Atlantis/Seattle era una comunidad pequeña y concentrada; los complicados estrechos de Puget Sound, ya tan llenos de islas naturales, no dejaban mucho sitio para las artificiales. Así que las habían hecho largas y esbeltas, paralelas a las corrientes y a las líneas de navegación, y bastante parcas en lo que se refería a parques, prados, tierras sin cultivar, granjas de caballeros y casas de campo. La mayor parte del área de Seattle era todavía lo suficientemente rica, civilizada y amable, por lo que los atlantes no ponían objeciones a vivir allí; pequeños mini-enclaves victorianos estaban desperdigados por el lugar, particularmente al este del lago, alrededor de los nebulosos dominios boscosos de los khans del software. Gwen y Fiona habían cogido una casa en una de esas áreas.
Esos trozos pequeños de Nueva Atlantis destacaban de los bosques circundantes de la misma forma que un vicario en traje de mañana y alzacuellos lo hubiese hecho en la caverna de los Tamborileros. La arquitectura imperante allí entre los que no habían adoptado los preceptos neovictorianos era claramente subterránea; como si aquellas gentes estuviesen de alguna forma avergonzadas de su humanidad y no pudiesen soportar ni cortar un puñado de los inmensos pinos que jalonaban monótonamente las montañas hacia la línea helada y húmeda de la cordillera de las Cascadas. Incluso cuando estaba medio enterrada, una casa ni siquiera era una casa real; era una asociación de módulos, dispersos por la zona y conectados por túneles y pasos. Unidos apropiadamente y construidos en la superficie, aquellos módulos podían haber formado una casa con solidez, incluso grandeza; pero para Hackworth, que atravesaba el territorio de camino a visitar a su familia, todo era deprimente y confuso. Diez años entre los Tamborileros no había afectado a su estética neovictoriana. No podía decir dónde acababa una casa y empezaba la siguiente, las casas estaban todas mezcladas como las neuronas en el cerebro.
Su ojo mental pareció de nuevo tomar control de su córtex visual; ya no podía ver los pinos, sino axones y dendritas colgados de un espacio tridimensional negro, paquetes de lógica de barras maniobrando entre ellos como sondas espaciales, encontrándose y copulando entre las fibras nerviosas.
Era un poco demasiado agresivo para ser un ensueño y demasiado abstracto para ser una alucinación. No se aclaró por completo hasta que un ramalazo de niebla fría le golpeó la cara, él abrió los ojos, y vio que Secuestrador se había detenido después de salir de entre los árboles al borde musgoso de una cima. Debajo de él se encontraba un cuenco rocoso con unas pocas calles de piedra dibujadas en una red, un parque verde lleno de geranios rojos, una iglesia con un campanario blanco, blancos edificios georgianos de cuatro pisos rodeados por verjas de hierro negro. La red de seguridad era tenue y ligera; los khans del software eran al menos tan buenos en aquellas cosas como los especialistas de Su Majestad, y el Enclave de Nueva Atlantis en aquella área podía confiar en que los vecinos cubriesen la peor parte.
Secuestrador bajó cuidadosamente por la pendiente y Hackworth miró al pequeño enclave, considerando lo familiar que le parecía. Desde que había dejado a los Tamborileros, no había pasado diez minutos sin tener un ataque de déjà vu, y ahora era especialmente fuerte. Quizá se debía a que, hasta cierto punto, todos los asentamientos de Nueva Atlantis se parecían. Pero sospechaba que de alguna forma, en su comunicación con Fiona a lo largo de los años, había visto aquel lugar.
Una campana sonó una o dos veces, y chicas adolescentes, vestidas con faldas de uniforme a cuadros, empezaron a salir de una escuela abovedada. Hackworth sabía que aquélla era la escuela de Fiona, y que allí no era enteramente feliz. Después de que el grupo de chicas se dispersase, llevó a Secuestrador hasta el patio del colegio y dio una vuelta al edificio, mirando por las ventanas. Sin muchos problemas vio a su hija sentada en una mesa de la biblioteca, inclinada sobre un libro, evidentemente como parte de alguna acción disciplinaria.
Deseaba entrar y poner los brazos a su alrededor, porque sabía que ella había pasado muchas horas sufriendo castigos similares, y que era una chica solitaria. Pero estaba en Nueva Atlantis, y había protocolos que respetar. Lo primero es lo primero.
La casa de Gwendolyn estaba a unas pocas manzanas de distancia. Hackworth llamó a la campana, decidido a cumplir todas las formalidades ahora que era un extraño en la casa.
—¿Puedo preguntarle el propósito de su visita? —dijo la doncella, al colocar Hackworth su tarjeta en la salvilla. A Hackworth no le gustaba aquella mujer, que se llamaba Amelia, porque a Fiona no le gustaba, y a Fiona no le gustaba porque Gwen le había cedido algo de autoridad disciplinaria en el hogar, y Amelia era el tipo de persona que la usaba.
Intentó no confundirse a sí mismo preguntándose cómo podía saber todas aquellas cosas.
—Negocios —dijo Hackworth amablemente—. Negocios familiares.
Amelia estaba a medio subir por la escalera cuando sus ojos se enfocaron finalmente en la tarjeta de Hackworth. Casi dejó caer la salvilla, y tuvo que agarrarse al pasamanos con una mano para mantener el equilibrio. Se quedó congelada allí durante unos minutos, intentando resistir la tentación de volverse, y finalmente se rindió. Su expresión era de perfecto desprecio mezclado con fascinación.
—Por favor, ejerza su función —dijo Hackworth—, y evite los histrionismos vulgares.
Amelia, sorprendida, subió corriendo la escalera con la tarjeta manchada. A eso siguió mucha conmoción apagada en el piso de arriba. Después de unos minutos, Amelia se aventuró hasta el descansillo y pidió a Hackworth que se pusiese cómodo en el salón. Lo hizo, notando que en su ausencia, Gwendolyn se las había arreglado para consumar todas sus estrategias de compra de muebles a largo plazo que había estado planeando durante tanto tiempo los primeros años de su matrimonio. Las mujeres y viudas de los agentes secretos en Defensa del Protocolo podían confiar en que se las cuidase bien, y Gwen no había permitido que el salario de Hackworth se quedase inactivo cogiendo polvo.
Su ex mujer bajó la escalera con cautela, permaneció fuera de las puertas de vidrio biselado del salón durante un minuto, mirándole a través de las cortinas de gasa, y finalmente entró en la habitación sin mirarle a los ojos y se sentó bastante lejos de él.
—Hola, señor Hackworth —dijo.
—Señora Hackworth. ¿O vuelve a ser señorita Lloyd?
—Lo soy.
—Ah, eso es duro —cuando Hackworth oyó el nombre de señorita Lloyd, pensó en su noviazgo.
Se quedaron sentados durante un minuto, sin decir nada, simplemente oyendo los golpes poderosos del reloj de pared.
—Bien —dijo Hackworth—, no la molestaré hablando de circunstancias atenuantes, y no le pediré su perdón, porque con toda honestidad, no creo merecerlo.
—Gracias por esa consideración.
—Me gustaría que supiese, señorita Lloyd, que entiendo los pasos que ha tomado para asegurarse un divorcio y que no le guardo rencor por ese hecho.
—Es bueno saberlo.
—También debería saber que cualquier comportamiento en que estuviese implicado, tan inexcusable como fuese, no fue motivado por un rechazo hacia usted o nuestro matrimonio. No fue, en realidad, una reflexión en absoluto sobre usted, sino más bien una reflexión sobre mí mismo.
—Gracias por clarificar ese punto.
—Comprendo que cualquier esperanza que pudiese albergar de recuperar nuestra antigua relación, aun siendo sincera, es fútil, y no la molestaré más a partir de hoy.
—No puedo decirle lo que me tranquiliza oír que usted entiende la situación tan perfectamente.
—Sin embargo, me gustaría estar a su servicio y al de Fiona para ayudarles a resolver cualquier cabo suelto.
—Es usted muy amable. Le daré la tarjeta de mi abogado.
—Y, por supuesto, espero poder restablecer algún tipo de contacto con mi hija.
La conversación, que había corrido tan suavemente como una máquina hasta ese punto, se salió de curso y se estrelló. Gwendolyn se puso roja y se envaró.
—Tú… tú, bastardo.
La puerta principal se abrió. Fiona entró en el vestíbulo con sus libros. Amelia apareció ahí inmediatamente, trajinando de espaldas a las puertas del vestíbulo bloqueando la vista de Fiona, hablando en enfadados tonos bajos. Hackworth oyó la voz de su hija. Era una voz adorable, contralto y la hubiese reconocido en cualquier parte.
—No me mientas, ¡reconozco su cabalina! —dijo, y finalmente apartó a Amelia del camino, entró en el salón, toda larguirucha, desgarbada y hermosa, una encarnación de la alegría. Dio dos pasos en la alfombra oriental y luego se lanzó tan larga como era por el sofá a los brazos de su padre, donde permaneció unos minutos alternativamente llorando y riendo.
Gwen tuvo que ser escoltada fuera de la habitación por Amelia, quien volvió inmediatamente y se situó cerca, con las manos a la espalda como un soldado, vigilando los movimientos de Hackworth.
Hackworth no imaginaba de qué le creían capaz: ¿incesto en el salón? Pero no tenía sentido arruinar el momento pensando en cosas molestas, y, por tanto, eliminó a Amelia de su mente.
Padre e hija pudieron conversar durante un cuarto de hora, apuntando temas para una futura conversación. Para entonces, Gwen había recuperado su compostura lo suficiente para volver a entrar en la habitación, y ella y Amelia se colocaron hombro con hombro, temblando en resonancia simpática, hasta que Gwen interrumpió.
—Fiona, tu… padre… y yo nos encontrábamos en medio de una discusión muy seria cuando nos interrumpiste. Por favor, déjanos durante unos minutos.
Fiona, renuente, lo hizo. Gwen recuperó su antigua posición, y Amelia salió de la habitación. Hackworth notó que Gwen traía unos documentos, sujetos por una cinta roja.
—Estos papeles establecen los términos de nuestro divorcio, incluyendo las condiciones relativas a Fiona —dijo—. Usted ya los ha violado, me temo. Por supuesto, puede perdonársele, ya que la falta de una dirección de destino hizo que fuese imposible trasladarle la información. Ni qué decir tiene, es importante que se familiarice con estos documentos antes de volver a ensombrecer mi puerta.
—Naturalmente —dio Hackworth—. Gracias por guardarlos para mí.
—Si fuese tan amable de salir de este lugar…
—Por supuesto. Buenos días —dijo Hackworth, cogió los papeles de las temblorosas manos de Gwen, y salió con rapidez. Se sorprendió un poco al oír que Amelia lo llamaba desde la puerta.
—Señor Hackworth. La señorita Lloyd desea saber si ha establecido una nueva residencia, para enviarle sus efectos personales.
—Ninguna todavía —dijo Hackworth—. Estoy en tránsito.
La cara de Amelia se iluminó.
—¿En tránsito adónde?
—Oh, no lo sé realmente —dijo Hackworth. Un movimiento captó su atención y vio a Fiona en una ventana del segundo piso. Estaba quitando los cierres, levantando la hoja—. En una búsqueda de algún tipo.
—¿En busca de qué, señor Hackworth?
—No puedo decírselo exactamente. Ya sabe, alto secreto y todo eso. Algo que ver con un alquimista. Quién sabe, puede que encuentre hadas y goblins antes de que acabe todo. Será un placer informarle cuando regrese. Hasta entonces, pregúntele por favor a la señorita Lloyd si tendría la amabilidad de retener mis efectos personales un poco más. No es posible que me lleve más allá de otros diez años.
Y con eso, Hackworth echó a Secuestrador hacia delante, moviéndose con un paso extremadamente lento.
Fiona venía en un velocípedo con ruedas inteligentes que sacaban buen partido del camino de piedra. Alcanzó a su padre justo en la red de seguridad. Madre y Amelia se materializaron a una manzana de distancia en un coche, y la súbita sensación de peligro inspiró a Fiona para dar un salto impetuoso desde la montura de su velocípedo a los cuartos traseros de Secuestrador, como un cowboy en una película que cambia de caballo a medio galope. Su falda, poco adaptada a las maniobras de cowboy, se enrolló alrededor de sus piernas, y Fiona acabó cayendo sobre la parte de atrás de Secuestrador como un saco de guisantes, agarrando con una mano el pomo vestigial donde debería ir la cola si fuese un caballo, y el otro brazo alrededor de la cintura de su padre.
—¡Te quiero, madre! —gritó, al atravesar la red y abandonar la jurisdicción de las leyes de familia de Nueva Atlantis—. ¡No puedo decir lo mismo de ti, Amelia! ¡Pero volveré pronto, no te preocupes por mí! ¡Adiós! —Y entonces los pinos y la niebla se cerraron tras ellos y se quedaron solos en lo profundo del bosque.