Hackworth recibe un mensaje ambiguo; una cabalgada por Vancouver; mujer y tótems tatuados; entra en el mundo oculto de los Tamborileros

Secuestrador tenía una guantera en la parte de atrás del cuello. Al recorrer la Altavía Hackworth la abrió porque quería comprobar si era lo suficientemente grande para contener su bombín sin doblar, plegar, largar o mutilar el exquisito hiperboloide de su ala. Resultó ser un pelín demasiado pequeño. Pero el Doctor X había sido tan considerado como para meter ahí algunos snacks: un puñado de galletas de la fortuna, tres para ser exactos. Tenían buen aspecto. Hackworth cogió una y la abrió. La tira llevaba una llamativa animación de una figura geométrica, largas tiras de algo rebotaban de un lado a otro y chocaban unas con otras. Parecía vagamente familiar: aquello se suponía que eran tallos que los taoístas usaban para adivinar. Pero en lugar de formar hexagramas del I Ching, comenzaron a situarse en su lugar, una después de la otra, de tal forma que formaban letras en un estilo pseudo-chino utilizado en los logotipos de los restaurantes chinos de una estrella. Cuando la última se colocó en su lugar, decía:

BUSQUE AL ALQUIMISTA

—Muchísimas gracias, Doctor X —respondió Hackworth. Siguió mirando el papel durante un rato, esperando que se convirtiese en otra cosa, algo más informativo, pero estaba muerto, un trozo de basura ahora y para siempre.

Secuestrador redujo el paso a un medio galope y atravesó la universidad, luego giró al norte y atravesó un puente que llevaba a una península que contenía la mayor parte de Vancouver. La cabalina realizó la perfecta tarea de no pisar a nadie, y Hackworth aprendió pronto a dejar de preocuparse y confiar en sus instintos. Eso dejó sus ojos libres para vagar por las vistas de Vancouver, lo que no había sido aconsejable cuando había recorrido ese camino en velocípedo. No había notado antes la enloquecedora profusión del lugar, donde cada persona parecía pertenecer a un grupo étnico propio, cada uno con su propio vestido, dialecto, secta y pedigrí. Era como si, tarde o temprano, cada parte del mundo se convirtiese en la India y, por tanto, dejase de funcionar con sentido para los racionalistas cartesianos como John Percival Hackworth, su familia y amigos.

Poco después de atravesar el Aeródromo llegaron al Parque Stanley, una península protegida de varias millas de circunferencia que había sido, gracias a Dios, cedida al Protocolo y conservada como había sido siempre, con los mismos pinos y cedros rojos cubiertos de moho que siempre habían crecido en la zona. Hackworth había estado allí algunas veces y tenía una vaga idea de la distribución: restaurantes por aquí y allá, senderos por la playa, un zoo y acuario, campos de juego públicos.

Secuestrador lo llevó en un agradable paso largo por una playa de guijarros y luego abruptamente subió una cuesta, cambiando para ese propósito a un paso que no había usado nunca ningún caballo real. Las piernas se acortaron, y subió seguro con las garras bien hundidas por una superficie de cuarenta y cinco grados, como un león de montaña. Un alarmante zigzag por entre un grupo de pinos los llevó hasta un área despejada cubierta de hierba. Luego Secuestrador cambió a un paso menor, como si fuera un caballo real que tuviese que enfriarse gradualmente, y llevó a Hackworth hacia un semicírculo de viejos tótems.

Allí había una joven, de pie frente a uno de los tótems con las manos en la espalda, lo que le hubiese dado una apariencia agradablemente recatada si no hubiese sido porque estaba completamente desnuda y cubierta por tatuajes mediatrónicos que cambiaban constantemente. Incluso su pelo, que le caía libre hasta la cintura, estaba infiltrado por ese tipo de nanositos por lo que cada mecha de color fluctuaba de sitio en sitio según un esquema que no era evidente para Hackworth. Miraba atentamente la talla del tótem y aparentemente no por primera vez, porque sus tatuajes estaban realizados en el mismo estilo.

La mujer miraba un tótem dominado por la representación de una orca, cabeza abajo con la cola hacia arriba, la aleta dorsal salía proyectada horizontalmente fuera del tótem y evidentemente había sido realizada con otro trozo de madera. El orificio nasal tenía una cara humana tallada alrededor. La boca de la cara y el orificio nasal de la orca eran la misma cosa. Esa negación promiscua de los bordes se encontraba por todas partes en el tótem y en los tatuajes de la mujer. Los ojos fijos de un oso eran también la cara de otro tipo de criatura. El ombligo de la mujer era también la boca de una cara humana, similar al orificio nasal de la orca, y a veces la cara se convertía en la boca de una cara aún mayor cuyos ojos eran sus pezones y cuya barbilla era su vello púbico. Pero tan pronto como había descubierto una estructura, ésta cambiaba a algo diferente, porque al contrario que el tótem, el tatuaje era dinámico y jugaba con las imágenes de la misma forma que el tótem lo hacía con el espacio.

—Hola, John —dijo ella—. Lástima que te ame porque tienes que irte.

Hackworth intentó encontrar su cara, lo que debería haber sido fácil, ya que era la cosa en la parte delantera de la cabeza; pero sus ojos se perdían en las otras pequeñas caras que iban y venían y fluían unas en las otras, compartiendo sus ojos y boca, incluso los agujeros de su nariz. Y él empezaba a reconocer estructuras también en su pelo, que era más de lo que podía soportar. Estaba muy seguro de haber visto a Fiona allí.

Ella le dio la espalda, el pelo volando momentáneamente como una falda, y en ese instante pudo ver y comprender las imágenes. Estaba seguro de que ahí había visto a Gwen y Fiona caminando por una playa.

Bajó de Secuestrador y la siguió a pie. Secuestrador lo siguió en silencio. Caminaron por el parque cerca de un kilómetro o más, y Hackworth mantenía una buena distancia porque cuando se acercaba demasiado a ella las imágenes en el cabello le desconcertaban. Ella le llevó a una sección natural de la playa donde yacían desperdigados muchos troncos de pinos. Mientras Hackworth atravesaba los troncos intentando mantener el ritmo de la mujer, ocasionalmente agarraba algo que parecía haber sido tallado por alguien hacía mucho tiempo.

Los troncos eran palimpsestos. Dos de ellos se elevaban de la superficie del agua, no exactamente verticales, clavados como dardos en la arena inestable. Hackworth pasó entre ellos, con las olas golpeándole las rodillas. Vio gastadas imitaciones de caras y bestias salvajes viviendo en el bosque, cuervos, águilas y lobos entremezclados en una madeja orgánica. El agua estaba terriblemente fría entre sus piernas, y tuvo que tragar aire un par de veces, pero la mujer seguía caminando; ahora el agua estaba por encima de su cintura, y el pelo flotaba a su alrededor, por lo que las imágenes translúcidas volvieron a ser legibles. Luego se desvaneció bajo una ola de dos metros de alto.

La ola tiró a Hackworth de espaldas y lo arrastró un trecho, agitando los brazos y las piernas. Cuando recuperó el equilibro, se quedó sentado unos momentos, dejando que olas más pequeñas abrazasen su cintura y pecho, esperando a que la mujer saliese a respirar. Pero no lo hizo.

Allí abajo había algo. Se puso de pie y se metió directamente en el océano. Justo cuando las olas le tocaban la cara, sus pies chocaron con algo duro y suave que cedió bajo su peso. Fue succionado hacia abajo cuando el agua entró en un vacío subterráneo. La abertura se cerró sobre su cabeza, y de pronto volvía a respirar aire. La luz era plateada. Estaba sentado en agua hasta el pecho, pero desapareció con rapidez, eliminada por algún sistema de bombas, y se encontró mirando a un largo túnel plateado. La mujer bajaba por él, a un tiro de piedra de él.

Hackworth había estado en algunos de aquéllos, normalmente en situaciones más industriales. La entrada estaba excavada en la piedra, pero el resto era un túnel flotante, un tubo lleno de aire anclado al fondo. Era una forma barata de fabricar espacio; los nipones usaban esas cosas como dormitorios para los trabajadores eventuales extranjeros. Las paredes estaban formadas por membranas que sacaban oxígeno del agua marina circundante y expulsaban dióxido de carbono, por lo que desde el punto de vista de un pez, los túneles soltaban vapor como la pasta caliente en un plato de metal frío al expulsar incontables microburbujas de CO2. Aquellas cosas se extendían a sí mismas en el agua como las raíces que crecían en las patatas mal guardadas, dividiéndose de vez en cuando, llevando sus propias Tomas para poder extenderse a voluntad. Al empezar estaban vacíos y doblados, y cuando sabían que se habían terminado, se inflaban a sí mismos con el oxígeno robado y se ponían rígidos.

Ahora que el agua fría había salido de los oídos de Hackworth, podía oír un tamborileo profundo que al principio había confundido con las olas de la superficie; pero tenía un ritmo más regular que le invitaba a avanzar.

Hackworth caminó por el túnel, siguiendo a la mujer, y al avanzar la luz se hizo más tenue y el túnel más estrecho. Sospechaba que las paredes del túnel tenían propiedades mediatrónicas porque seguía viendo cosas por el rabillo del ojo que no estaban allí cuando giraba la cabeza. Había supuesto que pronto llegaría a una cámara, una ampliación, y su amiga estaría sentada golpeando un enorme timbal, pero antes de llegar a algo así, se encontró en un sitio donde el túnel estaba completamente a oscuras, y tuvo que ponerse de rodillas y guiarse por el tacto. Cuando tocó la rígida pero suave superficie del túnel con las rodillas y las manos, sintió el tamborileo en los huesos y comprendió que había un sistema audio en la cosa; el tamborileo podría estar en cualquier sitio, o ser una grabación. O quizá fuese aún más simple, quizás el tubo transmitía muy bien el sonido, y en algún lugar del sistema de túneles la gente golpeaba las paredes.

Su cabeza chocó con el túnel. Se tiró al suelo y empezó a arrastrarse. Enjambres de pequeñas luces brillaban más allá de su cara, y luego comprendió que eran sus manos; nanositos emisores de luz se habían incrustado en su carne. Los médicos del Doctor X debían de haberlos puesto ahí; pero no se habían encendido hasta entrar en los túneles.

Si la mujer no hubiese ido por ese camino, lo hubiese dejado, pensando que era un callejón sin salida, un túnel defectuoso que no se había expandido. El tamborileo venía ahora a sus oídos y huesos de todas partes. No podía ver nada, aunque de vez en cuando le pareció que captaba un resplandor de luz amarilla. El túnel onduló ligeramente en una corriente profunda, ríos de agua terriblemente fría que recorrían el fondo de los estrechos. En cuanto dejaba que su mente vagase y le recordaba que estaba bajo la superficie del océano, tenía que detenerse y obligarse a calmarse. Se concentraba en el buen túnel lleno de aire, no en lo que le rodeaba.

Definitivamente había luz al frente. Se encontró en una protuberancia del tubo, justo lo suficiente para sentarse, y ponerse de espaldas para descansar un momento. Allí brillaba una lámpara, una escudilla llena de algún hidrocarbono fundente que no emitía ni cenizas ni humo. Las paredes mediatrónicas tenían escenas animadas, apenas visibles bajo la luz parpadeante: animales bailando en el bosque.

Siguió los tubos durante un periodo de tiempo bastante largo pero difícil de estimar. De vez en cuando llegaba a una cámara con una lámpara y más imágenes. Al arrastrarse por un largo túnel perfectamente negro, comenzó a experimentar alucinaciones auditivas y visuales, al principio vagas, sólo ruido al azar golpeando en su red neuronal, pero cada vez más definidas y realistas. Las alucinaciones tenían una característica de un sueño en el que las cosas que había visto recientemente, como Gwen y Fiona, el Doctor X, la nave aérea, los chicos jugando, se mezclaban con imágenes tan extrañas que apenas podía reconocerlas. Le preocupaba que su mente cogiese algo que le era tan querido como Fiona y lo mezclase con un fárrago de ideas e imágenes extrañas.

Podía ver los nanositos en su piel. Por lo que sabía, ahora podría tener un millón más viviendo en su cerebro, montando los axones y dendritas, pasándose datos unos a otros en pulsos de luz. Un segundo cerebro entremezclado con el suyo.

No había razón por la que la información no pudiese pasar de un nanosito a otro, del interior de su cuerpo a los nanositos en la piel, y de ahí atravesando la oscuridad hacia otros. ¿Qué sucedería cuando se acercase a otras personas con una infección similar?

Cuando finalmente llegó a la gran cámara, no sabía si era la realidad u otra alucinación producida por máquinas. Tenía la forma de un cono de helado aplastado, una bóveda sobre un suelo cónico de ligera inclinación. El techo era un vasto mediatrón, y el suelo servía de anfiteatro. Hackworth entró en la habitación abruptamente mientras el tamborileo llegaba a un crescendo. El suelo era resbaladizo, y se deslizó sin poder evitarlo hasta alcanzar el punto central. Se quedó de espaldas y vio una ardiente escena en el domo sobre su cabeza y en su visión periférica, cubriendo el suelo del teatro: un millar de constelaciones vivientes golpeando el suelo con sus manos.