Tres chicas se movían sobre el linón de una mesa de billar de la gran casa de campo, girando y pululando alrededor de un centro de gravedad común como gorriones saltarines. A veces se paraban, se volvían para encararse unas con otras, y se involucraban en una animada discusión. De pronto salían corriendo, aparentemente sin estar sometidas a la inercia, como pétalos llevados por una ráfaga de viento primaveral. Vestían largos y pesados abrigos de lana encima de los vestidos para protegerse del aire frío de la alta meseta central de Nueva Chusan. Parecía que se dirigían hacia una extensión de tierra quebrada a una distancia de poco menos de un kilómetro, separada de los jardines principales de la casa por un muro de piedra gris salpicado de manchas verdes y azules donde el musgo y los líquenes se habían asentado. El terreno más allá del muro era de un color avellana apagado, como una bala de heno que se hubiese caído de un carro y se hubiese desatado, aunque el florecimiento incipiente del brezo lo había cubierto de una neblina violeta, casi transparente pero claramente visible en aquellos lugares donde la línea de visión del observador se cruzaba con la inclinación natural del terreno; si la palabra «natural» podía aplicarse a algún detalle de aquella isla. Por otra parte, tan ligeras y libres como pájaros, cada una de las chicas portaba una pequeña carga que parecía incongruente en su situación actual, porque los esfuerzos de los adultos para que dejasen los libros atrás habían sido, como siempre, infructuosos.
Uno de los observadores sólo tenía ojos para la niña con largo pelo de color fuego. Su conexión con aquella niña quedaba sugerida por su pelo y cejas castaños. Vestía un traje cosido a mano de algodón, cuya rigidez delataba que había salido hacía poco del estudio de una sastra en Dovetail. Si la reunión hubiese incluido a más veteranos de aquel alargado estado de guerra de baja intensidad conocido como Sociedad, esa observación hubiese sido hecha por uno de los supuestos centinelas que oteaban desde las almenas, vigilando contra los patanes que luchaban por subir por la vasta explanada que separaba el salario de esclavos de las Participaciones de Accionistas. Se hubiese anotado y transmitido por tradición oral que Gwendolyn Hackworth, aunque atractiva, de buen talle y equilibro, no tuvo la confianza suficiente para visitar la casa de lord Finkle-McGraw sin hacerse confeccionar un nuevo vestido para la ocasión.
La luz gris que llenaba la sala a través de las altas ventanas era tan suave como la niebla. Al permanecer la señora Hackworth envuelta en aquella luz, bebiendo té beige de una taza translúcida de porcelana china, su rostro dejó caer la guardia y demostró algunos rastros de su verdadero estado mental. Su anfitrión, lord Finkle-McGraw, pensó que parecía remota y preocupada, aunque su vivaz comportamiento durante la primera hora de su conversación le había llevado a pensar lo contrario.
Sintiendo que su vista se había demorado en su rostro más de lo estrictamente apropiado, Finkle-McGraw miró a las tres chicas que corrían por el jardín. Una de las chicas tenía el pelo negro como un cuervo, que traicionaba su parcial herencia coreana; pero habiendo establecido su posición como punto de referencia, su atención cambió a la tercera chica, cuyo pelo estaba a medio camino de una transición gradual y natural de rubio a marrón. Aquella niña era la más alta de las tres, aunque todas tenían más o menos la misma edad; y aunque participaba libremente en todos los juegos ligeros, rara vez los iniciaba y, cuando la dejaban sola, tendía hacia un semblante grave que la hacía parecer mayor que sus compañeras. Mientras el Lord Accionista observaba los progresos del trío, sintió que incluso el estilo de sus movimientos era diferente al de las otras; estaba cuidadosa y flexiblemente equilibrada, mientras las otras rebotaban impredecibles como bolas de goma sobre piedras irregulares.
La diferencia era (como comprendió observándolas con más atención) que Nell siempre sabía lo que hacía. Elizabeth y Fiona no. Aquélla no era una cuestión de inteligencia natural (eso quedaba demostrado en los tests y observaciones de la señorita Matheson) sino de posición emocional. Algo en el pasado de la chica le había enseñado, con fuerza, la importancia de pensar las cosas.
—Le pido una predicción, señora Hackworth. ¿Cuál de ellas llegará primero al brezal?
Al oír la voz, la señora Hackworth recompuso su rostro.
—Eso suena como una carta al columnista de etiqueta del Times. Si intento halagarle diciendo que será su nieta, ¿estoy acusándola implícitamente de ser impulsiva?
El Lord Accionista sonrió tolerante.
—Dejemos la etiqueta de lado, una convención social que no es realmente relevante a la pregunta, y seamos científicos.
—Ah. Si mi John estuviese aquí…
Él está aquí, pensó lord Finkle-McGraw, en cada uno de esos libros. Pero no lo dijo.
—Muy bien, me expondré al riesgo de la humillación prediciendo que Elizabeth será la primera en llegar al muro; que Nell encontrará el paso secreto a su través; pero que será su hija la primera en pasar por él.
—Estoy seguro de que usted nunca quedaría humillado en mi presencia —dijo la señora Hackworth. Era algo que tenía que decir, y él realmente no la escuchó.
Se volvieron hacia las ventanas. Cuando las chicas estuvieron a un tiro de piedra del muro, comenzaron a moverse hacia él más decididas. Elizabeth se liberó del grupo, corrió hacia delante, y fue la primera en tocar las piedras frías, seguida unos pasos más atrás por Fiona. Nell estaba muy atrás, no habiendo acelerado su ritmo.
—Elizabeth es la nieta de un duque, acostumbrada a que se cumplan sus deseos, y no siente reticencia natural; va hacia delante y reclama sus derechos de nacimiento —explicó Finkle-McGraw—. Pero realmente no piensa sobre lo que hace.
Elizabeth y Fiona tenían ahora las manos sobre el muro, como si fuera Casa en un juego de pillar. Pero Nell se había detenido y movía la cabeza de un lado a otro, examinando toda la longitud del muro que subía y bajaba por la orografía del terreno. Después de un rato levantó una mano, señalando a una sección del muro a corta distancia y comenzó a moverse hacia allá.
—Nell permanece por encima del combate y piensa —dijo Finkle-McGraw—. Para las otras chicas, el muro es un elemento decorativo, ¿no? Algo bonito hacia lo que correr y explorar. Pero no para Nell. Nell sabe lo que es un muro. Es un conocimiento que adquirió pronto, un conocimiento sobre el que no tiene que pensar. Nell está más interesada en las puertas que en las paredes. Las puertas secretas ocultas son particularmente interesantes.
Fiona y Elizabeth se movieron inseguras, siguiendo con las manos rosadas la piedra húmeda, incapaces de ver adónde se dirigía Nell. Nell atravesó la hierba hasta alcanzar un pequeño declive. Casi desapareció en él al dirigirse hacia la base del muro.
—Una abertura para drenaje —explicó Finkle-McGraw—. No se preocupe, por favor. Cabalgué por esa zona esta mañana. La corriente sólo llega a los tobillos, y el diámetro del hueco es el justo para niñas de ocho años. El túnel tiene varios metros de largo; más prometedor que amenazador, eso espero.
Fiona y Elizabeth se movían con cautela, sorprendidas por el descubrimiento de Nell. Las tres chicas desaparecieron en la hendidura. Unos momentos después, podía distinguirse un resplandor rojo moviéndose con rapidez por el páramo más allá del muro. Fiona se subió a una pequeña formación rocosa que marcaba el comienzo del páramo, haciendo agitadas señales a sus compañeras.
—Nell encuentra el pasaje secreto, pero es cautelosa y paciente. Elizabeth se reprime por su impulsividad anterior; se siente tonta y quizás un poco resentida. Fiona…
—Sin duda Fiona ve la entrada mágica a un reino encantado —dijo la señora Hackworth—, e incluso ahora está sorprendida de que no haya poblado el lugar de unicornios y dragones. No vacilaría en atravesar el túnel. Este mundo no es donde Fiona quiere vivir, Su Gracia. Ella quiere otro mundo, donde la magia esté por todas partes, y las historias estén vivas y…
Su voz se apagó, y se aclaró la garganta incómoda. Lord Finkle-McGraw la miró y vio dolor en su cara, enmascarado con rapidez. Comprendió el resto de la frase sin necesidad de oírla… y mi marido estuviese aquí con nosotras.
Un par de jinetes, un hombre y una mujer, trotaron por el sendero de gravilla que corría por el borde del jardín, atravesando el par de puertas en el muro de piedra, que se abrieron para ellos. El hombre era Colin, el hijo de lord Finkle-McGraw, la mujer su esposa, y habían cabalgado al brezal para vigilar a su hija y a sus dos pequeñas amigas. Viendo que su supervisión ya no era necesaria, lord Finkle-McGraw y la señora Hackworth se apartaron de la ventana y se acercaron instintivamente al fuego que ardía en la chimenea de piedra del tamaño de un garaje.
La señora Hackworth se sentó en una pequeña mecedora, y el Lord Accionista eligió un viejo e incongruentemente gastado sillón. Un mayordomo les sirvió más té. La señora Hackworth se puso el plato y la taza en el regazo, resguardándolo con las manos, y se compuso.
—He sentido deseos de hacer ciertas preguntas relativas al paradero y actividades de mi marido, que han sido un misterio para mí casi desde el momento de su partida —dijo—, y aun así se me ha hecho creer, por comentarios generales y misteriosos que me hizo, que la naturaleza de esas actividades era secreta, y que si Su Gracia tiene conocimientos de ellas, y eso es, por supuesto, simplemente una suposición conveniente por mi parte, debe tratar ese conocimiento con inmaculada discreción. Ni qué decir tiene, confío, que no emplearía siquiera mis pequeños poderes de persuasión para inducirle a violar la confianza depositada en usted por poderes superiores.
—Demos por supuesto que ambos haríamos lo que fuese honorable —dijo Finkle-McGraw con una tranquilizadora sonrisa desenfadada.
—Gracias. Mi marido sigue escribiendo cartas, cada semana o así, pero son extremadamente generales y superficiales, sin datos específicos. Pero en los últimos meses, esas cartas se han llenado de imágenes y emociones chocantes. Son… extrañas. He comenzado a temer por la estabilidad mental de mi marido, y por el futuro de cualquier actividad que dependa de su buen juicio. Y aunque no vacilaría en tolerar su ausencia durante el tiempo que fuese necesario para que realizara sus actividades, la incertidumbre se ha convertido en insoportable.
—No ignoro por completo el asunto, y no creo que viole ninguna confianza al decirle que no es la única persona a la que sorprende la duración de su ausencia —dijo lord Finkle-McGraw—. A menos que me equivoque mucho, los que idearon su misión nunca imaginaron que llevaría tanto tiempo. Puede que alivie un poco su sufrimiento saber que no se cree que esté en peligro.
La señora Hackworth sonrió obligada, pero no por mucho tiempo.
—La pequeña Fiona parece tolerar bien la ausencia de su padre.
—Oh, para Fiona él no se ha ido nunca —dijo la señora Hackworth—. Es el libro, ya sabe, ese libro ractivo. Cuando John se lo dio, justo antes de partir, le dijo que era mágico y que le hablaría a través de él. Sé que es una tontería, por supuesto, pero ella realmente cree que, cuando abre el libro, su padre le lee historias e incluso juega con ella en un mundo imaginario, así que realmente ella no le echa de menos en absoluto. No he tenido el valor de decirle que no es más que un programa mediatrónico computarizado.
—Me inclino a pensar que en este caso mantener su ignorancia es la política más sabia —dijo Finkle-McGraw.
—Le ha servido bien hasta ahora. Pero con el paso del tiempo, es más y más caprichosa y está menos dispuesta a concentrarse en sus tareas escolares. Vive en una fantasía y es feliz así. Cuando descubra que la fantasía es sólo eso, temo que no le irá bien.
—No es la primera jovencita que muestra signos de una vívida imaginación —dijo el Lord Accionista—. Tarde o temprano se arreglará.
Las tres pequeñas exploradoras, y los dos jinetes adultos, volvieron pronto a la gran casa. El desolado brezal privado de lord Finkle-McGraw estaba tan lejos de los gustos de las niñas como el whisky de malta: arquitectura gótica, colores apagados y sinfonías de Bruckner. Una vez llegadas allí y viendo que no estaba equipado con unicornios rosas, vendedores de algodón de azúcar, bandas de música juveniles o toboganes de agua verde, perdieron el interés y comenzaron a gravitar hacia la casa; que por sí misma estaba lejos de ser Disneylandia, pero en la que usuarios con práctica y autorizados como Elizabeth podían encontrar cosas con las que consolarse, como un equipo de cocina entrenado (entre otras habilidades completamente inútiles) en la preparación de chocolate caliente.
Habiendo llegado todo lo cerca que se atrevían al tema de la desaparición de John Percival Hackworth, y habiéndolo atravesado sin daños excepto algunas caras rojas y ojos empañados, lord Finkle-McGraw y la señora Hackworth se retiraron, por acuerdo mutuo, a temas más fríos. Las chicas entrarían a beber algo de chocolate caliente, y entonces sería hora de que los invitados se retirasen a las habitaciones que se les había asignado para el día, donde podrían refrescarse y vestirse para el acontecimiento principal: la cena.
—Sería un placer cuidar de la otra niña, Nell, hasta la hora de la cena —dijo la señora Hackworth—. He notado que el caballero que la trajo aquí esta mañana no ha vuelto de la caza.
El Lord Accionista sonrió al imaginar al general Moore intentando ayudar a una niña a vestirse para cenar. Poseía gracia suficiente para conocer sus límites, y, por tanto, pasaba el día disparando en zonas remotas de la finca.
—La pequeña Nell tiene talento para cuidar de sí misma y podría no necesitar o aceptar su generosa oferta. Pero puede que disfrute pasando el rato con Fiona.
—Perdóneme, Su Gracia, pero me sorprende que considere la idea de dejar a una niña de su edad sin atención durante toda la tarde.
—Ella no lo vería de esa forma, se lo aseguro, por la misma razón que la pequeña Fiona no considera que su padre haya dejado su casa.
La expresión que pasó por la cara de la señora Hackworth al oír esa afirmación sugería una comprensión menos que perfecta. Pero antes de que ella pudiese explicarle a su anfitrión el error de su método, fueron interrumpidos por unos chillidos y un amargo conflicto que venía por el salón hacia ellos. La puerta se abrió a medias, y apareció Colin Finkle-McGraw. Todavía tenía el rostro rojo por el aire del páramo, y llevaba una sonrisa forzada no muy alejada de la afectación; aunque su frente se fruncía periódicamente al emitir Elizabeth algún chillido de rabia especialmente agudo. En una mano llevaba un ejemplar del Manual ilustrado para jovencitas. Tras él, podía verse a la señora Finkle-McGraw agarrando a Elizabeth por las muñecas en lo que recordaba las tenazas de un herrero que sostuvieran un lingote caliente especialmente peligroso listo para golpearlo; y el resplandor radiante del rostro de la niña se correspondía con la analogía. Ella estaba inclinada para que su cara estuviese a la misma altura que la de Elizabeth y le estaba susurrando algo en un tono de reproche.
—Lo siento, padre —dijo el joven Finkle-McGraw con una voz bañada con un humor sintético no muy convincente—. Evidentemente es hora de la siesta —se volvió a saludar—. Señora Hackworth —luego sus ojos volvieron al rostro de su padre y siguió la mirada del Lord Accionista hasta el libro—. Fue ruda con los sirvientes, padre, así que hemos confiscado el libro por el resto de la tarde. Es el único castigo que parece surtir efecto; lo empleamos con frecuencia.
—Entonces quizá no surta tan buen efecto como supones —dijo lord Finkle-McGraw, con cara triste y voz perpleja.
Colin Finkle-McGraw decidió interpretar el comentario como un rasgo de ingenio dirigido principalmente a Elizabeth; pero claro, los padres de niños pequeños deben tener por fuerza un sentido de la ironía diferente al de las personas no discapacitadas.
—No podemos dejar que pase su vida entre las portadas de tu libro mágico, padre. Es como un pequeño imperio interactivo, con Elizabeth de emperatriz, emitiendo todo tipo de decretos espeluznantes a sus obedientes súbditos. Es importante traerla a la realidad de vez en cuando, para que adquiera algo de perspectiva.
—Perspectiva. Muy bien, espero veros a vosotros y a Elizabeth, con su nueva perspectiva, en la cena.
—Buenas tardes, padre. Señora Hackworth —dijo el hombre más joven, y cerró la puerta, una pesada obra maestra del arte de la ebanistería y un absorbente de decibelios bastante efectivo.
Gwendolyn Hackworth vio ahora algo en el rostro de lord Finkle-McGraw que le hizo desear abandonar la habitación. Después de recorrer a toda prisa las amabilidades de rigor, así lo hizo. Recogió a Fiona en la esquina de la chimenea, donde disfrutaba del poso del chocolate. Nell también estaba allí, leyendo su ejemplar del Manual, y Gwendolyn se sorprendió al ver que no había tocado su bebida para nada.
—¿Qué es esto? —exclamó en lo que supuso era una voz apropiadamente acaramelada—. ¿Una niña pequeña a la que no le gusta el chocolate caliente?
Nell estaba profundamente inmersa en su libro, y durante un momento Gwendolyn pensó que no había oído sus palabras. Pero unos latidos más tarde se hizo evidente que la niña se limitaba a posponer la respuesta hasta llegar al final del capítulo. Entonces levantó lentamente los ojos de las páginas del libro. Nell era una chica razonablemente atractiva de la forma en que lo son todas las niñas antes de que las brutales mareas hormonales comiencen a hacer que las partes de su rostro crezcan en proporciones diferentes; tenía claros ojos marrones, que brillaban de color naranja a la luz del fuego, y cierto aspecto salvaje. Gwendolyn encontró difícil apartar la vista; se sintió como una mariposa atrapada que a través de la lupa veía los ojos agudos y tranquilos del naturalista.
—El chocolate está bien —dijo Nell—. La pregunta es, ¿lo necesito?
Hubo una pausa bastante larga en la conversación mientras Gwendolyn buscaba algo que decir. Nell no parecía esperar una respuesta; había expresado su opinión y había terminado.
—Bien —dijo finalmente Gwendolyn—, si decides que hay algo que necesitas, será un placer ayudarte.
—Su oferta es muy amable. Estoy en deuda con usted, señora Hackworth —dijo Nell. Lo dijo perfectamente, como una princesa en un libro.
—Muy bien. Buenas tardes —dijo Gwendolyn.
Cogió a Fiona de la mano y la llevó escaleras arriba. Fiona se rezagó de una forma casi perfectamente calculada para molestar, y respondió a las preguntas de su madre sólo con movimientos de la cabeza, porque, como siempre, su mente estaba en otro sitio. Una vez llegadas a sus habitaciones provisionales en el ala de invitados, Gwendolyn metió a Fiona en la cama para la siesta, y luego se sentó frente al escritorio para trabajar en la correspondencia pendiente. Pero ahora fue la señora Hackworth la que se encontró con la mente en otro sitio, mientras meditaba sobre esas tres extrañas chicas —las tres niñas más inteligentes de la academia de la señorita Matheson— cada una de ellas con una extraña relación con su Manual. Su mirada abandonó las hojas de papel mediatrónico esparcidas sobre el escritorio, salió por la ventana, y llegó hasta el brezal, donde había comenzado a caer una lluvia ligera. Dedicó casi una hora a preocuparse de niñas y Manuales.
Luego recordó una afirmación que su anfitrión había realizado esa tarde, que en su momento no había apreciado en su justa medida: aquellas niñas no eran más extrañas que las otras niñas, y echar la culpa de su comportamiento al Manual era no entender nada en absoluto.
Muy tranquilizada, cogió la pluma de plata y comenzó a escribir una carta a su marido perdido, que nunca le había parecido tan lejano.