Del Manual, la Princesa Nell entra en las tierras del Rey Coyote

Durante toda aquella calurosa tarde Nell negoció los innumerables caminos, ocasionalmente llevando la mano hasta la bolsa que le colgaba de la cintura, sacando un puñado de cenizas de Púrpura y esparciéndolo tras ella. Cuando se detenía a descansar, miraba al desierto ardiente que había atravesado: una planicie rojiza manchada con piedras volcánicas marrón rojizas, y trozos de aromáticos arbustos verdegrises que crecían como el moho del pan en cualquier lugar donde estuviesen a cubierto del viento eterno. Había esperado que una vez ascendida la cara de la montaña, se elevaría por encima del polvo, pero la había seguido, cubriéndole los labios y los dedos. Cuando respiraba, le picaba en su nariz reseca, así que había dejado de intentar oler nada. Pero al final de la tarde una brisa fresca venía de las montañas hasta su cara. La respiraba, intentando atrapar algo de aire frío antes de que se perdiera en el desierto. Olía a árboles de hojas perennes.

Al recorrer los caminos ondulados, vadeaba esas deliciosas corrientes de aire una y otra vez, así que cada vez que doblaba un camino, sentía un incentivo para seguir hasta el siguiente. Los pequeños arbustos que se pegaban a las rocas y se encogían en las grietas se hicieron más grandes y numerosos, y empezaron a aparecer flores, al principio pequeñas flores blancas como puñados de sal arrojados sobre las rocas, luego grandes, azules, rojas y naranja brillante, repletas de néctar perfumado que atraía a las abejas llenas de polen robado. Robles doblados y una densa y corta vegetación perenne proyectaban sombras diminutas en el sendero. La línea del cielo se acercó y los recodos del camino se hicieron más amplios a medida que las montañas se hacían menos inclinadas. Nell se alegró cuando las curvas se acabaron y el camino se hizo recto atravesando un prado ondulante de montaña lleno de brezos de flores púrpuras y marcado con un grupo de pinos ocasional. Durante un momento temió que ese prado no fuese más que una cornisa, y que le quedasen más montañas que subir; pero entonces el camino se dirigió hacia abajo, y pisando fuerte mientras nuevos músculos sostenían su peso, aceleró el paso por un vasto promontorio repleto de pequeños charcos de agua clara y una zona ocasional de nieve húmeda, hasta que alcanzó un punto donde se escapó de sus pies y tuvo que pararse precariamente, mirando como un halcón peregrino a un inmenso país de lagos azules y montañas verdes, envuelto en una tormenta de niebla plateada.

Nell pasó la página y lo vio, exactamente como decía el libro. Era una ilustración a dos páginas: un dibujo a color, supuso. Cualquier parte parecía tan real como cine. Pero la geometría del conjunto era extraña, tomando prestado algún truco superrealístico de la pintura china clásica de paisajes; las montañas eran demasiado inclinadas, y se hundían infinitas en la distancia y, si Nell miraba, podía ver altos castillos colgados de aquellos riscos imposibles, banderas coloreadas meciéndose en los palos con imágenes heráldicas que eran dinámicas. El grifo se encogía, el león rugía, y podía ver todos esos detalles, a pesar de que el castillo debería de estar a kilómetros de distancia; cuando miraba algo se volvía mayor y se convertía en una imagen diferente, y cuando su atención desaparecía —cuando parpadeaba o movía la cabeza— volvía a ser la primera imagen.

Pasó mucho tiempo haciéndolo, porque había al menos docenas de castillos, y acabó creyendo que si seguía mirando y contando estaría por siempre haciéndolo. Pero no todos eran castillos: había montañas, ciudades, ríos, lagos, pájaros y bestias, caravanas y viajeros de todo tipo.

Pasó un rato mirando a un grupo de viajeros que habían llevado sus carros a un prado al lado del camino y habían montado un campamento, calentándose alrededor del fuego mientras uno de ellos tocaba una tonada animada en una pequeña gaita, apenas audible a tantas millas de distancia. Luego comprendió que el libro no había dicho nada durante mucho rato.

—¿Qué sucedió entonces? —dijo.

El Manual ilustrado para jovencitas no dijo nada.

—Nell buscó un camino seguro para bajar —probó Nell.

Su punto de vista comenzó a moverse. Frente a ella apareció un montón de nieve.

—No, espera —dijo—. Nell metió algo de nieve limpia en las botellas de agua.

En la imagen, Nell podía ver sus rosadas manos desnudas cogiendo nieve y metiéndola poco a poco en el cuello de la botella. Cuando estuvo llena, le puso el tapón (Nell no tuvo que especificarlo) y comenzó a moverse buscando un sitio no demasiado inclinado. Nell tampoco tuvo que explicar eso en detalle; en el ractivo, buscaba entre las piedras de forma bastante racional y en unos minutos encontró una escalera tallada en la roca, que bajaba la montaña sin final hasta atravesar una capa de nubes muy abajo. La Princesa Nell comenzó a bajar los escalones, uno a uno.

Después de un rato, Nell intentó un experimento:

—La Princesa Nell bajó los escalones durante horas y horas.

Eso disparó una serie de fundidos, como los que había visto en los viejos pasivos. Su punto de vista se transformó en un primer plano de sus pies, bajando un par de escalones, que cambió a una imagen mucho más abajo de la montaña, seguido de un primer plano de la Princesa Nell abriendo la botella de agua y bebiendo nieve fundida; otra imagen más abajo; Nell sentada para descansar; un águila voladora; la capa de nubes que se aproximaba; grandes árboles; atravesando la niebla; y finalmente, Nell bajando cansada los últimos diez escalones, que la dejaron en un claro de un bosque de oscuras coníferas, cubierto por una alfombra roja de agujas de pino. Era la puesta de sol, y los lobos comenzaban a aullar. Nell hizo los preparativos normales para la noche, encendió un fuego y se encogió para dormir.

Habiendo llegado a un punto de descanso, Nell comenzó a cerrar el libro. Tendría que continuar más tarde.

Acababa de entrar en la tierra del más viejo y poderoso de los Reyes Feéricos. Los muchos castillos en las montañas pertenecían a sus duques y condes, y sospechaba que tendría que visitarlos todos antes de obtener lo que buscaba. No era una aventura rápida para una mañana de sábado. Pero justo cuando cerraba el libro, aparecieron en la página que había estado leyendo nuevas palabras y una ilustración, y algo sobre ella le hizo abrir de nuevo el libro. Mostraba a un cuervo en una rama sobre la Princesa Nell, sosteniendo un collar en el pico. Había once llaves enjoyadas en la cadena de oro. La Princesa Nell la había llevado alrededor del cuello; aparentemente lo siguiente en la historia era que ese pájaro se la robaba mientras dormía. Bajo la imagen había un poema, recitado por el cuervo desde su rama:

Castillos, jardines, oro y joyas

contentan a los tontos

como la Princesa Nell; pero aquéllos

que cultivan sus mentes

como el Rey Coyote y sus cuervos

reúnen su poder trozo a trozo

y lo esconden en lugares que nadie conoce.

Nell cerró el libro. Era demasiado preocupante para considerarlo ahora. Había estado reuniendo esas llaves durante la mayor parte de su vida. La primera la había tomado del Rey Urraca justo después de que ella y Harv llegasen a Dovetail. Desde entonces y año tras año había ido recogiendo las otras diez una a una. Lo había hecho viajando a las tierras de los Reyes y Reinas Feéricos que poseían las llaves, y había usado los trucos que había aprendido de sus Amigos Nocturnos. Cada llave había venido por un camino diferente.

Una de las más difíciles había sido la llave que pertenecía a una vieja Reina Feérica que había resistido todos los trucos que Nell pudo pensar y que había rechazado todos los asaltos. Finalmente, desesperada, la Princesa Nell se puso a merced de la Reina y le contó la triste historia de Harv encerrado en el Castillo Tenebroso. La Reina le había dado a Nell un buen tazón de sopa de pollo y le había entregado la llave con una sonrisa.

No mucho después, Oca había encontrado a un joven y atractivo ganso silvestre en el camino y se había alejado volando con él para formar una familia. Púrpura y la Princesa Nell habían viajado juntas durante muchos años, y durante muchas noches oscuras, sentadas alrededor del fuego bajo la luna llena, Púrpura había enseñado a Nell cosas secretas de los libros mágicos y de los antiguos conocimientos que conservaba en la cabeza.

Recientemente habían viajado miles de kilómetros a lomos de camello atravesando un gran desierto lleno de genios, demonios, sultanes y califas, y finalmente habían llegado a un gigantesco palacio lleno de cúpulas que pertenecía al Rey Feérico —él mismo un genio de gran poder— que gobernaba todas las tierras desérticas. La Princesa Nell inventó un complicado plan para abrirse paso hasta el tesoro del genio. Para ponerlo en práctica, ella y Púrpura tuvieron que vivir en la ciudad alrededor del palacio durante un par de años y realizaron muchos viajes al desierto en busca de lámparas mágicas, anillos, cuevas secretas y similares.

Finalmente, la Princesa Nell y Púrpura habían penetrado en el tesoro del rey genio y encontrado la undécima llave. Pero fueron sorprendidas por el genio en persona, que las atacó bajo la apariencia de una serpiente que escupía fuego. Púrpura se había transformado en una gigantesca águila con alas metálicas y talones que no podían arder; para sorpresa de la Princesa Nell, que nunca se había imaginado que su compañera poseyese semejantes poderes.

La batalla entre Púrpura y el genio duró día y noche, con ambos combatientes transformándose en gran número de criaturas fantásticas y lanzándose todo tipo de hechizos devastadores uno a otro, hasta que finalmente el poderoso castillo estaba en ruinas, el desierto quemado y abierto en muchas millas a la redonda, y Púrpura y el genio yacían muertos en el suelo sobre lo que había sido el tesoro.

Nell había recogido la undécima llave del suelo, la había puesto en la cadena, había incinerado el cuerpo de Púrpura y esparcido sus cenizas al recorrer el desierto, durante muchos días, hacia las montañas y la tierra verde, donde le habían vuelto a robar las once llaves.