabar aquella frase. Había olvidado la reciente y muy difundida deserción de Elizabeth Finkle-McGraw a CryptNet. Pero el lord se lo tomó con serenidad.

—Algunos de ellos lo harían, como demuestra el caso de mi nieta. Pero ¿qué significa realmente que una persona joven se cambie a otra phyle? Significa que ha superado la credulidad juvenil y ya no desea pertenecer a una tribu simplemente por ser el camino más fácil… ha desarrollado principios, y se preocupa por su integridad personal. Significa, en breve, que está lista para convertirse en un buen miembro de Nueva Atlantis… tan pronto como desarrolle la sabiduría para ver que, al final, es la mejor de las tribus posibles.

—Su estrategia era demasiado sutil para que yo la captara. Le agradezco que me la haya explicado. Anima la subversión porque cree que tendrá el efecto opuesto al que ingenuamente podría suponerse.

—Sí. Y ésa es la verdadera razón de un Lord Accionista: vigilar los intereses de toda la sociedad en lugar de preocuparse de la propia compañía, o lo que sea. En cualquier caso, eso me lleva al tema del anuncio que inserté en la sección de ractivos del Times y nuestra conversación cinefónica posterior.

—Sí —dijo Carl Hollywood—, busca a los ractores que participaron en un proyecto llamado «Manual ilustrado para jovencitas».

—El Manual fue idea mía. Yo lo encargué. Pagué las tarifas de los ractores. Por supuesto, dado la forma en que está organizado el sistema, no tenía forma de determinar la identidad de los ractores a los que enviaba el dinero; de ahí, por tanto, la necesidad de un anuncio público.

—Su Gracia, debo decirle inmediatamente, y se lo hubiese dicho al cinéfono si no hubiese sido por su insistencia en dejar la conversación para un encuentro cara a cara, que yo no actué en el Manual. Una amiga mía lo hizo. Cuando vi el anuncio, decidí responder en su lugar.

—Comprendo que los ractores son seguidos frecuentemente por miembros molestos de su audiencia —dijo Finkle-McGraw—, y supongo que entiendo por qué ha decidido actuar de intermediario en este caso. Déjeme asegurarle que mis motivos son perfectamente benignos.

Carl adoptó un aire herido.

—¡Su Gracia! Nunca hubiese supuesto lo contrario. Al arrogarme este papel, no intento proteger a la dama en cuestión de una supuesta mala disposición por su parte, lo hago simplemente porque sus circunstancias actuales hacen algo difícil establecer contacto con ella.

—Entonces, por favor, dígame lo que sabe de la dama.

Carl le dio al Lord Accionista una breve descripción de la relación de Miranda con el Manual.

Finkle-McGraw estaba especialmente interesado en cuánto tiempo había pasado Miranda con el Manual cada semana.

—Si sus estimaciones son aproximadamente correctas, esa joven debe de haber realizado por sí sola al menos nueve décimas partes de toda la ractuación asociada con ese ejemplar del Manual.

—¿Ese ejemplar? ¿Quiere decir que había otros?

Finkle-McGraw caminó en silencio durante unos momentos y luego volvió a hablar con voz algo más baja.

—Había tres ejemplares en total. El primero fue para mi nieta… como podrá apreciar, le digo esto en confianza. Un segundo fue para Fiona, la hija del Artifex que lo creó. El tercero llegó a manos de Nell, una niña tete.

»Para resumir una larga historia, las tres chicas han crecido de forma muy diferente. Elizabeth es rebelde y de temperamento fuerte y perdió interés en el Manual hace varios años. Fiona es brillante pero depresiva, la clásica artista maníaco-depresiva. Nell, por otro lado, es una joven muy prometedora.

»Preparé un análisis de los hábitos de uso de las chicas, que estaban muy oscurecidos por el secreto inherente en el sistema de media, pero que puede deducirse de las facturas pagadas para contratar ractores. Quedó claro que, en el caso de Elizabeth, la ractuación fue realizada por cientos de actores. En el caso de Fiona, las facturas eran mucho más bajas porque la mayor parte de la ractuación la realizó alguien que no cobraba por sus servicios; probablemente su padre. Pero ésa es otra historia. En el caso de Nell, virtualmente toda la ractuación fue realizada por la misma persona.

—Parece —dijo Carl—, que mi amiga estableció una relación con el ejemplar de Nell…

—Y por extensión, con Nell —dijo lord Finkle-McGraw.

—¿Puedo preguntar por qué desea contactar con la ractriz? —dijo Carl.

—Porque es parte central de lo que pasa —dijo lord Finkle-McGraw—, cosa que no esperaba. No era parte del plan original que el ractor fuese tan importante.

—Ella lo hizo —dijo Carl Hollywood—, sacrificando su carrera y la mayor parte de su vida. Es importante que entienda, Su Gracia, que no fue sólo la tutora de Nell. Se convirtió en la madre de Nell.

Esas palabras parecieron golpear con fuerza a lord Finkle-McGraw. Disminuyó su paso y miró al río durante algún tiempo, perdido en sus pensamientos.

—Me dio a entender, hace unos minutos, que establecer contacto con la ractriz en cuestión no sería un proceso trivial —dijo finalmente en voz más baja—. ¿Ya no está asociada con su compañía?

—Pidió la baja hace varios años para concentrarse en Nell y el Manual.

—Entiendo —dijo el Lord Accionista, concentrándose un poco en las palabras y convirtiéndolas en una exclamación. Se estaba emocionando—. Señor Hollywood, espero que no se ofenda al preguntarle con poca delicadeza si ésa ha sido una baja pagada.

—Si hubiese sido necesario, yo la hubiese financiado. Pero hay otro inversor.

—Otro inversor —repitió Finkle-McGraw. Obviamente se sentía fascinado, y algo alarmado, por el uso de la jerga financiera en ese contexto.

—La transacción fue razonablemente simple, y supongo que todas lo son au fond —dijo Carl Hollywood—. Miranda deseaba localizar a Nell. El pensamiento convencional dice que eso es imposible. Hay, sin embargo, algunos pensadores no convencionales que mantienen que eso puede hacerse por medio de procesos no racionales e inconscientes. Hay una tribu llamada los Tamborileros que normalmente viven bajo el agua…

—Los conozco —dijo lord Finkle-McGraw.

—Miranda se unió a los Tamborileros hace cuatro años —dijo Carl—. Ha entrado en una sociedad. Los otros dos asociados eran un caballero al que yo conocía, también en el negocio del teatro, y un inversor financiero.

—¿Qué esperaba ganar el inversor de eso?

—Una línea al inconsciente colectivo —dijo Carl Hollywood—. Pensaba que sería para la industria del entretenimiento lo que la piedra filosofal para la alquimia.

—¿Y los resultados?

—Hemos esperado a saber de Miranda.

—¿No ha sabido nada de ella?

—Sólo en mis sueños —dijo Carl Hollywood.