En un espacio cavernoso iluminado por muchos fuegos pequeños, una joven, probablemente casi una niña, está desnuda a excepción de una compleja pintura sobre un pedestal, o quizás es un tatuaje mediatrónico a cuerpo entero. Una corona de ramas con hojas está sobre su cabeza, y su grueso y voluminoso pelo le cae hasta las rodillas. Contra su pecho sostiene un ramo de rosas, con las espinas clavándose en su piel. Mucha gente, quizá miles de personas, la rodean, tamborileando enloquecidos, a veces cantando y salmodiando.
En el espacio entre la chica y los espectadores se introducen un par de docenas de hombres. Algunos vienen corriendo por propia voluntad, otros parecen haber sido empujados, algunos vagan como si hubiesen ido caminando por la calle (completamente desnudos) y se hubiesen equivocado de puerta. Algunos son asiáticos, algunos europeos, otros africanos. Algunos tienen que ser estimulados por celebrantes en trance que los atacan desde la multitud y los empujan aquí y allá. Al final forman un círculo alrededor de la chica, y entonces el tamborileo alcanza un nivel ensordecedor, se acelera hasta convertirse en una granizada sin ritmo, y luego de pronto, instantáneamente, se detiene.
Alguien aúlla algo con voz aguda, llena de propósito y ululante. Hackworth no puede entender lo que dice esa persona. Luego hay un único y masivo golpe de tambor. Más gritos. Otro golpe. Una vez más. El tercer golpe de tambor establece un ritmo pesado. Eso sucede durante un rato, con el ritmo acelerándose lentamente. Después de cierto punto, el aullador ya no se para entre golpes, comienza a tejer su grito como un contrapunto. El anillo de hombres alrededor de la chica comienza a bailar con un movimiento alternante muy simple, en un sentido y luego en el otro. Hackworth nota que todos tienen erecciones, cubiertas con brillantes condones mediatrónicos: gomas que producen su propia luz de forma que los miembros saltarines parecen otros tantos bastones luminosos bailando en el aire.
Los golpes de tambor y la danza se aceleran lentamente. Las erecciones le dicen a Hackworth por qué aquello necesita tanto tiempo: lo que está viendo es el juego previo. Después de media hora más o menos, la excitación, fálica y de otro tipo, es insoportable. El ritmo es ahora un poco más rápido que el ritmo del pulso, con otros muchos ritmos y contrapuntos entretejidos con él, y los cantos de los individuos se han convertido en un salvaje fenómeno coral semiorganizado. En cierto momento, después de que aparentemente nada sucediese durante media hora, todo pasa simultáneamente: el tamborileo y los cantos alcanzan un nuevo e imposible nivel de intensidad. Los bailarines bajan las manos, se agarran las puntas de los condones radiactivos y tiran de ellos. Alguien corre con un cuchillo y corta las puntas de los condones en una monstruosa parodia de la circuncisión, exponiendo el glande del pene de cada hombre. La chica se mueve por primera vez, tirando el ramo al aire como una novia que camina hacia la limusina; la fuente de rosas, girando, cae individualmente entre los bailarines, que la agarran en el aire, la buscan en el suelo, lo que sea. La chica se desmaya, o algo así, cayendo hacia delante, con los brazos extendidos, y es agarrada por varios bailarines, que levantan el cuerpo sobre sus cabezas y la llevan en círculo durante un rato, como un cuerpo crucificado recién bajado del árbol. Acaba con la espalda en el suelo, y uno de los bailarines está entre sus piernas, y en unos pocos golpes acaba. Un par de ellos lo agarran por los brazos y lo apartan antes de que pueda decirle que todavía la amará por la mañana, y otro se mete allí, y tampoco necesita mucho tiempo; todo aquel juego previo ha puesto a los tíos en actitud de disparo. Los bailarines se las arreglan para pasar en unos pocos minutos. Hackworth no puede ver a la chica, completamente oculta, pero no se resiste por lo que puede ver, y no parece que la estén obligando a quedarse abajo. Hacia el final, comienza a salir humo o vapor de la orgía. El último participante hace más muecas que una persona normal que tiene un orgasmo, y se sale solo de la mujer, agarrándose la polla y saltando dando gritos que parecen de dolor. Ésa es la señal para que todos los bailarines se aparten de la mujer, que ahora es difícil de distinguir, un vago montón inmóvil rodeado de vapor.
Saltan llamas de varios puntos por todo su cuerpo, vetas de lava se abren en sus venas y el corazón mismo salta del pecho como un rayo. Su cuerpo se convierte en una cruz ardiente extendida en el suelo, el brillante vértice de un cono invertido de vapor y humo turbulentos. Hackworth nota que el tamborileo y el canto se han parado por completo. La multitud observa durante un largo momento de silencio mientras el cuerpo arde. Luego, cuando se ha apagado la última de las llamas, de la multitud sale una especie de guardia de honor: cuatro hombres pintados de negro con esqueletos blancos dibujados encima. Hackworth nota que la mujer había estado sobre una pieza cuadrada de algo cuando ardió. Cada uno de los tipos coge una esquina de la sábana. Sus restos caen al centro, las cenizas vuelan, los trozos encendidos brillan. Los hombres esqueleto llevan los restos a un bidón de doscientos litros y los tiran dentro. Hay un golpe de humo y muchos chisporroteos cuando los trozos calientes entran en contacto con el líquido del bidón. Uno de los hombres esqueleto coge una gran cucharón y revuelve la mezcla, luego mete una agrietada y astillada taza de la Universidad de Michigan y bebe largamente.
Los otros tres hombres esqueleto beben por turnos. Para entonces, los espectadores han formado una larga cola. Uno a uno se adelantan. El líder de los hombres esqueleto sostiene la taza y da un sorbo a cada uno. Luego se van, individualmente o en pequeños grupos de conversación. El espectáculo ha terminado.