Del Manual, una visita al Castillo Turing; una charla final con la señorita Matheson; especulaciones sobre el destino de Nell; adiós; conversación con un hoplita entrecano; Nell va en busca de fortuna

El nuevo territorio al que había llegado la Princesa Nell era el más largo y complejo de los Reinos Feéricos en el Manual. Volviendo atrás, a la primera ilustración panorámica, contó siete castillos colgados de las montañas, y sabía perfectamente bien que tendría que visitarlos todos, y hacer algo difícil en cada uno para poder recuperar las once llaves que le habían robado y la llave que faltaba.

Se preparó algo de té y bocadillos, y los llevó en una cesta hasta el prado, donde le gustaba sentarse entre las flores y leer. La casa del condestable Moore era un lugar melancólico sin el condestable, y ya habían pasado varias semanas sin verlo. Durante los últimos dos años lo habían requerido por negocios cada vez más a menudo, desapareciendo (como suponía) en el interior de China durante días, luego durante semanas, regresando deprimido y cansado para encontrar solaz en el whisky, que consumía en cantidades sorprendentemente moderadas pero con terrible concentración, y en recitales de gaita a medianoche que despertaban a todos en Dovetail y a algunos durmientes sensibles en el Enclave de Nueva Atlantis.

Durante su viaje desde el campamento del Ejército Ratonil hasta el primero de los castillos, Nell tuvo que usar todas las habilidades que había aprendido en sus sueños de viaje alrededor de Tierra Más Allá: luchó con un león de montaña, evitó a un oso, vadeó corrientes, encendió fuegos, buscó refugios. Para cuando Nell había llevado a la Princesa Nell a las antiguas puertas cubiertas de moho del primer castillo, el sol brillaba horizontalmente sobre el prado y el aire se estaba poniendo un poco frío. Nell se envolvió en un chal termogénico y ajustó el termostato en un nivel de frío algo inferior a lo que sería deseable; había descubierto que su ingenio se apagaba si se ponía demasiado cómoda. El cesto contenía un termo con té caliente con leche, y los bocadillos aguantarían un poco.

El más alto de los castillos tenía muchas torres, superadas por un gran molino de cuatro aspas que giraban lentamente, aunque a la altitud de la Princesa Nell, cientos de metros por debajo, sólo se apreciaba una ligera brisa.

En la puerta principal había una puerta falsa con una ventanilla. Bajo la ventanilla había una gran aldaba de bronce con la forma de la letra T, aunque la forma quedaba oculta por el moho y los líquenes. La Princesa Nell golpeó la aldaba con mucho esfuerzo y, dado su decrépito estado, no esperaba respuesta; pero apenas había sonado el primer golpe cuando se abrió la ventanilla, y se enfrentó a un yelmo: porque el guardián al otro lado estaba vestido de pies a cabeza con una armadura oxidada y cubierta de moho. Pero el guardián no dijo nada, simplemente miró a la Princesa Nell; o eso supuso, porque no podía ver la cara a través de las finas rendijas del yelmo.

—Buenas tardes —dijo la Princesa Nell—. Discúlpeme, pero viajo por estas regiones, y me preguntaba si tendrían la amabilidad de darme cobijo por esta noche.

Sin una palabra, el guardián cerró la ventanilla. Nell pudo oír los crujidos y ruidos metálicos de la armadura al alejarse lentamente.

Algunos minutos más tarde, lo oyó volver, aunque esta vez el ruido venía duplicado. Las oxidadas cerraduras de la puerta falsa chirriaron. La puerta se abrió, y la Princesa Nell se echó atrás porque a su alrededor volaban los trozos de óxido, líquenes y fragmentos de moho. Frente a ella había dos hombres con armadura haciéndole señas para que los siguiera.

Nell atravesó la puerta y entró en los oscuros pasajes del castillo. La puerta se cerró a su espalda. Un aro de hierro se cerró alrededor de cada brazo de Nell; los hombres la habían agarrado con los guantes. La levantaron en el aire y la llevaron durante unos minutos por pasadizos, escaleras y corredores del castillo. Todo estaba desierto. Ni siquiera vio una rata o un ratón. No salía humo de las chimeneas, ni luz de las ventanas, y en el largo pasillo que llevaba al salón del trono, las antorchas colgaban frías y negras en los candelabros. De vez en cuando, la Princesa Nell veía otros soldados armados en guardia pero, como ninguno de ellos se movía, no sabía si eran armaduras vacías u hombres de verdad.

En ningún lugar vio señales de comercio o actividad humana: excrementos de caballo, pieles de naranja, perros ladrando, alcantarillas funcionando. Para su alarma, vio un gran número de cadenas. Las cadenas tenían todas el mismo diseño peculiar, y las veía por todas partes: apiladas en montones en las esquinas de los callejones, saliendo de cestos de metal, colgando de los tejados, colocadas alrededor de las torres.

El ruido metálico de los hombres que la llevaban le hacían difícil oír nada más; pero al avanzar por el interior del castillo, fue consciente de un ruido profundo, un gruñido agudo que llenaba todo el sillar. El ruido aumentaba al acercarse al final del largo pasillo, y se hizo casi insoportable al entrar finalmente en el salón del trono en el mismo corazón del castillo.

La habitación estaba oscura y fría, aunque algo de luz entraba por las ventanas de la galería en lo alto de la bóveda. En las paredes había hombres con armaduras alineados, muy quietos. Sentado en medio de la habitación, en un trono dos veces más alto que un hombre, había un gigante, vestido con una armadura que relucía como un cristal. Debajo de él, había un hombre con armadura que sostenía un trapo y un cepillo, limpiando vigorosamente las espinilleras de su señor.

—Bienvenida al Castillo Turing —dijo el señor con voz metálica.

Para entonces, los ojos de la Princesa Nell se habían acostumbrado a la oscuridad, y podía ver algo más tras el trono: un enorme Eje, tan grueso como el palo principal de un galeón, hecho con el tronco de un gran árbol confinado y reforzado con grandes placas y bandas de bronce. El Eje giraba continuamente, y la Princesa Nell pensó que debía de estar transmitiendo la potencia del enorme molino en lo alto. Enormes engranajes, negros y llenos de grasa, estaban unidos al Eje y transferían su potencia a otros ejes más pequeños situados horizontalmente en todas las direcciones y que desaparecían a través de agujeros en las paredes. El giro de todos aquellos ejes y engranajes producía el ruido omnipresente que había notado antes.

Un eje horizontal corría a lo largo de cada pared en el salón del trono, más o menos a la altura del pecho de un hombre. Ese eje pasaba por una especie de caja de transferencia a intervalos cortos. Un rechoncho y cuadrado eje salía proyectado de cada caja de transferencia en ángulo recto, surgiendo directamente de la pared. Esas cajas de cambio tendían a coincidir con la localización de los soldados.

El soldado que pulía la armadura del señor dio la vuelta alrededor de una de las rodilleras, y al hacerlo, dio la espalda a la Princesa Nell. Ésta se sorprendió al ver un gran agujero cuadrado en medio de su espalda.

Nell sabía, vagamente, que el nombre Castillo Turing era una pista; había estudiado algo sobre Turing en la academia de la señorita Matheson. Estaba relacionado con los ordenadores. Podía haber ido a las páginas de la Enciclopedia y mirarlo, pero había aprendido a dejar que el Manual contase la historia a su manera. Claramente, los soldados no eran hombres con armaduras, sino simplemente hombres mecánicos, y probablemente lo mismo era cierto para el mismísimo duque de Turing.

Después de una conversación corta y no muy interesante, durante la cual la Princesa Nell intentó sin éxito descubrir si el duque era humano o no, él le dijo, sin emoción, que iba a arrojarla a un calabozo para siempre.

Eso ya no sorprendía ni molestaba a Nell, porque eso había sucedido cientos de veces durante su relación con el Manual. Además, conocía, desde el primer día en que Harv le había dado el libro, cómo acababa la historia. Se trataba simplemente de que la historia era anfractuosa; desarrollaba más ramificaciones al leerla con mayor atención.

Uno de los soldados se separó de su caja de cambios en la pared, fue a una esquina y cogió una cesta de metal con las peculiares cadenas que la Princesa Nell había visto por todas partes. La llevó al trono, buscó hasta que encontró el final, y lo metió en un agujero al lado del trono. Mientras tanto, un segundo soldado también se había separado de la pared y se había colocado en el lado opuesto del trono. Ese soldado abrió su visor para exhibir algún tipo de dispositivo mecánico donde debería haber estado su cabeza.

Un tremendo ruido metálico salió del interior del trono. El segundo soldado cogió el extremo de la cadena que salía por su lado y se lo metió en la abertura del visor. Un momento más tarde salió por la abertura de su pecho. De esa forma, toda la longitud de la cadena, como unos diez metros, salió lenta y ruidosamente de la cesta, entró en el ruidoso mecanismo bajo el trono, pasó por la garganta del soldado, salió por su pecho, y cayó al suelo, donde se acumuló gradualmente en un montón grasiento. El proceso duró mucho más de lo que la Princesa Nell había anticipado, porque la cadena cambiaba de dirección frecuentemente; más de una vez, cuando la cesta estaba casi vacía, la cadena comenzaba a ir hacia atrás hasta que casi estaba llena de nuevo. Pero, en general, era más probable que fuese hacia delante que hacia atrás, y al final el último eslabón salió de la cesta y desapareció dentro del trono. Unos segundos más tarde, el ruido en el trono se acalló; ahora Nell sólo podía oír un ruido algo más suave en el segundo soldado. Finalmente ése se acalló también, y la cadena cayó de su pecho. El soldado la cogió y la depositó en un cesto vacío que por suerte tenía al lado. Luego se dirigió hacia Nell, inclinado por la cintura, puso sus fríos hombros algo incómodamente en el estómago de Nell, y la levantó del suelo como un saco de maíz. La llevó durante algunos minutos por el castillo, pasando la mayor parte del tiempo bajando interminables escaleras de piedra, y finalmente la llevó a una mazmorra profunda, oscura y muy fría, donde la depositó en una celda pequeña y totalmente oscura.

Nell dijo:

—La Princesa Nell usó uno de los hechizos mágicos que Púrpura le había enseñado para producir luz.

La Princesa Nell pudo ver que la habitación tenía unos dos por tres pasos, con un banco de piedra en una pared que servía de cama, y un agujero en el suelo como aseo. Una pequeña ventana con barrotes en la pared del fondo llevaba a una toma de aire. Evidentemente era muy profunda y estrecha, y Nell estaba cerca del fondo, porque no entraba luz por allí. El soldado salió de la celda y cerró la puerta a su espalda; al hacerlo, Nell vio que la cerradura era extraordinariamente grande, como del tamaño de una caja de pan montada sobre la puerta, estaba llena de engranajes y tenía una gran manivela colgando del centro.

La puerta estaba equipada con una pequeña mirilla. Mirando por ella, Nell pudo ver que el soldado no tenía llave. En su lugar, tomó un trozo corto de cadena, como del tamaño de su brazo, que colgaba de un gancho cerca de la puerta, y lo metió en la cerradura gigante. Luego le dio a la manivela. El mecanismo se activó, la cadena sonó, y al final el cerrojo saltó, encerrando a la Princesa Nell en la mazmorra. Inmediatamente la cadena salió de la cerradura y cayó al suelo. El soldado la recogió del suelo y la volvió a colgar de la pared. Luego se alejó ruidosamente y no volvió hasta muchas horas más tarde, cuando le trajo algo de pan y agua, metiéndolo por la abertura en medio de la puerta, justo por encima de la cerradura mecánica.

No le llevó mucho tiempo a la Princesa Nell explorar los limitados confines de la celda. En una esquina, enterrado por el polvo y los desechos, encontró algo duro y frío, y tiró para mirarlo mejor: era un fragmento de cadena, oxidado, pero claramente del mismo tipo que las que había visto por todo el Castillo Turing.

La cadena era plana. Cada eslabón tenía una palanca: un trozo móvil de metal en el centro, capaz de rotar y colocarse en dos posiciones, o paralelo o perpendicular a la cadena.

Durante su primera noche en la celda, Nell descubrió otras dos cosas. Primero, que el cierre de la pequeña puerta por la que le pasaban la comida era parcialmente accesible desde su lado, y con un poco de trabajo pudo estropearlo para que no se cerrase del todo. Después de eso, pudo sacar la cabeza por la abertura y examinar los alrededores, incluyendo la cerradura mecánica. O podía sacar un brazo y tocar la cerradura, girar la manivela y demás.

El segundo descubrimiento le llegó en medio de la noche cuando la despertó un sonido metálico que venía de la pequeña ventana por la toma de aire. Sacando una mano, tocó el extremo de una cadena que colgaba allí. Tiró de ella, y después de una resistencia inicial, se soltó. En poco tiempo, pudo recoger muchos metros de cadena en su celda y apilarla en el suelo.

Nell tenía una buena idea sobre qué hacer con la cadena. Empezando con un extremo, examinó las palancas y comenzó a marcar sus posiciones (el Manual siempre le daba páginas en blanco cuando las necesitaba). Hizo una marca horizontal para las palancas paralelas y una marca vertical para las perpendiculares, y obtuvo lo siguiente:

|||||||| - |||||||||||||||| - |||||||||||| - | -- |||||||||||||||||||| - |||||||||||||||| - |||||||||||||||||||||||||| --- |||| - |||||||||||||||||||||| - |||||||||||||||||| - |||||||||||||||||||||| - ||||| ----- ||||||||||||||||||||| - |||||||||||||||||||||| - |||||||||||||||||||- ||||||||| - |||||||||||||| - ||||||| -

Si contaba las marcas verticales y las reemplazaba con números, el resultado era 8 - 16 - 12 - 1 -- 20 - 16 - 26 --- 4 - 22 - 18- 22 - 5 ----- 21 - 22 - 19 - 9 - 14 - 7 - y si los números representaban letras del alfabeto, las marcas horizontales dividían las letras, y las dobles horizontales eran espacios, eso daba

HOLA SOY --- DUQUE ----- TURING

Quizá las horizontales múltiples eran códigos para palabras comunes:

--- él
---- (no usado; ¿posiblemente uno/una?)
----- de

Si eso era correcto, entonces el mensaje decía HOLA, SOY EL DUQUE DE TURING, lo que resultaba interesante, ya que el tipo gigantesco con armadura se había identificado anteriormente como tal, y consideraba poco probable que le enviase mensajes por ese medio. El mensaje debía de venir de alguien que también se llamaba duque de Turing; quizás una persona real y viva.

Unos años antes lo hubiese dado por supuesto. Pero en los últimos años el Manual se había hecho más sutil de lo que solía ser, lleno de trampas ocultas, y ya no podía hacer suposiciones cómodas y fáciles. Era igualmente probable que la cadena hubiese venido directamente del salón del trono, y que el duque mecánico estuviera, por alguna razón inconcebible, intentando engañarla. Así que, aunque contestó feliz al mensaje, tenía la intención de mantener una posición reservada mientras intentaba descubrir si el emisor era humano o mecánico.

La siguiente parte del mensaje era DALE ------ CADENA ---- TIRÓN ------- RESPONDER. Dando por supuesto que cuatro rayas horizontales representaban un/uno y seis eran por a la y siete para, eso daba DALE A LA CADENA UN TIRÓN PARA RESPONDER.

Nell comenzó a cambiar las palancas de la cadena, borrando el mensaje de la persona que se autodenominaba duque y reemplazándolo por SOY LA PRINCESA NELL, POR QUÉ ME HAS ENCERRADO. Luego le dio un tirón a la cadena y después de un momento comenzó a salir de la celda. Unos minutos más tarde, recibió este mensaje:

BIENVENIDA PRINCESA NELL ESTABLEZCAMOS UNA FORMA DE COMUNICACIÓN MÁS EFICIENTE

seguido de instrucciones sobre cómo usar un sistema más compacto de palancas para representar números, y cómo convertir los números en letras y signos de puntuación. Una vez establecido, el duque dijo:

YO SOY EL VERDADERO DUQUE. CREÉ ESAS MÁQUINAS, Y ELLAS ME HAN APRESADO EN UNA ALTA TORRE MUY POR ENCIMA DE TI. LA MÁQUINA QUE SE HACE LLAMAR EL DUQUE ES SÓLO LA MAYOR Y MÁS SOFISTICADA DE MIS CREACIONES.

Nell respondió, ESTA CADENA PESA CIENTOS DE KILOS. DEBE DE SER MUY FUERTE PARA SER HUMANO.

El duque respondió: ¡ERES INTELIGENTE, PRINCESA NELL! EL PESO TOTAL DE LA CADENA ES EN REALIDAD DE VARIOS MILES DE KILOS, Y LA MANEJO POR MEDIO DE UN TORNO EN MI HABITACIÓN QUE RECIBE SU FUERZA MOTRIZ DEL EJE CENTRAL.

Hacía tiempo que se había hecho de noche en el prado. Nell cerró el Manual, recogió el cesto y volvió a casa.

Se quedó hasta tarde con el Manual, al igual que como había hecho cuando era una niña, y como resultado llegó tarde a la iglesia a la mañana siguiente. Dijeron una oración especial por la señorita Matheson, que estaba en casa y se decía que se encontraba mal. Nell pidió por ella durante unos minutos después del servicio y fue directamente a casa y se metió inmediatamente en el Manual.

Atacaba dos problemas simultáneamente. Primero, necesitaba descubrir cómo funcionaba la cerradura de la puerta. Segundo, tenía que descubrir si la persona que le enviaba mensajes era humana o mecánica. Si podía confiar en que era humana, podría pedirle ayuda para abrir la puerta, pero hasta decidirlo, debía mantener sus actividades en secreto.

La cerradura sólo tenía unas partes que podía observar: la manivela, el cerrojo y un par de ruedas de cobre en la parte alta con dígitos grabados del 0 al 9, por lo que girándolas de forma diferente, podían representar todos los enteros del 00 al 99. Esas ruedas estaban casi en constante movimiento cuando se giraba la manivela.

Nell se las había arreglado para soltar varios metros de la cadena que usaba para conversar con el duque, y así pudo pasar diferentes mensajes por la cerradura para comprobar el resultado.

El número en la parte alta cambiaba con cada eslabón que entraba en la máquina, y parecía determinar, de forma limitada, lo que la máquina haría a continuación; por ejemplo, había descubierto que si el número resultaba ser 09, y el siguiente eslabón de la cadena estaba en posición vertical (que el duque llamaba uno), las ruedas giraban y cambiaba al número 23. Pero si el siguiente eslabón era, en su lugar, un cero (como llamaba el duque a los eslabones con palancas horizontales), el número en las ruedas cambiaba al 03. Pero eso no era todo: en ese caso, la máquina, por alguna razón, invertía la dirección en que se movía la cadena a través de la máquina, y también cambiaba la palanca del cero al uno. Es decir, la máquina podía escribir en la cadena así como leer de ella.

De la charla intrascendente con el duque había descubierto que a los números en las ruedas se les llamaba estados. Al principio no sabía qué estados llevaban a otros estados, así que vagó sin dirección de un estado al siguiente, apuntando las conexiones en papel en blanco. Eso pronto se convirtió en una tabla con treinta y dos estados diferentes y de cómo respondía la cerradura a un uno o a un cero cuando se encontraba en cada estado. Le llevó a Nell bastante tiempo llenar los espacios vacíos en la tabla, porque algunos estados eran difíciles de obtener; sólo podían alcanzarse haciendo que la máquina escribiese una cierta serie de unos y ceros en la cadena.

Se hubiese vuelto loca de unos y ceros si no hubiese sido por las frecuentes interrupciones del duque, quien evidentemente no tenía nada mejor que hacer que enviarle mensajes. Esos dos cursos paralelos ocuparon todo el tiempo libre de Nell durante un par de semanas, y realizó lentos pero seguros progresos.

—Debes aprender a manejar la cerradura de tu puerta —le dijo el duque—. Eso te permitirá escapar y venir a rescatarme. Te instruiré.

Sólo quería hablar de tecnología, lo que no ayudaba a Nell a decidir si era un humano o una máquina.

—¿Por qué no abres tu propia cerradura —respondió ella— y vienes a rescatarme? Sólo soy una joven desamparada sola en el mundo, y tan asustada, y tú pareces valiente y heroico; tu historia es realmente romántica, y no puedo esperar a ver cómo acaba ahora que nuestros destinos se han unido.

—Las máquinas han colocado una cerradura especial en mi puerta, no una máquina de Turing —respondió el duque.

—Descríbete a ti mismo —escribió Nell.

—Nada en espacial, me temo —escribió luego el duque—. ¿Cómo eres tú?

—Ligeramente más alta que la media, resplandecientes ojos verdes, pelo negro como un cuervo que me cae en grandes olas hasta la cintura a menos que me haga un moño para resaltar mis mejillas y labios. Cintura estrecha, pechos insolentes, largas piernas, piel de alabastro que se ruboriza intensamente cuando me apasiono por algo, lo cual sucede con frecuencia.

—Tu descripción me recuerda a mi difunta esposa, que Dios la tenga en su seno.

—Háblame de tu esposa.

—El tema me llena de una tristeza tan insoportable que no puedo escribir sobre ella. Ahora, centrémonos en trabajar sobre la máquina de Turing.

Ya que la estrategia lasciva había fallado, Nell intentó un camino diferente: hacerse la tonta. Tarde o temprano, el duque se pondría algo nervioso. Pero él siempre era terriblemente paciente cuando ella repetía por vigésima vez «¿Podrías explicármelo de nuevo con otras palabras? Todavía no lo entiendo». Por supuesto, por lo que sabía, él estaba arriba golpeando las paredes hasta que le sangraban los nudillos y simplemente pretendía ser paciente con ella. Un hombre que había estado encerrado en una torre durante años habría aprendido a ser extremadamente paciente.

Intentó enviarle poesía. Él le respondía con comentarios encantadores, pero se negó a enviar algún poema propio, diciendo que no eran lo suficientemente buenos para ponerlos en el metal.

En el vigésimo día en el calabozo, la Princesa Nell abrió finalmente la cerradura. En lugar de escapar inmediatamente, se volvió a encerrar dentro y meditó su siguiente movimiento.

Si el duque era humano, debería notificárselo para poder planear su huida. Debía descubrir la identidad del duque antes de realizar su siguiente movimiento.

Le envió otro poema.

Al amor griego entregó su corazón

su padre, corona y nación.

Descansaron en Naxos.

Se despertó sola en la playa

con las velas de la nave de su amado bajando

por la lenta curva de la tierra. Ariadna

se desmayó sobre la arena revuelta

y soñó con su hogar. Minos no la perdonó

y sosteniendo diamantes en las bolsas de sus ojos

la arrojó al interior del Laberinto.

Esa vez estaba sola. Vagó, por una selva

de oscuridad durante muchos días

hasta que regresó a su memoria.

Todavía corría por todo el lugar.

Lo recogió en sus dedos

levantándolo del suelo

formando un lazo

lo borró.

El lazo fue un regalo para aquél que la había aprisionado.

Ciego por las lágrimas, él lo leyó con sus dedos

y abrió sus brazos.

La respuesta llegó demasiado pronto, y era la misma de siempre: «Envidio tu habilidad con las palabras. Ahora, si no te importa, volvamos a centrarnos en el funcionamiento interno de la máquina de Turing».

Nell lo había hecho de la forma más obvia en que se había atrevido, y el duque no había entendido el mensaje. Debía de ser una máquina.

¿Por qué el engaño?

Claramente, el duque mecánico deseaba que ella aprendiese sobre las máquinas de Turing. Es decir, si podía decirse que una máquina deseaba algo.

Debía de haber algo mal con la programación del duque. Él sabía que había algo mal y necesitaba un humano para arreglarlo.

Una vez que Nell había descubierto esas cosas, el resto de la historia del Castillo Turing fue fácil de deducir. Salió con cuidado de su celda y a escondidas exploró el castillo. Los soldados rara vez reparaban en ella, y cuando lo hacían, no podían improvisar; debían regresar donde se encontrara el duque para ser reprogramados. Al final, la Princesa Nell encontró el camino a una habitación bajo el molino que contenía algún tipo de mecanismo de embrague. Desmontando el embrague, pudo parar el Eje. En unas horas, el resorte dentro de los soldados se había parado, y se habían detenido en medio de lo que estuviesen haciendo. Todo el castillo estaba congelado, como si ella le hubiese arrojado un hechizo.

Vagando ahora con libertad, abrió el trono del duque y encontró dentro una máquina de Turing. A cada lado de la máquina había un agujero estrecho que descendía por el suelo al interior de la tierra y era tan profundo que la luz de la antorcha no podía iluminarlo. La cadena que contenía el programa del duque colgaba a cada lado por esos agujeros. Nell intentó arrojar piedras por los agujeros, pero no oía cómo chocaban con el fondo; la cadena debía de ser increíblemente larga.

En lo alto de una de las torres del castillo, la Princesa Nell encontró un esqueleto en una silla, tirado sobre una mesa llena de libros. Ratones, insectos y pájaros se habían comido la carne, pero quedaban rastros de pelo y bigotes por toda la mesa, y alrededor de las vértebras cervicales había una cadena de oro con un sello con la letra T.

Pasó algo de tiempo explorando los libros del duque. La mayoría eran blocs de notas donde esbozaba los inventos que no había tenido tiempo de construir. Tenía planes para ejércitos enteros de máquinas de Turing construidas para correr en paralelo, y para cadenas con eslabones que podían colocarse en más de dos posiciones, y para máquinas que pudiesen leer y escribir en hojas de dos dimensiones de cotas de malla en lugar de cadenas de una dimensión, y para redes de Turing de tres dimensiones de kilómetro y medio de lado, que una máquina de Turing recorrería mientras computaba.

No importa lo complicado que fuese el diseño. El duque siempre encontraba la forma de simular su comportamiento poniendo una cadena lo suficientemente larga en una de las máquinas de Turing tradicionales. Es decir, aunque las máquinas paralelas y multidimensionales funcionaban mucho más rápidas que el modelo original, realmente no hacían nada que fuese diferente.

Una tarde, Nell estaba sentada en su prado favorito, leyendo esas cosas en el Manual, cuando una cabalina sin jinete salió del bosque y galopó directamente hacia ella. Eso por sí mismo no era tan extraño; las cabalinas eran lo suficientemente inteligentes para buscar a una persona en particular. Eso sí, la gente rara vez las enviaba a buscar a Nell.

La cabalina galopó a toda velocidad hasta encontrarse a los pies de Nell, momento en que plantó los cascos y se detuvo instantáneamente; un truco fácil cuando no llevaba un humano. Llevaba una nota escrita con la letra de la señorita Stricken: «Nell, por favor, ven inmediatamente. La señorita Matheson ha solicitado tu presencia, y no queda mucho tiempo».

Nell no vaciló. Recogió sus cosas, las metió dentro del pequeño compartimento de equipaje de la montura y se subió a ella.

—¡Vamos! —dijo. Luego, sentándose bien y agarrándose con fuerza, añadió—: Velocidad ilimitada. —En un momento la cabalina recorría la separación entre árboles a algo cercano a la velocidad de un leopardo, acercándose a la red de seguridad en lo alto de la colina.

Por la disposición de los tubos, Nell supuso que la señorita Matheson estaba conectada a la Toma de dos o tres formas diferentes, aunque todo había sido escondido discretamente bajo muchas colchas de punto, puestas unas encima de las otras sobre su cuerpo como las láminas de las pastas francesas.

Sólo era visible su cara y sus manos y, viéndola, Nell recordó, por primera vez desde que se conocieron, lo vieja que era la señorita Matheson. La fuerza de su personalidad había cegado a Nell y a todas las chicas a las evidentes pruebas de su verdadera edad.

—Por favor, déjenos solas, señorita Stricken —dijo la señorita Matheson, y la señorita Stricken se fue vacilando, lanzando miradas renuentes y desaprobadoras en el camino.

Nell se sentó en el borde de la cama y cuidadosamente levantó una de las manos de la señorita Matheson de la colcha, como si fuese la hoja seca de un árbol raro.

—Nell —dijo la señorita Matheson—, no malgastemos mis últimos momentos con amabilidades.

—Oh, señorita Matheson… —empezó a decir Nell, pero los ojos de la vieja dama se abrieron y lanzaron a Nell aquella mirada practicada durante muchas décadas en las aulas, que todavía no había perdido su poder intimidatorio.

—He pedido que vengas porque eras mi estudiante favorita. ¡No! ¡No digas nada! —le advirtió la señorita Matheson, al acercarse la cara de Nell con los ojos llenos de lágrimas—. Se supone que las profesoras no deben tener favoritas, pero me acerco al momento en que debo confesar todos mis pecados, así que ése es uno.

»Sé que tienes un secreto, Nell, aunque no imagino qué puede ser, sé que es un secreto que te ha hecho distinta a cualquier otra chica a la que haya enseñado. Me pregunto qué vas a hacer con tu vida cuando abandones la academia, y lo harás pronto, y salgas al mundo.

—Prestar el Juramento, por supuesto, tan pronto como tenga la edad adecuada. Y supongo que me gustaría estudiar el arte de la programación y cómo se hacen los ractivos. Algún día, por supuesto, después de convertirme en una súbdita de Su Majestad, me gustaría encontrar un buen marido y quizá criar hijos…

—Cállate —dijo la señorita Matheson—. Eres una mujer joven, y por supuesto que piensas en tener hijos, todas las mujeres jóvenes lo hacen. No me queda mucho tiempo, Nell, y debemos olvidarnos de lo que te acerca a las otras chicas y concentrarnos en lo que te hace diferente.

En ese punto, la vieja dama apretó la mano de Nell con sorprendente fuerza y separó un poco la cabeza de la almohada. Las tremendas arrugas y pliegues de su frente se hicieron más profundos, y sus ojos cubiertos tomaron una intensa apariencia.

—De alguna forma tu destino está escrito, Nell. Lo he sabido desde el día en que lord Finkle-McGraw vino a mí y me pidió que te admitiese, una sucia niña tete, en mi academia.

»Puedes intentar portarte igual, lo hemos intentado, puedes fingir en el futuro si insistes, y puedes incluso prestar el Juramento, pero será todo una mentira. Eres diferente.

Aquellas palabras golpearon a Nell como un súbito viento frío de aire puro de la montaña y dispersaron la nube soporífera de sentimentalismo. Ahora estaba expuesta y completamente vulnerable. Pero no era desagradable.

—¿Sugiere que abandone el seno de la tribu que me ha adoptado y cuidado?

—Sugiero que eres una de esas pocas personas que trascienden todas las tribus, y que ciertamente ya no necesitas ese seno —dijo la señorita Matheson—. Descubrirás, con el tiempo, que esta tribu es tan buena como cualquiera… en realidad, mejor que la mayoría. —La señorita Matheson exhaló profundamente y pareció disolverse en las mantas—. Ahora, no me queda mucho. Así que démonos un beso y luego ve por tu camino, niña.

Nell se inclinó y apretó los labios contra la mejilla de la señorita Matheson, que parecía de cuero pero que era sorprendentemente suave. Luego, no deseando partir tan bruscamente, giró la cabeza y la reposó sobre el pecho de la señorita Matheson durante unos momentos. La señorita Matheson le acarició débilmente el pelo y la calmó.

—Adiós, señorita Matheson —dijo Nell—. Nunca la olvidaré.

—Ni yo a ti tampoco —susurró la señorita Matheson—, aunque admito que eso no es decir mucho.

Frente a la casa del condestable Moore una gran cabalina, por su tamaño y masa parecía algo entre un percherón o un pequeño elefante, permanecía estólidamente de pie. Era el objeto más sucio que Nell había visto en su vida: sólo la suciedad incrustada debía de pesar cientos de kilos y evocaba el aroma de la tierra de noche y el agua estancada. Un fragmento de una rama de moral, todavía con hojas y un par de moras, se había quedado atrapado en la articulación entre dos trozos de metal, y una larga cuerda de milenrama colgaba de uno de los tobillos.

El condestable estaba sentado en medio del bosquecillo de bambúes, envuelto en una armadura de hoplita, igualmente sucia y marcada, que era dos veces más grande que él, y que hacía que su cabeza descubierta pareciese absurdamente pequeña. Se había arrancado el yelmo y lo había arrojado al estanque, donde flotaba como el casco abierto de un acorazado. Tenía aspecto demacrado y miraba ausente, sin parpadear, a la kudzú que conquistaba lenta pero inexorablemente a la glicina. Tan pronto como Nell vio su cara, le preparó algo de té y se lo llevó. El condestable cogió la pequeña taza de alabastro con sus manos con armadura que podían haber roto piedras como si de rebanadas de pan se tratase. Los gruesos cañones de las armas montadas sobre los brazos del traje estaban quemados por el interior. Cogió la taza de las manos de Nell con la precisión de un robot quirúrgico, pero no se la llevó a los labios, quizá temiendo que podría, por el cansancio, calcular mal la distancia e inadvertidamente destrozar la porcelana contra su mandíbula, o incluso decapitarse. Sólo sostener la taza, observando cómo subía el vapor, parecía calmarle. Los agujeros de su nariz se dilataron una vez, luego otra.

—Darjeeling —dijo—. Bien elegido. Siempre he pensado que la India era un lugar más civilizado que China. Tenemos que tirar todo el oolong, todo el keemun, el longjing, el lapsang souchong. Es hora de cambiarse al ceilán, pekoe, assam[6] —rio.

Marcas blancas de sal reseca corrían desde los ojos del condestable y desaparecían en su pelo. Había estado cabalgando rápido sin el yelmo. Nell deseó poder haber visto al condestable atravesando China como un rayo sobre su cabalina de guerra.

—Me he retirado por última vez —le explicó. Movió la cabeza en dirección a China—. He estado asesorando a un caballero allí. Un tipo complicado. Ahora está muerto. Tenía muchas facetas, pero ahora quedará en la historia como un maldito señor de la guerra chino que no lo consiguió. Es sorprendente, cariño —dijo, mirando a Nell por primera vez—, cuánto dinero puedes ganar luchando contra la marea. Al final tienes que retirarte cuando las ganancias son buenas. No es muy honorable, supongo, pero por supuesto, los asesores no tienen honor.

Nell no imaginaba que el condestable quisiese meterse en una discusión detallada sobre los sucesos recientes, así que cambió de tema.

—Creo que al final he entendido lo que intentabas decirme hace años, sobre ser inteligente —dijo.

El condestable se alegró al instante.

—Me alegra oírlo.

—Los vickys tienen un elaborado código moral y de conducta. Surgió de la degradación moral de la generación anterior, de la misma forma que los victorianos originales fueron precedidos por los georgianos y la regencia. La vieja guardia cree en ese código porque llegó a él por el camino difícil. Educaron a sus hijos para creer en ese código; pero los hijos lo creen por razones completamente diferentes.

—Lo creen —dijo el condestable— porque se les ha adoctrinado para creerlo.

—Sí. Algunos no lo desafían nunca; se convierten en personas de mentes estrechas, que pueden decirte en qué creen pero no por qué lo creen. Otros se desilusionan por la hipocresía de la sociedad y se rebelan… como hizo Elizabeth Finkle-McGraw.

—¿Qué camino vas a tomar, Nell? —dijo el condestable, parecía interesado—. ¿La conformidad o la rebelión?

—Ninguno de los dos. Los dos son simples… son para gente que no puede manejar las contradicciones y ambigüedades.

—¡Ah! ¡Excelente! —exclamó el condestable. Para remarcarlo, golpeó la tierra con la mano libre, enviando una lluvia de fragmentos y transmitiendo un golpe potente por el suelo hasta los pies de Nell.

—Sospecho que lord Finkle-McGraw, siendo un hombre inteligente, ve todas las hipocresías de su sociedad, pero mantiene sus principios igualmente, porque es lo mejor a la larga. Y sospecho que ha estado preocupándose sobre cómo inculcar mejor ese punto de vista en los jóvenes que no pueden entender, como él, los antecedentes históricos… lo que podría explicar por qué se ha interesado por mí. Para empezar, el Manual ha sido idea de Finkle-McGraw… una primera aproximación para tratar el problema sistemáticamente.

—El lord guarda muy bien sus cartas —dijo el condestable Moore—, y no puedo decir si tus suposiciones son correctas. Pero admito que todo encaja muy bien.

—Gracias.

—¿Qué vas a hacer contigo misma, ahora que lo has deducido todo? Unos años más de educación y pulido te colocarán en posición de prestar el Juramento.

—Sé, por supuesto, que tengo perspectivas favorables en la phyle atlante —dijo Nell—, pero creo que no sería adecuado para mí recorrer el camino recto y estrecho. Ahora voy a China a buscar fortuna.

—Bien —dijo el condestable Moore—, guárdate de los Puños —su vista vagó por su armadura sucia y castigada y acabó en el yelmo flotante—. Ellos se acercan.

Los mejores exploradores, como Burton, realizaban todos los esfuerzos posibles para encajar. En el mismo espíritu, Nell se detuvo en un C.M. público, se quitó el vestido y compiló nuevas ropas: un mono azul marino muy ceñido con la frase ESAS COSAS PASAN en parpadeantes letras naranja. Cambió sus viejas ropas por un par de autopatines en la costa y se dirigió a la Altavía. Se elevó suavemente en el aire durante unos kilómetros, y luego a sus pies apareció la Zona Económica de Pudong, y Shanghái más allá, y de pronto comenzó a ganar velocidad y tuvo que desconectar el apoyo energético de los patines. Ahora había atravesado la línea divisoria. Nell estaba sola en China.