Miranda recibe un mensaje ractivo poco usual; un paseo por entre las calles de Shanghái; el hotel Cathay; una velada sofisticada; Carl Hollywood le presenta a dos personajes poco usuales

Faltaban unos minutos para la medianoche, y Miranda estaba a punto de terminar el turno de noche y ordenar su escenario corporal. Era viernes. Nell aparentemente había decidido no estarse toda la noche esta vez.

En las noches escolares, Nell se iba puntualmente a la cama entre las diez y media y las once, pero el viernes era su noche para meterse en el Manual como lo había hecho cuando era pequeña, seis o siete años antes, cuando todo aquello había empezado. Ahora mismo, Nell estaba atrapada en una parte de la historia que debía de resultarle frustrante, a saber, intentar resolver un enigma a partir de los rituales sociales de un culto bastante extraño de unas hadas que la habían arrojado a un laberinto subterráneo. Lo resolvería con el tiempo —siempre lo hacía— pero no esa noche.

Miranda permaneció trabajando una hora y media extra, interpretando un papel en un ractivo de samuráis muy popular en Japón, en el que era una rubia platino hija de un misionero secuestrada en Nagasaki por un ronin. Todo lo que tenía que hacer era gritar mucho y dejar que el buen samurái la rescatase. Era una pena que no hablase niponés y que (más allá de aquello) no estuviese familiarizada con el estilo teatral de esa nación, porque se suponía que estaban haciendo cosas muy radicales e interesantes con el karamaku: «pantalla vacía» o «acto vacío». Ocho años antes, hubiese hecho el viaje de una hora a Nipón y hubiese aprendido la lengua. Cuatro años antes, al menos se hubiese enfadado consigo misma por interpretar ese estúpido papel. Pero esta noche dijo sus líneas con precisión, gritó y se retorció en los momentos justos, y cogió su dinero, junto con una buena propina y la inevitable nota de capricho del cliente: un ejecutivo medio de Osaka que quería conocerla mejor. Por supuesto, la misma técnica que impedía que Miranda encontrase a Nell hacía imposible que aquel desgraciado encontrase a Miranda.

Una oferta de trabajo urgente parpadeó en su pantalla justo cuando guardaba las cosas. Comprobó la pantalla de petición; el trabajo no pagaba demasiado, pero era de muy corta duración. Por tanto, lo aceptó. Luego se preguntó quién le enviaba una oferta urgente de trabajo; seis años antes había sucedido con frecuencia, pero desde que había adoptado el hábito de trabajar el turno de noche se había convertido, en general, en otra chica occidental guapa e intercambiable de nombre impronunciable.

Parecía como una extraña pieza bohemia, un proyecto de taller de ractores de su lejano pasado: un paisaje irreal de formas geométricas abstractas y colores con caras que ocasionalmente surgían de las superficies planas para decir sus líneas.

Las caras tenían texturas, como si llevasen elaborados maquillajes, o estaban esculpidas con la textura de la piel de naranja, de la piel de cocodrilo o alguna fruta exótica.

—La echamos de menos —dijo una de las caras, la voz era un poco familiar, pero estaba alterada con fantasmales gemidos reverberantes.

—¿Dónde está? —dijo otro rostro, de forma bastante familiar.

—¿Por qué nos ha abandonado? —dijo una tercera cara, y a pesar de la textura y la alteración de la voz, Miranda reconoció a Carl Hollywood.

—¡Con sólo que viniese a nuestra fiesta! —dijo otra, que Miranda reconoció como un miembro de la Compañía Parnasse llamada Christine o algo así.

El apuntador le dio la línea: Lo siento, chicos, pero otra vez voy a trabajar hasta tarde.

—Vale, vale —dijo Miranda—, voy a improvisar. ¿Dónde estáis?

—¡En la fiesta del reparto, tonta! —dijo Carl—. Tienes un taxi esperando en la puerta… ¡hemos mandado un buen coche!

Miranda salió del ractivo, terminó de ordenar el escenario corporal, y lo dejó abierto para que otro miembro de la compañía viniese un par de horas más tarde y trabajase el turno dorado. Bajó corriendo sin prestar atención a la escena helicoidal de querubines, musas y troyanos de yeso, atravesó el salón donde un par de ractores novatos de ojos dormidos limpiaban los restos de la representación en vivo de la tarde y salió por la puerta principal. En la calle, iluminado por la nauseabunda luz rosa y púrpura de la marquesina, había un taxi con las luces encendidas.

Se sorprendió debidamente cuando el conductor se dirigió hacia el Bund, no hacia el distrito medio en Pudong, donde los occidentales sin tribu y de bajos ingresos solían tener los pisos. Las fiestas de la compañía normalmente se celebraban en el salón de alguien.

Luego se recordó a sí misma que hoy día el Parnasse era una compañía teatral de mucho éxito, que tenían todo un edificio en algún sitio lleno de desarrolladores que producían nuevos ractivos, y que la producción actual de Macbeth había costado mucho dinero. Carl había volado a Tokio, Shenzhen y San Francisco para buscar inversores y no había vuelto con las manos vacías. El primer mes de representaciones estaba completamente vendido.

Pero esta noche había habido muchos asientos vacíos en la sala, porque la mayoría de las personas de la multitud en el estreno no eran chinos, y los no chinos se sentían nerviosos ante la idea de salir a la calle por los rumores sobre los Puños de la Recta Armonía.

Miranda también estaba nerviosa, aunque no lo admitiría. El taxi dobló una esquina, y las luces recorrieron un grupo de jóvenes chinos reunidos bajo una puerta, y al llevarse uno de ellos un cigarrillo a la boca, Miranda pudo ver una cinta escarlata anudada alrededor de la muñeca. Se le encogió el pecho, le falló el corazón y tuvo que tragar un par de veces. Pero los jóvenes no podían verla a través de los vidrios tintados del taxi. No se reunieron a su alrededor blandiendo armas y gritando ¡Sha! ¡Sha!

El Hotel Cathay estaba en medio del Bund, en la intersección con Nanjing Road, la Rodeo Drive del lejano oriente. Por lo que Miranda podía ver —quizás hasta Nanjing—, estaba repleta de boutiques y tiendas occidentales y niponas, y el espacio aéreo sobre la calle estaba salpicado de aeróstatos del tamaño de una almendra, cada uno dotado de cámaras y mecanismos de reconocimiento de formas para vigilar todas las congregaciones sospechosas de jóvenes que podrían ser células de los Puños. Como todos los otros grandes edificios occidentales en la orilla, el Cathay estaba iluminado con luz blanca, lo que probablemente era positivo pues en cualquier otro caso no hubiese tenido muy buen aspecto. El exterior era triste y deslustrado a la luz del día.

Miranda jugó un pequeño juego de respetabilidad con el portero. Fue directa hacia la entrada, convencida de que él le abriría la puerta, pero el portero se quedó quieto con las manos a la espalda mirándola malhumorado. Finalmente, se rindió y abrió la puerta, aunque ella tuvo que variar el paso para no estrellarse.

George Bernard Shaw había dormido allí; Noel Coward había escrito una obra allí. La entrada era alta y estrecha, mármol de Beaux-Arts, candelabros de hierro, y la luz blanca de los edificios del Bund que se filtraba por arcos con vidriera. Una antigua banda de jazz tocaba en el bar, contrabajo y batería. Miranda se puso de puntillas en la entrada, buscando la fiesta, y no vio nada excepto turistas aéreos caucasianos de mediana edad bailando despacio, y la selección habitual de jóvenes chinos emprendedores, esperando a que ella entrase.

Finalmente se abrió paso hasta el octavo piso, donde se encontraban todos los restaurantes elegantes. El gran salón de banquetes había sido alquilado por algún tipo de organización terriblemente rica y estaba lleno de hombres vistiendo trajes intimidantemente sofisticados, mujeres vistiendo trajes aún más intimidantes, y los usuales victorianos vistiendo cosas más conservadoras, pero aun así elegantes y caras. La música era razonablemente limitada, sólo un chino con esmoquin tocando jazz en un gran piano, pero en un escenario al otro lado del salón había una gran banda preparando los instrumentos.

Ya se alejaba humildemente, preguntándose en qué triste habitación podría encontrar a los actores, cuando oyó que alguien gritaba su nombre desde el interior.

Carl Hollywood se aproximaba, atravesando el salón de banquetes como si fuese suyo, resplandeciente en botas de cowboy hechas a mano fabricadas con muchos pájaros exóticos y gráciles y pieles de reptiles, vistiendo una vasta prenda, una especie de cruce entre una capa y un abrigo occidental, que casi arrastraba por el suelo, y que le hacía parecer tener bastante más de los dos metros de altura reales. Llevaba el largo pelo rubio peinado hacia atrás, y la barba egipcia tan recta y puntiaguda como una azada. Estaba impresionante y lo sabía, y sus ojos atravesaban a Miranda, sujetándola frente al ascensor, por el que casi había escapado.

Él le dio un gran abrazo y caminó a su alrededor. Ella se pegó a él, protegiéndose de la multitud en el salón de banquetes por su capa.

—Tengo mal aspecto —dijo—. ¿Por qué no me dijiste que era una fiesta de este tipo?

—¿Por qué no lo sabías? —dijo Carl. Como director, uno de sus talentos era hacer las preguntas más difíciles que imaginar pudiera.

—Me hubiese puesto otra cosa. Parezco…

—Pareces una joven artista bohemia —dijo Carl, echándose atrás para examinar su típico traje ajustado completamente negro—, a la que no le importa las ropas pretenciosas, que hace que todos en la habitación se sientan avergonzados, y que puede hacerlo porque tiene un algo especial.

—Tú, perro con labia —le dijo ella—, sabes que eso es una tontería.

—Hace unos años hubieses atravesado esta habitación con esa hermosa barbilla tuya en lo alto como un ariete, y todos se hubiesen echado atrás para mirarte bien. ¿Por qué no ahora?

—No lo sé —dijo Miranda—. Creo que con este asunto de Nell he sufrido todas las desventajas de la maternidad sin haber tenido realmente el hijo.

Carl se relajó suavemente, y Miranda supo que había dicho las palabras que esperaba.

—Ven conmigo —dijo—. Quiero que conozcas a alguien.

—Si intentas liarme con algún hijo de puta rico…

—Ni se me ocurriría.

—No voy a convertirme en un ama de casa que actúa en su tiempo libre.

—Lo comprendo —dijo Carl—. Ahora, cálmate un minuto.

Miranda quiso ignorar el hecho de que ahora atravesaban la habitación. Carl captaba toda la atención, lo que a ella le venía bien. Miranda intercambió sonrisas con un par de ractores que habían aparecido en la invitación interactiva que la había llevado allí; ambos daban la impresión de mantener lo que parecían muy agradables conversaciones con gente de buen aspecto, probablemente inversores.

—¿A quién voy a conocer?

—A un tipo llamado Beck. Un viejo conocido mío.

—¿Pero no un amigo?

Carl adoptó una sonrisa incómoda y se encogió de hombros.

—Hemos sido amigos en ocasiones. También hemos colaborado juntos. Compañeros de negocios. Así es la vida, Miranda: después de un tiempo, construyes una red de personas. Les pasas unos datos que podrían interesarles y viceversa. Para mí, él es uno de esos tipos.

—No puedo evitar preguntarme por qué quieres que lo conozca.

—Creo —dijo Carl lentamente, utilizando algún truco de ractor para que oyese cada palabra—, que ese caballero puede ayudarte a encontrar a Nell. Y que tú puedes ayudarle a encontrar algo que él quiere.

Y se echó a un lado con un golpe de la capa, ofreciéndole una silla. Estaban en una esquina del salón. Sentado al otro lado de la mesa, de espaldas a una enorme ventana con alféizar de mármol, con la iluminación del Bund y la cacofonía mediatrónica de Pudong extendiendo luz sangrienta por los hombros de su traje, había un joven africano con bucles, llevando gafas oscuras con minúsculas lentes circulares sostenidas por una red espacial metálica y ostensiblemente compleja. Sentado a su lado, pero apenas interesante para Miranda, había un hombre de negocios nipón vestido con un kimono oscuro y fumando lo que olía como un viejo cigarro cancerígeno.

—Miranda, éstos son el señor Beck y el señor Oda, ambos privados. Caballeros, la señorita Miranda Redpath.

Los dos hombres saludaron en un patético vestigio de inclinación, pero ninguno intentó darle la mano, lo que estaba bien: hoy en día, cosas muy sorprendentes podían transferirse por contacto de la piel. Miranda ni siquiera se molestó en devolver el saludo; se limitó a quedarse sentada y a dejar que Carl la presentase. No le gustaba la gente que se describía a sí misma como privados. Era simplemente una forma presuntuosa de decir tete: alguien que no tenía tribu.

O eso, o realmente pertenecían a tribus —por su aspecto, probablemente alguna extraña phyle sintética de la que nunca había oído hablar— y, por alguna razón, pretendían que no fuera así.

Carl dijo:

—Le he explicado a los caballeros, sin dar detalles, que te gustaría hacer lo imposible. ¿Puedo traerte algo de beber, Miranda?

Después de que Carl Hollywood se fuese, hubo un silencio bastante largo durante el cual el señor Beck presumiblemente miró a Miranda, aunque las gafas oscuras le impedían estar segura. La función principal del señor Oda parecía ser la de espectador nervioso, como si hubiese apostado la mitad de su fortuna a quién hablaría primero: Miranda o el señor Beck.

Al señor Oda se le ocurrió una estratagema. Señaló en dirección al escenario y preguntó:

—¿Le gusta esa banda?

Miranda miró a la banda, media docena de hombres y mujeres de razas distintas. La pregunta del señor Oda era difícil de responder porque todavía no habían tocado nada. Volvió a mirar al señor Oda, que se señaló a sí mismo.

—Oh, ¿es usted el inversor? —dijo Miranda.

El señor Oda se sacó un pequeño objeto brillante del bolsillo y lo deslizó por la mesa hacia Miranda. Era un broche de esmalte tabicado en forma de libélula. Había notado que varios asistentes lo llevaban. Lo cogió con cautela. El señor Oda se señaló a sí mismo en la solapa y asintió, animándola a ponérselo.

Por el momento, ella lo dejó sobre la mesa.

—No veo nada —dijo finalmente el señor Beck, aparentemente para beneficio del señor Oda—. En una primera aproximación, está limpia.

Miranda comprendió que el señor Beck había estado examinándola usando algún tipo de dispositivo en las gafas fenomenoscópicas. Miranda todavía intentaba pensar en alguna respuesta desagradable cuando el señor Oda se inclinó hacia su propia nube de humo de cigarro.

—Por lo que sabemos —dijo—, intenta usted realizar una conexión. Su deseo es muy fuerte.

Privados. La palabra también implicaba que aquellos caballeros, al menos en sus mentes, tenían alguna forma de ganar dinero por su falta de filiación tribal.

—Me han dicho que algo así es imposible.

—Es más adecuado hablar en términos probabilísticos —dijo el señor Beck. Su acento era más de Oxford que otra cosa, con un deje jamaicano, y una dureza que debía algo a la India.

—Entonces, astronómicamente improbable —dijo Miranda.

—Ahí lo tiene —dijo el señor Beck.

Ahora, de alguna forma, la pelota estaba en el campo de Miranda. —Si han encontrado una forma de derrotar a la probabilidad, ¿por qué no van a un ractivo de Las Vegas y ganan una fortuna?

En realidad el señor Beck y el señor Oda parecían más divertidos por esa salida de lo que ella había esperado. Eran capaces de disfrutar de la ironía. Aquélla era una buena señal en la casi insoportable avalancha de señales negativas que había estado recibiendo hasta ahora. La banda arrancó, tocando música de baile con buen ritmo. Las luces se redujeron, y la fiesta comenzó a brillar con los parpadeos de luz de los broches de libélula.

—No funcionaría —dijo el señor Beck— porque Las Vegas es un juego de números puros, sin significado humano. La mente no conecta con los números puros.

—Pero la probabilidad es la probabilidad —dijo Miranda.

—¿Qué pasa si sueña una noche que su hermana tiene un accidente, habla con ella al día siguiente y descubre que ha roto con su novio?

—Podría ser una coincidencia.

—Sí. Pero no sería muy probable. Ve, quizá sea posible derrotar a la probabilidad, cuando la mente, además, se implica.

Miranda supuso que ni el señor Beck ni el señor Oda entendían la crueldad esencial de lo que decían. Era mucho mejor no tener ninguna esperanza.

—¿Están metidos en algún culto religioso? —dijo.

El señor Beck y el señor Oda se miraron de modo significativo. El señor Oda se embarcó en una rutina de chuparse los dientes y aclararse la garganta que probablemente daría mucha información a otro nipón pero que no significaba nada para Miranda, aparte de indicarle que la situación era bastante complicada. El señor Beck sacó una antigua caja de rapé de plata, o una réplica, cogió un pellizco de polvo de nanositos, y se lo metió dentro de uno de los agujeros de la nariz, luego nerviosamente se rascó la parte de abajo de la nariz. Se puso las gafas muy abajo, descubriendo grandes ojos marrones, y miró distraídamente sobre los hombros de Miranda al grueso de la fiesta, observando la reacción de la banda y los bailarines. Llevaba un broche de libélula que había comenzado a brillar y a emitir hermosos relámpagos de luces coloreadas, como una flota de coches de policía y camiones de bomberos reunidos alrededor de una casa en llamas.

La banda se lanzó a un peculiar miasma de ruido sin ritmo ni armonía, produciendo lentas corrientes de convención en la multitud.

—¿Cómo han conocido a Carl? —preguntó Miranda con la esperanza de romper un poco el hielo.

El señor Oda negó con la cabeza disculpándose. —No he tenido el placer de conocerle hasta hace muy poco.

—Solía hacer drama con él en Londres.

—¿Es usted un ractor?

El señor Beck sonrió irónicamente. Un abigarrado pañuelo de seda floreció en su mano, y se sonó la nariz con la rapidez y limpieza de un adicto al rapé.

—Soy un técnico —dijo.

—¿Programa ractivos?

—Ésa es una parte de mis actividades.

—¿Hace luces y escenarios? ¿O cosas digitales? ¿O nanotecnología?

—Las distinciones individuales no me interesan. Sólo me interesa una cosa —dijo el señor Beck, levantando el dedo índice coronado por una uña grande pero de perfecta manicura—, y es cómo usar la tecnología para comunicar sentido.

—Hoy en día eso cubre muchas áreas.

—Sí, pero no debería ser así. Es decir, la distinción entre esas áreas es una tontería.

—¿Qué hay de malo en programar ractivos?

—Nada en absoluto —dijo el señor Beck—, de la misma forma que no hay nada malo en el teatro tradicional o, ya que estamos, en sentarse alrededor de un fuego de campamento contando historias, como solía hacer en la playa cuando era joven. Pero mientras haya caminos nuevos que descubrir, es mi trabajo, como técnico, encontrarlos. Su arte, señora, es ractuar. Buscar nuevas técnicas es el mío.

El ruido que venía de la banda había adoptado un pulso irregular. Mientras hablaban, los pulsos se reunieron en latidos y se hicieron más firmes. Miranda se volvió para ver a la gente en la pista de baile. Estaban todos de pie con miradas ausentes en la cara, concentrados en algo. Los broches de libélula parpadeaban salvajes, uniéndose en un pulso coherente de puro blanco en cada sonido. Miranda comprendió que de alguna forma los broches estaban unidos al sistema nervioso de quien lo llevaba y que hablaban unos con otros, creando la música colectivamente. El guitarrista comenzó a tejer una línea melódica improvisada a partir de las pautas de sonido, y el sonido comenzó a condensarse a su alrededor cuando todos los bailarines oyeron la melodía. Había un bucle de retroalimentación en marcha. Una joven comenzó a cantar un rap sin música que sonaba improvisado. Al continuar, adoptó una melodía. La música todavía era extraña e informe, pero comenzaba a aproximarse a algo que podría oírse en una grabación profesional.

Miranda se encaró con el señor Beck.

—Cree que ha inventado una nueva forma de transmitir significado con tecnología…

—Medio.

—Un nuevo medio, y que podría ayudarme a conseguir lo que quiero. Porque cuando hay significado de por medio, las leyes de la probabilidad pueden romperse.

—Hay dos fallos en su afirmación. Uno: yo no inventé el medio. Otros lo hicieron, con propósitos diferentes, y yo me he encontrado con él, o en realidad he oído imitaciones.

»En lo que se refiere a las leyes de la probabilidad, mi dama, ésas no pueden romperse, no más que cualquier otro principio matemático. Pero las leyes de la física y la matemática son como un sistema de coordenadas en una dimensión. Quizás haya otras dimensiones perpendiculares a ésa, invisibles para esas leyes de la física, describiendo las mismas cosas con reglas diferentes, y esas reglas están escritas en nuestros corazones, en lugares profundos, de forma que no podemos ir y leerlas excepto en nuestros sueños.

Miranda miró al señor Oda, esperando que parpadease o algo, pero miraba a la pista de baile con una expresión terriblemente seria, como si él mismo estuviese meditando profundamente, asintiendo ligeramente. Miranda respiró profundamente y suspiró.

Cuando volvió a mirar al señor Beck, él la miraba a ella, notando su curiosidad sobre el señor Oda. Él puso la palma de la mano hacia arriba y se pasó la punta del pulgar sobre la punta de los otros dedos.

Así que Beck era el inventor y Oda el inversor. La más vieja y compleja relación del mundo tecnológico.

—Necesitamos un tercer participante —dijo el señor Beck, leyendo sus pensamientos.

—¿Para hacer qué? —dijo Miranda, evasiva y defensiva a la vez.

—Todas las empresas de tecnomedia tienen la misma estructura —dijo el señor Oda, recuperándose a sí mismo. Para entonces, se había desarrollado una sinergia entre la banda y la multitud, y se estaba bailando mucho: cosas intimidantemente sofisticadas y también algo de movimientos primarios—. Un trípode de tres patas. —Oda levantó un puño y comenzó a extender dedos mientras los enumeraba. Miranda comprobó que los dedos eran nudosos y doblados, como si se hubiesen roto con frecuencia. Quizás el señor Oda fuese un veterano practicante de ciertas artes marciales ahora despreciadas por la mayoría de los nipones por su origen de clase baja—. Pata número uno: nueva idea tecnológica, el señor Beck. Pata número dos: adecuado apoyo financiero; el señor Oda. Pata número tres: el artista.

El señor Beck y el señor Oda miraron significativamente a Miranda. Ella echó atrás la cabeza y se las arregló para reír con fuerza, golpeándose la zona bajo el diafragma. Se sintió bien. Agitó la cabeza, haciendo que el pelo fuese de un lado al otro sobre los hombros. Luego se inclinó sobre la mesa, gritando para que se le oyese por encima del ruido de la banda.

—Deben de estar desesperados. No nací ayer, tíos. Hay al menos media docena de ractores en esta habitación con mejores expectativas que yo. ¿No les ha contado nada Carl? He estado atrapada en un escenario corporal durante seis años haciendo material para niños. No soy una estrella.

—Estrella significa maestro en los ractivos convencionales, que es precisamente la tecnología que intentamos superar —dijo el señor Beck, un poco desdeñoso de que no lo entendiese.

El señor Oda señaló a la banda.

—Ninguna de esas personas era músico profesional, algunos ni siquiera amateurs. Las habilidades musicales no son relevantes, esa gente era un nuevo tipo de artista nacido demasiado pronto.

—Casi demasiado pronto —dijo el señor Beck.

—No, Dios mío —dijo Miranda, empezando a entenderlo. Por primera vez, creía que aquello de lo que Beck y Oda hablaban, fuera lo que fuese, era una posibilidad real. Lo que significaba que estaba convencida en un noventa por ciento; aunque sólo Beck y Oda lo sabían.

Había demasiado ruido para hablar. Un hombre chocó contra la silla de Miranda y casi se cayó sobre ella. Beck se puso en pie, dio la vuelta a la mesa y extendió una mano, pidiéndole que bailase. Miranda miró la confusión dionisíaca que ocupaba el salón y comprendió que la única forma de estar a salvo era unirse a ella. Cogió el broche de libélula de la mesa y siguió a Beck hasta la mitad del baile. Al ponérselo, comenzó a parpadear, y creyó apreciar un nuevo hilo entretejido en la canción.