Las huérfanas Han son expuestas a los beneficios de la tecnología educativa moderna; el juez Fang reflexiona sobre los preceptos fundamentales del confucianismo

Las naves orfanato habían sido construidas en compiladores de materia, pero no podían, por supuesto, conectarse a Fuentes. En lugar de eso, sacaban la materia de contenedores cúbicos, como tanques de átomos colocados con precisión. Los contenedores eran subidos a bordo por grúas y conectados a los compiladores de materia de la misma forma que una línea de Toma si estuviesen en la costa. Las naves se dirigían frecuentemente a Shanghái, descargaban contenedores vacíos, y embarcaban otros nuevos: sus hambrientas poblaciones se alimentaban casi exclusivamente de arroz sintético producido en los compiladores de material.

Ahora había siete naves. Las cinco primeras habían recibido los nombres de las Cinco Virtudes del Maestro, y las siguientes habían decidido bautizarlas con nombres de grandes filósofos confucianos. El juez Fang voló a la llamada (en la mejor traducción posible) Generosidad del Alma, llevando personalmente el programa del C.M. en la manga de su vestido. Aquélla era exactamente la nave que había visitado la noche agitada de su paseo en bote con el Doctor X, y desde entonces se había sentido más cerca de las cincuenta mil niñas de aquel barco que del otro cuarto de millón de los otros.

El programa estaba escrito para funcionar en un compilador de volumen, que produjese docenas de Manuales cada ciclo. Cuando la primera remesa quedó terminada, el juez Fang cogió uno de los nuevos volúmenes, inspeccionó la cubierta, que tenía la apariencia del jade, hojeó las páginas admirando las ilustraciones y repasó con ojo crítico la caligrafía.

Luego se lo llevó por un pasillo hasta una sala de juegos en la que corrían, quemando energías, cientos de niñas. Eligió una niña y le dijo que se acercara. Ella se acercó, renuente, empujada por una profesora energética que se alternaba entre sonreír a la niña e inclinarse ante el juez Fang.

Él se puso en cuclillas para poder mirarla a los ojos y le dio el libro. Ella estaba mucho más interesada en el libro que en el juez Fang, pero le habían enseñado educación, así que se inclinó y le dio las gracias. Luego lo abrió. Sus ojos se ensancharon. El libro comenzó a hablarle. Para el juez Fang la voz sonaba un poco aburrida, el ritmo del habla no era exactamente el adecuado. Pero a la niña no le importaba. La niña estaba enganchada.

El juez Fang se puso en pie para encontrarse rodeado por cientos de niñas pequeñas, todas mirando el pequeño libro de jade, de puntillas, con las bocas abiertas.

Finalmente había sido capaz de hacer algo claramente bueno con su posición. En la República Costera no hubiese sido posible; en el Reino Medio, que seguía las palabras y el espíritu del Maestro, era simplemente parte de sus obligaciones.

Se volvió y abandonó la habitación; ninguna de las niñas se dio cuenta, lo que estaba bien, porque podrían haber visto el temblor en sus labios y las lágrimas en sus ojos. Al dirigirse por los corredores hacia la cubierta superior donde le esperaba su nave aérea, repasó por milésima vez la Gran Enseñanza, el núcleo del pensamiento del Maestro: «Los ancianos que deseaban demostrar la virtud ilustre al reino, primero ordenaban sus propias casas. Deseando ordenar sus casas, primero regulaban a sus familias. Deseando regular a sus familias, cultivaban primero sus personas. Deseando cultivar sus personas, primero rectificaban sus corazones. Deseando rectificar sus corazones, buscaban primero ser sinceros en sus pensamientos. Deseando ser sinceros en sus pensamientos, extendían primero en lo máximo sus conocimientos. Tal extensión del conocimiento yace en la investigación de las cosas… desde el Hijo del Cielo hasta la masa de gentes, todos deben considerar el cultivo de la persona como la raíz de todo lo demás».