En el Manual, la Princesa Nell se cruza con el enigmático Ejército Ratonil; una visita a un inválido

El claro visible entre los árboles era una visión agradable, porque los bosques del Rey Coyote eran increíblemente densos y estaban siempre rodeados de niebla fría. Dedos de luz habían comenzado a aparecer entre las nubes, por lo que la Princesa Nell decidió descansar en el espacio abierto y, con suerte, gozar de la luz del sol. Pero cuando alcanzó el claro, descubrió que no era el prado lleno de flores que había esperado; era más bien una ringlera producida en el bosque por el paso de una fuerza titánica, que había aplastado los árboles y revuelto la tierra en su camino. Cuando la Princesa Nell se hubo recuperado de la sorpresa y dominado su miedo, decidió emplear las habilidades de seguimiento que había aprendido en sus múltiples aventuras, para descubrir algo sobre aquella criatura desconocida.

Pronto descubrió que las habilidades no eran necesarias en aquel caso. Un simple vistazo a la tierra revelaba no (como había anticipado) una enorme pisada sino millones de pisadas diminutas, superpuestas unas sobre las otras de tal forma que no había zona que no estuviese marcada por pequeñas garras. Un torrente de gatos había pasado por allí; incluso si la Princesa Nell no hubiese reconocido las huellas, las bolas de pelo y las pequeñas cagadas por todas partes se lo hubiesen aclarado.

¡Gatos moviéndose en manada! Era un comportamiento poco felino. Nell siguió sus huellas durante un tiempo, intentando descubrir la causa del prodigio. Después de poco más de un kilómetro el camino se hizo más ancho, hasta llegar a un campamento abandonado repleto de restos de innumerables fuegos pequeños. Nell examinó el área buscando más pistas, no sin éxito: encontró muchas cagadas de ratón, y pisadas de ratón alrededor de los fuegos. Las huellas dejaban claro que los gatos habían estado concentrados en áreas pequeñas, mientras que los ratones aparentemente se movían por todas partes.

La pieza final del acertijo fue un trozo pequeño de cuero sin curtir que Nell encontró abandonado cerca de uno de los fuegos. Examinándolo entre los dedos, Nell comprendió que se parecía mucho a una brida de caballo… excepto que el tamaño correspondía más a una cabeza de gato.

Estaba en el camino de un vasto ejército de ratones, que cabalgaban a lomos de gatos de la misma forma que los jinetes cabalgan a caballo. Había oído historias del Ejército Ratonil en otras partes de Tierra Más Allá y las había desestimado como viejas supersticiones.

Pero en una ocasión, varios años antes, en una posada en lo alto de las montañas, en la que la Princesa Nell se había hospedado durante una noche, la había despertado muy temprano el sonido de un ratón buscando entre sus cosas…

La Princesa Nell murmuró un hechizo de luz que Púrpura le había enseñado, encendiendo una bola de luz que colgó en el aire en el centro de la habitación. Las palabras del hechizo habían sido ocultadas por el rugido del viento en la estructura de la posada, y había cogido al ratón completamente por sorpresa, ciego por la luz súbita. Nell se sorprendió al ver que el ratón no buscaba entre su comida, como hubiese hecho cualquier ratón, sino que examinaba sus papeles. Y aquélla no era la usual búsqueda destructiva de material para la madriguera: aquel ratón sabía leer y buscaba información.

La Princesa Nell atrapó al ratón con las manos.

—¿Qué buscas? ¡Dímelo, y te dejaré ir! —le dijo. Sus aventuras le habían enseñado a esperar trucos de todo tipo, y era importante saber quién había enviado a aquel pequeño pero efectivo espía.

—¡Soy un ratón inofensivo! —gimió el espía—. Ni siquiera quiero tu comida, ¡sólo información!

—Te daré un buen trozo de queso, todo para ti, si me das alguna información —dijo la Princesa Nell. Cogió al ratón por la cola y lo levantó en el aire para poder hablar cara a cara. Mientras tanto, con la otra mano, aflojó la cuerda de su bolso y sacó un buen trozo de Stilton de vetas azules.

—Buscamos a nuestra Reina perdida —dijo el ratón.

—Puedo asegurarte que ninguno de mis papeles tiene información sobre una monarca roedora perdida —dijo la Princesa Nell.

—¿Cuál es tu nombre? —dijo el ratón.

—¡Eso no es asunto tuyo, espía! —dijo la Princesa Nell—. Yo haré las preguntas.

—Pero es importante que sepa tu nombre —dijo el ratón.

—¿Por qué? Yo no soy un ratón. No he visto pequeños ratones con coronas en la cabeza.

El espía roedor no dijo nada. Miraba cuidadosamente a la Princesa Nell con pequeños ojos redondos y brillantes.

—Por casualidad, ¿no habrás venido de una isla encantada?

—Has estado oyendo demasiados cuentos de hadas —la Princesa Nell apenas podía ocultar su sorpresa—. No has cooperado y no te mereces el queso… pero admiro tus agallas y de todas formas te daré un poco. ¡Disfrútalo! —Puso al ratón en el suelo y cogió el cuchillo para cortar un trozo de queso; para cuando hubo terminado, el ratón había desaparecido. Apenas pudo ver la cola rosada desapareciendo bajo la puerta.

A la mañana siguiente, lo encontró muerto en el pasillo. El gato del posadero lo había atrapado…

¡Así que el Ejército Ratonil existía! La Princesa Nell se preguntó si habrían encontrado a su Reina perdida. Siguió su camino durante un día o dos, porque aproximadamente seguía la dirección correcta y era casi una carretera conveniente. Atravesó un par de campamentos más. En uno de ellos, incluso encontró una tumba, marcada por una pequeña lápida tallada de un trocito de esteatita.

Lo escrito en el pequeño monumento era demasiado pequeño para verlo. Pero la Princesa Nell llevaba consigo una lupa que había cogido del tesoro de uno de los Reyes Feéricos, por lo que ahora la sacó de su caja enguatada y la bolsa de terciopelo y la usó para examinar la inscripción.

En la parte alta de la piedra había un pequeño relieve de un caballero roedor, vestido con una armadura, con una espada en una mano, inclinándose ante un trono vacío. La inscripción decía:

Aquí yace Clover, cola y todo.

Sus virtudes superaban ampliamente sus defectos.

Ella se cayó desde la silla de montar

y pereció bajo las patas de su montura.

No sabemos si su última cabalgada

la ha llevado al cielo o al infierno.

Esté donde esté,

es leal a la Princesa Nell.

La Princesa Nell examinó los restos de los fuegos, la superficie de la madera que el Ejército Ratonil había cortado, y el estado de sus desechos, y estimó que habían pasado hacía semanas. Un día se encontraría con ellos y descubriría por qué habían establecido una conexión con ella; pero por ahora, tenía asuntos más urgentes.

Tendría que preocuparse del Ejército Ratonil más tarde. Hoy era sábado, y las mañanas del sábado iba siempre a los Territorios Cedidos a visitar a su hermano. Abrió el armario en una esquina de su dormitorio y sacó el vestido de paseo. Sintiendo sus intenciones, la carabina salió volando de su nicho, al fondo, y voló hacia la puerta.

Incluso a su edad todavía joven, sólo unos años después de los primeros síntomas de feminidad, Nell ya tenía razones para agradecer la presencia de la carabina voladora que la seguía a todas partes cuando salía sola de casa. La madurez le había dado un gran número de características que atraerían la atención del sexo opuesto, o de una mujer con esas inclinaciones. Los comentarios normalmente mencionaban sus ojos, que se decía tenían una apariencia vagamente exótica. No había nada particularmente extraño sobre la forma o el tamaño de sus ojos, y el color —una mezcla de verde y marrón claro salpicada de oro— no los hacía destacar en una cultura predominantemente anglosajona. Pero los ojos de Nell tenían la apariencia de alerta salvaje que atrapaba la atención de cualquiera que la conociese. La sociedad neovictoriana producía muchas mujeres jóvenes que, aunque muy educadas y leídas, a la edad de Nell eran todavía hojas en blanco. Pero los ojos de Nell contaban una historia diferente. Cuando la habían presentado en sociedad unos meses atrás, junto con otras chicas de Propagación Externa de la academia de la señorita Matheson, no había sido la chica más bonita del baile, y ciertamente no la mejor vestida o la más destacada socialmente. Pero aun así, atrajo una muchedumbre de hombres jóvenes a su alrededor. No hicieron nada tan obvio como andar a su lado; en su lugar, intentaron mantener la distancia entre ellos y Nell, de manera que, fuera adonde fuese en el salón de baile, la densidad local de hombres jóvenes en su área se volvía inusualmente alta.

En particular, había despertado el interés de un muchacho que era sobrino de un Lord Accionista en Atlantis/Toronto. Le había escrito varias cartas ardientes. Ella había respondido diciendo que no deseaba continuar la relación, y él, quizá con la ayuda de un monitor oculto, se había encontrado con ella y su carabina una mañana en la que iba a la academia de la señorita Matheson. Ella le recordó el reciente final de su relación negándose a reconocerle, pero de todas formas había insistido, y para cuando llegó a la puerta de la academia, la carabina había reunido pruebas suficientes para apoyar una acusación formal de acoso sexual si Nell hubiese querido presentarla.

Por supuesto, no lo hizo, porque eso hubiese arrojado una nube de oprobio que hubiese oscurecido la carrera del joven. En su lugar, tomó cinco segundos de la grabación de la carabina: aquéllos en que, ante la aproximación del joven, Nell había dicho, «lo siento, pero me temo que tiene usted ventaja», y el joven, no habiendo apreciado las ramificaciones, siguió como si no lo hubiese escuchado. Nell colocó la información en una tarjeta de visita inteligente e hizo que la entregasen en el hogar de la familia del joven. No tardó en llegar una disculpa formal y no volvió a saber de él.

Ahora que la habían introducido en sociedad, sus preparativos para visitar los Territorios Cedidos eran tan elaborados como los de cualquier dama de Nueva Atlantis. Fuera de Nueva Atlantis, ella y su cabalina estaban rodeadas siempre por una concha de vainas de seguridad flotantes como primera línea de defensa personal. Una moderna cabalina para señorita estaba diseñada con el cuerpo formando una especie de Y de forma que fuese innecesario cabalgar de lado, así que Nell podía vestir un traje de aspecto razonablemente normal: un corpiño que destacaba su delgada cintura a la moda, tan cuidadosamente esculpida en las máquinas de ejercicio de la academia que podría haber sido producida en un torno a partir de un trozo de nogal. Además de eso, sus faldas, mangas, cuello y sombrero aseguraban que ningún joven rufián de los Territorios Cedidos tuviese la oportunidad de invadir su espacio corporal con los ojos, y por si su rostro característico demostraba ser una tentación demasiado grande, también llevaba un velo.

El velo era un campo de aeróstatos microscópicos en forma de paraguas que volaban en formación de hoja a unos centímetros del rostro de Nell. Los paraguas apuntaban todos hacia fuera. Normalmente estaban recogidos, lo que los hacía invisibles; se manifestaban como una simple sombra sobre su cara, aunque cuando se los miraba de lado creaban una sutil barrera de tenue resplandor en el aire. A una orden de Nell se abrirían hasta cierto grado. Cuando estaban abiertos por completo, casi se tocaban entre sí. La superficie exterior era reflectora, la interior, de un negro mate, así que Nell podía ver como si mirase a través de un vidrio ahumado. Pero otros sólo veían el velo resplandeciente. Los paraguas podían programarse para caer de forma diferente: siempre manteniendo la forma colectiva, como una máscara de esgrima, o formando ondas como la seda fina, dependiendo de la moda del momento.

El velo ofrecía a Nell protección contra escrutinios no deseados. Muchas mujeres de negocios de Nueva Atlantis también usaban el velo como forma de encararse al mundo en sus propios términos, asegurándose así el ser juzgadas por sus méritos y no por su apariencia. También tenía una función protectora, reflejando los dañinos rayos de sol e interceptando muchos nanositos deletéreos que de otra forma podrían pasar sin problemas a su nariz o boca.

Esa última función era una preocupación particular del condestable Moore aquella mañana.

—Ha ido mal últimamente —dijo—. La lucha ha sido muy dura.

Nell ya lo había deducido de ciertas peculiaridades del comportamiento del condestable: recientemente se había quedado despierto hasta muy tarde, administrando alguna actividad complicada extendida por su suelo mediatrónico, y ella sospechaba que era algo relacionado con una batalla o incluso una guerra.

Al cabalgar la cabalina por Dovetail, llegó a un promontorio que permitía una bonita vista de los Territorios Cedidos, Pudong y Shanghái en un día claro. Pero la humedad se había condensado en nubes que formaban una capa continua a unos trescientos metros por debajo de su nivel, así que aquel alto territorio en la cumbre de Nueva Chusan parecía ser una isla, la única tierra en todo el mundo exceptuando el cono cubierto de nieve del Enclave Nipón a unos kilómetros bajando por la costa.

Salió por la puerta principal y bajó la colina. Continuamente se aproximaba a la capa de nubes pero no acababa de alcanzarla nunca; cuanto más bajaba, más suave se hacía la luz, y después de unos minutos ya no podía ver los irregulares asentamientos de Dovetail cuando se daba la vuelta, ni tampoco las agujas de San Marcos, y Fuente Victoria por encima. Después de unos minutos de descenso, la niebla se hizo tan espesa que no podía ver más allá de unos metros, y podía oler el aroma elemental del océano. Pasó al lado del antiguo emplazamiento del Enclave Sendero. Los senderos habían sido arrancados sin piedad cuando Defensa del Protocolo descubrió que habían estado trabajando en colaboración con los Nuevos Rebeldes Taiping, un culto fanático que se oponía a los Puños y a la República Costera. Ese trozo inmobiliario había pasado a manos de los dong, una minoría étnica del sudeste de China, expulsados de su tierra natal por la Guerra Civil. Habían derribado el alto muro y habían construido una de sus características pagodas de muchas capas.

Aparte de eso, los Territorios Cedidos no tenían un aspecto muy diferente. Los operadores de los enormes mediatrones, del tamaño de una pared y que tanto habían aterrorizado a Nell en su primera noche en los Territorios Cedidos, habían puesto el brillo al máximo, intentando compensar la niebla.

En la costa, no lejos del Aeródromo, los compiladores de Nueva Chusan, como gesto de caridad, habían dispuesto algo de espacio para el Vaticano. Antes no había contenido más que una misión de dos pisos para tetes que habían seguido su estilo de vida hasta la clausura lógica y que se habían encontrado sin hogar, adictos, perseguidos por los acreedores, o huyendo de la ley o de abusivos miembros de su propia familia.

Más recientemente, ésas habían pasado a ser funciones secundarias, y el Vaticano había programado los cimientos del edificio para que produjese más pisos. El Vaticano tenía muchas preocupaciones éticas sobre la nanotecnología pero al final habían decidido que estaba bien siempre que no se metiesen con el ADN o no creasen conexiones directas con el cerebro humano. Usar la nanotecnología para producir un edificio estaba bien, y era una suerte porque Vaticano/Shanghái necesitaba añadir cada año un par de pisos al Sanatorio Gratuito para Tísicos. Ahora era más alto que cualquier otro edificio en la costa.

Como cualquier otro edifico producido, el diseño era monótono hasta el extremo, cada piso exactamente igual. Las paredes eran de un material beige común que se había usado para construir muchos de los edificios en los T.C., lo que era desafortunado, porque poseía casi una atracción magnética para los cenicientos cadáveres de los bichos voladores. Como todos los otros edificios así constituidos, el Sanatorio Gratuito para Tísicos se había vuelto negro, pero no uniformemente, sino a rayas verticales como de lluvia. Era un cliché decir que el exterior del sanatorio tenía un aspecto muy similar al de los pulmones de los pacientes. Sin embargo, los Puños de la Recta Armonía habían intentado adecentarlo pegando pósters rojos sobre sus paredes en medio de la noche.

Harv yacía en lo más alto de una litera de tres pisos en la planta veinte, compartiendo una pequeña habitación y una reserva de aire purificado con otra docena de enfermos crónicos de asma. Su rostro estaba metido en un fantascopio, y sus labios estaban alrededor de un grueso tubo enchufado a una fuente de un atomizador en la pared. Drogas vaporizadas, directamente del compilador de materia, venían por el tubo hasta sus pulmones, luchando por mantener sus bronquios abiertos.

Nell se detuvo un momento antes de sacarlo del ractivo. Algunas semanas tenía mejor aspecto que otras; esta semana no lo tenía muy bueno. El cuerpo estaba hinchado, la cara redonda y pesada, y sus dedos se habían convertido en gruesos cilindros; le habían estado administrando un fuerte tratamiento de esteroides. Pero ella hubiese sabido de cualquier forma que era una mala semana, porque normalmente Harv no se metía en ractivos de inmersión. Le gustaban el tipo de ractivos que se pueden sostener sobre las piernas en una hoja de papel inteligente. Nell intentaba enviar a Harv una carta cada día, escrita simplemente en mediaglifos, y durante un tiempo él había intentado responder de la misma forma. Pero el año pasado incluso eso había dejado, aunque ella le escribía fielmente de todas formas.

—¡Nell! —dijo después de quitarse las gafas de la cara—. Lo siento, perseguía a unos vickys ricos.

—¿Sí?

—Sí. Es decir, Burly Scudd lo hacía. En el ractivo. Sabes, la zorra de Burly se queda preñada, y tiene que conseguirse una Máquina de la Libertad para deshacerse del embarazo, así que consigue trabajo como doncella para unos vickys despreciables, y les roba algunas de sus viejas posesiones, pensando que ésa es la forma más rápida de conseguir el dinero. Así que la zorra huye y ellos la persiguen en sus cabás, y entonces aparece Burly Scudd en su gran camión, le da la vuelta al asunto y empieza a perseguirlos a ellos. Si lo haces bien, ¡puedes hacer que los vickys se caigan en un montón de mierda! ¡Es maravilloso! Deberías probarlo —dijo Harv, luego, exhausto por aquel esfuerzo, cogió el tubo de oxígeno y chupó de él durante un rato.

—Suena entretenido —dijo Nell.

Harv, temporalmente silenciado por el tubo de oxígeno, la miró cuidadosamente y no se convenció.

—Lo siento —soltó entre resuellos—, olvidé que no te importan los ractivos como éste. ¿No está Burly Scudd en ese Manual tuyo?

Nell se obligó a sonreír ante el chiste que Harv hacía todas las semanas. Le dio la cesta de galletas y fruta fresca que le había traído de Dovetail y se sentó con él durante una hora, hablando de las cosas de las que a él le gustaba hablar, hasta que ella vio que su atención vagaba de vuelta a las gafas. Entonces se despidió de él hasta la siguiente semana y le dio un beso.

Puso el velo al máximo nivel de opacidad y se dirigió a la puerta. Harv impulsivamente agarró el tubo de oxígeno y chupó con fuerza un par de veces, luego gritó su nombre justo cuando ella estaba a punto de salir.

—¿Sí? —dijo, volviéndose hacia él.

—Nell, quiero decirte que tienes muy buen aspecto —dijo—, igual que la dama vicky más elegante de toda Atlantis. No puedo creer que seas la misma Nell a la que solía llevar cosas al viejo piso… ¿recuerdas esos días? Sé que tú y yo hemos ido por caminos diferentes, desde aquella mañana en Dovetail, y sé que tiene mucho que ver con el Manual. Sólo quiero decirte, hermana, que aunque en ocasiones diga cosas malas sobre los vickys, estoy muy orgulloso de ti, y espero que cuando leas ese Manual, tan lleno de cosas que nunca podría entender o leer, pienses en tu hermano Harv, que lo vio tirado en una alcantarilla hace años y decidió llevárselo a su hermanita. ¿Lo recordarás, Nell? —Con eso, se metió el tubo de oxígeno en la boca, y sus costillas comenzaron a agitarse.

—Por supuesto que sí, Harv —dijo Nell, con los ojos llenándosele de lágrimas, y se abrió camino por la habitación hasta que pudo agarrar el hinchado cuerpo de Harv en sus fuertes brazos. El velo cayó como una lámina de agua sobre la cara de Harv, todos los pequeños paraguas se apartaron al acercar ella su rostro y plantar un beso en la mejilla de Harv.

El velo volvió a su posición cuando él se hundió en el colchón de espuma —como el colchón que él le había enseñado a sacar del C.M., hacía tanto tiempo— y ella se volvió y salió corriendo de la habitación sollozando.